Día 20: Alto el paso: documentación por favor 2 de
Abril 2020
(110238 infectados, 10096 fallecidos, 26743 curados)
_¡Hola, soy… le oigo muy lejos… si mal, es muy molesto no ver bien… un
descuido tonto!.
_ No se preocupe. Pregunto a mi jefe qué se puede hacer o cómo ayudarle.
Le llamaremos en unos días.
No me lo puedo creer, me ha
llamado mi óptico en persona por teléfono, no sabía que tenía óptico propio,
obviamente con esta llamada lo he hecho mío,
y por tanto particular para mí. “Yo
me entiendo”. Ahora que me estaba acostumbrando a observarlo todo desde la
oscuridad de las lentes, todo en tono sepia, desvirtuando la perfección de los
colores, empiezo a pensar que esta situación tiene los días contados.
Esta llamada telefónica ha
cambiado mi humor, y sin tener idea de quien me habla, me ha devuelto la ilusión por continuar entre
el agobio de estas paredes o cuanto menos ha creado una ligera alegría por
recuperar mi campo de visión. Estaba un poco cansada de que los hijos de mis
vecinos me hicieran el gesto “de parecer loca” con los dedos bordeando su sien señalándome
como la tarada de la ventana. Ellos lo
ven como una extravagancia llevar gafas de sol en casa. Claro que no es muy normal
llevarlas.
No he podido dormir en toda
la noche pensando en la visita a la óptica, no es que necesite muchas horas
para descansar, pero alguna preciso, por lo menos para disimular el contorno de
mis ojeras. Me asaltaron tantas dudas sobre cómo llegar al establecimiento o
como relacionarme con el optometrista que me lié en miedos, angustias y
pesadumbres no faltos de culpabilidad por salir de casa y ser insolidaria por
incumplimiento de prescripción gubernamental. “¿Realmente lo mío será una urgencia?” Y de inmediato la respuesta
fue contundente “¡pero si no ves un
pimiento! ¿Cómo no va a ser urgente para ti?”. Peleándome con las sábanas y luchando contra todos mis demonios me he
convencido de que es totalmente prudente ir a la óptica. Oigo en mi cabeza las
recomendaciones un tanto exageradas de mi hija Esther por salir de la vivienda.
Pero estoy totalmente preparada, tengo de todo, excepto el mono blando. No me voy a
acercar a más de dos metros de la persona que me atienda. No hay nada que
temer. “¡Mira que si te contagias y traes
el Covid-19 a casa! yo seguro que muero”, retumbaba en mi cabeza la frase
que Natan había dejado caer por la tarde “¿Y
si tiene razón? ¡No me lo perdonaría jamás!”. Bueno no hay que exagerar
tanto, estoy llena de miedos tanta información sobre el virus no me deja pensar
con claridad. Me he levantado de la cama para acallar todas esas voces de mi
interior y un poco más tranquila y despejada me he convencido que lo mejor es, no
correr ningún riesgo, tomando todas las precauciones necesarias pero sin sacar
las cosas de quicio. Todo controlado,
con responsabilidad y muy segura de mis acciones. Cuando en el silencio de la noche
estaba saboreando mi primer café, me ha
asaltado un temor con el que no había contado “¿¡Ah pero y la policía!? No había caído yo en el control policial
de la entrada a la carretera general de camino a la ciudad. Otra vez sumida en la desconfianza trato de
buscar rutas alternativas para alcanzar mi fin “seguro que no habrá más coche que el mío circulando”. Esto acaba
por desquiciarme los nervios “lo que me
faltaba para agravar mi problema, seguro que me paran y con razón. Qué ya sé
que no puedo salir y mi cara va a delatar que a lo mejor no es una urgencia
como yo creía, puede que no les convenza al mostrarle el estado lamentable de
mis gafas”. No tengo papeles de ningún tipo que demuestre que debo salir.
No tengo trabajo de primera necesidad que me obligue a tomar la calle. Además si
me mandan quitarme las gafas de sol para identificarme mejor, verán que no
atino cuando les enseño la documentación reglamentaria del coche. En estas
condiciones me puede caer una buena multa por desobedecer y encima me pueden
inmovilizar el coche por estar en una posición de ceguera momentánea, y lo peor
es que pueden considerarme un peligro para andar circulando por ahí. “¿Cómo les voy a explicar con claridad a
dónde voy?”
Así no hay quien
se concentre en tomar una decisión acertada. He visto amanecer. Con las
primeras luces he aclarado un poco las ideas y he ajustado la imaginería de mis pensamientos a la realidad. Por eso que donde veía peligros y trabas ahora no hay más
que inequívocos propósitos de conseguir que todo salga bien.
Me lleva su tiempo
prepararme para lo que puede ser el fin de mis días o cuanto menos al cambio de
rumbo de un nuevo devenir o a lo que puede marcar un antes y un después. ¡Tranquilos vuelvo pronto, no toco nada,
mantengo distancia, os pongo mensaje cuando acabe operación gafas!
En la carretera solo mi
coche y yo, ningún policía controlando mis movimientos. Me sobrecoge circular
en solitario, la sensación es extraña, incluso me siento como que estoy
haciendo un daño tremendo a no sé quién y pienso “puedo contagiarme, contagiar y monta una buena en mi casa”.
Mi óptico estaba esperándome, solo servicio de urgencias.
Tres metros de distancia entre nosotros. Estamos tan tapados con la prudencia
del temor al contagio que cerramos la operación en menos de dos minutos. No nos
hemos tocado, no hemos compartido el más leve roce. Ni siquiera podríamos
describir nuestros rasgos físicos con tanto aparataje puesto.
“¡Qué ganas de que pase
todo esto!” De
vuelta no he sido parada en ningún control policial. Nadie me ha echado el
alto. Cuando he llegado a casa he dado cuenta de todos mis pasos, sin obviar
nada de aquello de lo que me pueda arrepentir. Me he jugado mucho saliendo y
los días confirmarán que seguimos sanos o a lo mejor no.
Mi aplauso de las 8 va dedicado a la policía que está ahí para
hacernos ver lo importante que es que no salgamos de casa y sobre todo a mi óptico que va a hacer lo posible por devolverme
la visión en unos días.
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