lunes, 7 de octubre de 2024

SENGLEA





Una Sirena boreal

Estaba decidida a hacer ese viaje sola, a pesar de todas las trabas y consejos familiares, para que desistiera del intento de hacerlo. Después de comprobar que mi estado anímico, por lo sucedido, no era realmente bueno, no estaba equilibrado y las ganas de llorar eran habituales a lo largo del día, me convencí que no había mejor ocasión que ésta para hacerlo…

 

La vi en la cola de entrada al barco. El día era luminoso y se esperaba una temperatura de 36 grados; ideal para embarcarse en un catamarán hacia una de las islas del archipiélago maltés. Llevaba un vestido estampado de tonos azules; el dobladillo quedaba en lo más alto de su pantorrilla, la minifalda no era tan llamativa como lo eran las del grupito de treinta añeras que estaban situadas unos metros por detrás de mí y que no dejaban de reír, levantando el tono de voz por encima de lo correctamente permitido. Ella, −la joven de la cola, la que estaba la primera en la fila, la solitaria, la que escondía sus ojos y su pelo bajo una gorra color crema−, la llamaré Senglea, le pegaba el nombre con esas tres sílabas tan sonoras, que nombraban también una de las tres ciudades de Malta.

No la consideraría alta, tampoco baja, pero sí una mujer grande. Por su color de piel y por la manera de vestir, podría ser de una altitud muy diferente a la mía. No la quería hacer de ningún sitio en particular; me gustó la idea de imaginarla de una zona del norte europeo, donde el frío esconde la piel entre plumíferos y algodones, un paisaje ajeno a lo que yo estaba acostumbrada a ver.

 Debió llegar muy pronto al punto donde habíamos sido convocados los turistas de ese día de mediados de julio. Nosotros llegamos 45 minutos antes de la hora pactada, en previsión de cualquier imprevisto que nos hiciera llegar tarde y ante el agobio de que eso ocurriera, decidimos que el taxista que nos iba a recoger en el hotel, viniera mucho antes de lo habitual. Esa mañana yo estaba muy nerviosa, los barcos, antes de subir a ellos, ya me marean. No son mi medio y en un catamarán como el que iba a tomar, la respuesta de mi cuerpo era incierto, posiblemente se volviera inestable y casi con seguridad iba a perder el equilibrio. No exageraba cuando pensé que antes de tomar asiento, ya me creía morir. Ben por sorpresa había comprado dos pasajes para pasar el día bronceados por el mar Mediterráneo y bañados por las aguas azul turquesa de la isla diminuta de Comino. Era un día prometedor. Yo quería que pasara rápido, el temor a un mareo permanente me agobiaba por las molestias ocasionadas a todos los que iban a estar a mi alrededor. Quería ya verme en el atardecer, en tierra firme; con todas mis fotos hechas, con todos los recuerdos metidos en mi cámara y relajarme en el bullicio de las calles de la ciudad.

Cuando llegamos, delante del catamarán, ella ya estaba allí. Hicimos un gesto como queriendo saludar; balbuceamos unas palabras como si entre los tres corroboráramos que ese era el lugar indicado para la excursión; el punto de encuentro de los que íbamos a pasar un largo día sorteando la brisa marina, contemplando el cielo luminoso y probando las cálidas aguas de ese mar tan azul.

Cuando faltaban unos diez minutos para salir, la cola de espera era ya considerable, había mucho jaleo y muchas ganas de que empezara la diversión. Ella parecía no tener interés en toda esa fiesta efervescente. Escuchaba algo en sus auriculares, mientras unas imágenes se movían por la pantalla de su móvil. Con la mano izquierda se agarraba a la soga gruesa de color blanco que cerraba el acceso a la nave, no se fijaba en nadie, nos daba la espalda a todos y miraba al frente; sólo estaba atenta a la orden de entrada. Esa posición corporal la hacía sentirse segura de sí misma y lo que estaba ocurriendo detrás de ella le era totalmente indiferente.

Algunos jóvenes que se situaban por detrás de Ben y de mí, empezaron a tararear con los brazos en alto la canción que sonaba a lo lejos, en lo que parecía una discoteca en la avenida del puerto; supongo aún no había cerrado sus puertas prolongando la fiesta hasta más allá del amanecer. Todos los jóvenes, menos Senglea y nosotros, se pusieron a cantar a Karol G. Fue en ese momento cuando me di cuenta que nos habíamos equivocado de excursión y que la jornada del catamarán estaba pensada para todos los que estaban en esa cola menos nosotros y tal vez ella. Éramos una pareja de sexagenarios con un alto nivel intelectual como para ponernos a bailar “Si antes te hubiera conocido”; posiblemente éramos de los pocos que entendíamos la letra de la canción. Ben y yo estábamos como perdidos; intentamos conectar con el resto, pero no nos veíamos con los brazos en alto, a esa hora de la mañana, moviendo nuestro cuerpo a ritmo de reguetón.

Se me hizo un poco larga la espera, el sol empezaba a quemar nuestra piel y para amortiguar la demora, me centré en Senglea − ¿Por qué estaría ella sola aquí?

Ben me abrazó cariñosamente, volviéndome a las circunstancias de la fila del puerto. Queríamos que retiraran la soga blanca de entrada de una vez y que ese día tan diferente que íbamos a tener por delante empezara cuanto antes. Sólo había que subir al barco, tomar asiento, contemplar esas vistas y disfrutar de la bonanza de un pasaje tan singular.

El catamarán no estaba pensado para tipos como nosotros. No había asientos. Las dos cubiertas de los cascos de la embarcación estaban revestidas, íntegramente con colchonetas colocadas en hilera, sin dejar espacio para pasar de unas a otras, más que pisoteándolas. Miré a mi alrededor, alcé la vista a la parte superior buscando un banco, una hamaca, una silla donde poder ocuparlo, pero allí sólo había colchonetas. Supe que la cosa no iba a ir bien para mí y pensé que los que promocionaban este tipo de excursión no tenían en mente a gente como nosotros.

Lo tenía muy claro −no me iba a tirar en esas esterillas ligeras tantas horas, ni siquiera un minuto. Si lo hubiera hecho, mi estómago se hubiera dado la vuelta al primer giro de timón y el desayuno continental hubiera salido en forma de papilla asquerosa. Y eso no me lo podía permitir nada más empezar la excursión.

En la proa, y hacia la derecha había un pequeño escalón que conectaba la diminuta escalerilla de la parte superior con la parte intermedia y la parte baja, donde había una amplia barrara de pub, preparada para todo el festival de 10 horas que íbamos a pasar. Fue ahí, en ese escalón de paso donde le dije a Ben, −aquí nos quedamos; sin colchoneta, sin estar tumbados o sentados en algo tan ligero como ese material tan endeble y movedizo. Quería tener mi cuerpo en vertical, con los pies tocando algo sólido, algo que me aferrara a la tierra y no perder el equilibrio, nada más comenzar la aventura de navegar.

A golpe de vista busqué a Senglea, para pensar en algo diferente que me evadiera de un posible mareo. La vi relajada; había tomado posesión de su colchoneta. Se encontraba sentada con las piernas entrelazadas, con los ojos cerrados, su cabeza estaba girada unos 180 grados, los necesarios para sentir el sol en su cara. Al verla así, pensé que ese −Podía ser su momento, el que tanto había deseado, ese que algo te dice por dentro, que lo has conseguido, aunque lo hayas hecho sola. Claro que, todo eran imaginaciones mías.

Eligió sitio en la parte delantera a babor; su lona, como la de otras 4 chicas que venían en grupo, estaba apoyada sobre unas sogas gruesas de color negro, que se entrelazan dibujando rombos entre los dos cascos del catamarán. Ella estaba justo al lado del mástil que sujetaba una bandera del registro reglamentario de la embarcación. Impresionaba como las olas chocaban con fuerza sobre esa parte donde estaban las colchonetas soportadas por la malla negra; incluso el ruido de la presión del agua entrando entre los dos vasos del bajel me sobrecogía un poco. Sin embargo, el frescor del aire que se generaba por el oleaje, después de haber pasado tanto calor, me resultaba gratificante y me relajaba en la travesía.  Me agarré a Ben y me dejé llevar por esa brisa fresca que proporcionaba la velocidad de crucero en la que se había puesto este navío tan particular.

 No quería mirarla, pero mis ojos, escondidos entre las lentes marrones de mis gafas no hacían otro movimiento que dirigirse diagonalmente hacia donde ella estaba. Probablemente imagine una vida que no tenía. Me resultaba fácil recrearla, posiblemente proyectaba en ella la mía, pero en una zona desconocida de Europa.

Una vez que se instaló y colocó todas sus cosas sin salir del cuadrilátero de su espacio, se quitó los cascos, dejó su gorra entre sus piernas, y sin quitarse el vestido, desató el lazo que envolvía su pelo caoba en un muñón abultado y una melena abundante le cubrió toda la espalda. Al ver su cara, se hizo más evidente su procedencia. Parecía una Sirena Boreal del mismísimo ártico, a punto de lanzarse al mar.

Había ideado este viaje con Ikhor, desde enero, deseaba que julio llegara cuanto antes. El frío del invierno que siempre me había agradado, en esta ocasión me molestaba y los días parecían pasar demasiado lentos. Los ensayos en el laboratorio se me hacían aburridos. Mi trabajo ya no me era gratificante. Lo que había sido una gran ilusión cuando me contrataron, ahora se me hacía tedioso, cargante y lo que era peor, soporífero. Lo único que me ilusionaba era estar con Ikhor, y que nos fuera bien juntos.

Sólo quería llegar a casa y organizar el viaje. Mi obsesión por tenerlo todo controlado me hacía perder mucho tiempo, pero me calmaba mi ansiedad laboral y ansiar el momento de irnos. Esa tarde, le pedí a mi jefa salir antes, no me encontraba del todo bien, el dolor de ovarios me estaba dejando doblada y no era plan de estar en esas condiciones entre las probetas y los especímenes del laboratorio. Llegué a casa dos horas antes de lo habitual e Ikhor se lo estaba pasando de maravilla con Hedda, una sueca que él me había presentado días antes. Los dos eran los nuevos becarios del departamento de bioquímica. Al parecer no sólo se entendían bien en lo profesional, sino que se habían dado cuenta que se atraían físicamente mucho antes de lo que yo me hubiera imaginado. 

Ese día fue una “mierda” sentí como me rompía por dentro, no sólo, por el dolor de ovarios que tenía, sino porque me sentí humillada, rechazada y sobre todo engañada. Él había roto nuestro compromiso de un plumazo, sin pensar en las consecuencias y mucho menos en mis sentimientos, incluso sin reflexionar por lo que realmente sentía hacia mí. En ese momento, NADA.

Al entrar en casa noté que Indecisión estaba un poco alterado, se entremetió tímidamente, entre mis piernas y me avisó a su manera, de que algo raro estaba ocurriendo allí. Rápidamente se marchó a buen paso hacia su guarida, como no queriendo saber nada de la bronca que iba a haber. Era nuestra mascota, y lo considerábamos como uno más de nosotros.

Un día Ikhor sacó de su amplio bolsillo del plumífero un gatito peludo, tan bonito, que fue difícil decirle que se lo llevara a otra parte, a pesar de que yo, a los de su raza, les tenía miedo. Siempre he sido más de perros. Era un cachorro precioso. Como no sabíamos cómo llamarlo y después de varios días sin nombrarlo, yo misma me di cuenta que su nombre estaba en nuestra propia vacilación. −Tiene escrito su nombre en la frente. Lo llamaremos Indecisión. Y a los dos nos gustó mucho mi ocurrencia, después de tanto titubeo. Llevaba con nosotros ya tres años, estábamos acostumbrados a sus manías, como él a las nuestras.

Fue tan radical nuestra separación que no quise saber más de Ikhor, si algo odio es la infidelidad y ésta había sido descarada. Mi primera reacción fue deshacerme de los billetes de avión hacia Blue Lagoon. Llena de ira, entré en la aplicación de la aerolínea y de un golpe de tecla, anulé su pasaje. El mío, antes de hacerlo, decidí pensarlo mejor. Después de pasar la rabia por su insidia, pensé que para recuperarme de su asquerosa infidelidad sería bueno hacer los 3500 km que me separaban de este ocaso tormentoso y deprimente lugar y disfrutar, aunque sola, del sol de un Mediterráneo atractivo y en mi caso curativo.

Senglea se recostó boca abajo, miró su móvil, tecleó en él lo que parecía un mensaje y miró al frente, con una sonrisa de excitación. El catamarán ya había enfilado hacia la bahía de Comino. Me levanté a por un vaso de agua y sentí como mi cabeza levitaba mareándose sin poder casi apoyar mis pies en terreno firme. Cuando regresé a mi rincón, −el escalón falso entre los dos niveles−, un camarero estaba repartiendo bocadillos. Cogí uno vegetal, me vendría bien para asentar el estómago. Sin dejar de mirar al frente donde la vista, no sólo abarcaba ese mar de aguas cálidas, sino que también podía ver a Senglea como engullía el avituallamiento del mediodía; yo trataba, a duras penas, de engullir el mío y todo lo que entró en mi cuerpo, salió a la misma velocidad que tardé en tragar un bocado del tentempié. Sentí que la vida se me iba y una sensación de ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Escuché como los latidos del corazón amartillaban mi pecho y un desagradable hormigueo invadía mis extremidades. Traté de calmarme y distraerme mirando a la particular Nereida Septentrional. Me frotaba las manos insistentemente, para despertarlas, saltaba sobre mis pies adormecidos para sentir que eran los míos. Ben se asustó al ver mi cara, y yo me asusté al ver que la suya entraba en pánico a la velocidad que iba perdiendo mi equilibrio. Nunca me había visto en ese estado tan lamentable de no controlar lo que me estaba pasando. Luché con todas mis fuerzas para no caer redonda entre los que estaban tumbados justo delante de mis pies. Le dije a Ben que, si me desmayaba, me levantara las piernas, que las pusiera bien altas para que la circulación sanguínea volviera a su cauce; lo había hecho yo tantas veces con él, con su fobia a las agujas, que no le sería difícil reproducir lo que siempre había visto que le hacía yo. Conseguí vencer la batalla del vahído, pero sin despejar bien la estabilidad de mi cabeza.

Oí como el animador vociferaba a través de un altavoz, en la planta inferior, donde se encontraba el bar, cantina o pub del catamarán, que en breve estaríamos en la bahía “Blue Lagoon” para pasar un buen rato de baño, comer y disfrutar del paisaje. Era un poco cursi como lo anunciaba y traté de centrarme en lo ridículo de su lenguaje, sólo por no marearme y que sus palabras me distrajeran y sujetaran mi esófago y frenaran las ganas de vomitar. Tenía tal agobio que nada me calmaba, así que acabé tomando un sumial. Era mi fármaco milagro, estaba convencida que el betabloqueante me iba a sacar de esa situación tan estresante. A los quince minutos de la ingesta, ya era otra persona, mis latidos cardiacos eran acompasados y el nivel de ansiedad se había reducido considerablemente, asentando mi estómago y lo que era mejor ya no tenía ganas de devolver. Ben por fin respiró aliviado.

Mirando hacia la preciosa playa de Comino, Senglea se había quitado el vestido, el sol empezaba a quemar su piel por encima del diminuto biquini color magenta y azabache con tiras cruzadas a la espalda. Se echó un poco de crema sin mucho entusiasmo; comprobé como sus hombros pecosos, ya se habían quemado. Me hubiera gustado protegerla, decirle lo peligroso de esos rayos, pero yo no era nadie para ella, y menos para aconsejarle sobre que ponerse o no; además no tenía fuerzas ni para levantarme de mi asiento. El animador seguía dando instrucciones a través del altavoz, cuando la mayoría de los jóvenes estaban ya en el agua y no oían sus indicaciones. El muchacho grito: − ¡cuidado, hay medusas! Yo tampoco le di importancia a su advertencia.  El color del agua era tan claro y cristalino que iba ser difícil no verlas y fácil esquivarlas.

Ella fue de las primeras que se precipitó al mar por las diminutas escalerillas de la embarcación y fue la última en volver a subir al catamarán, una vez sonó el silbato que indicaba que era hora de regresar.

Bajé con cuidado los escalones metálicos que me llevaban directa al agua, pude nadar unos metros en dirección a la playa y regresé sobre mis brazadas porque me sentí insegura; me daba vueltas la cabeza y sólo faltaba que me picara una medusa. Ben estaba atento a mis movimientos y no quería que ningún esfuerzo extra me volviera a llevar a un estado como el que ya había pasado. Me hizo un gesto para que regresara a mi asiento; como me encontraba mejor preferí quedarme dentro del agua y reposar un poco, agarrada a uno de los mástiles de subida y refrescar así todo mi cuerpo. En la cubierta, con el barco parado, el calor era insoportable y esa temperatura tan elevada no me venía bien, no quería volver a recaer en una sensación que no podía soportar más.

Qué bien me estaba sintiendo aquí. Esta sensación de libertad nadando en este mar, en estas aguas turquesas, en medio del Mediterráneo. Durante estos 5 días, en estas islas había conseguido tener momentos felices estando sola y uno de esos era éste. No me había equivocado con el viaje. Este sitio era todo lo que necesitaba para volver a ser yo. No me importaba que mi piel se quemara, esa quemazón me anestesiaba en un estado de alegría inusitado que me hacía ver mi vida, sin Ikhor, sin sufrimiento, sin añoranza, sin echarlo de menos. Lo que significaba que ya lo estaba viendo como parte del pasado. Me dio pena tener que regresar al catamarán para movernos hacia la cara norte de Comino, estaba tan relajada en el agua que era un fastidio volver al calor de la colchoneta. Había pasado las mejores dos horas de mis vacaciones entre el agua y la playa de arena fina de esta diminuta isla inhabitada.

 Al subir al catamarán, un camarero estaba curando a varias personas con picaduras de medusa, les echaba amónico para que la hinchazón y el escozor se calmase. Oí comentar como les habían picado a bastantes personas; al parecer el cambio climático y la subida de temperatura del agua había hecho crecer exponencialmente la proliferación de este animal marino. Yo había tenido suerte, en mi camino de ida y vuelta al barco no había notado su presencia. Creo que estaba tan absorta con mis pensamientos que seguro ellas me habían dejado en paz.

Fui a la planta baja, a por agua. Allí estaban curando a la señora que tan mal lo había pasado en la travesía, −Nunca había visto a nadie marearse de esa manera− y me di cuenta que la pobre mujer no estaba disfrutando de todo esto. La vi tan pálida en ese momento, que me compadecí de ella por la mala suerte de sus urticarias en brazos y piernas. No sé cuántas medusas pudieron atacarla, pero estaba claro que con ella se habían divertido.

No sólo estaba la pérdida de equilibrio, ahora me habían picado un par de medusas. Fui el blanco perfecto de ellas, mientras estaba tranquilamente en el agua, agarrada a la cuerda flotante que sujetaba las escaleras. Ellas rompieron ese momento de calma y por sorpresa me picaron, succionando lo que necesitaban de mi piel. Una corriente eléctrica me sacó del éxtasis. Como pude, subí las escaleras y Ben me auxilió al primer chillido de dolor. El mismo que hacía de DJ y que nos había avisado del peligro de “los hidrozoos”, me puso unas compresas de amoniaco, para calmar la hinchazón. Ben las comprimió sobre la zona enrojecida para que dejaran de escocer. Mientras, el muchacho sofocado socorría a otros tantos que subían despavoridos por la escotilla con fuertes síntomas de sarpullido y erupción.

Continuamos el viaje para ver no sé qué cuevas de la cara norte de Comino. Se me estaban haciendo largas estas horas de ocio, no veía el momento de que el catamarán regresara a Sliema y sin embargo el ambiente era tan festivo y alegre para el resto que me hubiera gustado incluirme en el bailoteo, pero entre la comezón de mi piel y la inestabilidad que tenía, todo se me hacía cuesta arriba y solo quería llegar cuanto antes al hotel.

Tenía más de 50 mensajes en mi móvil, eché un vistazo por si alguno era importante. En mi entorno sabían que me estaba divirtiendo en las islas y la jefa del laboratorio no solía interrumpir unas vacaciones terapéuticas como las mías. Los de Ikhor, me solían hacer daño, y quería bloquearlo de mi lista, pero cuando lo iba a hacer, me paraba en seco y lo dejaba en contactos archivados. Vi que tenía 5 de él. Ésta vez quería que le devolviera el cuadro que había pintado su abuela y que me había regalado hacía unos años con tanto amor. Me había dicho: −Sólo tú sabes apreciar esto, por eso quiero que lo tengas tú para siempre. Mi abuela te adoraría. No tengo palabras para este cabrón, ni le voy a contestar. Ahora mismo lo bloqueo y elimino todas las conversaciones del “chat”.

Estaba tan contrariada por sus mensajes, que al oír que se organizaba una excursión a las cuevas en lancha rápida y luego unas millas sorteando las olas a “toda pastilla”, levanté la mano para comprar un billete. Esa subida de adrenalina era lo único que necesitaba para olvidarme del capullo de Ikhor.

En la cara norte de la isla el paisaje era más salvaje, no había playas y las cuevas se hacían paso por los acantilados. Nos ofrecieron visitarlas en unas lanchas rápidas, con unos motores que imponían. El atractivo de ellas estaba en que, al finalizar la visita por el interior de varias cuevas, sorteaban las olas cogiendo velocidad y esquivándolas como si se tratara de una atracción de feria. Sólo de imaginarme encima de esa lancha se me subían los pocos fluidos que tenía a la boca. Senglea levantó su mano para llamar la atención de quien vendía las entradas a ese tiovivo en medio del mar. Se cambió de embarcación, fue la primera del grupo en subir a la nueva cubierta. Se recogió su melena con una goma elástica negra. Se colocó un chaleco salvavidas y se sentó en el asiento delantero de la lancha. −Veo que le gusta lo de ser la primera en todo.

A la media hora de su partida, los que estábamos en el barco principal, vimos como el bote rápido enfilaba hacia donde nos encontrábamos y como se elevaba por encima de las olas, derrapando en medio de unas aguas que habían cogido oleaje por el viento que se había levantado. Su pelo era ahora una maraña de infinitos filamentos que envolvían su rostro por los exagerados vaivenes de la lancha. Al frenar en seco, la vi satisfecha. Su cara tenía una mueca de asombro, pasmo y perplejidad. Quedaba claro por su expresión que se lo había pasado en grande.

Lo de la lancha, había estado increíble, era pensado para mí, estaba como nueva. Me sentía fuerte, mi autoestima se elevaba por encima de mis expectativas. Estaba lista para regresar y enfrentarme a lo que tuviera que afrontar. No me apetecía bailar o cantar como lo hacían todos en la cubierta pisando las colchonetas. Vi a la mujer mayor sentada en el rincón donde había estado toda la travesía, reposaba su cabeza en el hombro del que la acompañaba, supongo su marido y como ella, yo también quería llegar lo antes posible y que atracará ya el barco, para pasar la noche que me quedaba en el hotel y tomar el vuelo temprano. Cuando vi los primeros edificios de la ciudad, recogí mis cosas y me puse cerca de la salida, me gusta ser la primera que entra o la que sale de los sitios y tengo la manía de sentarme siempre delante cuando tengo que tomar asiento dentro de un espacio. No sé por qué lo hago, la verdad, es una “neura” que tengo desde niña.

Otra vez Senglea estaba la primera en la cola de salida del catamarán y consiguió pasar la primera, la rampa de salida hacia la gran avenida que recorría el puerto. En el catamarán la mayoría de los jóvenes no tenía intención de irse tan pronto. Estaban en la planta baja bailando todas esas canciones que ya formaban parte de la colección de este verano. Ben me ayudó a bajar de la embarcación. Después de tantas horas esperando este momento mi emoción era enorme y tenía hasta ganas de llorar por haberlo conseguido. Busqué de inmediato a Senglea, miré a ambos lados de la avenida, pero la Ninfa Boreal había desaparecido. Como por la mañana, seguía sonando Karol G., esta vez yo misma tarareé la estrofa que me sabía de su canción. Podía hasta bailarla por lo feliz que estaba de que el viaje se hubiera acabado.

Me daba pena dejar la isla. Mi cámara estaba llena de recuerdos de esta semana y lo más probable es que no la visitáramos más, había tantos lugares que ver. Teníamos tantos viajes planificados que resultaría difícil estar aquí otra vez.

La terminal de salida estaba demasiado agobiante. Un exceso de pasajeros se movía por las puertas de embarque, según iban avisando los monitores. En medio de todo ese espacio, los acordes de un piano, amenizaba la espera o el retraso para embarcar. Unas niñas de corta edad se atrevieron a tocarlo y todos aplaudimos su interpretación. Ben supo que nuestro avión nos esperaba en la puerta 37B, había que recorrer un largo pasillo hasta llegar allí. Nos lo tomamos con calma porque teníamos tiempo para llegar al mostrador de embarque. Íbamos dejando puertas de un lado y de otro. Ben entró en el servicio y yo fui a comprar unas patatas fritas y un agua a un expendedor que estaba al lado de los baños. Cuando me di la vuelta, tenía enfrente la puerta 30B y allí estaba la Sirena Nórdica Senglea; la primera del grupo 3, esperando para embarcar. −Otra vez la primera. Me quedé parada como una tonta mirando para ella. Levanté la vista hacia el monitor y éste informaba del vuelo a Edimburgo. Ella también me vio y supo que era yo. Realmente hoy tenía mejor aspecto, me encontraba en buen estado físico; además me había maquillado para el viaje, así que mi cara era más bonita y agradable que la que presentaba el día anterior. Con una media sonrisa de satisfacción, levanté mi mano y la saludé. Ella hizo lo mismo. Me atreví a decirle, sin que mis cuerdas vocales emitieran sonido alguno: − Have a good trip!, mientras Senglea comenzaba a travesar el finger hacia el interior del avión.

Por fin en el aeropuerto, el Uber había tardado más de lo que yo esperaba y pasar el control, ¡vaya rollo!, me había tocado abrir la maleta. Control aleatorio. Busqué la puerta de embarque en los monitores y corrí hacia la 30B. El ambiente estaba muy cargado, había mucha gente hablando alto en la sala principal y todo ese ruido quedaba amortiguado por una melodía de un piano desafinado que unas niñas estaban tocando. En mi grupo de entrada al avión sólo había una familia con niños pequeños, les dije que ellos tenían preferencia de entrada, así que me quedé en su puesto, o sea, la primera de esa cola. Esto era premonitorio de que todo me iba a salir bien a partir de ahora. Realmente era una tontería pensar eso, tenía que reconocer que se trataba de una manía absurda y que no llevaba a ninguna parte, ni suerte, ni nada de nada. Casi cuando me iba a tocar entrar por el “finger” vi a la Señora mareada del catamarán, a la que le habían picado varias medusas. ¡vaya viaje tuvo! −Qué casualidad verla aquí. No parecía ella, tenía muy buen aspecto hoy. Me saludó y susurrando me deseó buen viaje. Yo por cortesía se lo deseé a ella también.

Cuando Ben salió del servicio le dije que había visto a Senglea y con una mueca escéptica, me preguntó: − ¿A quién? Y no supe qué decirle si se trataba de la Sirena Boreal del catamarán o de la muchacha solitaria del día anterior.

domingo, 29 de septiembre de 2024

EL LIENZO BERMEJO DE LO ATÍPICO




“Voy a pintar el retrato del Esteban Carro que yo conocí, el que era simplemente mi tío Esteban. Cada trazo de ese lienzo va a ser un recuerdo con él. Unas pinceladas de felicidad y alegría infantil por lo extraordinario de su originalidad. El cuadro va a ser un ejercicio de memoria de unos 7 años, un tiempo corto con imprecisiones temporales que van de los cinco a los doce años que acababa de cumplir, cuando le di un último beso y me fui camino del Bierzo, a pasar unos días de vacaciones, con una prima, antes de volver al colegio...”

Pasaje del relato “El lienzo bermejo de lo atípico”

Publicado en: Esteban Carro Celada: su huella en el tiempo 1



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1López Trigal, L. (coord), Rubio Carro, S. "et al" Esteban Carro Celada: su huella en el tiempo. Astorga: Editorial La Crítica 2024

https://edicioneslacritica.com/producto/esteban-carro-celada-su-huella-en-el-tiempo

jueves, 1 de agosto de 2024

ARMONIZANDO ACORDES CON LA TEMPLANZA DE UN APRENDIZ



 Después de estos últimos meses en el que mis sentimientos han intentado sobrevivir a la pena de la pérdida prematura de Eloy; a la sensación de desamparo o a la melancolía de un adiós sin retorno. Después de todos los momentos que he tenido de reflexión sobre el devenir de mi familia, de los que se han ido y de los que faltamos por marchar; y sobre todo pensando mucho en él; en todos aquellos momentos felices de nuestra niñez. Hoy quiero contaros una breve anécdota. Un pequeño hecho curioso de hace años, una crónica simpática de un suceso intrascendente, pero importante para unos niños de barrio como lo éramos nosotros. Os voy a hablar de un concurso, no de un certamen poético, literario o fotográfico al que esperaríais que él se hubiera presentado, no. Esta es la historia de un desafío musical, de una apuesta por la superación y de un reto conseguido por la perseverancia de una madre.

La mañana del 28 de junio de 1967 mi madre se levantó con la fijación de que sus dos hijos mayores, tenían que presentarse al “I concurso de la Canción juvenil”, organizado en el barrio de Rectivía, certamen instaurado por primera vez para jóvenes aficionados y que, junto con la hoguera y la procesión de su patrón, San Pedro, figuraban en el escueto folleto informativo del programa de festejos. Hacía un par de meses que Sandie Shaw había ganado Eurovisión con su canción “Puppet on a String”. Fue tal el éxito de la canción, que mi madre pronto se hizo con un sencillo de Marionetas en la cuerda cantado en español por la cantante inglesa. Mis hermanos se la sabían de memoria. Yo no entendía mucho lo que se decía en ella; desde el principio se hablaba de unas marionetas, que no me fue difícil imaginar, eran las de Maese Villarejo, las únicas que yo conocía y que veía en el templete del jardín de la Sinagoga. Para mí la letra se refería a Gorgorito y Rosalinda bailando sobre una cuerda y haciendo equilibrios en ella para no caerse.

Así que mi madre no sólo se levantó esa mañana tarareando la balada, como lo llevaba haciendo días antes, sino que pretendía que esa fuera la canción que cantarían sus hijos en el concurso. No sé por qué ella estaba tan convencida que con la letra y música de Sandi Shaw ellos lo ganarían y sería un éxito que se recordaría varios años, entre los vecinos del barrio. Uno de los problemas con los que no contó, es que sus hijos o uno de ellos, Eloy, no quisiera subirse al escenario y a dúo cantar la canción ganadora de Eurovisión de aquel año.

Ese día el desayuno no acabó bien. Mi hermana Pura, aunque no muy convencida de que la cosa saliera adelante, no le importaba afinar su voz y cantar la canción delante de un público al que conocía bien. Por esa época ella comenzó a solfear y a estrenarse con el piano. Tenía sentido musical y no le iba a ser difícil la entonación. Así que a modo de ensayo probó su voz con la primera estrofa:

¡Ay! si me quisieras, lo mismo, que yo
Pero somos marionetas bailando sin fin
En la cuerda del amor

Mi madre se reafirmó en que lo harían perfecto, apostaba a que no habría nadie mejor que ellos dos. Eloy se negó en rotundo. Supongo se imaginó encima del escenario haciendo el ridículo, viendo como todos sus amigos se reirían de él y sintiendo como su afinación no había por dónde cogerla. Él no sabía de música, nada de armonía, no le interesaba cantar y mucho menos participar en un concurso de ese tipo. A él lo que le gustaba era subirse a las acacias de la Plazoleta y tirar piedras, o echar una partida a las canicas, o a las chapas o jugar al escondite. Pero de cantar no quería saber nada. Yo me propuse como voluntaria, nunca he sido tímida y estaba convencida que se me iba a dar bien todo ese jaleo del cante. Pero realmente mi voz no tenía la fuerza que mi madre estaba buscando para ese golpe final de emoción en el que todo el mundo aplaude de manera entusiasta.

Cuanto más se negaba Eloy a ser cantante por un día, más insistía ella en que tenía que cantar. Por eso ya no acabamos de tomar la leche con achicoria y pan migado del desayuno; porque ni uno ni la otra llegaron a ningún acuerdo, más bien llegaron a un punto de enfado un poco insoportable. Esa mañana de verano no salimos a jugar a la calle, el ambiente no era propicio para que nos dieran el permiso, así que desistimos de intentarlo. Hubo una calma tensa que se rompió en las primeras horas de la tarde cuando nuestra madre telefoneó a alguien que sabía cómo iba a ser el concurso. Supongo había hablado con el organizador del evento. Con voz nerviosa y hablando en alto para sí misma, pero con la intención de que la escucháramos dijo: −lo más urgente e inmediato es apuntarse, si no se hace no se participa. La hora límite las 7 de la tarde y el concurso empezará a las 10 de la noche, dos horas antes de encenderse la hoguera.

Así que mi madre se quedaba sin tiempo para convencer a su hijo de que tenía que estar en ese primer concurso. Ella confiaba en lo beneficioso del reto para él y no entendía su negativa y su timidez. Nos pidió a mi hermana y a mí, que lo convenciéramos para que se presentara a la competición.

Encontramos a Eloy en su cuarto debajo de la cama; su linterna apuntaba a un libro de Julio Verne. Estaba concentrado leyendo las aventuras de su personaje favorito, Phileas Fogg y nosotras aparecimos allí para interrumpirle. Nos escondimos con él en su “guarida” y después de unos minutos callados, Pura empezó a tararear la canción.

Un payaso de feria seré
Queriéndote siempre así
Dando vueltas de amor viviré
Siempre cerca de ti
No sé ni dónde vas
Ni dónde me llevarás

 

Normal que él se enfadara con nosotras, no quería saber nada del asunto y le estábamos agobiando con esa letra tan pegadiza. A él el concurso le estaba amargando y sólo quería que fueran pasando las horas; quedarse escondido, fuera de toda esa presión, y sobre todo que nos olvidáramos de que él tenía que cantar. Nos quedamos a su lado acurrucadas, para que nos sintiera cerca y se le pasara el enfado. Ya no queríamos convencerle de nada y después de unos minutos sin hablarnos, sorprendentemente, él empezó a tararear la canción e inventarse la letra, diciendo tonterías que nos hicieron reír y desdramatizar ese momento. La habíamos oído tantas veces que la tonada nos salía sola. No sé cómo pudo inventar esas estrofas tan alocadas y divertidas. Mi hermana hábilmente aprovechó, ese momento, tan gracioso y distendido, para animarle a que cantaran la canción en el concurso. La verdad es que no era para tanto la hazaña. Él nos dijo que no quería actuar porque no le gustaba cantar y porque le daba mucha vergüenza hacerlo delante de tanta gente. Relajados, allí debajo, en la oscuridad confortable del cobijo de su cama, los tres nos pusimos a cantarla ya en serio, como si estuviéramos ensayando. Pura subió el tono de su voz, nos guiaba a dónde ella afinaba y él le siguió con la templanza de un aprendiz que se convence de que puede siempre mejorar:

Esta angustia de estar sin saber
Cuándo tú me querrás
Es la cuerda que puede romper
Mucha felicidad
No sé ni dónde vas
Ni dónde me llevarás

Mi madre desde la galería escuchó el coro de nuestras voces. La oímos acercarse al cuarto, se quedó en silencio delante de la puerta para no estropear el momento. Quizá entendió que había una posibilidad de encarrilar la situación y que cuando saliéramos del escondite, sólo quedaba ir a anotar a los concursantes.

Con más dudas que certezas Eloy aceptó cantarla una vez más a modo de ensayo, aunque nos advirtió que aún no había dicho que sí. Mi madre antes de acabar la última estrofa de la canción ya había ido a inscribirlos. A mí me parecía que lo hacían muy bien, así que Eloy fue convenciéndose que su voz podía dar unas notas más o menos afinadas si seguía el ritmo de Pura, que era la que sabía llegar a las notas más agudas y pasar a las graves.

A las 10 de la noche estábamos delante de la espadaña de la Iglesia, el templete era enorme, a un lado estaba preparada la hoguera con restos de podas y maderas. Hacía una noche de principios de verano y aún se veía una pequeña claridad del atardecer.

Eloy y Pura actuaron en último lugar. No sabría decir cuántos actuaron antes que ellos. Yo sólo quería que lo hicieran bien y que todo acabara pronto, para quitarnos toda la tensión que habíamos acumulado ese día. El presentador dijo sus nombres, salieron al escenario, un foco amarillento y deslumbrante les iluminó. Eloy iba vestido con camisa blanca, pajarita negra, pantalón corto de rombos blancos y negros y sandalias marrones. Ella iba con un vestido corto entallado de “nido de abeja” con falda de volante y sandalias blancas. Ambos habían estrenado las galas del concurso, en invierno, el martes de carnaval en el Casino.

Tenían cada uno en sus manos un micrófono, lo acercaron a sus labios y a la vez comenzaron a cantar. Eloy estaba muy nervioso, enseguida consiguió acoplar su voz, de joven barítono, a la de ella y se fueron acompasando, se fueron afinando y armonizando; en el estribillo se habían ganado al público. Cuando acabaron la interpretación toda la plaza estaba cantando con ellos:

¡Ay! si me quisieras, lo mismo, que yo
Pero somos marionetas bailando sin fin
En la cuerda del amor

En la cuerda del a…mor.

Me abracé a mis padres y supe que ellos estaban muy orgullosos de lo que acababan de ver. Mi madre asintió y se contestó a sí misma dándose la razón de qué ella sabía que lo iban a conseguir.

Justo antes de prender la mecha de la hoguera. El jurado falló los premios por orden inverso. “El tercer premio es para la guapísima…, el segundo se lo lleva el grupo formado por… y el primero y por unanimidad es para los hermanos Rubio Carro con su interpretación de “Marionetas en la cuerda” y todos los asistentes aplaudieron con excesivo entusiasmo. Eloy estaba feliz por haberlo conseguido, ya había pasado el mal trago y encima habían ganado. Mi madre, había confiado en su habilidad, se habían superado al cantar los dos juntos. La canción tenía mucha fuerza y si había ganado una vez en Viena, por qué no volver a ganar aquí, en el primer certamen musical de Rectivía.

El premio fue una bolsa enorme, que casi medía tanto como yo, llena de cien paquetes pequeños de pipas Facundo. Al día siguiente Eloy y Pura la llevaron a la Plazoleta y esa tarde todos comimos las pipas del trofeo. Ese fue el gran momento de ovación que Eloy recibió con 9 años. Ese fue el premio que ambos obtuvieron por la tenacidad de una madre que creyó en ellos.


lunes, 29 de julio de 2024

LA CHUNGA

 



Una flamenca peculiar

Le pregunté a Esther que pensaba ella de la muerte, se lo pregunté así “a bocajarro”; yo sólo quería alguna respuesta de por qué viene por sorpresa, arrasa y se va llevando por delante al que le plazca; dejando a los que quedan con una maraña de sentimientos desordenados que sólo con el tiempo van organizándose de nuevo. No es que quisiera agobiarla con esa situación tan deprimente, con ese momento tan escalofriante que todos tratamos de situar en la lejanía; ese momento que estamos convencidos que no se refiere a nosotros, ese que, sólo les pasa a otros y que no vemos que sea el nuestro.

 Siempre he querido pasar de puntillas sobre el tema, mencionarlo lo mínimo, sin opinar demasiado, sin entrar en pensamientos o disertaciones filosóficas y respondiéndome, −eso ahora no toca.

Quizás tenía que haber rebajado el tono de mi pregunta a Esther, tal vez cambiar ese concepto tan aterrador por un eufemismo más amable, para no caer en la oscuridad de ese miedo o para no opinar demasiado de lo desconocido del más allá. Sí, el concepto Muerte en sí mismo, me da repelús, me provoca una especie de “yuyu” alérgico, un “aparta” de mí ese instante solitario de desconexión. Pero no me atrevía a cambiar el término en mi interpelación a Esther. Sin embargo, hacía varias horas, que había tomado la determinación tajante que para mí y a partir de ahora, la Muerte no sólo con letras mayúsculas y con el significado profundo de lo que representa, sino con la acepción más banal y expresiva, esa que tenemos siempre en la boca, iba a ser La Chunga. Había dado en el clavo con el vocablo. Era como cuando sueltas un taco en otro idioma, el exabrupto suena hasta bien, es pegadizo y no parece tan serio o trascendental; puedes hasta decirlo muchas veces y con ello relativizas la gravedad, aunque sea fuerte lo que estés diciendo.

Esther no salía de su asombro con mi pregunta, no se atrevió a decir mucho sobre lo que pensaba, tal vez pensó que aún había mucho que vivir para estar definiendo algo difícil de categorizar. Dejó de mirar sus apuntes y articuló un par de monosílabos e interjecciones, que más parecían sonidos onomatopéyicos que opiniones críticas sobre La Chunga.

Hacía un par de meses que me había enfrentado a la chunga de mis abuelos, primero se fue él y en menos de un mes ella le homenajeó siguiéndole también. Esas pérdidas me hicieron reflexionar sobre cómo se van sucediendo los días y como cuando menos te lo esperas te has ido. El silencio de la noche me estaba ahogando, me hacía enfrentarme en una especie de batalla fratricida contra la que parecía mi cantaora o flamenca favorita, o sea la tal Chunga. Al amanecer, me sentía viva, pero tenía tantas inseguridades que me estaba matando; o, mejor dicho −me estaba chungueando. Así que llamé tímidamente con los nudillos en la puerta de Esther, que sabía estaba despierta, estudiando sin descanso para no sé que oposición a la judicatura. Abrí la puerta tímidamente, ella me miró por encima de sus gafas, levantó un poco la ceja izquierda, queriendo decirme − A ver, ¿qué te pasa ahora?, sabes que estoy concentrada en esta marabunta de apuntes y vienes a distraerme con tus preguntitas. Con escepticismo y tímidamente yo esperaba hacerle la pregunta del día. Era temprano, lo sabía, pero ya no podía más. Siempre me ha gustado preguntar, pero suelo ser odiosamente pesada con tanta demanda, así que ya hace un tiempo que Esther creó la regla de una pregunta por día, los fines de semana eran tiempos muertos, o debería decir, “chungos”, no había ni pregunta ni respuesta, eran para descansar; yo decidí acatar la norma, como si se tratara de un medicamento, donde la prescripción era precisa y clara, si no quería sobre exponerme a una sobredosis oral por ingesta de interrogantes y perder su amistad; me fastidiaba un poco, porque a veces las horas entre consulta y consulta se hacían eternas y me era difícil sujetar mi ansiedad.

Hoy tocaba sobre La Chunga, era una pregunta profunda y la respuesta tenía muchas aristas, iba a ser un tanto complicada; a lo mejor Esther me mandaba a paseo; era comprensible, no es fácil opinar sobre algo que cada uno se enfrenta con un miedo diferente y posiblemente, como yo, no sabría definirlo. A veces le salía el genio de su padre y acabábamos discutiendo y nos pasábamos una semana cada una por su lado ignorándonos. Incluso una vez me propuse buscar otro piso, para olvidarme de ella y de todas sus exigencias. Supongo que ella pensó lo mismo, estaba harta de mí, con todas mis comeduras de tarro y las sucesivas dudas que siempre estaban asaltándome.

Para Esther, yo iba a trabajar mi media jornada y cuando volvía me tiraba en el sofá y no hacía más que pensar y preguntar, lo que ella consideraba como interpelar arbitrariamente, filosofar sobre conceptos curiosos y de difícil respuesta. Es cierto que no sabía cómo dejar mi mente quieta, no en blanco, no; eso no era lo que yo quería. Mi objetivo era dejar de pensar en el más amplio sentido de la palabra.

Lo de mis abuelos me estaba dejando tocada de la “olla”. Se me quedó grabado los dos momentos de su entierro, cada uno en el tiempo que le tocó afrontarlo, de colocar los ladrillos sellando la tumba por debajo de la lápida principal. Ese sonido hueco del roce del cemento, la paleta y el eco seco de un ladrillo con otro. Realmente me impresionó más que el llanto de mi madre y mis tías al asumir su orfandad definitiva.

Esther trataba de resolver fácilmente mis dudas, con un veredicto un tanto superficial por la rapidez de querer responder a mí única pregunta del día, lo antes posible y así ya estar tranquila el resto de la jornada. Lo hacía de manera didáctica, como si estuviera ensayando oralmente la solución correcta a una de las cuestiones del examen que tenía que pasar. Trataba de calmar mis miedos de manera cariñosa, pero resolutiva para que la dejara estudiar cuanto antes. Al fin y al cabo, nos podían quedar unos 50 años de vida o más, si todo iba bien y para que agobiarse, ahora que comenzaba un precioso día de primavera, aunque ella tuviera que estar encerrada ocho horas delante de unos libros aburridos memorizándolo todo y yo tuviera que coger el metro al aeropuerto para limpiar como un autómata, lo que otros ensuciaban.

Entonces yo buscaba la contestación en mi interior. Una reflexión que me calmaran ante la evidencia de La Chunga. Algo que consiguiera aferrarme aún más a mi mundo.  Sentirme viva sin tantos pensamientos tétricos y recurrentes sobre “la chunguedad”. Estaba tan obsesionada con ella que incluso empaticé con la idea de qué no era tan malo tocar el más allá. Casi me convencí qué si me pasaba algo y si La Chunga me atrapaba, la cosa ni tan mal. Generé hasta un pensamiento positivo, me animaba a mí misma gestando un ánimo inusitadamente gratificante. No era real lo que estaba proyectando. Tenía un desorden sentimental, una pena por entender que la vida iba pasando, superando etapas y que a los que quería esta Chunga se los iba llevando sin darles más oportunidad que cerrar los ojos, dejarles inertes, pálidos, sin expresión y sobre todo mudos para siempre. Pero lo peor de todo es que, a los que rodeaban al finado, este “prototipo constructivo” los dejaba atónitos, en medio de un caos finito, pero al fin y al cabo una hecatombe de sentimientos difíciles de encauzar hacia lo racional.

Esther se levantó de su silla, se acercó a mí, me acogió entre sus brazos y trató de calmar mis miedos con la experiencia del que sabe dar consejos caseros, de esos que valen para todo desde un conocimiento relativo. Con unos ojos llenos de ternura me contestó lo que pensaba sobre ella, hizo un alegato poco convincente de la profundidad de lo que La Chunga significaba para la humanidad y aunque no me persuadieron sus argumentos, sí me calmó la seguridad de sus palabras, la manera de mirarme, su comunicación corporal, su estado de ánimo y paciencia. Después de un buen rato de monólogo, Esther casi había conseguido que yo dejara de cavilar y entrara en una parcela terrenal más somera y aparente de objetiva realidad.

Cuando estaba a punto de salir de su cuarto, con la serenidad del que le ha hecho efecto un ansiolítico verbal. Volví a oír su voz −Quieres preguntarme algo más, hoy podemos romper nuestra regla. Hacer una excepción.

Desanduve mis pasos y casi sin pensar dije: − ¿Tú crees que La Chunga me ronda? Con una carcajada me respondió: − ¿La Chunga? ¿Esa quién es?, ¿una flamenca?...


 


viernes, 17 de mayo de 2024

QUÉ PRONTO SE HA HECHO TARDE

 



                                In memoriam E. R. C.

Es difícil despedirte cuando no sabía que te ibas a marchar, es difícil dejarte ir cuando tu edad aún era temprana para hacerlo; te quedaban muchas cosas por hacer; no era tu momento, pero lo ha sido y no puedo hacer nada para cambiar este destino trágico que me ha llevado al desasosiego y la tristeza; que nos ha llevado al asombro, a la negación, a creer que no era real. He empezado a hacer el duelo por tu pérdida y no tengo otro trabajo más que asumir dejar de ver al Eloy tan singular y diferente con el que he compartido buenos momentos a lo largo de todos estos años. Desde aquel niño delgadito, de pelo rizado, de ojos vivos, de sonrisa pícara, de talante inquieto, siempre observador e inteligente; al Eloy de melena blanca ondulada, el de la mochila negra, el de la cámara de fotos, el de las prisas por las calles de Astorga, por los pueblos de maragatería y el Órbigo, captando lo que otros nunca veíamos. Del que jugaba conmigo de niña, del que me ayudaba con mis tareas escolares, del que me protegía como hermano mayor, a este otro adulto, el Eloy más reflexivo, artista, crítico y excepcional.

Ya he empezado a echarte de menos. Noto el vacío de tu voz, noto la ausencia de tu manera de estar ahí para mí.  Va a ser raro no encontrarte en una procesión, desfile o evento cultural. Será raro doblar la esquina de una calle o llegar a la plaza y no distinguir tu presencia entre la multitud. Tu cámara ha quedado apagada, el disparador se ha bloqueado en tu honor y por mucho que se mire a través del visor, no se va a ver lo mismo que veías tú; por mucho que yo me empeñe en capturar una imagen, nunca va a ser como lo hacías tú, esa manera tan personal, particular e íntima de entender cada momento, cada instante.

Iré poco a poco despidiéndote como he sabido hacer con cada golpe de ausencia en la familia. La tuya está siendo dura de asumir, como lo fue la de ellos, por lo inoportuna y prematura. Ese parece ser el patrón familiar que nos persigue, el de la perplejidad, el del estupor y el de la extrañeza ante una partida inusitada. Qué pronto se te ha hecho tarde y que tarde se me ha hecho a mí tu pronta marcha sin un adiós. No ha habido tiempo a despedirte, ni he podido calmar tu inquietud por lo que estaba sucediendo, por lo que estabas pasando; no supe entender bien la premura de la enfermedad y por qué tu voz se iba quedando muda y por qué tu cuerpo se iba desvaneciendo poco a poco cada día, quedándose sin fuerza hasta apagarse esa mañana de mayo, que era viernes, en la que tú escribiste tu último poema, un poema lúgubre y luctuoso sin retorno.

− “No tengo miedo a la muerte, pero me da pena por todo lo que dejo−” fueron las últimas palabras que compartiste conmigo. Las oigo en mi interior una y otra vez como si fueran el estribillo de tu partida y trato de no llorar, pero las lágrimas no dejan de asomar en mis ojos y me abandono a esa tristeza para así hacerme más fuerte. Es mi manera de cauterizar esta herida abierta, esta brecha entre el sentimiento de vacío y la soledad de un luto no buscado. Voy asumiendo que ya nos has dejado, que no voy a verte más. Tus exequias son parte de mi curación, y la despedida se hace necesaria para superar esta pena que me inunda, este momento melancólico vacuo. Es por eso que ya te digo adiós Eloy, ya te dejo marchar. Adiós Elo.

Publicado en

            Astorga Redacción1 
            Disimulo del ser. Eloy Rubio Carro In memoriam2
           ________________

          1 https://astorgaredaccion.com/art/35468/que-pronto-se-ha-hecho-tarde 12/05/2024
           2Eloy Rubio Carro "et al" Disimulo del ser. Eloy Rubio Carro. In memoriam. Astorga: Editorial Marciano Sonoro 2024
            https://www.marcianosonoro.com/inicio/sobre-disimulo-del-ser/

viernes, 3 de mayo de 2024

UN BIZCOCHO DE PROXIMIDAD

 


Neigborhood!

Hoy ha llegado un camión de mudanza con los muebles de los “nuevos” de la casa de arriba. –Por fin, ya era hora que alguien ocupara esa vivienda; ver una nueva familia iba a darle un poco más de marcha a esta urbanización tan sosa. Mi primer impulso ha sido ir a presentarme, llevándoles un bizcocho, −es así como se da la bienvenida ¿no? –Hola soy …la vecina de ahí abajo, la de la primera casa. Me he parado en seco y he pensado: −No, esto no se hace aquí, esa actitud sólo se ve en las series. Mi gesto se interpretaría como intromisión inoportuna. Seguro que pensarían: −Con este jaleo a qué viene esta tía aquí, vaya cotilla, que le importará nuestra vida. Y al final acabarían llamándome “La cotilla” −y yo no quiero que eso ocurra. Así que mejor sería dejarlo pasar. Aunque –es una pena, me habría hecho mucha ilusión presentarme con una tarta como lo hacen en las películas y luego organizar la barbacoa del sábado. En el fondo como dicen mis hijos −soy una cursi sentimental. Pensándolo bien yo no lo he hecho con ningún vecino anteriormente. –No sé por qué carajo se me ha metido entre ceja y ceja llevar un postre a los nuevos ahora. –Al final desisto de mi pretensión intrusiva, sin entender mi absurdo empeño por tanto interés.

Lo tengo claro, hoy en día lo normal es no querer saber nada de nadie, pasar de todo. El individualismo es el rey de las relaciones sociales. Quererse a uno mismo es lo más. −Se pierde mucho tiempo compartiendo amor y cariño, incluso la amistad ya no tiene tanto valor. Ahora lo más de lo más, es viajar solo y publicarlo, aunque todo sea falso –preparar el Tiktok y que los demás sepan lo bien que te enrollas tú solita por el mundo. Mi hija es una de las que práctica este turismo y dice que se lo pasa fenomenal. –No sé yo. Me hace ver que estoy anticuada. –Puedo aceptar esa soledad impostada, no tengo objeción alguna, salvo que hay un poco de mentira y postureo. A la mayoría de la gente nos gusta socializar. Está de moda creer que con ello vamos a vivir más. Aunque yo creo que es sólo una cuestión de sentirnos mejor y lo de vivir más, ya se verá.

Por eso estaba tan pesada con el postre y los nuevos inquilinos. Simplemente por establecer nuevos lazos afectivos.

Recuerdo cuando llegamos a nuestra casa “proletaria”, como la llama Natan; una vivienda adosada, no para ricos, sino para currantes, como lo éramos nosotros; con pocos medios para extras y sobreviviendo a una hipoteca de muchos años, mes a mes. Los trillizos acababan de cumplir cuatro años. Fue todo un reto mudarnos del apartamento; dejamos de compartir los cinco, el mismo cuarto familiar −ya era hora. Así que fue impactante tener cuatro habitaciones y un gran espacio para la privacidad de cada uno. En medio de todo el desorden de cajas, alguien llamó a la puerta. Era Maite, la de la 4ª casa, que apareció con unas magdalenas. No fue un acto glamuroso, como el que yo pretendía hacer ahora, sino que sorprendentemente, fue algo simpático y que pareció espontáneo. Todo un detalle por su parte que nunca he olvidado. Debió  ver mucho desconcierto e indecisión en la organización de los enseres, que se apilaban ya desde la entrada de la casa −supongo nos vio desbordados con las tres criaturas− y para calmar nuestra ansiedad se le debió ocurrir, sobre la marcha, traer los bollos. Meses después cuando compartía el mismo banco en el parque infantil, me confesó que le llamamos tanto la atención que no dudó en presentarse en casa, a sabiendas que podía ser una intromisión maleducada. Para mí no lo fue y nunca he olvidado ese gesto que tuvo con los niños y el ofrecimiento de ayuda incondicional que nunca utilice. Ya hace unos años que los Esmorís se compraron una nueva casa. Eso sí, se marcharon sin despedirse y su manera de “pirarse” me decepcionó bastante.

Y desde aquel día de las magdalenas hasta hoy, 27 años después, no ha habido muchos vecinos que espontáneamente hayan llamado a nuestra puerta. −Supongo no nos han necesitado.

Aunque tengo que decir que hace varios años, recogí del buzón una carta, −un folio doblado, sin sobre, ni sello− la firmaba Raquel, la de la 8ª casa; se despedía para siempre, se largaba con el contratista que había realizado la restauración de su vivienda. Yo no salía de mi asombro por la historia de su vida y por la misiva improvisada. Nunca pude agradecerle sus palabras de adiós, porque no dejó dirección y nunca más la he vuelto a ver. Casi se me cayeron las lágrimas cuando leí que –yo era la persona con la que se había sentido a gusto aquí. Para ella yo había sido casi la única en dirigirle la palabra. –Sabía que estaba exagerando y que toda la emoción era por la despedida. Me hizo ilusión que me recordara de esa manera, era un “chute” de autoestima que me arregló esa mañana.

Aquí somos vecinos de “hola y adiós”, no entramos en nada personal, no sabemos casi nada unos de otros. Somos de esos que yo llamo “planos”, sin emociones hacia el que está enfrente. Podríamos definirnos como superficiales y sin ganas de ningún tipo de relación; es como decir: − ¡ah! no sabía que vivías ahí y te llevo viendo más de 20 años. Tengo que decir a mi favor que yo no era así; a mí me gustaba hablar con todo el que me encontrara por la calle, −pero, entonces ¿ qué tipo de gente es la que vive aquí? Pronto descubrí que mis saludos y aserciones eran respondidas con monosílabos, como si fueran gente extranjera que no se expresara en la misma lengua y con el tiempo, tengo la sensación que he acabado como ellos: totalmente plana o mejor dicho cerrada, intrusiva y con miedo a invadir intimidades –Todo un desastre social. − ¡Qué pena!

Supongo que todos estamos acojonados con el lío de las redes sociales y los juicios paralelos por ser de una manera o de otra. Quién se atreve a una relación con un vecino, imagínate que te extralimitas con un bizcocho, y a lo mejor recibes una orden de alejamiento por traspasar el dintel de la puerta. Así que volviendo al tema que me invade estos días, he decidido que no horneo nada para los nuevos; no vaya a ser que haga el ridículo y encima hiera alguna sensibilidad. Está claro que no se lleva la cortesía en estos momentos y no voy yo a “mentar a la bicha” para crear algún problema donde no lo hay.

Los niños y los perros hacen mucho por crear un entramado de relaciones circunstanciales no importantes, pero sí vitales en un momento determinado de la vida. Con ellos puedes tener nuevas amistades sin que sean relaciones trascendentales. Yo disfruté mucho de ese momento, parecía la reina de la Amistad, me sentía importante y estaba llena de historias propias y acontecimientos que sabía de los demás y que parecían incumbirme formando parte de mi historia, aunque era la de ellos también. Cada día tenía su memoria, su crónica, algo diferente al día anterior. Aún en esos momentos dulces de vecindad, una vez salías del recinto del parque, del recibidor de la escuela o de la parada del bus escolar no había nada más. Y lo peor de todo es que esos fascinantes momentos de conexión, concomitancia y concordia, se convirtieron en recuerdos y por tanto estaban listos para formar parte de mi historiografía.

Una vez que los trillizos se hicieron mayores; se fueron cada uno por su lado. Fue en ese momento cuando el perro se quedó sordo, también dejó de ver con nitidez y el jardín fue su única opción para salir a la calle. Me di cuenta que se me habían acabado los pretextos para encontrarme con algún residente y no era plan de salir a buscar al primero que pasara y establecer un poco de conversación y darme una oportunidad para vencer el aburrimiento –Oye que voy contigo, espera que cojo mi abrigo y hablamos. –No, esto no está bien enfocado, así no se hacen las cosas. Natan me animaba en mi empeño de contactar con quien fuera, me decía que −no tenía por qué juzgarme a mí misma, siempre que quisiera hablar con alguien. Me hacía ver que lo mío era la historia de: −sí, pero no, no vaya a ser que crean qué…, mejor me quedo… Y al final optaba por no hacer nada. Admiraba toda la vida que Natan tenía en su móvil; yo era incapaz de estar más de diez minutos seguidos mirando mensajes, leyendo noticias o siguiendo a alguien en X. Me agotaba la pantalla y por eso me dejé de todo eso. Tal vez fue un error.

Así que un día, que no podía más con el hastío, se me ocurrió hacer una campaña de llamadas telefónicas, para saber de mis vecinos más próximos. Lo cierto es que animada por una noticia triste, que había leído sobre una mujer mayor que había muerto sola en su casa y que ni su familia, ni sus vecinos la habían echado en falta, durante más de 30 días y sólo cuando empezó a oler mal la escalera, se llevaron las manos a la cabeza y un remordimiento se apoderó de todos ellos.  Me hizo pensar en lo impersonal y solitaria que me estaba volviendo, aunque me moría de ganas por relacionarme con alguien más allá de los de mi casa. Así que entusiasmada abrí mi lista de contactos; estaba decidida a pasar un par de horas trabajando por la amistad y que no se dijera que yo abandonaba a mis vecinas.

−Hola Teri. Soy Orel.

_ ¿Quién?

_Tu vecina de al lado, sólo quería saber qué tal estás. Vivimos tan cerca y parece que estamos a kilómetros.

−Ah vale, ¿Qué quieres?

− No, nada en particular. Sólo quería saber si estáis bien.

−Sí, sí, bueno ya sabes, con Félix lo de siempre. Me vuelve loca. Casi quema la casa otra vez, es demasiado descuidado, estoy todo el día dándole voces. Se le va la cabeza. No puedo con él.

−Ah vaya, lo siento. ¡Qué desastre! Y ¿pasó algo?

−No, no pasó nada porque yo estaba por aquí y ya olí a quemado y me puse en alerta. Le pegué un par de bocinazos que seguro oíste.

−Bueno, no, no me suena, no recuerdo. Era mentira, pero es que todos los días la oía enfadarse y dar voces a su marido, así que uno más o menos era imperceptible a mis oídos.

Fue entonces cuando nuestra conversación se transformó en un monólogo; ya sólo hablaba ella, contestándose y preguntándose casi al mismo tiempo. −Ah bien…vale. Después de cuarenta minutos, yo ya quería despedirme, pero ahora ella, era la que no me dejaba, estaba tan emocionada con hablar conmigo que yo me sentí con la obligación de escucharla. –Vale, vale. Ahora sé que todo os va bien. Llámame si me necesitas.

Después de una hora hablando me inventé una excusa para tener que cortar, me sabía mal, pero yo consideraba que ya era suficiente.

−Bueno Teri, te tengo que dejar, que me esperan en…era falso, pero no quería ser brusca y desagradable interrumpiendo su conversación.

−Adiós Ori.

−Nos vemos. Te llamo en unos días ¿vale? Adiós

Aún tuve ganas de llamar a Judith, solíamos coincidir con los perros en el Campo Grande. El suyo había fallecido hacía un año y a ella parecía habérsela tragado la tierra porque pocas veces volví a coincidir con ella por la calle.

−Hola Judith soy Orel, te llamo a ver qué tal estás, hace tiempo que no nos vemos. −Te echo de menos en el campito. −Aunque nuestro perro estaba demasiado viejo y ya no íbamos por ahí. Pero era por decirle algo−.

−Ah hola, qué tal. Hace tiempo sí…

−Sí, estamos tan a lo nuestro, que no sabemos nada de nadie… que conversación más ridícula, en fin. −Te llamo un poco para saber de ti. ¿Cómo va todo?… −cuantas bobadas se dicen por teléfono, ¡madre mía! −

−Bueno, no estoy muy bien. Es cierto que he estado muy agobiada y ausente de todo por aquí. Ya sabes el tormento de separación que he tenido. La lucha por la custodia de mis hijos me ha tenido absorbida mucho tiempo. No sé si sabes del gran cambio del cabronazo de Pablo, ahora es… Hubo un silencio incómodo, esperando mi respuesta. Fue como si creyera que yo supiera de su vida, pero no tenía ni idea de lo que realmente estaba pasando.

−…Marga. Te lo puedes creer que se ha hecho tía para conseguir más beneficios con los niños. Me da asco sólo pensarlo y suelto espumarajos por la boca cada vez que lo veo delante de mis narices.

−Me salió un hilo entrecortado de voz y sólo pude decirle: ¡vaya!

¿Cuándo ha sido eso? ¿Qué me he perdido? Juraría que yo había visto hacia unos días al mismísimo Pablo bajando del coche, tal como era. Un tío

− ¿Te puedes creer que ahora dice que se siente tía?, aunque es el mismo de siempre y que lo hace para que le sea más fácil recuperar a los niños y con recochineo me dice que le llame Marga.

− ¿¡Eh!? Me quedo muerta Judith. O sea, que ahora se puede cambiar de identidad, − ¡así de fácil? −, para conseguir un fin que puede ser perverso para los menores. No salgo de mi asombro. Vaya drama. Titubeé en la conversación poniéndome de su lado diciéndole obviedades de ánimo y apoyo. Ella se echó a llorar y no supe que hacer para animarla. En situaciones como ésta lo único que digo son obviedades y estropeo más que arreglo. −Entonces ahora le llamamos ¿Marga? Le solté.

Cómo le he podido preguntar eso; Qué más da cómo se llame, soy idiota; tenía que haber continuado respaldándola, poniéndome de su lado. Pero no, yo machaconamente a vueltas con su nombre. Y ella se iba adentrando en episodios cada vez más personales que yo no estaba dispuesta a oír. Decidí, cortar cuanto antes y acabé con un −Vale, vale, pues lo que necesites… ¿Lo que necesites qué?, parezco gilipollas, vaya conversación más disparatada por mi parte. Me puse nerviosa y ya la cosa fue a peor. Así que como pude, me despedí. Supongo se notó mucho que lo que quería era cortar de inmediato y así lo hice.

−Bueno nos vemos por ahí; después le solté un “chao”, de colega. me sentía hipócrita, yo sólo quería llamarla para que todo fuera bien y divertirnos un poco.

Ya no me quedaron ganas de llamar a nadie más, tenía una lista de cinco y sólo había hecho dos. Lo mejor iba a ser dejar las cosas como estaban, no saber de nadie más por hoy.

Y de repente pensé: −mira que si llamo a Mábel y me dice que ahora es Manolo. No pude parar de reírme durante un buen rato. Qué cosas pasan ahora. No creo que haya mujeres que quieran cambiar su identidad. −Las mujeres estamos de moda, quién nos lo iba a decir.

 No tardó mucho en pasárseme mi mal trago con todas esas conversaciones frustradas. Así, que volví a la idea de que presentarme delante de la puerta de los vecinos nuevos, no tenía nada de malo y posiblemente no iba a ser tan extraño como me había parecido en un principio. Me obsesioné con querer hacerlo. No sabía cómo calmar mi impulso y entonces me dije −venga, pues hazlo, quédate ya tranquila de una vez. Harás el ridículo como siempre, pero ya está. Algo me hacía dar un paso para delante y acto seguido lo daba para atrás; no me acababa de decidir.

Veía a los nuevos cuando se sentaban a desayunar, y los volvía a ver a la hora de cenar; era una familia de tres que no daba, a lo largo del día, ninguna oportunidad a la espontaneidad, no había nada extraordinario en lo que hacían dentro de su casa. No es que yo fuera una mirona, que quisiera saber de su vida, “una vieja del visillo” como decían mis hijos –qué expresión más despectiva− No, yo no era eso. No tenían cortinas y las mías estaban siempre descorridas. Así que ellos me podían ver a mí también; es más me dejaba ver, para que todos estuviéramos en las mismas condiciones y que no se dijera que yo estaba espiándolos. −No iba a cerrar los ojos y tampoco podía hacer como que no veía a través de tantas luces encendidas. –Simplemente los tenía delante de mis ojos; − ¡qué iba a hacer! Natan me dijo que me estaba volviendo un poco “neura” con ellos. En realidad, fue él quien me ayudó a tomar la decisión final –claro, vete ¿por qué no? Ya tengo ganas, porque estás un poco pesada con ellos.

Dos días después llamé a su timbre. −Por fin estaba delante de su puerta. Me sentía impaciente e inquieta; el corazón iba con cierto estrés emocional. –¿Estás tonta? Me repetí mientras el índice volvió a tocar el interruptor. Mi palma izquierda soportaba orgullosamente el bizcocho de canela y limón que tanto me gustaba hacer.

Desde dentro oí una voz que me decía algo ininteligible. No sonaba a − ¿Quién es? Así que rápido conteste, por eso de no asustar y presentarme cuanto antes:

−Hola soy tu vecina, la de más abajo.

Cuando se abrió la puerta una mujer de tez clara y de ojos azules me dijo:

−Hello

−Soy tu vecina, Orel, de ahí abajo, de la primera casa.

−Sorry, I don’t understand you very well.

Anda que son extranjeros, y ahora qué hago, pensé. Comencé a hablar muy alto, como si eso hiciera que me entendiera mejor y lo acompañé con gestos para que comprendieran mis frases. Un desastre de intercambio.

− ¡Qué soy tu vecina, la de ahí abajo! Te traigo un b-i-z-c-o-c-h-o y se lo dije lentamente en un perfecto español, para que no le quedara duda de lo que significaba eso.

−Biocho! Oh no, no. Sorry. No compro.

−No, no vendo nada y solté una carcajada nerviosa, mientras le dije: −Lo hice yo y gesticulé con el índice desde mi pecho al suyo para decirle que lo había hecho yo para ella. –Is para tú. Is tú. Soy Orel.

Mi inglés era residual. Yo era de francés, me gustaba mucho más y si sabía algo de inglés era por tomarle las lecciones a mis niños, pero eso ya había sido hace mucho tiempo.

−Fiona, mi noma Fiona.

−Orel, sí Orel y me eché a reír.

−Ah entiendou.

Le puse en sus manos el “queic” como decían ellos.

−Gasias, that wasn’t necessary, but gasias.

Levantando mucho la voz, le dije: −Tu vecina y señalé mi casa. Sí, te lo traigo para darte la bienvenida.

−Yes, yes. Bueno, sí muy bueno. Ok. Sorry, my Spañolo is mal. I’m learning. Sorry.

−Sí Orel y tú Fiona ¿no? Y volví a apuntarle con el dedo, a pesar de su extraño gesto de cara, cuando yo movía mi índice para decirle algo.

−Gasias. Gasias.

−Bueno pues nada, ahí abajo estamos, si necesitáis algo, me dices. Continué hablando muy alto, como si eso hiciera que lo que le estaba diciendo, lo entendiera correctamente.

−Yes, gasias Fiona, si, ok.

−Adiós, ya me voy, espero que os guste y miré al bizcocho como despidiéndome de él y de ella también.

−Bye, see you soon. Gasias

−Vale, vay, vay.

Al final me salí con la mía de llevarle el postre a los irlandeses, o los ingleses o a lo mejor eran americanos, bueno era igual lo que fueran. La visita había sido como la historia de una obsesión, aunque al final había salido bien. Habíamos tenido unos problemillas con el idioma, pero con voluntad y buena actitud me había entendido a la perfección con Fiona. Nadie podría reprocharme mi gran esfuerzo por abrir caminos hacia una nueva relación. Incluso pensé: −A lo mejor acabo aprendiendo inglés y ella español, claro.

Natan en tono de broma y sin parar de reír, me dijo: − ya te está faltando tiempo para preparar la barbacoa en el jardín; podría ser el sábado que viene… ¿Qué te parece?

domingo, 7 de abril de 2024

LA RECEPCIONISTA DE OVEJAS

 


Un despido procedente

No hay nada como ponerse al frente de un rebaño para mejorar el temperamento, el mal humor y la ira acumulada; esa que te sale de dentro, que la llevas contigo desde la infancia y que como la bilis no deja de darte asco amargamente.

Todo empezó, o sería mejor decir, todo acabó con el episodio de mis malas prácticas en Unitas. La consecuencia directa fue, un despido procedente en toda regla.

Recuerdo como la mañana siguiente de lo ocurrido, era incapaz de levantarme por todo el peso de la vergüenza del día anterior. Mi manera de ser me jugaba malas pasadas y ahora me veía con un malestar ansioso que me ahogaba sin poder apenas respirar. Me encontré en ese punto agudo y estresante en el que te entran ganas de vomitar, pero eres incapaz de hacerlo, aunque te desagrade toda la situación. En ese preciso momento es cuando quieres cambiar, hacer que los días pasen rápido y verte en otra realidad completamente diferente. Deseé ser una persona más tranquila, menos furiosa, sin tanto genio. Todo ese eje maligno me había llevado a esa situación. Siento incluso hoy, que ya ha pasado mucho tiempo, que el cambio en mí, ha sido lento y que he ido mejorando muy poco a poco con los años.

Busco en mi pasado algo que explique aquel mal comportamiento y mis malas prácticas; y me es fácil recurrir a los estresores de la infancia. Esos que están cargados de carencias, donde los padres están ausentes y te ves en una jungla de adultos que no entiendes, y no te queda otra que continuar y defenderte como mejor sabes; en mi caso siempre a la defensiva.

Empiezas a sobrevivir en un internado de protección y cuando te va llegando la edad de emanciparte luchas con todas tus fuerzas para encontrar un hueco en este mundo lleno de calamidades. Nunca me costó estudiar, así que se me ocurrió matricularme en un FP de auxiliar de recepción, podía mejorar mi futuro. No tardé mucho en recibir ofertas del SEPE.

Primero me llamaron para llevar la recepción de un dentista a punto de jubilarse, pero le dejé a los pocos meses porque pretendía que, a parte de los asuntos de la recepción, le llevara otros asuntos algo más comprometidos. Así que salí de allí amenazándole con demandarle, pero lo único que hice, aparte de maldecirle, fue pirarme dando un portazo. El viejo era un asqueroso que hacía tiempo había espantado la clientela y sólo estaba esperando unos meses para jubilarse y cerrar el negocio. Se debía pensar que yo le había caído del cielo y que podía hacer conmigo lo que quisiera, − ¡buena era yo! −.

La asesora del “paro” me animó a hacer unos cursos −de lo mío− para tener más oportunidades laborales. Eran aburridos, decían obviedades y a mí no me aportaban nada. Me hacían perder mi tiempo y me volvía arisca con los que estaban a mi lado.

Gracias a esa pérdida de tiempo, en unos meses comencé a trabajar para una ginecóloga. El timbre de la puerta no paraba de sonar y el tono del teléfono era una locura. Esta mujer sí que tenía trabajo, demasiado para mi gusto y yo le llevaba, −como a ella le gusta− una minuciosa agenda, porque yo, aunque displicente era organizada. La única pega que tenía es que era un tanto caprichosa y si no quería venir a la consulta, −porque le apetecía tomarse horas libres−, había que reprogramarle todo y el caos generado era un agobio de mucho cuidado. Ganaba tanto dinero, que decidió no ocuparse de la clínica los lunes por la mañana y los viernes los consideraba festivos. De sus vacaciones semanales solía mandarme “mensajitos” desde una terraza parisina o comprando en un mercadillo londinense. Estaba harta de recibir sus fotos en el Telegram, contando lo bien que se lo estaba pasando. Conmigo se comportaba como una avara. Mi contrato era de media jornada, pero la mayoría de las veces, doblaba las horas con el pretexto de sus días libres.  Abría la clínica muy temprano  y la cerraba  al atardecer haciendo la limpieza del local; y esto no me parecía justo; ella me engatusaba con algún regalito de marca, que me traía de sus “viajecitos”, para convencerme de la suerte que tenía por estar trabajando para ella −“dónde iba a ir que mejor me dieran”, −decía la tacaña y abría su monedero, para darme unos euros que llamaba, −la propina− por las horas de más que hacía en la clínica; y se quedaba tan ancha, como si huera repartido conmigo sus ganancias.

Estando con ella fue cuando empecé a contestar irónicamente a sus pacientes. La inmensa mayoría, mujeres. Aprendí mucho de excusas y pretextos, de cambios de planes o de faltas a citas. Empecé ridiculizando sutilmente por teléfono cuando había demasiadas explicaciones sobre la anulación de una cita, o cuando las justificaciones delataban el engaño. Me fastidiaba reprogramar una agenda que estaba cuadrada y mi jefa se ponía de los nervios con tanta cancelación. Empecé a tomar mis propias decisiones y cuando veía que la disculpa era exagerada, programaba una nueva cita seis meses más tarde con el pretexto de que estaba todo lleno. Me salía de dentro un “que te jodan”. Creo que fue así como mi carácter empezó a hacerse más tosco y agrio de lo que ya era. Llegó un punto en el que no aguantaba a nadie allí y mi aspereza se hizo tan patente que la ginecóloga, −cansada de mi mal humor, mis salidas de tono y mis atrevimientos con sus pacientes−, me echó. Aunque hastiada del trabajo, me fastidió marcharme así, después de estar con ella unos cinco años. Ya estaba acostumbrada a sus manías, y su manera de hacer las cosas, las había hecho mías, pero –claro− me había tomado el negocio como si fuera mío, cuando la que mandaba era ella. Una de las dos se tenía que ir y obviamente era yo, que era su empleada.

Amparo la del SEPE, que era una pesada, me llamó para decirme que los dueños del gimnasio de mi barrio buscaban a alguien. Lo conocía, porque me había apuntado una vez; como no soy mucho de gimnasios enseguida me di de baja porque no me sobraba la pasta para derrocharla. Cogí el trabajo sólo por probar a ver qué tal me iba en otro ambiente. Además, pensé que no habría que estar con tantos remilgos con los clientes.

Duré pocos meses en mi puesto. Eran unos niñatos engreídos y sinvergüenzas que me querían como chica para todo. Una vez me pidieron que fuera, −voluntariamente− a dar un masaje a una mujer que se había encaprichado conmigo. No dejaban de presentarme a tíos, −que venían a ponerse musculosos−, por si podía ayudarles, un poco más, a mejorar su cuerpo con el mío. Yo siempre he sabido defenderme de estos ataques tan burdos y denigrantes. Estoy prevenida con estas cosas y suelo estar siempre alerta. Mi vocabulario en estas situaciones no era nada amable y me salían fácilmente tacos y exabruptos por la boca. Por eso ellos bromeaban irónicamente con que era una mujer de “armas tomar” −putos machistas de mierda−. Como no veía muy claro lo que se hacía en el negocio y como las evidencias parecían ser algo turbio, rozando en algunos casos la prostitución encubierta, decidí no aparecer más por el trabajo. Los dejé “colgados” y no quise saber más de todos esos líos que se traían en el gimnasio.

Así que otra vez me pasé por la oficina de Amparo; me recriminó mi facilidad para “quemar” trabajos. No le iba a dar detalles de mi vida en esa selva de penalidades, de lucha incesante por subsistir. No iba a entender mi resistencia entre todas esas fieras, desde la tranquilidad que le daba recibir cada mes su salario de funcionaria. Le llegué a preguntar cómo se llegaba a ser eso y su respuesta fue seca y prepotente –estudiando mucho, niña.  Después de un silencio incómodo, me habló de la posibilidad de volver a buscar en alguna clínica, pero con mi manera de ser, −ella me había calado bien− iba a ser difícil conseguir algo.

Después de un año parada, y sin la ayuda de la “estúpida” del SEPE, estaba entrando en la consulta de unas psicólogas. Samanta, la trabajadora social del ayuntamiento, me recomendó a las terapeutas de Unitas, un gabinete recién abierto en el Palantar, que buscaban a alguien para la recepción de su clínica.

 Era muy importante para ellas que mi actitud fuera buena, creara un buen ambiente de trabajo y estuviera de buen ánimo con todas las personas que entraran por la puerta. Yo iba a ser −la primera cara que vieran al recibirles e iba a ser el primer paso para establecer una alianza de confianza con sus pacientes− eso me dijeron el primer día que contactamos. Se pusieron tan serias con esto que me entró miedo − iba a ser difícil para mí lo del buen talante, conociéndome, aun así, les dije que −habían dado en el clavo, conmigo. Curiosamente no me pidieron otras tareas, que las firmadas en el contrato. Estaba tan acostumbrada a lo contrario, que su buen talante, me descolocó al principio, y desconfié un poco; con el tiempo descubrí que eran muy buena gente. En los años que trabajé para ellas, su respeto hacia mí fue irreprochable.

Cuando recibí la noticia del despido, no me cogió desprevenida, sabía que tarde o temprano iba a ocurrir. Apreté la mandíbula como señal de fuerza y sin pestañear, cogí la carta de despido, que Maca me trajo para firmar y sin más salí por la puerta haciéndoles ver que no me importaban lo más mínimo. Tras el portazo, llegó la decepción por ser como soy. Hacía dos días que por teléfono me había encarado con una paciente, −que, dándome excusas por no haber venido, le solté: a usted no le interesa venir aquí, y ante su −es que he estado enferma… me cabreó tanto que acabé soltándole que −eso era una mentira, que no nos había necesitado desde hacía más de medio año y ahora, que sí nos necesitaba, llamaba. Cuando pienso todo lo que le dije, me veo como una salvaje, me doy vergüenza. Fui una déspota, que no me puse en su lugar.

 Llevaba tiempo pensando que la gente no tenía escrúpulos y rechaza compromisos como le venía en gana, a su conveniencia. No daba valor al trabajo que se hacía en la clínica y yo me sentía con el derecho de decirle las verdades a la cara, pero como yo lo sabía hacer −a lo bruto−.

Al principio me fue más o menos bien; pasados unos meses, las ocho horas sentada detrás del mostrador, se me hacía pesadas y aburridas. Lo peor era aguantar al personal que llegaba con sus “rollos lastimeros” poniendo una sonrisa que no era la mía y pareciendo ser feliz cuando todo eso me importunaba. Odiaba enfrentarme a los que me llamaban con alguna disculpa por teléfono. Cuando te dan excesivas aclaraciones y todos son rodeos explicativos, sabes que mienten.

De los “estoy enferma, me duele…” estoy ya muy harta; casi todos falsos. De los “perdí la hora de la cita”, habría que tratarles la amnesia. De los de “el coche no me funciona y no puedo ir hoy” ya no les creo. Si llueve no vienen porque hace malo, y si hablamos de los primeros días de sol en primavera o los primeros días de playa en verano, −ahí sí que es para echarse a temblar y cerrar el negocio. Ha habido algunos que me han llamado desde la misma arena para decirme que están indispuestos por alguna dolencia inconfesable que no les deja venir a la consulta, aunque se oiga el vocerío playero por el teléfono. Tanta disculpa, me provocó una montaña de mal humor. Me volví refunfuñona e insoportable con los que se excusaban y comencé a faltarles al respeto siendo grosera y antipática, soltándoles algún improperio: −Sí claro, entiendo lo bien que estás ahí “tumbadita” en la playa. −Vaya la de catarros que llevas este trimestre. −Normal que no te atrevas a coger ese coche, ya vas por la sexta avería. Iba subiendo el tono de mi sátira y poco me faltaba para insultarles. Me exaspera que la gente fingiera. Tengo poca tolerancia a las evasivas porque muestran las mentiras más primarias, esas que quieren justificar lo que no es y dejan en evidencia la realidad de lo que está sucediendo.

Por eso cuando Maca me recriminó mi actitud, y me dijo –hasta aquí hemos llegado. −No podemos tolerar más tus salidas de tono y todas tus impertinencias hacia nuestros clientes. No me pilló por sorpresa. Me había avisado, anteriormente, varias veces y yo había ignorado todas sus advertencias. Estoy segura de que le costó tomar la decisión de echarme. Intenté justificarme mentalmente, pedirle perdón, pero no dije nada. –Soy lo peor.

En esos momentos también me pasó por la cabeza −qué patética− pedirle ayuda psicológica, estaba claro que no tenía bien reguladas mis emociones y ella sabría cómo arreglar mi inestabilidad. Pero sólo me salió maleducadamente un –no son clientes, son pacientes, haciendo referencia a sus palabras.

Y según pronuncié esa estúpida frase, me quité la bata y sin decir nada más me fui. Esta vez no di ningún portazo. Estaba despedida, los méritos habían sido míos, no le reprochaba nada a estas jovencitas y todo el remordimiento que sentía por mi manera de ser, me hizo caer en un estado depresivo lamentable.

Ya no quería visitar más a la del SEPE y me daba miedo enfrentarme a la trabajadora social del ayuntamiento. Estaba claro que no valía para trabajar cara al público. Mi poca paciencia me jugaba malas pasadas, así que lo mejor iba a ser pensar en un cambio radical…

Samanta me llamó por teléfono, tenía una oferta que hacerme. Según ella era tan importante lo que me tenía que decir, que lo mejor era quedar en su oficina. Me estaba esperando con un folleto en la mano. –Esto te va a interesar, está hecho para ti. Aquí tienes trabajo seguro. Tú vas a ser tu propia jefa de un buen colectivo.

Según me lo estaba diciendo, con la expresión de mi cara le dije: − ¿estás de coña? Esta tía flipa. Qué tengo yo que ver con ovejas, si lo más cerca que he estado de ellas es a kilómetros. Se puso muy cargante con que no perdía nada si hacía un curso orientado al pastoreo. Ella creía que era una buena opción para mí. −No te va a faltar trabajo y encima no vas a tener con quien encararte.

Comencé un curso de pastoreo de 20 horas. –No imaginaba que “el temita” diera para tanto.  Yo creía que era, simplemente, estar allí, en el campo, viendo cómo comían las ovejitas y listo, hasta la hora de guardarlas. Por eso me resultaba raro tanta teoría sobre su cuidado. Fuimos 3 pringados los que hicimos el curso y los tres superamos las pruebas, tampoco era para tanto.

A los pocos meses me llamaron para sustituir a un pastor que necesitaba el fin de semana; se casaba su hermana y no iba a ir con las ovejas a cuestas. Después sustituí a uno que cayó en depresión; ya no le decían nada las ovejas y la tranquilidad del campo le sentaba mal. Luego vinieron otras sustituciones más. Y así hasta que se jubiló Ginés el de la Sierra y me vendió sus merinas.

Empezó  a dárseme bien el oficio de pastora; fui aprendiendo de sus señales, llegué a entender sus necesidades, miedos e inquietudes y pronto supe bien cómo desenvolverme en su medio. Llegué a la conclusión que era fácil cuidarlas y encima les hablaba bien, les daba órdenes con amabilidad; no me exasperaban. Fue en ese ambiente donde encontré la calma que estaba buscando. Toda la quietud que me faltaba, la estaba recuperando haciendo que mi carácter fuera más amable y llevadero. Y lo mejor es que todo lo que me estaba pasando era gracias a ellas, a mis ovejas, así que podría decir que estas pécoras me estaban curando.