lunes, 7 de octubre de 2024

SENGLEA





Una Sirena boreal

Estaba decidida a hacer ese viaje sola, a pesar de todas las trabas y consejos familiares, para que desistiera del intento de hacerlo. Después de comprobar que mi estado anímico, por lo sucedido, no era realmente bueno, no estaba equilibrado y las ganas de llorar eran habituales a lo largo del día, me convencí que no había mejor ocasión que ésta para hacerlo…

 

La vi en la cola de entrada al barco. El día era luminoso y se esperaba una temperatura de 36 grados; ideal para embarcarse en un catamarán hacia una de las islas del archipiélago maltés. Llevaba un vestido estampado de tonos azules; el dobladillo quedaba en lo más alto de su pantorrilla, la minifalda no era tan llamativa como lo eran las del grupito de treinta añeras que estaban situadas unos metros por detrás de mí y que no dejaban de reír, levantando el tono de voz por encima de lo correctamente permitido. Ella, −la joven de la cola, la que estaba la primera en la fila, la solitaria, la que escondía sus ojos y su pelo bajo una gorra color crema−, la llamaré Senglea, le pegaba el nombre con esas tres sílabas tan sonoras, que nombraban también una de las tres ciudades de Malta.

No la consideraría alta, tampoco baja, pero sí una mujer grande. Por su color de piel y por la manera de vestir, podría ser de una altitud muy diferente a la mía. No la quería hacer de ningún sitio en particular; me gustó la idea de imaginarla de una zona del norte europeo, donde el frío esconde la piel entre plumíferos y algodones, un paisaje ajeno a lo que yo estaba acostumbrada a ver.

 Debió llegar muy pronto al punto donde habíamos sido convocados los turistas de ese día de mediados de julio. Nosotros llegamos 45 minutos antes de la hora pactada, en previsión de cualquier imprevisto que nos hiciera llegar tarde y ante el agobio de que eso ocurriera, decidimos que el taxista que nos iba a recoger en el hotel, viniera mucho antes de lo habitual. Esa mañana yo estaba muy nerviosa, los barcos, antes de subir a ellos, ya me marean. No son mi medio y en un catamarán como el que iba a tomar, la respuesta de mi cuerpo era incierto, posiblemente se volviera inestable y casi con seguridad iba a perder el equilibrio. No exageraba cuando pensé que antes de tomar asiento, ya me creía morir. Ben por sorpresa había comprado dos pasajes para pasar el día bronceados por el mar Mediterráneo y bañados por las aguas azul turquesa de la isla diminuta de Comino. Era un día prometedor. Yo quería que pasara rápido, el temor a un mareo permanente me agobiaba por las molestias ocasionadas a todos los que iban a estar a mi alrededor. Quería ya verme en el atardecer, en tierra firme; con todas mis fotos hechas, con todos los recuerdos metidos en mi cámara y relajarme en el bullicio de las calles de la ciudad.

Cuando llegamos, delante del catamarán, ella ya estaba allí. Hicimos un gesto como queriendo saludar; balbuceamos unas palabras como si entre los tres corroboráramos que ese era el lugar indicado para la excursión; el punto de encuentro de los que íbamos a pasar un largo día sorteando la brisa marina, contemplando el cielo luminoso y probando las cálidas aguas de ese mar tan azul.

Cuando faltaban unos diez minutos para salir, la cola de espera era ya considerable, había mucho jaleo y muchas ganas de que empezara la diversión. Ella parecía no tener interés en toda esa fiesta efervescente. Escuchaba algo en sus auriculares, mientras unas imágenes se movían por la pantalla de su móvil. Con la mano izquierda se agarraba a la soga gruesa de color blanco que cerraba el acceso a la nave, no se fijaba en nadie, nos daba la espalda a todos y miraba al frente; sólo estaba atenta a la orden de entrada. Esa posición corporal la hacía sentirse segura de sí misma y lo que estaba ocurriendo detrás de ella le era totalmente indiferente.

Algunos jóvenes que se situaban por detrás de Ben y de mí, empezaron a tararear con los brazos en alto la canción que sonaba a lo lejos, en lo que parecía una discoteca en la avenida del puerto; supongo aún no había cerrado sus puertas prolongando la fiesta hasta más allá del amanecer. Todos los jóvenes, menos Senglea y nosotros, se pusieron a cantar a Karol G. Fue en ese momento cuando me di cuenta que nos habíamos equivocado de excursión y que la jornada del catamarán estaba pensada para todos los que estaban en esa cola menos nosotros y tal vez ella. Éramos una pareja de sexagenarios con un alto nivel intelectual como para ponernos a bailar “Si antes te hubiera conocido”; posiblemente éramos de los pocos que entendíamos la letra de la canción. Ben y yo estábamos como perdidos; intentamos conectar con el resto, pero no nos veíamos con los brazos en alto, a esa hora de la mañana, moviendo nuestro cuerpo a ritmo de reguetón.

Se me hizo un poco larga la espera, el sol empezaba a quemar nuestra piel y para amortiguar la demora, me centré en Senglea − ¿Por qué estaría ella sola aquí?

Ben me abrazó cariñosamente, volviéndome a las circunstancias de la fila del puerto. Queríamos que retiraran la soga blanca de entrada de una vez y que ese día tan diferente que íbamos a tener por delante empezara cuanto antes. Sólo había que subir al barco, tomar asiento, contemplar esas vistas y disfrutar de la bonanza de un pasaje tan singular.

El catamarán no estaba pensado para tipos como nosotros. No había asientos. Las dos cubiertas de los cascos de la embarcación estaban revestidas, íntegramente con colchonetas colocadas en hilera, sin dejar espacio para pasar de unas a otras, más que pisoteándolas. Miré a mi alrededor, alcé la vista a la parte superior buscando un banco, una hamaca, una silla donde poder ocuparlo, pero allí sólo había colchonetas. Supe que la cosa no iba a ir bien para mí y pensé que los que promocionaban este tipo de excursión no tenían en mente a gente como nosotros.

Lo tenía muy claro −no me iba a tirar en esas esterillas ligeras tantas horas, ni siquiera un minuto. Si lo hubiera hecho, mi estómago se hubiera dado la vuelta al primer giro de timón y el desayuno continental hubiera salido en forma de papilla asquerosa. Y eso no me lo podía permitir nada más empezar la excursión.

En la proa, y hacia la derecha había un pequeño escalón que conectaba la diminuta escalerilla de la parte superior con la parte intermedia y la parte baja, donde había una amplia barrara de pub, preparada para todo el festival de 10 horas que íbamos a pasar. Fue ahí, en ese escalón de paso donde le dije a Ben, −aquí nos quedamos; sin colchoneta, sin estar tumbados o sentados en algo tan ligero como ese material tan endeble y movedizo. Quería tener mi cuerpo en vertical, con los pies tocando algo sólido, algo que me aferrara a la tierra y no perder el equilibrio, nada más comenzar la aventura de navegar.

A golpe de vista busqué a Senglea, para pensar en algo diferente que me evadiera de un posible mareo. La vi relajada; había tomado posesión de su colchoneta. Se encontraba sentada con las piernas entrelazadas, con los ojos cerrados, su cabeza estaba girada unos 180 grados, los necesarios para sentir el sol en su cara. Al verla así, pensé que ese −Podía ser su momento, el que tanto había deseado, ese que algo te dice por dentro, que lo has conseguido, aunque lo hayas hecho sola. Claro que, todo eran imaginaciones mías.

Eligió sitio en la parte delantera a babor; su lona, como la de otras 4 chicas que venían en grupo, estaba apoyada sobre unas sogas gruesas de color negro, que se entrelazan dibujando rombos entre los dos cascos del catamarán. Ella estaba justo al lado del mástil que sujetaba una bandera del registro reglamentario de la embarcación. Impresionaba como las olas chocaban con fuerza sobre esa parte donde estaban las colchonetas soportadas por la malla negra; incluso el ruido de la presión del agua entrando entre los dos vasos del bajel me sobrecogía un poco. Sin embargo, el frescor del aire que se generaba por el oleaje, después de haber pasado tanto calor, me resultaba gratificante y me relajaba en la travesía.  Me agarré a Ben y me dejé llevar por esa brisa fresca que proporcionaba la velocidad de crucero en la que se había puesto este navío tan particular.

 No quería mirarla, pero mis ojos, escondidos entre las lentes marrones de mis gafas no hacían otro movimiento que dirigirse diagonalmente hacia donde ella estaba. Probablemente imagine una vida que no tenía. Me resultaba fácil recrearla, posiblemente proyectaba en ella la mía, pero en una zona desconocida de Europa.

Una vez que se instaló y colocó todas sus cosas sin salir del cuadrilátero de su espacio, se quitó los cascos, dejó su gorra entre sus piernas, y sin quitarse el vestido, desató el lazo que envolvía su pelo caoba en un muñón abultado y una melena abundante le cubrió toda la espalda. Al ver su cara, se hizo más evidente su procedencia. Parecía una Sirena Boreal del mismísimo ártico, a punto de lanzarse al mar.

Había ideado este viaje con Ikhor, desde enero, deseaba que julio llegara cuanto antes. El frío del invierno que siempre me había agradado, en esta ocasión me molestaba y los días parecían pasar demasiado lentos. Los ensayos en el laboratorio se me hacían aburridos. Mi trabajo ya no me era gratificante. Lo que había sido una gran ilusión cuando me contrataron, ahora se me hacía tedioso, cargante y lo que era peor, soporífero. Lo único que me ilusionaba era estar con Ikhor, y que nos fuera bien juntos.

Sólo quería llegar a casa y organizar el viaje. Mi obsesión por tenerlo todo controlado me hacía perder mucho tiempo, pero me calmaba mi ansiedad laboral y ansiar el momento de irnos. Esa tarde, le pedí a mi jefa salir antes, no me encontraba del todo bien, el dolor de ovarios me estaba dejando doblada y no era plan de estar en esas condiciones entre las probetas y los especímenes del laboratorio. Llegué a casa dos horas antes de lo habitual e Ikhor se lo estaba pasando de maravilla con Hedda, una sueca que él me había presentado días antes. Los dos eran los nuevos becarios del departamento de bioquímica. Al parecer no sólo se entendían bien en lo profesional, sino que se habían dado cuenta que se atraían físicamente mucho antes de lo que yo me hubiera imaginado. 

Ese día fue una “mierda” sentí como me rompía por dentro, no sólo, por el dolor de ovarios que tenía, sino porque me sentí humillada, rechazada y sobre todo engañada. Él había roto nuestro compromiso de un plumazo, sin pensar en las consecuencias y mucho menos en mis sentimientos, incluso sin reflexionar por lo que realmente sentía hacia mí. En ese momento, NADA.

Al entrar en casa noté que Indecisión estaba un poco alterado, se entremetió tímidamente, entre mis piernas y me avisó a su manera, de que algo raro estaba ocurriendo allí. Rápidamente se marchó a buen paso hacia su guarida, como no queriendo saber nada de la bronca que iba a haber. Era nuestra mascota, y lo considerábamos como uno más de nosotros.

Un día Ikhor sacó de su amplio bolsillo del plumífero un gatito peludo, tan bonito, que fue difícil decirle que se lo llevara a otra parte, a pesar de que yo, a los de su raza, les tenía miedo. Siempre he sido más de perros. Era un cachorro precioso. Como no sabíamos cómo llamarlo y después de varios días sin nombrarlo, yo misma me di cuenta que su nombre estaba en nuestra propia vacilación. −Tiene escrito su nombre en la frente. Lo llamaremos Indecisión. Y a los dos nos gustó mucho mi ocurrencia, después de tanto titubeo. Llevaba con nosotros ya tres años, estábamos acostumbrados a sus manías, como él a las nuestras.

Fue tan radical nuestra separación que no quise saber más de Ikhor, si algo odio es la infidelidad y ésta había sido descarada. Mi primera reacción fue deshacerme de los billetes de avión hacia Blue Lagoon. Llena de ira, entré en la aplicación de la aerolínea y de un golpe de tecla, anulé su pasaje. El mío, antes de hacerlo, decidí pensarlo mejor. Después de pasar la rabia por su insidia, pensé que para recuperarme de su asquerosa infidelidad sería bueno hacer los 3500 km que me separaban de este ocaso tormentoso y deprimente lugar y disfrutar, aunque sola, del sol de un Mediterráneo atractivo y en mi caso curativo.

Senglea se recostó boca abajo, miró su móvil, tecleó en él lo que parecía un mensaje y miró al frente, con una sonrisa de excitación. El catamarán ya había enfilado hacia la bahía de Comino. Me levanté a por un vaso de agua y sentí como mi cabeza levitaba mareándose sin poder casi apoyar mis pies en terreno firme. Cuando regresé a mi rincón, −el escalón falso entre los dos niveles−, un camarero estaba repartiendo bocadillos. Cogí uno vegetal, me vendría bien para asentar el estómago. Sin dejar de mirar al frente donde la vista, no sólo abarcaba ese mar de aguas cálidas, sino que también podía ver a Senglea como engullía el avituallamiento del mediodía; yo trataba, a duras penas, de engullir el mío y todo lo que entró en mi cuerpo, salió a la misma velocidad que tardé en tragar un bocado del tentempié. Sentí que la vida se me iba y una sensación de ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Escuché como los latidos del corazón amartillaban mi pecho y un desagradable hormigueo invadía mis extremidades. Traté de calmarme y distraerme mirando a la particular Nereida Septentrional. Me frotaba las manos insistentemente, para despertarlas, saltaba sobre mis pies adormecidos para sentir que eran los míos. Ben se asustó al ver mi cara, y yo me asusté al ver que la suya entraba en pánico a la velocidad que iba perdiendo mi equilibrio. Nunca me había visto en ese estado tan lamentable de no controlar lo que me estaba pasando. Luché con todas mis fuerzas para no caer redonda entre los que estaban tumbados justo delante de mis pies. Le dije a Ben que, si me desmayaba, me levantara las piernas, que las pusiera bien altas para que la circulación sanguínea volviera a su cauce; lo había hecho yo tantas veces con él, con su fobia a las agujas, que no le sería difícil reproducir lo que siempre había visto que le hacía yo. Conseguí vencer la batalla del vahído, pero sin despejar bien la estabilidad de mi cabeza.

Oí como el animador vociferaba a través de un altavoz, en la planta inferior, donde se encontraba el bar, cantina o pub del catamarán, que en breve estaríamos en la bahía “Blue Lagoon” para pasar un buen rato de baño, comer y disfrutar del paisaje. Era un poco cursi como lo anunciaba y traté de centrarme en lo ridículo de su lenguaje, sólo por no marearme y que sus palabras me distrajeran y sujetaran mi esófago y frenaran las ganas de vomitar. Tenía tal agobio que nada me calmaba, así que acabé tomando un sumial. Era mi fármaco milagro, estaba convencida que el betabloqueante me iba a sacar de esa situación tan estresante. A los quince minutos de la ingesta, ya era otra persona, mis latidos cardiacos eran acompasados y el nivel de ansiedad se había reducido considerablemente, asentando mi estómago y lo que era mejor ya no tenía ganas de devolver. Ben por fin respiró aliviado.

Mirando hacia la preciosa playa de Comino, Senglea se había quitado el vestido, el sol empezaba a quemar su piel por encima del diminuto biquini color magenta y azabache con tiras cruzadas a la espalda. Se echó un poco de crema sin mucho entusiasmo; comprobé como sus hombros pecosos, ya se habían quemado. Me hubiera gustado protegerla, decirle lo peligroso de esos rayos, pero yo no era nadie para ella, y menos para aconsejarle sobre que ponerse o no; además no tenía fuerzas ni para levantarme de mi asiento. El animador seguía dando instrucciones a través del altavoz, cuando la mayoría de los jóvenes estaban ya en el agua y no oían sus indicaciones. El muchacho grito: − ¡cuidado, hay medusas! Yo tampoco le di importancia a su advertencia.  El color del agua era tan claro y cristalino que iba ser difícil no verlas y fácil esquivarlas.

Ella fue de las primeras que se precipitó al mar por las diminutas escalerillas de la embarcación y fue la última en volver a subir al catamarán, una vez sonó el silbato que indicaba que era hora de regresar.

Bajé con cuidado los escalones metálicos que me llevaban directa al agua, pude nadar unos metros en dirección a la playa y regresé sobre mis brazadas porque me sentí insegura; me daba vueltas la cabeza y sólo faltaba que me picara una medusa. Ben estaba atento a mis movimientos y no quería que ningún esfuerzo extra me volviera a llevar a un estado como el que ya había pasado. Me hizo un gesto para que regresara a mi asiento; como me encontraba mejor preferí quedarme dentro del agua y reposar un poco, agarrada a uno de los mástiles de subida y refrescar así todo mi cuerpo. En la cubierta, con el barco parado, el calor era insoportable y esa temperatura tan elevada no me venía bien, no quería volver a recaer en una sensación que no podía soportar más.

Qué bien me estaba sintiendo aquí. Esta sensación de libertad nadando en este mar, en estas aguas turquesas, en medio del Mediterráneo. Durante estos 5 días, en estas islas había conseguido tener momentos felices estando sola y uno de esos era éste. No me había equivocado con el viaje. Este sitio era todo lo que necesitaba para volver a ser yo. No me importaba que mi piel se quemara, esa quemazón me anestesiaba en un estado de alegría inusitado que me hacía ver mi vida, sin Ikhor, sin sufrimiento, sin añoranza, sin echarlo de menos. Lo que significaba que ya lo estaba viendo como parte del pasado. Me dio pena tener que regresar al catamarán para movernos hacia la cara norte de Comino, estaba tan relajada en el agua que era un fastidio volver al calor de la colchoneta. Había pasado las mejores dos horas de mis vacaciones entre el agua y la playa de arena fina de esta diminuta isla inhabitada.

 Al subir al catamarán, un camarero estaba curando a varias personas con picaduras de medusa, les echaba amónico para que la hinchazón y el escozor se calmase. Oí comentar como les habían picado a bastantes personas; al parecer el cambio climático y la subida de temperatura del agua había hecho crecer exponencialmente la proliferación de este animal marino. Yo había tenido suerte, en mi camino de ida y vuelta al barco no había notado su presencia. Creo que estaba tan absorta con mis pensamientos que seguro ellas me habían dejado en paz.

Fui a la planta baja, a por agua. Allí estaban curando a la señora que tan mal lo había pasado en la travesía, −Nunca había visto a nadie marearse de esa manera− y me di cuenta que la pobre mujer no estaba disfrutando de todo esto. La vi tan pálida en ese momento, que me compadecí de ella por la mala suerte de sus urticarias en brazos y piernas. No sé cuántas medusas pudieron atacarla, pero estaba claro que con ella se habían divertido.

No sólo estaba la pérdida de equilibrio, ahora me habían picado un par de medusas. Fui el blanco perfecto de ellas, mientras estaba tranquilamente en el agua, agarrada a la cuerda flotante que sujetaba las escaleras. Ellas rompieron ese momento de calma y por sorpresa me picaron, succionando lo que necesitaban de mi piel. Una corriente eléctrica me sacó del éxtasis. Como pude, subí las escaleras y Ben me auxilió al primer chillido de dolor. El mismo que hacía de DJ y que nos había avisado del peligro de “los hidrozoos”, me puso unas compresas de amoniaco, para calmar la hinchazón. Ben las comprimió sobre la zona enrojecida para que dejaran de escocer. Mientras, el muchacho sofocado socorría a otros tantos que subían despavoridos por la escotilla con fuertes síntomas de sarpullido y erupción.

Continuamos el viaje para ver no sé qué cuevas de la cara norte de Comino. Se me estaban haciendo largas estas horas de ocio, no veía el momento de que el catamarán regresara a Sliema y sin embargo el ambiente era tan festivo y alegre para el resto que me hubiera gustado incluirme en el bailoteo, pero entre la comezón de mi piel y la inestabilidad que tenía, todo se me hacía cuesta arriba y solo quería llegar cuanto antes al hotel.

Tenía más de 50 mensajes en mi móvil, eché un vistazo por si alguno era importante. En mi entorno sabían que me estaba divirtiendo en las islas y la jefa del laboratorio no solía interrumpir unas vacaciones terapéuticas como las mías. Los de Ikhor, me solían hacer daño, y quería bloquearlo de mi lista, pero cuando lo iba a hacer, me paraba en seco y lo dejaba en contactos archivados. Vi que tenía 5 de él. Ésta vez quería que le devolviera el cuadro que había pintado su abuela y que me había regalado hacía unos años con tanto amor. Me había dicho: −Sólo tú sabes apreciar esto, por eso quiero que lo tengas tú para siempre. Mi abuela te adoraría. No tengo palabras para este cabrón, ni le voy a contestar. Ahora mismo lo bloqueo y elimino todas las conversaciones del “chat”.

Estaba tan contrariada por sus mensajes, que al oír que se organizaba una excursión a las cuevas en lancha rápida y luego unas millas sorteando las olas a “toda pastilla”, levanté la mano para comprar un billete. Esa subida de adrenalina era lo único que necesitaba para olvidarme del capullo de Ikhor.

En la cara norte de la isla el paisaje era más salvaje, no había playas y las cuevas se hacían paso por los acantilados. Nos ofrecieron visitarlas en unas lanchas rápidas, con unos motores que imponían. El atractivo de ellas estaba en que, al finalizar la visita por el interior de varias cuevas, sorteaban las olas cogiendo velocidad y esquivándolas como si se tratara de una atracción de feria. Sólo de imaginarme encima de esa lancha se me subían los pocos fluidos que tenía a la boca. Senglea levantó su mano para llamar la atención de quien vendía las entradas a ese tiovivo en medio del mar. Se cambió de embarcación, fue la primera del grupo en subir a la nueva cubierta. Se recogió su melena con una goma elástica negra. Se colocó un chaleco salvavidas y se sentó en el asiento delantero de la lancha. −Veo que le gusta lo de ser la primera en todo.

A la media hora de su partida, los que estábamos en el barco principal, vimos como el bote rápido enfilaba hacia donde nos encontrábamos y como se elevaba por encima de las olas, derrapando en medio de unas aguas que habían cogido oleaje por el viento que se había levantado. Su pelo era ahora una maraña de infinitos filamentos que envolvían su rostro por los exagerados vaivenes de la lancha. Al frenar en seco, la vi satisfecha. Su cara tenía una mueca de asombro, pasmo y perplejidad. Quedaba claro por su expresión que se lo había pasado en grande.

Lo de la lancha, había estado increíble, era pensado para mí, estaba como nueva. Me sentía fuerte, mi autoestima se elevaba por encima de mis expectativas. Estaba lista para regresar y enfrentarme a lo que tuviera que afrontar. No me apetecía bailar o cantar como lo hacían todos en la cubierta pisando las colchonetas. Vi a la mujer mayor sentada en el rincón donde había estado toda la travesía, reposaba su cabeza en el hombro del que la acompañaba, supongo su marido y como ella, yo también quería llegar lo antes posible y que atracará ya el barco, para pasar la noche que me quedaba en el hotel y tomar el vuelo temprano. Cuando vi los primeros edificios de la ciudad, recogí mis cosas y me puse cerca de la salida, me gusta ser la primera que entra o la que sale de los sitios y tengo la manía de sentarme siempre delante cuando tengo que tomar asiento dentro de un espacio. No sé por qué lo hago, la verdad, es una “neura” que tengo desde niña.

Otra vez Senglea estaba la primera en la cola de salida del catamarán y consiguió pasar la primera, la rampa de salida hacia la gran avenida que recorría el puerto. En el catamarán la mayoría de los jóvenes no tenía intención de irse tan pronto. Estaban en la planta baja bailando todas esas canciones que ya formaban parte de la colección de este verano. Ben me ayudó a bajar de la embarcación. Después de tantas horas esperando este momento mi emoción era enorme y tenía hasta ganas de llorar por haberlo conseguido. Busqué de inmediato a Senglea, miré a ambos lados de la avenida, pero la Ninfa Boreal había desaparecido. Como por la mañana, seguía sonando Karol G., esta vez yo misma tarareé la estrofa que me sabía de su canción. Podía hasta bailarla por lo feliz que estaba de que el viaje se hubiera acabado.

Me daba pena dejar la isla. Mi cámara estaba llena de recuerdos de esta semana y lo más probable es que no la visitáramos más, había tantos lugares que ver. Teníamos tantos viajes planificados que resultaría difícil estar aquí otra vez.

La terminal de salida estaba demasiado agobiante. Un exceso de pasajeros se movía por las puertas de embarque, según iban avisando los monitores. En medio de todo ese espacio, los acordes de un piano, amenizaba la espera o el retraso para embarcar. Unas niñas de corta edad se atrevieron a tocarlo y todos aplaudimos su interpretación. Ben supo que nuestro avión nos esperaba en la puerta 37B, había que recorrer un largo pasillo hasta llegar allí. Nos lo tomamos con calma porque teníamos tiempo para llegar al mostrador de embarque. Íbamos dejando puertas de un lado y de otro. Ben entró en el servicio y yo fui a comprar unas patatas fritas y un agua a un expendedor que estaba al lado de los baños. Cuando me di la vuelta, tenía enfrente la puerta 30B y allí estaba la Sirena Nórdica Senglea; la primera del grupo 3, esperando para embarcar. −Otra vez la primera. Me quedé parada como una tonta mirando para ella. Levanté la vista hacia el monitor y éste informaba del vuelo a Edimburgo. Ella también me vio y supo que era yo. Realmente hoy tenía mejor aspecto, me encontraba en buen estado físico; además me había maquillado para el viaje, así que mi cara era más bonita y agradable que la que presentaba el día anterior. Con una media sonrisa de satisfacción, levanté mi mano y la saludé. Ella hizo lo mismo. Me atreví a decirle, sin que mis cuerdas vocales emitieran sonido alguno: − Have a good trip!, mientras Senglea comenzaba a travesar el finger hacia el interior del avión.

Por fin en el aeropuerto, el Uber había tardado más de lo que yo esperaba y pasar el control, ¡vaya rollo!, me había tocado abrir la maleta. Control aleatorio. Busqué la puerta de embarque en los monitores y corrí hacia la 30B. El ambiente estaba muy cargado, había mucha gente hablando alto en la sala principal y todo ese ruido quedaba amortiguado por una melodía de un piano desafinado que unas niñas estaban tocando. En mi grupo de entrada al avión sólo había una familia con niños pequeños, les dije que ellos tenían preferencia de entrada, así que me quedé en su puesto, o sea, la primera de esa cola. Esto era premonitorio de que todo me iba a salir bien a partir de ahora. Realmente era una tontería pensar eso, tenía que reconocer que se trataba de una manía absurda y que no llevaba a ninguna parte, ni suerte, ni nada de nada. Casi cuando me iba a tocar entrar por el “finger” vi a la Señora mareada del catamarán, a la que le habían picado varias medusas. ¡vaya viaje tuvo! −Qué casualidad verla aquí. No parecía ella, tenía muy buen aspecto hoy. Me saludó y susurrando me deseó buen viaje. Yo por cortesía se lo deseé a ella también.

Cuando Ben salió del servicio le dije que había visto a Senglea y con una mueca escéptica, me preguntó: − ¿A quién? Y no supe qué decirle si se trataba de la Sirena Boreal del catamarán o de la muchacha solitaria del día anterior.

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