Una
Sirena boreal
Estaba decidida a hacer ese
viaje sola, a pesar de todas las trabas y consejos familiares, para que
desistiera del intento de hacerlo. Después de comprobar que mi estado
anímico, por lo sucedido, no era realmente bueno, no estaba equilibrado y las
ganas de llorar eran habituales a lo largo del día, me convencí que no había
mejor ocasión que ésta para hacerlo…
La vi en la cola de entrada al
barco. El día era luminoso y se esperaba una temperatura de 36 grados; ideal
para embarcarse en un catamarán hacia una de las islas del archipiélago maltés.
Llevaba un vestido estampado de tonos azules; el dobladillo quedaba en lo más
alto de su pantorrilla, la minifalda no era tan llamativa como lo eran las del
grupito de treinta añeras que estaban situadas unos metros por detrás de mí y que
no dejaban de reír, levantando el tono de voz por encima de lo correctamente
permitido. Ella, −la joven de la cola, la que estaba la primera en la fila, la
solitaria, la que escondía sus ojos y su pelo bajo una gorra color crema−, la
llamaré Senglea, le pegaba el nombre
con esas tres sílabas tan sonoras, que nombraban también una de las tres
ciudades de Malta.
No la consideraría alta,
tampoco baja, pero sí una mujer grande. Por su color de piel y por la manera de
vestir, podría ser de una altitud muy diferente a la mía. No la quería hacer de
ningún sitio en particular; me gustó la idea de imaginarla de una zona del
norte europeo, donde el frío esconde la piel entre plumíferos y algodones, un
paisaje ajeno a lo que yo estaba acostumbrada a ver.
Debió llegar muy pronto al punto donde
habíamos sido convocados los turistas de ese día de mediados de julio. Nosotros
llegamos 45 minutos antes de la hora pactada, en previsión de cualquier
imprevisto que nos hiciera llegar tarde y ante el agobio de que eso ocurriera,
decidimos que el taxista que nos iba a recoger en el hotel, viniera mucho antes
de lo habitual. Esa mañana yo estaba muy nerviosa, los barcos, antes de subir a
ellos, ya me marean. No son mi medio y en un catamarán como el que iba a tomar,
la respuesta de mi cuerpo era incierto, posiblemente se volviera inestable y
casi con seguridad iba a perder el equilibrio. No exageraba cuando pensé que
antes de tomar asiento, ya me creía morir. Ben por sorpresa había comprado dos
pasajes para pasar el día bronceados por el mar Mediterráneo y bañados por las
aguas azul turquesa de la isla diminuta de Comino. Era un día prometedor. Yo
quería que pasara rápido, el temor a un mareo permanente me agobiaba por las
molestias ocasionadas a todos los que iban a estar a mi alrededor. Quería ya
verme en el atardecer, en tierra firme; con todas mis fotos hechas, con todos
los recuerdos metidos en mi cámara y relajarme en el bullicio de las calles de
la ciudad.
Cuando llegamos, delante del
catamarán, ella ya estaba allí. Hicimos un gesto como queriendo saludar; balbuceamos
unas palabras como si entre los tres corroboráramos que ese era el lugar indicado
para la excursión; el punto de encuentro de los que íbamos a pasar un largo día
sorteando la brisa marina, contemplando el cielo luminoso y probando las
cálidas aguas de ese mar tan azul.
Cuando faltaban unos diez
minutos para salir, la cola de espera era ya considerable, había mucho jaleo y
muchas ganas de que empezara la diversión. Ella parecía no tener interés en
toda esa fiesta efervescente. Escuchaba algo en sus auriculares, mientras unas
imágenes se movían por la pantalla de su móvil. Con la mano izquierda se
agarraba a la soga gruesa de color blanco que cerraba el acceso a la nave, no
se fijaba en nadie, nos daba la espalda a todos y miraba al frente; sólo estaba
atenta a la orden de entrada. Esa posición corporal la hacía sentirse segura de
sí misma y lo que estaba ocurriendo detrás de ella le era totalmente
indiferente.
Algunos jóvenes que se
situaban por detrás de Ben y de mí, empezaron a tararear con los brazos en alto
la canción que sonaba a lo lejos, en lo que parecía una discoteca en la avenida
del puerto; supongo aún no había cerrado sus puertas prolongando la fiesta
hasta más allá del amanecer. Todos los jóvenes, menos Senglea y nosotros, se
pusieron a cantar a Karol G. Fue en ese momento cuando me di cuenta que nos
habíamos equivocado de excursión y que la jornada del catamarán estaba pensada
para todos los que estaban en esa cola menos nosotros y tal vez ella. Éramos
una pareja de sexagenarios con un alto nivel intelectual como para ponernos a
bailar “Si antes te hubiera conocido”;
posiblemente éramos de los pocos que entendíamos la letra de la canción. Ben y
yo estábamos como perdidos; intentamos conectar con el resto, pero no nos
veíamos con los brazos en alto, a esa hora de la mañana, moviendo nuestro
cuerpo a ritmo de reguetón.
Se me hizo un poco larga la
espera, el sol empezaba a quemar nuestra piel y para amortiguar la demora, me
centré en Senglea − ¿Por qué estaría ella sola aquí?
Ben me abrazó cariñosamente,
volviéndome a las circunstancias de la fila del puerto. Queríamos que retiraran
la soga blanca de entrada de una vez y que ese día tan diferente que íbamos a
tener por delante empezara cuanto antes. Sólo había que subir al barco, tomar
asiento, contemplar esas vistas y disfrutar de la bonanza de un pasaje tan
singular.
El catamarán no estaba pensado
para tipos como nosotros. No había asientos. Las dos cubiertas de los cascos de
la embarcación estaban revestidas, íntegramente con colchonetas colocadas en
hilera, sin dejar espacio para pasar de unas a otras, más que pisoteándolas.
Miré a mi alrededor, alcé la vista a la parte superior buscando un banco, una
hamaca, una silla donde poder ocuparlo, pero allí sólo había colchonetas. Supe
que la cosa no iba a ir bien para mí y pensé que los que promocionaban este
tipo de excursión no tenían en mente a gente como nosotros.
Lo tenía muy claro −no me iba
a tirar en esas esterillas ligeras tantas horas, ni siquiera un minuto. Si lo
hubiera hecho, mi estómago se hubiera dado la vuelta al primer giro de timón y
el desayuno continental hubiera salido en forma de papilla asquerosa. Y eso no
me lo podía permitir nada más empezar la excursión.
En la proa, y hacia la derecha
había un pequeño escalón que conectaba la diminuta escalerilla de la parte
superior con la parte intermedia y la parte baja, donde había una amplia
barrara de pub, preparada para todo el festival de 10 horas que íbamos a pasar.
Fue ahí, en ese escalón de paso donde le dije a Ben, −aquí nos quedamos; sin
colchoneta, sin estar tumbados o sentados en algo tan ligero como ese material
tan endeble y movedizo. Quería tener mi cuerpo en vertical, con los pies
tocando algo sólido, algo que me aferrara a la tierra y no perder el
equilibrio, nada más comenzar la aventura de navegar.
A golpe de vista busqué a Senglea,
para pensar en algo diferente que me evadiera de un posible mareo. La vi
relajada; había tomado posesión de su colchoneta. Se encontraba sentada con las
piernas entrelazadas, con los ojos cerrados, su cabeza estaba girada unos 180
grados, los necesarios para sentir el sol en su cara. Al verla así, pensé que
ese −Podía ser su momento, el que tanto había deseado, ese que algo te dice por
dentro, que lo has conseguido, aunque lo hayas hecho sola. Claro que, todo eran
imaginaciones mías.
Eligió sitio en la parte delantera
a babor; su lona, como la de otras 4 chicas que venían en grupo, estaba apoyada
sobre unas sogas gruesas de color negro, que se entrelazan dibujando rombos
entre los dos cascos del catamarán. Ella estaba justo al lado del mástil que
sujetaba una bandera del registro reglamentario de la embarcación. Impresionaba
como las olas chocaban con fuerza sobre esa parte donde estaban las colchonetas
soportadas por la malla negra; incluso el ruido de la presión del agua entrando
entre los dos vasos del bajel me sobrecogía un poco. Sin embargo, el frescor
del aire que se generaba por el oleaje, después de haber pasado tanto calor, me
resultaba gratificante y me relajaba en la travesía. Me agarré a Ben y me dejé llevar por esa brisa
fresca que proporcionaba la velocidad de crucero en la que se había puesto este
navío tan particular.
No quería mirarla, pero mis
ojos, escondidos entre las lentes marrones de mis gafas no hacían otro
movimiento que dirigirse diagonalmente hacia donde ella estaba. Probablemente
imagine una vida que no tenía. Me resultaba fácil recrearla, posiblemente
proyectaba en ella la mía, pero en una zona desconocida de Europa.
Una vez que se instaló y
colocó todas sus cosas sin salir del cuadrilátero de su espacio, se quitó los
cascos, dejó su gorra entre sus piernas, y sin quitarse el vestido, desató el
lazo que envolvía su pelo caoba en un muñón abultado y una melena abundante le
cubrió toda la espalda. Al ver su cara, se hizo más evidente su procedencia.
Parecía una Sirena Boreal del mismísimo ártico, a punto de lanzarse al mar.
Había ideado este viaje con Ikhor, desde enero, deseaba que julio llegara
cuanto antes. El frío del invierno que siempre me había agradado, en esta
ocasión me molestaba y los días parecían pasar demasiado lentos. Los ensayos en
el laboratorio se me hacían aburridos. Mi trabajo ya no me era gratificante. Lo
que había sido una gran ilusión cuando me contrataron, ahora se me hacía
tedioso, cargante y lo que era peor, soporífero. Lo único que me ilusionaba era
estar con Ikhor, y que nos fuera bien juntos.
Sólo
quería llegar a casa y organizar el viaje. Mi obsesión por tenerlo todo
controlado me hacía perder mucho tiempo, pero me calmaba mi ansiedad laboral y
ansiar el momento de irnos. Esa tarde, le pedí a mi jefa salir antes, no me
encontraba del todo bien, el dolor de ovarios me estaba dejando doblada y no
era plan de estar en esas condiciones entre las probetas y los especímenes del
laboratorio. Llegué a casa dos horas antes de lo habitual e Ikhor se lo estaba
pasando de maravilla con Hedda, una sueca que él me había presentado días
antes. Los dos eran los nuevos becarios del departamento de bioquímica. Al
parecer no sólo se entendían bien en lo profesional, sino que se habían dado
cuenta que se atraían físicamente mucho antes de lo que yo me hubiera
imaginado.
Ese
día fue una “mierda” sentí como me rompía por dentro, no sólo, por el dolor de
ovarios que tenía, sino porque me sentí humillada, rechazada y sobre todo
engañada. Él había roto nuestro compromiso de un plumazo, sin pensar en las
consecuencias y mucho menos en mis sentimientos, incluso sin reflexionar por lo
que realmente sentía hacia mí. En ese momento, NADA.
Al
entrar en casa noté que Indecisión estaba un poco alterado, se entremetió
tímidamente, entre mis piernas y me avisó a su manera, de que algo raro estaba
ocurriendo allí. Rápidamente se marchó a buen paso hacia su guarida, como no
queriendo saber nada de la bronca que iba a haber. Era nuestra mascota, y lo
considerábamos como uno más de nosotros.
Un
día Ikhor sacó de su amplio bolsillo del plumífero un gatito peludo, tan bonito,
que fue difícil decirle que se lo llevara a otra parte, a pesar de que yo, a
los de su raza, les tenía miedo. Siempre he sido más de perros. Era un cachorro
precioso. Como no sabíamos cómo llamarlo y después de varios días sin
nombrarlo, yo misma me di cuenta que su nombre estaba en nuestra propia vacilación.
−Tiene escrito su nombre en la frente. Lo llamaremos Indecisión. Y a los dos
nos gustó mucho mi ocurrencia, después de tanto titubeo. Llevaba con nosotros ya tres años, estábamos acostumbrados a sus
manías, como él a las nuestras.
Fue
tan radical nuestra separación que no quise saber más de Ikhor, si algo odio es
la infidelidad y ésta había sido descarada. Mi primera reacción fue deshacerme
de los billetes de avión hacia Blue Lagoon. Llena de ira, entré en la
aplicación de la aerolínea y de un golpe de tecla, anulé su pasaje. El mío,
antes de hacerlo, decidí pensarlo mejor. Después de pasar la rabia por su
insidia, pensé que para recuperarme de su asquerosa infidelidad sería bueno
hacer los 3500 km que me separaban de este ocaso tormentoso y deprimente lugar
y disfrutar, aunque sola, del sol de un Mediterráneo atractivo y en mi caso
curativo.
Senglea se recostó boca abajo,
miró su móvil, tecleó en él lo que parecía un mensaje y miró al frente, con una
sonrisa de excitación. El catamarán ya había enfilado hacia la bahía de Comino.
Me levanté a por un vaso de agua y sentí como mi cabeza levitaba mareándose sin
poder casi apoyar mis pies en terreno firme. Cuando regresé a mi rincón, −el escalón
falso entre los dos niveles−, un camarero estaba repartiendo bocadillos. Cogí
uno vegetal, me vendría bien para asentar el estómago. Sin dejar de mirar al
frente donde la vista, no sólo abarcaba ese mar de aguas cálidas, sino que
también podía ver a Senglea como engullía el avituallamiento del mediodía; yo
trataba, a duras penas, de engullir el mío y todo lo que entró en mi cuerpo,
salió a la misma velocidad que tardé en tragar un bocado del tentempié. Sentí
que la vida se me iba y una sensación de ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Escuché
como los latidos del corazón amartillaban mi pecho y un desagradable hormigueo
invadía mis extremidades. Traté de calmarme y distraerme mirando a la
particular Nereida Septentrional. Me frotaba las manos insistentemente, para
despertarlas, saltaba sobre mis pies adormecidos para sentir que eran los míos.
Ben se asustó al ver mi cara, y yo me asusté al ver que la suya entraba en
pánico a la velocidad que iba perdiendo mi equilibrio. Nunca me había visto en
ese estado tan lamentable de no controlar lo que me estaba pasando. Luché con
todas mis fuerzas para no caer redonda entre los que estaban tumbados justo
delante de mis pies. Le dije a Ben que, si me desmayaba, me levantara las
piernas, que las pusiera bien altas para que la circulación sanguínea volviera
a su cauce; lo había hecho yo tantas veces con él, con su fobia a las agujas,
que no le sería difícil reproducir lo que siempre había visto que le hacía yo.
Conseguí vencer la batalla del vahído, pero sin despejar bien la estabilidad de
mi cabeza.
Oí como el animador vociferaba
a través de un altavoz, en la planta inferior, donde se encontraba el bar,
cantina o pub del catamarán, que en breve estaríamos en la bahía “Blue Lagoon”
para pasar un buen rato de baño, comer y disfrutar del paisaje. Era un poco
cursi como lo anunciaba y traté de centrarme en lo ridículo de su lenguaje,
sólo por no marearme y que sus palabras me distrajeran y sujetaran mi esófago y
frenaran las ganas de vomitar. Tenía tal agobio que nada me calmaba, así que
acabé tomando un sumial. Era mi
fármaco milagro, estaba convencida que el betabloqueante me iba a sacar de esa
situación tan estresante. A los quince minutos de la ingesta, ya era otra
persona, mis latidos cardiacos eran acompasados y el nivel de ansiedad se había
reducido considerablemente, asentando mi estómago y lo que era mejor ya no
tenía ganas de devolver. Ben por fin respiró aliviado.
Mirando hacia la preciosa
playa de Comino, Senglea se había quitado el vestido, el sol empezaba a quemar
su piel por encima del diminuto biquini color magenta y azabache con tiras
cruzadas a la espalda. Se echó un poco de crema sin mucho entusiasmo; comprobé
como sus hombros pecosos, ya se habían quemado. Me hubiera gustado protegerla,
decirle lo peligroso de esos rayos, pero yo no era nadie para ella, y menos
para aconsejarle sobre que ponerse o no; además no tenía fuerzas ni para
levantarme de mi asiento. El animador seguía dando instrucciones a través del
altavoz, cuando la mayoría de los jóvenes estaban ya en el agua y no oían sus
indicaciones. El muchacho grito: − ¡cuidado, hay medusas! Yo tampoco le di importancia
a su advertencia. El color del agua era
tan claro y cristalino que iba ser difícil no verlas y fácil esquivarlas.
Ella fue de las primeras que
se precipitó al mar por las diminutas escalerillas de la embarcación y fue la
última en volver a subir al catamarán, una vez sonó el silbato que indicaba que
era hora de regresar.
Bajé con cuidado los escalones
metálicos que me llevaban directa al agua, pude nadar unos metros en dirección
a la playa y regresé sobre mis brazadas porque me sentí insegura; me daba
vueltas la cabeza y sólo faltaba que me picara una medusa. Ben estaba atento a
mis movimientos y no quería que ningún esfuerzo extra me volviera a llevar a un
estado como el que ya había pasado. Me hizo un gesto para que regresara a mi
asiento; como me encontraba mejor preferí quedarme dentro del agua y reposar un
poco, agarrada a uno de los mástiles de subida y refrescar así todo mi cuerpo.
En la cubierta, con el barco parado, el calor era insoportable y esa
temperatura tan elevada no me venía bien, no quería volver a recaer en una
sensación que no podía soportar más.
Qué
bien me estaba sintiendo aquí. Esta sensación de libertad nadando en este mar,
en estas aguas turquesas, en medio del Mediterráneo. Durante estos 5 días, en
estas islas había conseguido tener momentos felices estando sola y uno de esos
era éste. No me había equivocado con el viaje. Este sitio era todo lo que
necesitaba para volver a ser yo. No me importaba que mi piel se quemara, esa
quemazón me anestesiaba en un estado de alegría inusitado que me hacía ver mi
vida, sin Ikhor, sin sufrimiento, sin añoranza, sin echarlo de menos. Lo que
significaba que ya lo estaba viendo como parte del pasado. Me dio pena tener
que regresar al catamarán para movernos hacia la cara norte de Comino, estaba
tan relajada en el agua que era un fastidio volver al calor de la colchoneta.
Había pasado las mejores dos horas de mis vacaciones entre el agua y la playa
de arena fina de esta diminuta isla inhabitada.
Al subir al catamarán, un camarero estaba
curando a varias personas con picaduras de medusa, les echaba amónico para que
la hinchazón y el escozor se calmase. Oí comentar como les habían picado a
bastantes personas; al parecer el cambio climático y la subida de temperatura
del agua había hecho crecer exponencialmente la proliferación de este animal
marino. Yo había tenido suerte, en mi camino de ida y vuelta al barco no había
notado su presencia. Creo que estaba tan absorta con mis pensamientos que
seguro ellas me habían dejado en paz.
Fui
a la planta baja, a por agua. Allí estaban curando a la señora que tan mal lo
había pasado en la travesía, −Nunca había visto a nadie marearse de esa manera−
y me di cuenta que la pobre mujer no estaba disfrutando de todo esto. La vi tan
pálida en ese momento, que me compadecí de ella por la mala suerte de sus
urticarias en brazos y piernas. No sé cuántas medusas pudieron atacarla, pero
estaba claro que con ella se habían divertido.
No sólo estaba la pérdida de
equilibrio, ahora me habían picado un par de medusas. Fui el blanco perfecto de
ellas, mientras estaba tranquilamente en el agua, agarrada a la cuerda flotante
que sujetaba las escaleras. Ellas rompieron ese momento de calma y por sorpresa
me picaron, succionando lo que necesitaban de mi piel. Una corriente eléctrica
me sacó del éxtasis. Como pude, subí las escaleras y Ben me auxilió al primer
chillido de dolor. El mismo que hacía de DJ y que nos había avisado del peligro
de “los hidrozoos”, me puso unas compresas de amoniaco, para calmar la
hinchazón. Ben las comprimió sobre la zona enrojecida para que dejaran de
escocer. Mientras, el muchacho sofocado socorría a otros tantos que subían
despavoridos por la escotilla con fuertes síntomas de sarpullido y erupción.
Continuamos el viaje para ver
no sé qué cuevas de la cara norte de Comino. Se me estaban haciendo largas
estas horas de ocio, no veía el momento de que el catamarán regresara a Sliema
y sin embargo el ambiente era tan festivo y alegre para el resto que me hubiera
gustado incluirme en el bailoteo, pero entre la comezón de mi piel y la
inestabilidad que tenía, todo se me hacía cuesta arriba y solo quería llegar cuanto
antes al hotel.
Tenía
más de 50 mensajes en mi móvil, eché un vistazo por si alguno era importante.
En mi entorno sabían que me estaba divirtiendo en las islas y la jefa del
laboratorio no solía interrumpir unas vacaciones terapéuticas como las mías.
Los de Ikhor, me solían hacer daño, y quería bloquearlo de mi lista, pero
cuando lo iba a hacer, me paraba en seco y lo dejaba en contactos archivados. Vi
que tenía 5 de él. Ésta vez quería que le devolviera el cuadro que había
pintado su abuela y que me había regalado hacía unos años con tanto amor. Me
había dicho: −Sólo tú sabes apreciar esto, por eso quiero que lo tengas tú para
siempre. Mi abuela te adoraría. No tengo palabras para este cabrón, ni le voy a
contestar. Ahora mismo lo bloqueo y elimino todas las conversaciones del “chat”.
Estaba
tan contrariada por sus mensajes, que al oír que se organizaba una excursión a
las cuevas en lancha rápida y luego unas millas sorteando las olas a “toda
pastilla”, levanté la mano para comprar un billete. Esa subida de adrenalina
era lo único que necesitaba para olvidarme del capullo de Ikhor.
En la cara norte de la isla el
paisaje era más salvaje, no había playas y las cuevas se hacían paso por los
acantilados. Nos ofrecieron visitarlas en unas lanchas rápidas, con unos
motores que imponían. El atractivo de ellas estaba en que, al finalizar la
visita por el interior de varias cuevas, sorteaban las olas cogiendo velocidad
y esquivándolas como si se tratara de una atracción de feria. Sólo de
imaginarme encima de esa lancha se me subían los pocos fluidos que tenía a la
boca. Senglea levantó su mano para llamar la atención de quien vendía las
entradas a ese tiovivo en medio del mar. Se cambió de embarcación, fue la
primera del grupo en subir a la nueva cubierta. Se recogió su melena con una
goma elástica negra. Se colocó un chaleco salvavidas y se sentó en el asiento
delantero de la lancha. −Veo que le gusta lo de ser la primera en todo.
A la media hora de su partida,
los que estábamos en el barco principal, vimos como el bote rápido enfilaba
hacia donde nos encontrábamos y como se elevaba por encima de las olas, derrapando en medio de unas
aguas que habían cogido oleaje por el viento que se había levantado. Su pelo
era ahora una maraña de infinitos filamentos que envolvían su rostro por los
exagerados vaivenes de la lancha. Al frenar en seco, la vi satisfecha. Su cara
tenía una mueca de asombro, pasmo y perplejidad. Quedaba claro por su expresión
que se lo había pasado en grande.
Lo
de la lancha, había estado increíble, era pensado para mí, estaba como nueva.
Me sentía fuerte, mi autoestima se elevaba por encima de mis expectativas.
Estaba lista para regresar y enfrentarme a lo que tuviera que afrontar. No me
apetecía bailar o cantar como lo hacían todos en la cubierta pisando las
colchonetas. Vi a la mujer mayor sentada en el rincón donde había estado toda
la travesía, reposaba su cabeza en el hombro del que la acompañaba, supongo su
marido y como ella, yo también quería llegar lo antes posible y que atracará ya
el barco, para pasar la noche que me quedaba en el hotel y tomar el vuelo
temprano. Cuando vi los primeros edificios de la ciudad, recogí mis cosas y me
puse cerca de la salida, me gusta ser la primera que entra o la que sale de los
sitios y tengo la manía de sentarme siempre delante cuando tengo que tomar
asiento dentro de un espacio. No sé por qué lo hago, la verdad, es una “neura”
que tengo desde niña.
Otra vez Senglea estaba la
primera en la cola de salida del catamarán y consiguió pasar la primera, la
rampa de salida hacia la gran avenida que recorría el puerto. En el catamarán
la mayoría de los jóvenes no tenía intención de irse tan pronto. Estaban en la
planta baja bailando todas esas canciones que ya formaban parte de la colección
de este verano. Ben me ayudó a bajar de la embarcación. Después de tantas horas
esperando este momento mi emoción era enorme y tenía hasta ganas de llorar por
haberlo conseguido. Busqué de inmediato a Senglea, miré a ambos lados de la
avenida, pero la Ninfa Boreal había desaparecido. Como por la mañana, seguía sonando
Karol G., esta vez yo misma tarareé la estrofa que me sabía de su canción.
Podía hasta bailarla por lo feliz que estaba de que el viaje se hubiera
acabado.
Me daba pena dejar la isla. Mi
cámara estaba llena de recuerdos de esta semana y lo más probable es que no la
visitáramos más, había tantos lugares que ver. Teníamos tantos viajes
planificados que resultaría difícil estar aquí otra vez.
La terminal de salida estaba
demasiado agobiante. Un exceso de pasajeros se movía por las puertas de
embarque, según iban avisando los monitores. En medio de todo ese espacio, los
acordes de un piano, amenizaba la espera o el retraso para embarcar. Unas niñas
de corta edad se atrevieron a tocarlo y todos aplaudimos su interpretación. Ben
supo que nuestro avión nos esperaba en la puerta 37B, había que recorrer un
largo pasillo hasta llegar allí. Nos lo tomamos con calma porque teníamos
tiempo para llegar al mostrador de embarque. Íbamos dejando puertas de un lado
y de otro. Ben entró en el servicio y yo fui a comprar unas patatas fritas y un
agua a un expendedor que estaba al lado de los baños. Cuando me di la vuelta,
tenía enfrente la puerta 30B y allí estaba la Sirena Nórdica Senglea; la
primera del grupo 3, esperando para embarcar. −Otra vez la primera. Me quedé
parada como una tonta mirando para ella. Levanté la vista hacia el monitor y
éste informaba del vuelo a Edimburgo. Ella también me vio y supo que era yo.
Realmente hoy tenía mejor aspecto, me encontraba en buen estado físico; además
me había maquillado para el viaje, así que mi cara era más bonita y agradable
que la que presentaba el día anterior. Con una media sonrisa de satisfacción,
levanté mi mano y la saludé. Ella hizo lo mismo. Me atreví a decirle, sin que
mis cuerdas vocales emitieran sonido alguno: − Have a good trip!, mientras
Senglea comenzaba a travesar el finger hacia el interior del avión.
Por
fin en el aeropuerto, el Uber había tardado más de lo que yo esperaba y pasar
el control, ¡vaya rollo!, me había tocado abrir la maleta. Control aleatorio. Busqué
la puerta de embarque en los monitores y corrí hacia la 30B. El ambiente estaba
muy cargado, había mucha gente hablando alto en la sala principal y todo ese
ruido quedaba amortiguado por una melodía de un piano desafinado que unas niñas
estaban tocando. En mi grupo de entrada al avión sólo había una familia con
niños pequeños, les dije que ellos tenían preferencia de entrada, así que me
quedé en su puesto, o sea, la primera de esa cola. Esto era premonitorio de que
todo me iba a salir bien a partir de ahora. Realmente era una tontería pensar
eso, tenía que reconocer que se trataba de una manía absurda y que no llevaba a
ninguna parte, ni suerte, ni nada de nada. Casi cuando me iba a tocar entrar
por el “finger” vi a la Señora mareada del catamarán, a la que le habían picado
varias medusas. ¡vaya viaje tuvo! −Qué casualidad verla aquí. No parecía ella,
tenía muy buen aspecto hoy. Me saludó y susurrando me deseó buen viaje. Yo por
cortesía se lo deseé a ella también.
Cuando Ben salió del servicio
le dije que había visto a Senglea y con una mueca escéptica, me preguntó: − ¿A
quién? Y no supe qué decirle si se trataba de la Sirena Boreal del catamarán o
de la muchacha solitaria del día anterior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario