martes, 14 de marzo de 2017

Arquitectura de Maragatería: Escudos de Cerradura





Escudos de cerradura, bocallaves o cubre cerraduras son términos empleados para designar al objeto que embellece el orificio de la cerradura por donde se mete y guía una llave.
Estos accesorios de hierro son característicos de las puertas maragatas, un complemento más que junto con el aldabón,  los clavos, el tirador y el picaporte conforman la vistosidad de la puerta de madera, que es la presentación previa al interior de la casa maragata. Se vienen utilizando desde el Siglo XVII y tienen su momento de esplendor entre los siglos XVIII y XIX. Se trata de piezas donde la imaginación popular crea formas, tamaños y ejemplares únicos.
Los hay poco elaborados con formas geométricas romboidales, rectangulares, trapezoidales, triangulares o circulares. Otros con formas ovaladas presentan simples muescas o dibujos tallados en el propio escudo. Los hay más sofisticados  y elaborados con cortes ramificados y adornos calados, muchos incorporan iniciales de los dueños de la casa o fechas significativas, otros se rematan con cruces o con siluetas de pequeñas cabezas de pájaros.  La función del bocallaves no es otra que proteger la madera de los roces de la llave al entrar en la boca de la cerradura y a partir de ahí el gusto de los dueños, su poder adquisitivo y la estética del momento contribuyeron a la elaboraron de estas piezas tan vistosas de la herrería popular y que dan singularidad al conjunto de la arquitectura de Maragatería.

sábado, 11 de marzo de 2017

MÚSICA DE VIOLINES

        A mi tío J.A.C.C. que nos enseñó a amar la Música

No sabíamos que la música de Bach que interpretábamos en el violín acompañaba tu  último hilo de vida… afinábamos el Minueto nº 2 y  los violines llevaban el ritmo en cada nota, la posición de nuestros dedos era la correcta y el arco se deslizaba entre el puente dibujando un baile acorde, sin pausa, sin detenerse.
No sabíamos que a cientos de kilómetros, en ese preciso momento, tus cuerdas desafinaban, el arco de tu violín rozaba desacompasado, titubeante como el aprendiz que coge por primera vez el instrumento.
Continuamos con el Minueto nº 3  y nuestros cuerpos vibraron mientras tú desafinabas llamando nuestra atención, seguíamos el curso de nuestras notas, cerramos los ojos y cuanto más alto y fuerte rozábamos el arco, más era tu agitación, tu convulsión. Nos llamaste pero sólo oímos el desgarro del arco a su paso por la cuerda RE; el ritmo de Bach nos impulsaba en los sostenidos, las posiciones naturales, las notas ligadas, las repeticiones, los tresillos… Nos dejamos llevar hasta que el último SOL transformó la pieza en notas negras, notas pesadas que nos hicieron abrir los ojos. Aun así no oímos que tus cuerdas se habían roto, que el arco de tu violín tocaba en el diapasón una canción triste, imperceptible, después insonora.
La Gavota de Gossec nos sobrecogió, el arco se enmudeció a su paso por las cuatro cuerdas. El sonido de los violines se superpuso con tus susurros, no oímos tu adiós, no percibimos tu partida, saliste por la puerta sin hacer ruido. “Da Capo al Fine” nos indicaba la partitura y volvimos a repetir los compases, ya no escuchamos tus cuerdas, nuestros pentagramas señalaban distintos ritmos…  Haendel, Beethoven, Boccerini, Shumann, Corelli, Telemann, el desgarro de Stravisky y el vacio de Taverner se asomaban tímidamente a nuestra memoria auditiva.
Se nos humedecieron los ojos, lloramos por dentro, nuestra alma palideció  de dolor.  Se hizo el silencio, comprendimos que no estabas con nosotros. Preparamos la ropa del concierto más triste que podíamos interpretar, “El Réquiem de tu adiós”. El sonido de tus instrumentos tocaban lo que tu querías, nos dejamos llevar por tu melodía y los recuerdos pasaron por nuestra mente de forma pausada recordando cada gesto, cada expresión, tu sonrisa, tus palabras, la concordia de tu ser y lloramos sin consuelo las partituras que se agolpaban en un atril enlutado.  Al despedirte el Concertino  te dio la mano, nos diste tu último saludo y un aplauso unánime dejó partir la marcha fúnebre hacia donde tú imaginaste estar después de tu muerte…


domingo, 22 de enero de 2017

UNA LLAMADA INESPERADA

Cuando llamaron a la puerta, no podía imaginar que fuera mi marido, se encontraba esos días en la Universidad de Murcia impartiendo uno de los seminarios estrella del  Máster de Lingüística Aplicada. Estaba tan sorprendida por verlo ahí en la puerta con su maleta y su maletín de trabajo que imaginé que algo raro estaba pasando. No hubo más explicación que la de “adelanto del viaje” por pequeños problemas con su seminario. Su vuelta estaba prevista para las once de la noche de ese día, y eran algo más  de las dos de la tarde. Y claro su teléfono no había funcionado o no había tenido intención de llamar. Subió las escaleras y un “hola” general fue el único saludo que dirigió a sus hijos, que estaban como siempre enzarzados en sus peleas habituales. A ellos no les pareció extraño que su padre apareciera a esa  hora, lo vieron normal, como el repartidor de pizzas, cuando en medio de una película llama al timbre y se le despacha con un “hola, toma el dinero, adiós”. He dé reconocer que con los problemas de inestabilidad que yo estaba sufriendo a causa de mi tiroides, esta presencia inesperada me alteró las pulsaciones y el mareo de cabeza me dejó medio tirada en el sofá, pidiendo a uno de mis hijos una de esas pastillas que el internista, semanas antes, me había recetado para tranquilizar mi cabeza, volver el pulso a su sitio y tomar las riendas estables de mi vida.  Mi marido subió a la habitación para cambiarse, deshacer su maleta y colocar sus libros y ordenador en su estudio, como siempre lo hacía, era un hombre metódico, le gustaba ordenar todas sus cosas sin permitir que nadie le ayudara, supongo que era la única manera de tenerlo todo ordenado y que nadie se metiese en sus asuntos, no es fácil en una casa con cuatro hijos, donde la anarquía, en cuanto al orden, se había establecido sobre todo desde que tres de ellos eran adolescentes.
Los sábados siempre comemos paella, él bajo al comedor y se sentó al lado de su hija, después del primer impacto emocional y un poco más recuperada, titubeante, y con la irritabilidad característica de mi estado de salud le recriminé su falta de comunicación, el que no me hubiera llamado para recogerlo en el aeropuerto o la explicación de su regreso por algún problema con el curso... En fin lo normal de las parejas. Pero nada, prácticamente no obtuve respuesta él. Es cierto que parecía algo molesto con la situación, y despistado como si no supiera nuestras costumbres más básicas como el lugar donde se sienta cada uno en la mesa, o dónde encontrar los utensilios más habituales, por ejemplo. Explicó casi con monosílabos que su trabajo en el seminario había concluido, adelantado el vuelo  y sin más había regresado a casa, al llegar al aeropuerto no se le ocurrió otra cosa que coger un taxi. Sin preguntarle nada más nos dijo que tres días después se iría a dar un seminario al CERN,  ¿al CERN?, no tenía ni idea de que Leopoldo tuviera relación con el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear. Es cierto que yo llevaba un par de meses como ida, con mi inestabilidad y mal estar general, además de todo el trabajo que se había generado en la oficina por los buenos resultados de la Compañía y que me habían dejado agotada; es posible que a lo mejor me hubiera comentado algo de visitar ese laboratorio o de ir a Suiza, pero ¿para qué un Lingüista necesita dar un seminario a profesionales de la física de partículas? No salía de mi asombro y lo peor es que mis hijos ni se inmutaban con sus palabras, ni siquiera le preguntaron qué era eso del CERN. Yo seguía sin obtener respuestas de sus palabras y su comportamiento era para mí insólito.
Mientras recogía la mesa y los chicos hacían más jaleo  que de costrumbre, él prefirió subir a la parte alta de la casa, a la habitación imaginé, le gustaba descansar y adormilarse leyendo los periódicos en su iPad.
Le pregunté a mis hijos por cómo lo veían, pero ellos me dijeron que estaba como siempre "encriptado" o sea en su Mundo. Hacia las 6 de la tarde consideré que su descanso había sido más que suficiente y con mi estado anímico más relajado subí dispuesta a recibir todas las explicaciones oportunas. Para mi sorpresa estaba en su estudio concentrado y  sin parpadear mirando un folio cubierto de lo que parecía “problemas de matemáticas”, en su mano tenía un bolígrafo. Hacía años que no lo veía con un bolígrafo y menos aun escribiendo en un folio y lo primero que pensé es que su ordenador tenía algún problema, aunque por otro lado eso me extrañaba mucho, cada vez que le fallaba o no respondía en el tiempo adecuado o tardaba más de la cuenta en bajar sus correos, se removían todos los santos del cielo y de su boca salían maldiciones de fastidio que hacían temblar las paredes de la habitación. ¿Estás enfermo?¿te encuentras mal? Es lo primero que le dije al verlo en esa actitud de concentración y la verdad es que siguió escribiendo, haciendo unas operaciones matemáticas que nunca le había visto hacer. ¿Ecuaciones? ¿Qué era eso?, varios folios estaban tirados en el suelo llenos de números y borratajos. Oye y lo del CERN ¿de qué se trata? ¡qué interesante!, ¡no tenía ni idea! Con su dedo índice izquierdo me hizo el gesto de silencio y después abrió su mano y con un aspaviento me indicó que me fuera. ¡Qué raro era todo!, parecía un extraño sin serlo, era mi marido pero yo no  lo reconocía. Necesitaba tomarme otro betabloqueante, para calmar la inestabilidad que estaba teniendo. ¿No estaría yo delirando?,  un sueño, una alucinación, un delirio pasajero o un ataque de irrealidad, ¿tal vez? Estuve un par de minutos pellizcándome las mejillas, para ver si volvía en sí, pero nada cambiaba. Me asomé al estudio de nuevo y allí seguía como un poseso haciendo "cuentas" y pensando en ¿qué relación tendrían todos esos números con su trabajo de Lingüística Teórica? ¿ecuaciones y letras? No le veía el sentido a nada. ¿Leopoldo estás bien? Escuchaba a mis hijos reír en el salón y mi hija pequeña subía por la escalera negociando no sé qué de salir por la noche.
Sonó mi teléfono varias veces, lo oía en la sala, aunque a la vez su sonido estaba cercano a mí, no sé por qué  era incapaz de cogerlo, hice varios intentos de agarrarlo y hacer que dejara de sonar,  me di cuenta que la explicación de todas estas secuencias raras y de cómo mi marido se comportaba  estaba en esa llamada; me encontraba paralizada sin poder llegar a él. Alcé la voz para que me lo trajeran, pero con tanto alboroto que tenían mis hijos era imposible que  me escucharan. Antes de bajar a la sala a cogerlo yo misma, me asomé al estudio por si mi marido me concedía la oportunidad de que yo, me aclaraba con su manera de comportarse desde que a la hora de comer había aparecido por la puerta. Le escuché hablando emocionadamente  y mandándome marchar, hablaba de no sé qué “hadrones, protones, energía, luminosidad, bosón de H…” ¿estás bien?, ¿qué dices?, ¡no entiendo de qué hablas! ¿en qué estás metido?...
Volvió a sonar el teléfono cercano a mi oreja, di un sobresalto en la cama, noté mi pulso acelerado, me costaba respirar y mantener el ritmo vital y un temblor nervioso y frío recorría mi cuerpo, con esa sensación de irrealidad de no saber muy bien donde estaba, pulsé la tecla verde del teléfono para contestar. Desde el otro lado escuché la voz de mi marido " Me pongo en marcha cariño, llegaré en 5 horas, tengo ganas de verte, te quiero".

 Al colgar el teléfono pude tomar conciencia de lo que me acababa de pasar, había vuelto a tener uno de esos episodios de “parálisis de sueño” que tanto odiaba y que me había perseguido angustiosamente años atrás.

lunes, 2 de enero de 2017

LA PUERTA DE ATRÁS DE LA NAVIDAD

En este cuento no hay pista de hielo, no hay reencuentro de dos jóvenes que después de besarse sienten como la nieve les acaricia las mejillas y les viene la carcajada y dan vueltas con los brazos abiertos de felicidad. Tampoco los niños  bajan por ninguna escalera  a coger sus regalos perfectamente envueltos. En este relato falta  también el piano y los que cantan villancicos a su alrededor. Falta la llegada de los que están fuera y aparecen de repente en la puerta principal cargados con bolsas llenas de fantásticos regalos. No hay muérdago en la puerta y el abeto es un simple pino de plástico.
Alguien me ha dicho que esas “vidas” sólo aparecen en las películas americanas, ¡pero son historias tan bonitas, son situaciones tan maravillosas!, que te dan ganas de ser uno de esos personajes de la película que acaban de echar en “la tele” el sábado por la tarde, previo al comienzo de las vacaciones navideñas.
Pero la realidad, en muchos casos es diferente, hay un precipicio entre lo que nos gustaría que ocurriera  y lo real.  Hay  Navidades que son otra película, y que dejan las casas sin decorar: es la historia de una mujer llena de soledad, recién estrenada su viudedad, es aquella que ha sufrido la pérdida del hijo, es la narración del que se ha enterado de una enfermedad grave, de los hijos que han perdido a su madre horas antes de preparar las uvas del año que iba a comenzar, es el llanto del que se desespera por la pérdida de trabajo, es la angustia del padre que no encuentra cómo sacar un poco más de dinero para llevar a casa, es el cuento del que recibe la noticia de que su familia estaba de vacaciones en el lugar donde un asesino ha cometido un atentado. Es la historia del que se siente solo sin saber cómo decorar el perímetro de su casa para tener un poco más de calor. Es la del joven enamorado que no es correspondido, la del menor acosado y humillado que no sabe cómo encender las velas que decoran la cena familiar. Sí, nos faltan muchas historias bonitas incluso hasta parece imposible que todo esto pueda ocurrir mientras miramos al cielo para ver caer ese copo de esperanza y sonreír a la suma de copos que empapan nuestra cara mientras damos vueltas en la pista de hielo, abrazados, deseando quedarnos para siempre en ese momento de felicidad…
Pero esas historias que forman parte de la vida cotidiana, aunque tristes, también son como la puerta de atrás de un paréntesis que se llama  Navidad.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Arquitectura de Maragatería: Clavos


Dentro del conjunto de la arquitectura de maragatería los clavos son accesorios de hierro forjados a martillo, que complementan la decoración de las puertas de las casas maragatas. Se colocan de manera lineal, y dependiendo del tamaño de la puerta llevan cuatro o cinco filas de clavos, a una distancia suficiente para componer la puerta de manera equilibrada. Cada fila está formada por unos 8 /9 clavos dispuestos a 5 cm unos de otros.  Su función es unir los tablones verticales que conforman la puerta por el lado principal con otros más estrechos en posición horizontal situados en el reverso de la puerta. La forma más común es  la semiesférica: clavos lisos sin dibujo, toscos y pobres y clavos cincelados  más llamativos con trazos de aspas, cruces u ornamentos florales. Pero también los hay con formas originales como: de concha de peregrino, es fácil encontrarlos en las puertas de los pueblos maragatos por los que pasa el Camino de Santiago, clavos que pueden ser fechados  en torno al siglo XVII;  clavos rectangulares con muescas ornamentales;  y clavos más elaborados y ostentosos  en forma de  pirámide octogonal y en forma romboidal recortada por los bordes, con incisiones centrales decorativas.

Aunque son piezas pequeñas  no por ello dejan de ser importantes, forman parte de la decoración de las puertas, que junto con los demás accesorios de hierro como tiradores, aldabones, picaportes, escudos de cerradura, etc.,  son la “carta de presentación” de los dueños de la casa. A través de ellos podemos identificar el grado de sofisticación decorativa, la suntuosidad o el lujo frente a la tosquedad, la simplicidad o pobreza ornamental de los que habitaron las casas de maragatería. Hoy en día todos son un lujo a conservar.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Área de Servicio “Las casitas”



Habíamos decidido hacer ese viaje porque teníamos cuatro días de descanso.
Después de la tensión de  colocar en el maletero del coche todo lo necesario para una familia numerosa con perro,  y cargar como si no fuéramos a volver en un mes, nos metimos en el coche, con  los nervios deshechos por el  jaleo de cuadrar todas las cosas como si se tratara de un rompecabezas donde todas las piezas encajan en su sitio.
Esta es la historia de nuestro perro, Tizón, un pastor vasco, sin ser genuínamente pastor,  pero sí vasco, de pelo largo y enredado, de tamaño pequeño con cara más bien fea pero a la vez simpática y tierna,  perro fiel, juguetón y alegre.
Al ver la indicación del Área de Servicio de la autovía, no dudamos en coger la desviación y  parar, dentro del coche el barullo era insoportable,  cada uno gritaba más que el otro y estaba claro que debíamos hacer un alto en el camino.
Tizón fue el que primero salió del coche, no necesitaba quitarse ningún cinturón para coger la puerta y marcharse a  olisquear los arbustos de la zona verde, los niños no tardaron en correr hacia el parque infantil y nosotros nos sentamos en una mesa exterior para  ver como seguían chillando y vigilarlos a todos incluido el perro. El buen tiempo hacía de esos cuatro días de vacaciones una oportunidad para salir de la ciudad y me sorprendió la cantidad de gente que había pensado lo mismo que nosotros, una escapada para relajarnos del día a día.
Pagamos las consumiciones, casi dándonos pena el tener que volver a la “grillera” de nuestro coche; cuando salimos del establecimiento los niños seguían en el parque más ajetreados que antes de salir del coche pero un poco más animados de entrar en él, aunque ya se sabe que esa calma dura menos que lo que se tarda en recorrer un kilómetro, nos quedaba por delante unas  3 horas de viaje.
Nos pareció raro que Tizón no estuviera enredado con los niños, que no acudiera con ellos al coche, que no se montara el primero, a la orden de” ¡Vamos!” como siempre hacía.
Lo llamamos pero ni rastro de él. El encargado de la cafetería nos ayudó a buscar por la zona ajardinada y por el interior del local y lo mismo hizo el empleado que reposta la gasolina. Algunas personas nos dijeron que Tizón había estado merodeando por la zona verde trasera del restaurante que ahora estaba vacía.
Los niños lo llamaban dando voces, pero yo sabía que a él no hacía falta que lo llamáramos insistentemente para que viniera de inmediato con solo oír las palabras “ ¡Vamos, Venga al coche!”.
Había desaparecido. Estuvimos en el Área de Servicio una hora y media más, esperando alguna respuesta. Llegamos a la conclusión que nos lo habían robado. Continuar el camino con los tres niños llorando no fue fácil y pasar tres horas en el coche sin ninguna explicación racional de lo sucedido fue angustioso.
Nuestros cuatro días de descanso fueron tristes y los niños no paraban de preguntarnos si habíamos recibido alguna llamada desde el lugar de la pérdida que pudiera devolvernos la esperanza.
“La falta de  un perro se cura con otro perro” nos decían los dueños de la casa rural donde estábamos hospedados, “mañana les buscamos uno por el pueblo y se lo llevan, por aquí lo que sobran son perros.”
Tizón no era un perro, era nuestro perro y no queríamos otro, sólo queríamos reencontrarnos con él.
Nos pusimos en contacto durante esos días y varias veces con el encargado del Área de Servicio, allí nadie había dejado una nota para nosotros y no había rastro de él por la zona.
De vuelta a nuestra rutina, sentimos su falta aún más, mirábamos hacia nuestro jardín y parecía que lo veíamos correr,  que  lo veíamos andar de aquí para allá por la casa, pero no eran más que ilusiones ópticas.
A los 20 días los niños empezaron a interesarse por otras cosas de su vida diaria y dejaron progresivamente de hablar y preguntar por él. Por supuesto habíamos dejado de llamar al encargado amable que nos atendía con cierta preocupación,  ya no tenía sentido, y además tenían todos nuestros teléfonos por si aparecía.
Escuchaba la radio en mi  coche yendo a trabajar, casi estaba olvidándome de lo ocurrido un  mes antes, y sonó el teléfono móvil,  sonó varias veces.  Desde el aparcamiento del trabajo escuché el buzón de voz “soy…por favor, llámame es importante”.
La farmacéutica de Torgás del Camino al ver al perro que había entrado en su establecimiento había tenido indicios de que algo no iba bien con los que creía eran sus dueños, dos chavales de unos 22 años que aparecieron asustados pidiendo alguna pomada cicatrizante para calmar las heridas de varias dentelladas profundas en la parte de la cabeza y lomo del animal. Los chavales que habían aparcado su coche delante de la farmacia llevaban un remolque con unos endiablados perros que no dejaban de ladrar, ”son tremendos no paran de morderse y a este claro…” dijo uno de ellos.  Recomendar la visita al veterinario fue lo primero que se le ocurrió, pero era tal el agobio de los chicos que les vendió un antiséptico, vendas y una pomada cicatrizante, para que salieran del paso hasta ir al día siguiente al veterinario que no estaba a más de 20 kilómetros de la farmacia, pero que había cerrado unas dos horas antes.
Lina habló con su colega días después sobre el perro malherido,  a su consulta no había llegado ningún perro con las cicatrices de ninguna mordedura.  Así que dejó el tema y dio por hecho que el problema se habría solucionado con los medicamentos que les había proporcionado.
Lina cada dos semanas  al salir de la farmacia  se acercaba hasta el Área de Servicio de la autovía, repostaba gasóleo y se tomaba un café, solía llevar a Marcos, el encargado, los medicamentos que previamente le había encargado para su madre, esta rutina, era deseada por ambas partes que no dejaban de tontear desde el momento en que ella entraba por la puerta.
En uno de esos momentos Lina no sé cómo hablando de perros, le vino a la cabeza el perro malherido que había visto con los supuesto dueños en su farmacia, pero a pesar de lo sorprendente de la historia, el encargado no relacionó el episodio de la gasolinera con la historia de este perro, al fin de al cabo, eran unos chavales de la zona, unos cazadores a los que no les serviría para su actividad un pastor vasco.
Lina tenía la última guardia de la semana, serían las doce de la noche y el encargado del Área de Servicio la llamó por teléfono para ayudarla a matar el tiempo de una noche  más en vela. Después de un buen rato de charla, él le preguntó “¿cómo era el perro herido que llevaron los chavales a tu farmacia?”, sin mucho interés  la farmacéutica lo describió sin entender por qué él repetía la misma descripción. “Tengo el teléfono de los dueños” dijo emocionado Marcos, pero pensaron que era irrelevante molestarlos sin tener noticias del perro y sobre todo para no causar más dolor, lo mejor era que los dueños aceptasen la pérdida sin saber que había pasado por allí.
Pedro, el veterinario de Valdemorillo está acostumbrado a ver de todo con la cantidad de cazadores que hay por la zona y como traen malheridos a sus perros. Oyó  el frenazo de un coche  que paró delante de su puerta,  escuchó el abrir y cerrar del maletero con mucha prisa y de repente la arrancada del coche sin dejar huella.
Salió  para ver que “demonios estaba pasando”, una sábana blanca envolvía el cuerpo de un perro en un estado lamentable, mirada triste y perdida, ensangrentado por varias heridas, bastante sucio  y sin responder a ningún estímulo.
Consiguió limpiarle las brechas. Le llevó suturarle más de una hora. Uno de los cortes estaba infectado iba a necesitar antibiótico y ser intervenido quirúrgicamente. Llamó a Lina por teléfono; no había duda se trataba del mismo perro del que ella le había hablado días antes. Los datos del microchip no estaban actualizados y el número de teléfono que figuraba en él era erróneo.  Marcos,  se había ido de vacaciones unos días “a la nieve” era el único que  tenía los teléfonos de los dueños, pero se encontraba fuera de cobertura. Debían esperar un par de días a que regresara, además él era el que  podía reconocer mejor al perro, había visto merodear al pastor vasco en condiciones normales por la mesa de sus dueños mientras les ponía las consumiciones.
Cuando el encargado del Área de Servicio lo vio, no supo que decir, el perro no parecía el mismo, estaba afeitado por varias partes de su cuerpo, estaba tumbado e inerte.
Lina se encargó de llamar a la familia, no había nada que perder y lo más seguro era que se tratara del perro que había desaparecido.
Quedaron al día siguiente en el Área de servicio “Las Casitas”,  esta vez las dos horas de viaje aunque ruidosas eran una fiesta. Allí estaba Tizón con sus tres salvadores, casi no reaccionó al vernos, lo que más nos impresionó fue su mirada triste, realmente estaba convaleciente y necesitaba con urgencia entrar en un quirófano.  Los niños no paraban de besarlo, movió un poco su cola pero sin grandes aspavientos. Al despedirnos Lina lloraba, Pedro y Marcos estaban emocionados. Ellos eran nuestros héroes y no sabíamos cómo agradecérselo.
Dos meses después el herrero de Torgás había entrado en la farmacia  de Lina contando no sé qué historia de una denuncia de alguien hecha en el cuartel de la Guardia Civil de unos chavales que tenían encerrados  unos 5 perros que no dejaban de ladrar todo el día y un par de ellos eran de razas “malas”, unos pitbull que habían mordido ya a varios perros e intimidaban a más de uno. Son esos chavales del “tí Espuelas” que vive ahí pegando al regato antes de la desviación al Área de Servicio…

Tizón tuvo que ser intervenido con anestesia total dos veces, se curó de sus heridas,  aunque nunca se curó del susto de haber sido atacado por unos Pitbull que sus dueños descuidaron en el Área de Servicio. Nuestro perro solo sobrevivió un año más.

jueves, 20 de octubre de 2016

Ausencias

Miro las gafas de mi padre
traspaso con mis ojos
las lentes de aumento
y veo cristales de recuerdo
son sus gestos,
la sonrisa, el cariño,
la preocupación o el llanto
lo que se ve en el reflejo.

Las gafas de mi padre
son la montura que fraguó
momentos de mi vida.
Las cojo con cuidado
viendo en ellas su mirada
la caricia cercana,
el consejo sensato,
la ayuda infinita.

Las gafas de mi padre
me descubrieron el frío de la pérdida
de unos años de niño.
En el cajón escondido
de la cómoda vieja,
el reloj del padre
marcando el último segundo del adiós,
la despedida de la inocencia,
la llegada del sufrimiento
el valor, la responsabilidad,
la esperanza de un nuevo comienzo.

Las gafas de mi padre
y el reloj del suyo
las manecillas paradas
los cristales ciegos
la correa cobriza
y las patillas plegadas
son lo que yo soy
lo que él me enseñó.

Ahora lo entiendo
mi padre y mi abuelo
dos ausencias
dos simples objetos
unas gafas
un reloj,
los agarro como amuletos
sintiendo su fuerza
para seguir, perdurar, vivir…