Un despido procedente
No hay nada como ponerse al frente de un rebaño para mejorar
el temperamento, el mal humor y la ira acumulada; esa que te sale de dentro,
que la llevas contigo desde la infancia y que como la bilis no deja de darte
asco amargamente.
Todo empezó, o sería mejor decir, todo acabó con el episodio
de mis malas prácticas en Unitas. La
consecuencia directa fue, un despido procedente en toda regla.
Recuerdo como la mañana siguiente de lo ocurrido, era incapaz
de levantarme por todo el peso de la vergüenza del día anterior. Mi manera de
ser me jugaba malas pasadas y ahora me veía con un malestar ansioso que me
ahogaba sin poder apenas respirar. Me encontré en ese punto agudo y estresante
en el que te entran ganas de vomitar, pero eres incapaz de hacerlo, aunque te
desagrade toda la situación. En ese preciso momento es cuando quieres cambiar,
hacer que los días pasen rápido y verte en otra realidad completamente
diferente. Deseé ser una persona más tranquila, menos furiosa, sin tanto genio.
Todo ese eje maligno me había llevado a esa situación. Siento incluso hoy, que
ya ha pasado mucho tiempo, que el cambio en mí, ha sido lento y que he ido
mejorando muy poco a poco con los años.
Busco en mi pasado algo que explique aquel mal comportamiento
y mis malas prácticas; y me es fácil recurrir a los estresores de la infancia.
Esos que están cargados de carencias, donde los padres están ausentes y te ves
en una jungla de adultos que no entiendes, y no te queda otra que continuar y
defenderte como mejor sabes; en mi caso siempre a la defensiva.
Empiezas a sobrevivir en un internado de protección y cuando te va llegando la edad de emanciparte luchas con todas tus fuerzas para encontrar un hueco en este mundo lleno de calamidades. Nunca me costó estudiar, así que se me ocurrió matricularme en un FP de auxiliar de recepción, podía mejorar mi futuro. No tardé mucho en recibir ofertas del SEPE.
Primero me llamaron para llevar la recepción de un dentista a
punto de jubilarse, pero le dejé a los pocos meses porque pretendía que, a
parte de los asuntos de la recepción, le llevara otros asuntos algo más
comprometidos. Así que salí de allí amenazándole con demandarle, pero lo único
que hice, aparte de maldecirle, fue pirarme dando un portazo. El viejo era un
asqueroso que hacía tiempo había espantado la clientela y sólo estaba esperando
unos meses para jubilarse y cerrar el negocio. Se debía pensar que yo le había
caído del cielo y que podía hacer conmigo lo que quisiera, − ¡buena era yo! −.
La asesora del “paro”
me animó a hacer unos cursos −de lo mío− para tener más oportunidades
laborales. Eran aburridos, decían obviedades y a mí no me aportaban nada. Me
hacían perder mi tiempo y me volvía arisca con los que estaban a mi lado.
Gracias a esa pérdida de tiempo, en unos
meses comencé a trabajar para una ginecóloga. El timbre de la puerta no paraba
de sonar y el tono del teléfono era una locura. Esta mujer sí que tenía trabajo,
demasiado para mi gusto y yo le llevaba, −como a ella le gusta− una minuciosa
agenda, porque yo, aunque displicente era organizada. La única pega que tenía
es que era un tanto caprichosa y si no quería venir a la consulta, −porque le
apetecía tomarse horas libres−, había que reprogramarle todo y el caos generado
era un agobio de mucho cuidado. Ganaba tanto dinero, que decidió no ocuparse de
la clínica los lunes por la mañana y los viernes los consideraba festivos. De
sus vacaciones semanales solía mandarme “mensajitos” desde una terraza parisina
o comprando en un mercadillo londinense. Estaba harta de recibir sus fotos en
el Telegram, contando lo bien que se lo estaba pasando. Conmigo se comportaba
como una avara. Mi contrato era de media jornada, pero la mayoría de las veces,
doblaba las horas con el pretexto de sus días libres. Abría la clínica muy temprano y la cerraba al atardecer haciendo la limpieza del local; y
esto no me parecía justo; ella me engatusaba con algún regalito de marca, que
me traía de sus “viajecitos”, para
convencerme de la suerte que tenía por estar trabajando para ella −“dónde iba a
ir que mejor me dieran”, −decía la tacaña y abría su monedero, para darme unos
euros que llamaba, −la propina− por las horas de más que hacía en la clínica; y
se quedaba tan ancha, como si huera repartido conmigo sus ganancias.
Estando con ella fue cuando empecé a contestar irónicamente a
sus pacientes. La inmensa mayoría, mujeres. Aprendí mucho de excusas y
pretextos, de cambios de planes o de faltas a citas. Empecé ridiculizando
sutilmente por teléfono cuando había demasiadas explicaciones sobre la
anulación de una cita, o cuando las justificaciones delataban el engaño. Me
fastidiaba reprogramar una agenda que estaba cuadrada y mi jefa se ponía de los
nervios con tanta cancelación. Empecé a tomar mis propias decisiones y cuando
veía que la disculpa era exagerada, programaba una nueva cita seis meses más
tarde con el pretexto de que estaba todo lleno. Me salía de dentro un “que te jodan”. Creo que fue así como mi
carácter empezó a hacerse más tosco y agrio de lo que ya era. Llegó un punto en
el que no aguantaba a nadie allí y mi aspereza se hizo tan patente que la
ginecóloga, −cansada de mi mal humor, mis salidas de tono y mis atrevimientos
con sus pacientes−, me echó. Aunque hastiada del trabajo, me fastidió marcharme
así, después de estar con ella unos cinco años. Ya estaba acostumbrada a sus
manías, y su manera de hacer las cosas, las había hecho mías, pero –claro− me
había tomado el negocio como si fuera mío, cuando la que mandaba era ella. Una
de las dos se tenía que ir y obviamente era yo, que era su empleada.
Amparo la del SEPE, que era una pesada, me llamó para decirme
que los dueños del gimnasio de mi barrio buscaban a alguien. Lo conocía, porque
me había apuntado una vez; como no soy mucho de gimnasios enseguida me di de
baja porque no me sobraba la pasta para derrocharla. Cogí el trabajo sólo por
probar a ver qué tal me iba en otro ambiente. Además, pensé que no habría que
estar con tantos remilgos con los clientes.
Duré pocos meses en mi puesto. Eran unos niñatos engreídos y
sinvergüenzas que me querían como chica para todo. Una vez me pidieron que
fuera, −voluntariamente− a dar un masaje a una mujer que se había encaprichado
conmigo. No dejaban de presentarme a tíos, −que venían a ponerse musculosos−,
por si podía ayudarles, un poco más, a mejorar su cuerpo con el mío. Yo siempre
he sabido defenderme de estos ataques tan burdos y denigrantes. Estoy prevenida
con estas cosas y suelo estar siempre alerta. Mi vocabulario en estas
situaciones no era nada amable y me salían fácilmente tacos y exabruptos por la
boca. Por eso ellos bromeaban irónicamente con que era una mujer de “armas tomar” −putos machistas de mierda−.
Como no veía muy claro lo que se hacía en el negocio y como las evidencias
parecían ser algo turbio, rozando en algunos casos la prostitución encubierta,
decidí no aparecer más por el trabajo. Los dejé “colgados” y no quise saber más
de todos esos líos que se traían en el gimnasio.
Así que otra vez me pasé por la oficina de Amparo; me
recriminó mi facilidad para “quemar” trabajos. No le iba a dar detalles de mi
vida en esa selva de penalidades, de lucha incesante por subsistir. No iba a
entender mi resistencia entre todas esas fieras, desde la tranquilidad que le
daba recibir cada mes su salario de funcionaria. Le llegué a preguntar cómo se
llegaba a ser eso y su respuesta fue seca y prepotente –estudiando mucho, niña.
Después de un silencio incómodo, me
habló de la posibilidad de volver a buscar en alguna clínica, pero con mi
manera de ser, −ella me había calado bien− iba a ser difícil conseguir algo.
Después de un año parada, y sin la ayuda de la “estúpida” del
SEPE, estaba entrando en la consulta de unas psicólogas. Samanta, la
trabajadora social del ayuntamiento, me recomendó a las terapeutas de Unitas, un gabinete recién abierto en el
Palantar, que buscaban a alguien para la recepción de su clínica.
Era muy importante
para ellas que mi actitud fuera buena, creara un buen ambiente de trabajo y
estuviera de buen ánimo con todas las personas que entraran por la puerta. Yo
iba a ser −la primera cara que vieran al recibirles e iba a ser el primer paso
para establecer una alianza de confianza con sus pacientes− eso me dijeron el
primer día que contactamos. Se pusieron tan serias con esto que me entró miedo
− iba a ser difícil para mí lo del buen talante, conociéndome, aun así, les
dije que −habían dado en el clavo, conmigo. Curiosamente no me pidieron otras
tareas, que las firmadas en el contrato. Estaba tan acostumbrada a lo
contrario, que su buen talante, me descolocó al principio, y desconfié un poco;
con el tiempo descubrí que eran muy buena gente. En los años que trabajé para
ellas, su respeto hacia mí fue irreprochable.
Cuando recibí la noticia del despido, no me cogió
desprevenida, sabía que tarde o temprano iba a ocurrir. Apreté la mandíbula
como señal de fuerza y sin pestañear, cogí la carta de despido, que Maca me
trajo para firmar y sin más salí por la puerta haciéndoles ver que no me
importaban lo más mínimo. Tras el portazo, llegó la decepción por ser como soy.
Hacía dos días que por teléfono me había encarado con una paciente, −que,
dándome excusas por no haber venido, le solté: a usted no le interesa venir
aquí, y ante su −es que he estado enferma… me cabreó tanto que acabé soltándole
que −eso era una mentira, que no nos había necesitado desde hacía más de medio
año y ahora, que sí nos necesitaba, llamaba. Cuando pienso todo lo que le dije,
me veo como una salvaje, me doy vergüenza. Fui una déspota, que no me puse en
su lugar.
Llevaba tiempo
pensando que la gente no tenía escrúpulos y rechaza compromisos como le venía
en gana, a su conveniencia. No daba valor al trabajo que se hacía en la clínica
y yo me sentía con el derecho de decirle las verdades a la cara, pero como yo lo
sabía hacer −a lo bruto−.
Al principio me fue más o menos bien; pasados unos meses, las
ocho horas sentada detrás del mostrador, se me hacía pesadas y aburridas. Lo
peor era aguantar al personal que llegaba con sus “rollos lastimeros” poniendo
una sonrisa que no era la mía y pareciendo ser feliz cuando todo eso me
importunaba. Odiaba enfrentarme a los que me llamaban con alguna disculpa por teléfono.
Cuando te dan excesivas aclaraciones y todos son rodeos explicativos, sabes que
mienten.
De los “estoy enferma, me duele…” estoy ya muy harta; casi
todos falsos. De los “perdí la hora de la cita”, habría que tratarles la
amnesia. De los de “el coche no me funciona y no puedo ir hoy” ya no les creo.
Si llueve no vienen porque hace malo, y si hablamos de los primeros días de sol
en primavera o los primeros días de playa en verano, −ahí sí que es para
echarse a temblar y cerrar el negocio. Ha habido algunos que me han llamado desde
la misma arena para decirme que están indispuestos por alguna dolencia
inconfesable que no les deja venir a la consulta, aunque se oiga el vocerío
playero por el teléfono. Tanta disculpa, me provocó una montaña de mal humor.
Me volví refunfuñona e insoportable con los que se excusaban y comencé a
faltarles al respeto siendo grosera y antipática, soltándoles algún improperio:
−Sí claro, entiendo lo bien que estás ahí “tumbadita” en la playa. −Vaya la de
catarros que llevas este trimestre. −Normal que no te atrevas a coger ese
coche, ya vas por la sexta avería. Iba subiendo el tono de mi sátira y poco me faltaba
para insultarles. Me exaspera que la gente fingiera. Tengo poca tolerancia a
las evasivas porque muestran las mentiras más primarias, esas que quieren
justificar lo que no es y dejan en evidencia la realidad de lo que está
sucediendo.
Por eso cuando Maca me recriminó mi actitud, y me dijo –hasta
aquí hemos llegado. −No podemos tolerar más tus salidas de tono y todas tus
impertinencias hacia nuestros clientes.
No me pilló por sorpresa. Me había avisado, anteriormente, varias veces y yo
había ignorado todas sus advertencias. Estoy segura de que le costó tomar la
decisión de echarme. Intenté justificarme mentalmente, pedirle perdón, pero no
dije nada. –Soy lo peor.
En esos momentos también me pasó por la cabeza −qué patética−
pedirle ayuda psicológica, estaba claro que no tenía bien reguladas mis
emociones y ella sabría cómo arreglar mi inestabilidad. Pero sólo me salió
maleducadamente un –no son clientes, son pacientes, haciendo referencia a sus
palabras.
Y según pronuncié esa estúpida frase, me quité la bata y sin
decir nada más me fui. Esta vez no di ningún portazo. Estaba despedida, los méritos
habían sido míos, no le reprochaba nada a estas jovencitas y todo el
remordimiento que sentía por mi manera de ser, me hizo caer en un estado
depresivo lamentable.
Ya no quería visitar más a la del SEPE y me daba miedo
enfrentarme a la trabajadora social del ayuntamiento. Estaba claro que no valía
para trabajar cara al público. Mi poca paciencia me jugaba malas pasadas, así
que lo mejor iba a ser pensar en un cambio radical…
Samanta me llamó por teléfono, tenía una oferta que hacerme.
Según ella era tan importante lo que me tenía que decir, que lo mejor era
quedar en su oficina. Me estaba esperando con un folleto en la mano. –Esto te
va a interesar, está hecho para ti. Aquí tienes trabajo seguro. Tú vas a ser tu
propia jefa de un buen colectivo.
Según me lo estaba diciendo, con la expresión de mi cara le
dije: − ¿estás de coña? Esta tía flipa. Qué tengo yo que ver con ovejas, si lo
más cerca que he estado de ellas es a kilómetros. Se puso muy cargante con que
no perdía nada si hacía un curso orientado al pastoreo. Ella creía que era una
buena opción para mí. −No te va a faltar trabajo y encima no vas a tener con
quien encararte.
Comencé un curso de pastoreo de 20 horas. –No imaginaba que “el
temita” diera para tanto. Yo creía que
era, simplemente, estar allí, en el campo, viendo cómo comían las ovejitas y
listo, hasta la hora de guardarlas. Por eso me resultaba raro tanta teoría
sobre su cuidado. Fuimos 3 pringados los que hicimos el curso y los tres
superamos las pruebas, tampoco era para tanto.
A los pocos meses me llamaron para sustituir a un pastor que
necesitaba el fin de semana; se casaba su hermana y no iba a ir con las ovejas
a cuestas. Después sustituí a uno que cayó en depresión; ya no le decían nada
las ovejas y la tranquilidad del campo le sentaba mal. Luego vinieron otras
sustituciones más. Y así hasta que se jubiló Ginés el de la Sierra y me vendió
sus merinas.
Empezó a dárseme bien el oficio de pastora; fui aprendiendo de sus señales, llegué a entender
sus necesidades, miedos e inquietudes y pronto supe bien cómo desenvolverme en
su medio. Llegué a la conclusión que era fácil cuidarlas y encima les hablaba
bien, les daba órdenes con amabilidad; no me exasperaban. Fue en ese ambiente donde encontré la calma que estaba
buscando. Toda la quietud que me faltaba, la estaba recuperando haciendo que mi
carácter fuera más amable y llevadero. Y lo mejor es que todo lo que me estaba
pasando era gracias a ellas, a mis ovejas, así que podría decir que estas
pécoras me estaban curando.
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