lunes, 6 de junio de 2022

AHÍ OS DEJO ARREGLÁROSLAS SIN MÍ




 

Ahora sí me quiero ir, perder el sentido, dejar de respirar. Hasta la vista. Ahí os dejo, arreglároslas sin mí. Se acabó, adiós muy buenas, ahora continuar con vuestra vida, yo soy de otro mundo, me he ido…ya no estoy aquí, recordar que esto ya lo sabíamos, no tengáis miedo, adelante, seguir con lo vuestro…


Ya te dije que no quería venir para recordar momentos del pasado, no tengo nada que decirte, todavía sigo desolado, me siento herido y necesito curar esta ausencia tan profunda.  Aunque quizás tengas razón, recordar los buenos momentos aliviará su pérdida, pero ya está, nos hemos quedado solos, huérfanos y te veo sufrir demasiado, es innecesario. Tendremos que aprender a llenar su vacío. Si nos ponemos a hurgar en los recuerdos no vamos a dejar de llorar. Sabíamos lo que iba a ocurrir tarde o temprano y después de diagnosticarle ELA, era más que probable que no pasaría de los 5 años. Cuántas veces nos pidió que le ayudáramos a morir, y cuántas veces le convencimos que no podíamos cumplir su deseo, ni se nos pasó por la cabeza hacerlo. La culpa era mayor y más resistente que convencernos de su dignidad vital. El caso es que, cuando hablábamos de un futuro hipotético, no sólo lejano, sino lejanísimo, nos habíamos prometido que llegado el momento si alguno se veía en las circunstancias de irreversibilidad, le desconectaríamos de cualquier máquina que le mantuviera con vida artificialmente, sin miedo a sentir la carga del delito. Pero cuando le ocurrió a él no fuimos capaces y rompimos aquel pacto que habíamos sellado entre los tres hacía más de cuarenta años. Su final no fue largo pero pudo ser más corto y ahora nos viene el remordimiento por no reducirle el sufrimiento.

Sí, él me enseñó a conducir cuando sólo tenía 14 años recién cumplidos. Siempre lo recuerdas y yo se lo he agradecido toda mi vida, ese día me convirtió en un gran profesional. Tú tenías miedo, claro que, eras más joven y además parecías mucho más sensato que nosotros dos, nos dabas estabilidad y cordura, aunque a veces no te hacíamos ni caso. Hoy lo hubieran metido en la cárcel o le hubieran puesto una orden de alejamiento por semejante imprudencia o lo que es peor nos hubieran separado de él, le habrían quitado la patria potestad y hubiéramos ido a un centro de Menores y a saber qué hubiera sido de nuestras vidas. Lo sé, siempre me ha gustado dramatizar e imaginar cosas extremas que difícilmente hubieran ocurrido.

Por eso te dije por teléfono que no era el momento de emocionarnos más. No hace falta que me repitas que tuvimos un padre maravilloso, y que nos hemos convertido en unos dependientes emocionales de su vida. Él sustituyó a nuestra madre, que tú ni recuerdas y yo olvidé su cara real cuando aún era pequeño. Tuvimos dos personas en una, y fuimos afortunados. Somos lo que él nos enseñó.

El día que entablilló la pata del perro, después de la pelea con el gato, quedaste impresionado, fue a partir de ahí que te obsesionaste con el cuidado de los animales. Por eso cuando montaste el refugio fue el primero en ofrecerse como voluntario, no paraba de recoger animales por el barrio e intentar ayudarte a buscar familias de acogida.

Cuando nos dijo la enfermedad que tenía, como dos ignorantes, la buscamos en Google, no teníamos ni idea del sufrimiento que iba vivir, de lo mucho que iba a cambiar, pero aún sin entender lo que le estaba empezando a ocurrir, nos derrumbamos. Él nunca perdió el buen humor, incluso nos consolaba como si los enfermos fuéramos nosotros.

Ya sabes, no era de lamentos y tristezas. Me quedo con el último día que pasamos con él en el hospital cuando aún estaba consciente. Toda la tarde de risas con nuestras bobadas y tonterías. Recuerdas que al despedirnos nos mandó a “tomar por saco” y soltó los tacos que tanto nos hacían reír de niños. ¡Qué tío siempre de buen humor!

Su despedida fue bonita, vino mucha gente a su entierro, eso es porque era buena gente y yo por lo menos me sentí acompañado. Así que deja de llorar y recuerda lo que nos decía.

Ya es hora de marchar, llevo muchos años aquí, estoy un poco cansado, os dejo mi sitio. A ver chicos, tengo que marchar e irme, no va a ser para tanto. Os espero en el otro lado. Nos vemos, adiós.










viernes, 25 de febrero de 2022

LEVIRATO

 


Con siete años conocí a Gorgonio y Jacinto, dos hombres enjutos y recios de aspecto amable y excesivamente parecidos. Lo que me llamó la atención en ellos, no era sólo que uno fuera el calco del otro sino lo raro que eran sus nombres. Nunca había oído nombrar a alguien así.

Mi abuelo quería contratar a unos aprendices para que le ayudaran a sacar adelante el trabajo de varios meses de retraso y estos no eran otros que los hermanos Gorgonio y Jacinto. Habían venido con su padre, el Sr. Tomás, a la carpintería para que mi abuelo los conociera y por “unas perras” enseñarles el oficio de artesanos de la madera.

Me gustaba estar con mi abuelo en su taller. Había un ajetreo constante de trabajadores y clientes. Un ambiente de ruido y voces, que curiosamente, daban sentido y confianza a mi vida. Estar entre el serrín y la montaña de virutas que había por el suelo era una experiencia maravillosa.

Repetí en voz baja sus nombres y cuantas más veces lo hacía, más raros me parecían. Era difícil visualizar el momento en que sus padres decidieron elegir esos nombres tan “feos” para sus gemelos. Suponía que habrían hecho una lista y entre todos los nombres habían elegido los dos que más les gustaban.

Días después mi abuelo me explicó que era una cuestión de suerte, el que algunos se llamaran de una manera o de otra, se carcajeó cuando le hablé de la lista y me dijo: −es mucho más sencillo de lo que tú te crees. Lo más probable es que su madre cogiera el almanaque y escogiera para sus hijos los nombres de los santos que tocaran ese día y sin pensarlo mucho más, los registró como Gorgonio y Jacinto−.

No tenía ni idea de que existiera esa costumbre, por eso me entró curiosidad por saber si Omer aparecía el 29 de febrero y si mis padres lo habían elegido para mí por nacer ese día. En un cajón del bargueño situado en la sala de estar de la casa de mis abuelos, mi abuela guardaba las hojas de los calendarios con la fecha de mi cumpleaños, tenía la mala suerte de no celebrarlo todos los años. En las pocas hojas que tenía con mi fecha, no había ningún Omer sino Dositeo, Salustiano o Segismundo. Me alegré que no hubiera santos judíos que se celebraran ese día. Cuando le dije a mi abuelo lo que había descubierto no paró de reírse en un buen rato y cuando pensaba en ello, volvía a carcajearse con una risa contagiosa, de la que todos, en el taller, compartíamos. −¡Ay que chaval éste, qué cosas tiene!−.

Gorgonio estaba recién casado, tenía la ilusión del amor marcado en su cara y mientras trabajaba cepillando tablones no dejaba de silbar y tararear canciones. Jacinto por el contrario no quería saber nada de compromisos con mujeres, era algo más reservado y serio. Se concentraba en sacar lo mejor de sí mismo con la gubia.  Mi abuelo lo consideraba un artista con mucho potencial. Yo prefería a “Gorgo”, que era como lo llamábamos porque su nombre era demasiado largo como para estar pronunciándolo constantemente, porque me hacía reír con sus bromas y chistes. Siempre estaba de buen humor.

Muchos días Elvira, la joven esposa, pasaba por la carpintería a la hora de cerrar, unas veces entraba para saludarnos y otras lo esperaba fuera −para no molestar_, decía ella. Daba gusto ver a los enamorados marcharse al finalizar la tarde. No me acuerdo que pasaba con Jacinto, supongo que cuando llegaba la hora se iba sin llamar mucho la atención.

Un día Gorgonio llegó más contento de lo habitual, iba a ser padre y su felicidad la compartimos todos. Mi abuelo abrió una botella de vino, gran reserva, y lo celebramos como si el niño fuera un bien de todos. Yo mismo me abracé a él mostrándole mi alegría sin entender muy bien tanto alborozo.

 Cuando Valeria nació, mi abuelo le regaló una cuna con su nombre tallado en “pan de oro” y el Sr. Tomás llevó al taller rosquillas de aceite para celebrar la llegada de su primera nieta. Ese día poco se trabajó y la carpintería se transformó en un local social donde los vecinos compartieron la alegría de los recién estrenados padres.

El teléfono de la carpintería sonaba muy a menudo, pero la mayoría de las veces nadie le hacía caso, demasiado trabajo y ruido como para oírlo y descolgarlo. Esa mañana no paraba de hacerlo, y nadie se inmutaba como de costumbre. Algo me hizo pensar que tanta llamada seguida no podía ser nada bueno. Me subí a un cajón, estiré el brazo para descolgar el teléfono, situado en una de las columnas de la ebanistería y conseguí que alguien al otro lado me escuchara. Era la Sra. María. No entendí nada de lo que me decía, hablaba atropelladamente y daba gritos de angustia. Hice que “Gorgo” viniera a hablar con ella, seguro que él iba a entender lo que estaba pasando.

El Sr. Tomas había sufrido un infarto, cuando llegó al hospital estaba en parada cardíaca, el pronóstico no era nada bueno y su mujer esperaba la peor de las noticias. Gorgonio salió del taller corriendo, con el mono de trabajo a medio quitar, dando voces nos dijo que cuando viniera Jacinto, le avisáramos de lo de su padre. Ese día dio la casualidad que su hermano y mi abuelo estaban en un pueblo, restaurando el retablo de la iglesia y cuando eso ocurría nunca regresaban pronto.

Esa fue la última vez que vi a Gorgonio. Las prisas, el nerviosismo y el riesgo de ir a más velocidad de lo que podía dar su coche en la carretera le hicieron perder la vida. El Sr. Tomás sobrevivió al infarto, pero el susto por la pérdida de su hijo no le devolvieron las ganas de vivir.

Fueron unos días difíciles para todos, en la carpintería había un silencio triste que me resultaba incómodo y deseaba que pasaran esos momentos de duelo cuanto antes. Sólo se escuchaba el ruido de la sierra de disco, el estruendo de los martillos, el torno o el ir y venir de los cepillos de lijado. No había chistes, ni tarareos de canciones, ni se oía silbar, no había conversaciones, sólo silencio y ruido de máquinas. El taller tardó tiempo en recobrar su pulso emocional, aunque poco a poco se fueron “cerraron las heridas” por su pérdida.

Elvira y la pequeña Valeria seguían viniendo al taller con cierta frecuencia, lo hacían a última hora, cuando la carpintería estaba a punto de cerrar y Jacinto estaba casi listo para salir del trabajo. La pequeña era tan alegre como su padre y su visita siempre me generaba ternura. Jugaba con ella a tirarle virutas como si fueran serpentinas y ella no paraba de reír y de enredar con el serrín del suelo. Se convirtió en una rutina ver a Jacinto, Elvira y su hija irse juntos como si fueran una familia. Mi abuelo sabía que algo estaba cambiando en ellos y yo también me di cuenta que había un sentimiento de complicidad. Había atracción entre ellos. Era una mezcla entre dolor y amor lo que los atrapaba y los atraía, y esa fuerza que les salía de lo más profundo de sus sentimientos los mantenía unidos.

Jacinto, consiguió el título oficial de ebanistería, había aprendido todo lo que un buen maestro enseña a sus “pupilos”. Ahora era un profesional de primera con una creatividad excepcional. Estaba listo para irse y dejar atrás la ebanistería del Sr. Elías. En mucho tiempo no volví a saber más de ellos.

Alguien se acercó a mí para darme las condolencias por el fallecimiento de mi abuelo: −¿me conoces?−. Cómo olvidarme del pasado, cómo borrar de mi memoria su historia. Èl y su familia eran parte de mis recuerdos y de mi niñez. Me vino a la cabeza el día que se despidieron los tres en la puerta del taller. Emocionados, con lágrimas en los ojos y apretando los labios para no hacer la marcha más difícil siguieron calle arriba, sin mirar atrás. Yo busqué el cobijo de mi abuelo. Demasiada presión en el pecho, necesitaba llorar.

 − soy yo, Jacinto y esta es Elvira. ¿Te acuerdas de Valeria? Pues ésta es ella; ahora te presento a Leonor, nuestra hija−.

Llevaba varias horas angustiado por lo extraño de la combinación entre la pena y los preparativos del sepelio de mi abuelo Elias, estaba abrumado por la cantidad de gente que se había presentado a sus exequias. Los recuerdos se precipitaban en mi cabeza haciendo que me sintiera aún más triste de lo que debería estar. Sin duda encontrarme con Jacinto y Elvira me habían cambiado el humor tan decaído y deprimente en el que estaba sumido. Volví a pensar en “Gorgo”, y cómo su tragedia se transformó drásticamente. Como del llanto por su pérdida surgió la alegría de un encuentro involuntario, cuyo mayor exponente fue la cohesión de una nueva familia.

viernes, 31 de diciembre de 2021

RELATO DE ADVIENTO





CELEBRANDO LA NO NAVIDAD

Metió el edredón en la secadora de malas maneras, estaba malhumorada por la espera de la máquina, el hombre que debía recoger su colada y dejar libre la centrifugadora, la había hecho esperar un cuarto de hora y ni se había disculpado por la demora. Su tiempo era oro y no estaba para perderlo con gente maleducada como ese tipo de aspecto raro.

La verdad es que no se había levantado con “buen píe”, le dolía la espalda y las cervicales le estaban haciendo pasar un mal rato. La tarde anterior había invertido más de cinco horas en adornar el perímetro de madera de la techumbre de su casa, el corredor y el contorno de cinco árboles de un grosor y una altura considerable. Se había motivado este año, por la visita de su hijo. Después de un lustro sin verse, casi cuando no había esperanza de relación alguna; a finales de noviembre, había recibido su llamada y como si nada hubiera pasado en todo ese tiempo, le prometió que en Nochevieja cenarían juntos y compartirían las uvas de “la buena suerte”.

Se sentía escéptica con la noticia, no estaba convencida del todo si esta vez sería cierto que iba a compartir con su “muchacho”, como lo llamaba ella, “las felices fiestas” que tanto añoraba. Por otro lado, no dejaba de pensar que, como tantas otras veces, podría repetirse lo de siempre. Cuántas veces había avisado de su llegada, y luego después de varias horas de espera, no aparecía nadie para cenar con ella.

 Hacía tiempo que los adornos navideños se habían quedado obsoletos por la falta de uso. No sentía las ganas de decorar nada. Así que año tras año, luces, guirnaldas y espumillones quedaban guardados en el mismo aparador sin que nadie los echara en falta.

Desde su móvil, abrió “Amazon” y no dudó en comprar cortinas luminosas de cientos de bombillas led, para resarcirse por todos esos años de apatía navideña. Se había convencido de que era el momento de comprar metros y metros de pequeñas lucecitas que dieran brillo, luz y alegría a su hogar. En esta ocasión el paso de una Nochevieja a otra Nueva, con su hijo como invitado, le iba a traer cosas buenas, sería un nuevo comienzo.

Por eso, cuando por la mañana del último día del año observó los cables cortados de las guirnaldas que adornaban el Serval y el Sauco, supo que algo ya no iba a ir bien. No había tiempo para volverlas a comprar, además era ridículo adquirirlas en el meridiano de unas fiestas que casi estaban ya rozando su fin.

Le habían “chafado” la decoración y con el disgusto no era capaz a racionalizar la causa de semejante cortocircuito. Eran unos cortes limpios entre las guirnaldas, como si alguien hubiera cogido una tijera o cuchillo y a las malas hubiera decidido cortarlos. Sólo había ocurrido en dos árboles de los cinco y eso le parecía más extraño aún. Descartó que alguna persona hubiera entrado en su patio para fastidiar su decoración, no tenía sentido que alguien hiciese eso, no tenía enemigos. Pensó en algún animal. Las palomas torcaces que la acompañaban todo el año, o alguno de los gatos que merodeaban por sus tejados. En invierno no había más animales por su entorno y menos aún que le gustase mordisquear el cobre de unas luminarias. De camino a la lavandería prefirió no pensar más en ello. Si profundizaba en sus pensamientos, acabaría por asustarse y no quería que nada le arruinase su último día del año. Aun así, este pequeño suceso la impacientó más de lo que ella hubiera deseado. Por eso cuando llegó a la lavandería estaba realmente enfadada.

Sacó de la lavadora el edredón, que llevaba años esperando cubrir la cama de su hijo y se dio cuenta que la única secadora que podía ocupar, ya había acabado su ciclo y que nadie aparecía por allí, recogiendo la ropa. Fue entonces cuando le entró un malestar premonitorio de lo que iba a suceder.

Esa tarde, dejó dispuesta la casa con todo cuidado de detalles para que él se sintiera cómodo y a gusto. Encendió la chimenea y mientras hacía la cena, preparó la mesa con la cubertería y la vajilla de “fiesta”. Un mantel rojo de satén y un centro de mesa con velas, hacían elegante el rincón de la salita.

En torno a las ocho, cuando ya era noche cerrada, sólo quedaba esperar que Noé entrara por la puerta y ambos cambiaran de año con las doce uvas. Quizá con suerte vieran nevar, mientras brindaban con una copa de cava en su mano izquierda y en la derecha un par de bengalas deseándose mutuamente un Buen Año.

Con la última de las 12 campanadas sonando en la torre del reloj y entrando ya el Año Nuevo, apagó las velas de la mesa, comenzó a recoger los platos vacíos y los cubiertos limpios. Después retiró las viandas y metió en sus cajas los trocitos cortados de turrón, a ella no le sentaban nada bien, los había comprado para él, que le encantaba todo lo dulce.

Salió al patio y fue apagando cada tramo de guirnalda luminosa que colgaba de las tercias de madera. Triste y decepcionada desenchufó los tres árboles que quedaban iluminados y comprendió que por mucho que pasara debajo del muérdago no iba a caer ni un solo copo de nieve. Todo lo que le había sucedido ese día, no eran más que pequeñas señales de su No Navidad. Ni resolvió el misterio de la rotura de las luces navideñas, ni supo por qué su hijo faltó a cenar con ella esa noche tan especial.

lunes, 23 de agosto de 2021

QUERÍA DECIRTE QUE NO QUIERO QUE TE MUERAS

 


Somos una familia peculiar−, le oí decir a mi mujer, mientras hacía la ruta por las estancias de la casa mostrando nuestros enseres a un grupo de personas, no conocidas, que pasaron por delante del viejo portalón de entrada y se sorprendieron de lo “hermoso” que era el patio empedrado, una joya arquitectónica de más de dos cientos años de antigüedad.

Lo peculiar no éramos nosotros, que no sabía yo muy bien por qué lo éramos. Lo que nos hacía diferentes, era recibir en casa a todo tipo de gente de lo más variopinto por el mero hecho de asomarse a nuestra intimidad y sorprenderse de lo que estaban viendo.  Navit se convertía en guía turístico y explicaba cada detalle decorativo como si estuviera en un museo. Sólo le faltaba organizar un paquete vacacional en el año que más solos debíamos estar. No habíamos salido de la pandemia, pero aquí nos exponíamos como si quisiéramos plantarle cara a la enfermedad. Ella había cambiado su actitud de no querer ver a nadie bajo ningún concepto a abrir las puertas de par en par y buscarse cualquier excusa para que no estuviéramos solos. Supongo que no le importaba la enfermedad y sus consecuencias, si las había, para quitarse unos añitos de vida. Me extrañaba en ella este nuevo afán por el riesgo. Aunque llegué a la conclusión de que estaba muy harta de reprimirse por toda esta situación tan anómala.

El otro día, la encontré en la cocina comiendo patatas fritas de bolsa, como una posesa, ella que es tan comedida con su alimentación, donde las grasas saturadas están prohibidas y las cinco piezas de verdura y fruta las lleva a rajatabla. Verla engullir la fritanga acompañada con un buen vaso de Coca-Cola me era extraño. Realmente sentí que algo malo le estaba ocurriendo. La miré fijamente, más bien abrí mucho los ojos como el incrédulo que proyecta su mirada para ver si lo que está observando es cierto. Incluso me los froté varias veces, la miré de nuevo y pude comprobar que era verdad lo que veía.

Con una sonrisa de medio lado me dijo: −Sorprendido ¿¡eh!? Te parece raro ¿no?, pero no lo es, he decidido morirme antes que tú y la forma más fácil es empezar a atiborrarme de toda esta “bazofia grasienta”. La verdad es que está buena. No sé qué le pasa al cerebro que cuanto más comes basura más quieres comer. No se sacia uno nunca y me viene bien porque he urdido un plan para fallecer antes que tú o a la par contigo, pero como esto es un poco difícil, casi prefiero hacerlo antes−.

Pensé que todo era una broma graciosa y que esto que decía, realmente sí la hacía peculiar a ella, más que a mí, que no tenía ningún tipo de extravagancias. Me reí con ella y piqué tímidamente alguna patata de su bolsa.  Luego sacó un trozo de tarta que había sobrado de mi cumpleaños y que dos días antes ella no había probado por tener demasiada azúcar. Casi me la había zampado yo el día de la celebración. Todavía me sentía hinchado y gordo, pero ya no luchaba por bajar de peso. Era verano, la época de disfrutar comiendo y yo no me lo quería perder, sobre todo cuando esos momentos los compartía con los amigos, que me animaban a sacar un poco más de embutido y a refrescarnos con un buen clarete.

Navit me había convencido en muchas ocasiones que mi alimentación dejaba mucho que desear. Como estaba tan obsesionada con la salud, me había hecho no sé cuántos planes de adelgazamiento y es cierto que, gracias a ella, con alguna dieta había bajado unos kilos, pero pasaba tanta hambre, tenía tanta ansiedad y el humor era tan malo que siempre le decía −Prefiero vivir menos y ser un gordito feliz−. También tengo que decir, que con mis dietas, ella se ponía estupenda y era lo que me estimulaba a seguirlas, para parecer un “figurín” a su lado.  Pero ese período sólo duraba hasta que la angustia por querer comer me devoraba y ambos nos convencíamos que era mejor que volviera a mi rutina, porque si no la relación echaba chispas y no había quien me aguantara y quien la aguantara a ella controlando que no comiera de más. Así que por mutuo acuerdo y por nuestro bien, abandonábamos el régimen saludable para que yo comiera lo que me diera la gana y ella siguiera con sus “verduritas a la plancha”.

No sé por qué Navit había llegado a la conclusión drástica de que ella era la que tenía que engordar para acercarse a mí. Quizá me estaba diciendo que me quería, que su vida sin mí no tenía sentido. Yo tenía todos los boletos para irme antes y ella quería dejar de ser saludable por mí. Era un poco absurdo su manera de proceder, pero reconozco que era una forma original de amarme −¿Sería eso lo que sentía?, ¿realmente me quería tanto como para dejar este Mundo antes que yo?−. Muchas veces,  me recriminaba que estaba “cilíndrico” y que no quería cambiar, ni siquiera por ella. De todas formas, aun con mi físico, yo no pensaba morirme antes que ella, me quedaba mucho por vivir a su lado, además quién podía asegurar el final de cada uno.

−¡Cariño, me has emocionado, pienso estar aquí  años y años! Es absurdo que te pongas a comer cosas que nunca comes−. Estaba convencido que su nuevo objetivo vital de mala salud le iba a costar tanto como a mí el perder peso y posiblemente iba a empezar a engordar. Lo más probable que ocurriera es que enfermaría por el nuevo hábito de alimentos, que según ella, iba a engullir.

Estás equivocado Lior, no quiero engordar, que a lo mejor es un daño colateral y puede que me ocurra. Lo que quiero es quitarme años y no verte morir. Irme yo primero, aunque si vas a sufrir por mi ausencia, podemos intentar arreglarlo−.

Tengo que reconocer que me hacía feliz sus locuras, y éstas hacían que nuestra relación fuera original y duradera, aunque la nueva salida de tono, me descolocaba. Quizás ahora entendía por qué le decía a todo el mundo, lo especiales y lo diferentes que éramos. Aunque sinceramente la atípica era ella sólamente. Yo me consideraba una persona corriente que luchaba por ser de lo más normal. Navit me explicó con todo rigor su nuevo ideario, no privativo de los vicios del azúcar y las grasas. Intenté convencerla de que iba a ser malo para ella y de rebote para mí, porque, estaba claro que yo me iba a superar comiendo, si ella seguía con su plan de cocinar todo lo que tenía pensado hacer, así que yo, sin remedio llegaría a la obesidad absoluta, la mórbida.

Entiendes Navit que si te pones así, en ese plan tan drástico terminarán por ingresarme a mí, y es más que probable que sufra un colapso cardiovascular. Con lo que al final, por tu actitud, acabaré yéndome, al otro barrio, antes que tú y por lo que me dices es lo que no quieres que pase−.

Estuvo varios días pensativa, casi me asustaba preguntarle qué pasaba, no la veía comer mucho de lo suyo, y si preparar varios platos contundentes con recetas sacadas de Internet. –Me voy a especializar en postres, ya verás lo buenos que van a estar−. Me decía con la seriedad que la caracterizaba cuando hablaba en serio de un tema importante, mientras picoteaba unos mejillones en salsa de vieira. Yo la prefería como era antes, con sus frutas y tomates, con sus mezclas de verduras y cereales. Tenía que hacer que volviera en sí, que se diera cuenta que era absurda su actitud y que era mucho mejor para los dos estar como siempre.

Después de una semana, en la que había comido más de la cuenta, tuvo el primer episodio de dolor gástrico, el primer empacho y las ganas de echarlo todo fuera. Estuvo dos días muy malita y cuando se recuperó del hartazgo de su propia comida, casi sollozando me dijo: −Quería decirte que no quiero que te mueras, y por eso te dije que yo quería morirme antes que tú. Que no podría soportar quedarme sola sin ti, porque esa soledad que me aterra me hace urdir objetivos tontos y parece que en vez de quererte aquí conmigo, ideo marcharme yo abandonándote. Quiero que sepas que todo lo hago por ti, que la idea de tu ausencia me mata y ya que tú no puedes mejorar, yo sí quiero empeorar por amor hacia ti−.

Me produjo ternura verla llorar, la estreché en mis brazos para darle la seguridad que ella quería tener, le prometí que nos iríamos a la vez, aunque eso fuera falso y que viviríamos tantos años como ella quisiera, sabiendo que esto también era algo que yo no podía prometer y fue entonces cuando decidí que me convertiría a su religión” y que sería yo el que haría el esfuerzo por mejorar y alargar los años que nos quedaran juntos.

miércoles, 30 de junio de 2021

PAUTA COMPLETA




Quise hacer una fotografía al entrar en el recinto de vacunación, por eso de recordar el momento en los meses o años sucesivos. Justo cuando estaba para entrar me sentí importante, había sido elegida por edad, para recibir la pauta completa de la vacuna COVID y luchar contra la enfermedad SARS-CoV-2 si alguien me contagiaba. Era mi segundo pinchazo y entre paso y paso repetí varias veces, para mis adentros, el nombre de la enfermedad y recordé la irrealidad de lo vivido estos meses atrás. Como en una procesión, y aplicando lo aprendido “en hacer colas para todo”, fui pasando por la entrada lentamente, con porte señorial, como si fuera vestida con mantilla y estuviera siendo observada por una gran multitud a mi paso por la calle principal. Tenía preparado el código QR, en mi móvil, con mis datos esenciales. Estaba deseando extender mi brazo para recibir “el antídoto de la salvación” y recuperar un poco de cordura en mis relaciones sociales, casi abandonadas durante año y medio. Una voz aguda me sacó de mi ensimismamiento y me focalicé en lo que se nos decía a los que íbamos entrando. La administrativa, enfermera o voluntaria encargada de dirigirnos por pasillos falsos, hechos para la ocasión, repetía una y otra vez un par de frases con normas a seguir. Indicaciones que se le hacían pesadas, aburridas sin ningún tipo de emoción debido al cansancio de varias horas haciendo la misma tarea.

En ese momento fijándome en la desgana que empleaba en usar los vocablos aprendidos y reiterados durante horas, me dejé llevar por mis pensamientos y me vino a la cabeza la utilización tan extraordinaria que los sudamericanos hacen del español. Me suelo quedar embobada escuchándolos, incluso me sorprendo con los niños más pequeños, esos que aún son analfabetos, pero que manejan las palabras con una maestría inusitadamente bonita, hilando la riqueza de vocablos, expresiones y giros que han aprendido oyendo, seguramente, con veneración a sus mayores. Si los comparo con algunos de mis alumnos universitarios, con hijos de amigos, con conocidos o simplemente escuchando una conversación coloquial, mi decepción es grande. Porque los veo incapaces de expresarse sin muletillas o frases hechas. Titubean, repiten y utilizan oraciones incompletas, haciéndose entender sin decir nada y por supuesto en una pequeña conversación los tacos son fundamentales y argumentan la dicción. Quizás en nuestro país se haya perdido el vernos reflejados en la sabiduría del que se expresaba bien. Se ha dejado de promocionar la oratoria y el conocimiento de vocablos nuevos a través de la lectura. Se ha denostado con facilidad asignaturas fundamentales que favorecían el aprendizaje del buen uso de la lengua. No se fomenta el conocimiento de la literatura. ¿Quién lee ahora a Lope de Vega, a Quevedo, Góngora,  Calderón de la Barca  o incluso a Cervantes? En este país, la enseñanza del español se hace bajo mínimos, se le dedica pocas horas de estudio y en muchas zonas se hace de manera precaria. En más de una ocasión hablando con mis estudiantes me he dado cuenta que además de la vulgarización de sus expresiones no saben razonar bien. No tienen las ideas claras y por tanto no son capaces de verbalizar sus pensamientos sin titubear y dar vueltas una y otra vez al entramado de su escaso vocabulario. La expresión oral y la claridad de ideas van a la par. Es un equilibrio que no se está enseñando, y el expresarse bien no está de moda.

La procesión por el recinto ferial sigue su curso por pasillos estrechos de cartón rígido y la cola va avanzando en un silencio animoso de sumisión por querer pasar página, borrar cuanto antes este tiempo anómalo. En la cabina 13, enseñé mi brazo izquierdo, y atentamente, sin perder detalle, escuché las recomendaciones de la enfermera. Su voz estaba un poco apagada, cansada y se la oía con tono borde. Posiblemente repetir las mismas prescripciones constantemente durante varias horas le hacía parecer desagradable sin serlo. Después de 15 minutos de reposo en la gran sala de espera, habilitada para este evento tan extraordinario, pensé en la suerte que tenía de recibir una vacuna desarrollada por los inmunólogos Ugur Sahin y Özlem Türeci a varios cientos de kilómetros, en un tiempo inferior a un año. La inteligencia del ser humano, en ocasiones como ésta, lo hace extraordinario.

Quise recordar ese momento tan importante con algún objeto. Al pasar delante de una joyería supe que una sencilla sortija de plata iba a ser el amuleto del pinchazo trascendental de esa tarde.

Enseguida volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado. Ya delante del ordenador abrí el correo electrónico y me puse a contestar el gran número de mensajes que se había acumulado en el buzón. Atendí varias llamadas telefónicas y adelanté trabajo por si el efecto de la vacuna “me dejara fuera de servicio” al día siguiente.

Horas después cuando la febrícula me atacó y el malestar general se apoderó de mi cuerpo, tuve que tirarme en el sofá, reposando el cansancio que tenía, sin poder hacer ya nada más. Se me ocurrió abrir mi teléfono y ver la única foto que había tomado para fijar en mi retina lo que estaba viviendo. En la foto no salía yo, fotografié lo que estaba delante de mí, lo que veían mis ojos. Una cola circular de personas disciplinadas y expectantes. El primer plano de mi foto lo ocupaba una mujer con boina blanca, que le hacía tener un aspecto afrancesado. La escuchaba hablar para sí, pero queriendo que los demás la oyéramos “espero que me pongan Pfizer” y le diéramos una respuesta. Y obviamente alguien dejó caer la contestación dando la solución a la pregunta como si él fuera el organizador del evento. Se entabló una conversación en la que ella preguntaba y él respondía. Supe que mi cabeza creaba estas imágenes y me alegré de tener efectos secundarios, era la prueba de que la vacuna estaba provocando lo deseado. Siendo obediente a lo aconsejado me tomé un paracetamol y esperé a que el analgésico hiciera efecto. Antes de que pudiera ver más clara la realidad, una amalgama de voces desconocidas se mezclaban con las de mis alumnos, todos hablaban a la vez expresando lo mismo en un ejercicio de competición por el manejo del lenguaje y en medio aparecía yo como moderadora del que era un concurso por encontrar a “quién sabe expresarse mejor”. Entre esas imágenes oníricas había gente de la calle opinando en televisión, presentadores de informativos hablando muy alto y dirigiéndose a mis estudiantes de máster de varias nacionalidades. Oía hablar en español, inglés, portugués, alemán y flamenco. Como un martillo ensordecedor todas esas voces retumbaban en mi cabeza y sin venir a cuento de nada yo leía los mensajes electrónicos de mis alumnos chilenos “Junto con saludar le envío mi trabajo…”  y en mi delirio febril daba una clase magistral de la belleza de esa frase tratando de convencer a los demás de como la simplicidad de unas palabras pueden hacer grande a una lengua como el español. Un sudor frío equivocaba mi realidad, aunque ésta se iba moderando según iba haciendo efecto el medicamento. Horas más tarde todo ese ruido quedó silenciado por la tranquilidad de sentirme mucho mejor.

Al día siguiente, ya en la rutina de mi despacho recibí un mensaje del Servicio de Salud enviándome un certificado de vacunación contra la enfermedad SARS-CoV-2 pauta completa Pfizer-BioNTech, lo guardé en la carpeta de documentos preferentes, seguro que lo iba a necesitar en la reanudación de mis cursos presenciales. Miré el anillo que me había comprado y empecé a recordarme lo importante del día anterior. 


lunes, 26 de abril de 2021

MICRORRELATOS DEL DESCUBRIMIENTO


 

UNAS LENTEJAS UMAMI

Después de tanto tiempo en Tokio, llegué a un pueblo de la meseta Castellana. Entré en una casa de piedra, que creía podía ser la que olvidé después de tanto tiempo. Allí una viejecita enjuta y arrugada me invitó a su puchero de lentejas. Saboreando la primera cucharada se me inundaron los ojos de lágrimas. Yo conocía ese sabor, −¿Cómo olvidarlo? Estaba entre mis recuerdos de niña y sólo ella era capaz de sacarle ese gusto tan sabroso a la legumbre. Tenía delante la esencia de la vida, ella era mi abuela.

 EL MENSAJE DE WHATSAPP

Todas las noches, ya de madrugada, le ponía un mensaje cariñoso a su hermana. Ella le respondía a los pocos minutos. Era un ritual tranquilizador que las conectaba en la lejanía. Una noche no hubo contestación y Muriel supo que algo no iba bien. Al amanecer sonó su teléfono. Una voz ronca y fúnebre le informó que Orel ya no se conectaría nunca más. Su código de seguridad se resquebrajó para siempre.  

 LINAJE REAL

Cuando vio que al “Magnífico Cáliz”, del museo catedralicio de San Genaro del Campo, propiedad de los Reyes Antiguos, le faltaba un trozo de la gema central que adornaba la copa; se dio cuenta, que ella tenía la otra parte de la piedra preciosa que encajaba en el hueco vacío. Cada noche abría la caja de ónice atraída por la belleza del diamante rojo. Fue en ese momento de recogimiento en la sala, cuando entendió la razón por la que su madre le había encomendado la custodia de la esquirla. Mientras observaba el Cáliz, en el silencio de la sala, Constanza comprendió que ella era heredera Real.

 FUE SU MEJOR AMIGO ELIOR

Siempre escuchando la historia de cómo el abuelo había fallecido accidentalmente a causa de su afición a la caza, que era impensable que esa verdad tan absoluta no fuera así. 70 años después del suceso, y unos días antes de morir mi madre, me reveló lo que realmente había pasado en el coto: “A mi padre lo mataron mientras estaba cazando. Fue Elior, lo confundió con una presa, lo encañonó y sin pensarlo disparó sin piedad”. El pacto de silencio fue culpar a su perro de la tragedia.

 UNA VOZ PRODIGIOSA

 Su madre se quedó sin palabras cuando escuchó a Mariela interpretar “O mio babbino caro” cantado por María Callas. Su voz se superponía a la de la soprano y ambas se acompasaban al tiempo que el aria sonaba en la radio. Nunca la había oído cantar de esa manera. Mariela cerraba los ojos afinando los agudos de la armonía. Modulaba la posición de sus labios siguiendo el compás de la melodía, a la vez que gesticulaba con los brazos en un intento de escenificar la obra de Puccini.  El timbre de su voz era el de una soprano prodigiosa.

  SORPRESA DOLOROSA

 Cuando el Sr. Espina murió y tuve que hacer todo el papeleo para recibir su herencia y cerrar su vida burocrática, me encontré con que su libro de familia y mi partida de nacimiento no tenían nada que ver.

 LA MENTIRA DE LA VIUDA

Desde los tres años fui un niño huérfano de padre. Mi madre llevó dignamente su viudedad. Fue sacando su vida y la mía con gran esfuerzo sin permitir que otra relación la sacara de su soledad. Había quedado a mediodía con ella para celebrar mi 50 cumpleaños y la encontré discutiendo con un desconocido, un anciano que le decía “¡cariño mío, fue un error abandonarte!”.

 CÓMO HA PASADO EL TIEMPO

 Se miró al espejo y vio a una mujer mayor.  Por primera vez observó la profundidad de sus arrugas. La hinchazón de sus párpados la delataba. Notó la flacidez de su piel. Descubrió en el reflejo, el pelo extremadamente blanco.  Aunque su expresión era de tristeza se resistió a tocar la decadencia de la vejez. Aun así, Leonor fue consciente de la rapidez del paso del tiempo.

 NECESITAS TERAPIA

 Le he dicho a mi madre que no me compre más chocolate, no hago más que engordar y me cuesta mucho bajar de peso. Al pesarme esta mañana la báscula mostraba 45 kg. ¡Tengo que adelgazar!

 ATRAPADO CON LAS PÁGINAS DE CONTACTOS

 No hay nadie que me guste. ¡Vaya rollo!−

No sé qué me pasa ya no ligo como antes. Cada “tía” con la que quedo es peor que la anterior y a todas les pongo pegas. El problema debo ser yo. Entro en Tinder, después en Meetic, y al final acabo en Edarling, pero me he cansado de tanta conversación vacía, lo dejo por hoy.  

¡ A cenar niños, llamar a papá que está “encriptado” con el teléfono


domingo, 28 de febrero de 2021

SOLILOQUIOS


Sellar los labios

−“He decidido sellar mis labios y no pronunciar mis pensamientos en voz alta”−

Sonaron las alarmas, el día que mi marido me soltó, irónicamente, una frase clarificadora de lo que yo no conseguía oír: −“Oye, hoy has hablado mucho, es que no te has callado en un buen rato”−. Me dio vergüenza escucharle decirme esto. Me quedé muda ante semejante afirmación. No me suelo ruborizar con facilidad, pero reconozco que un calor intenso recorrió mis mejillas y no me dejó ni siquiera balbucear una justificación aclaratoria de lo que estaría yo hablando y de lo que él habría escuchado. Creo que ya no soy consciente de lo que estoy articulando en voz alta y eso es grave, realmente es preocupante.  Me quedé pensando en sus palabras, esta vez lo hice en silencio. La sensación de sonrojo me oprimía el pecho y lo único que deseaba era desaparecer, esfumarme, huir de esa situación tan absurda. Me estaba liando con tanto ruido en mi cabeza. No paraba de darle vueltas preguntándome cómo había llegado a esto y estaba claro que se me había ido de las manos. Ya no tenía claro si hablaba o no, estando sola.

Creo que todo este bisbiseo empezó siendo estudiante de bachiller. Pudo ser cuando memorizaba lecciones de historia, vidas de literatos o datos científicos, todo en un mismo periodo y bajo la presión de exámenes de evaluación. Me di cuenta que diciéndomelo en alto y repitiéndomelo una y otra vez se me quedaba todo fijado y con facilidad iba recordando los contenidos de las asignaturas. Mi madre solía abrir la puerta de la habitación y me preguntaba si todo iba bien. A veces me interrumpía entre asustada e irónica cortándome el monólogo porque mi tono iba creciendo a medida que iba superando las páginas de los libros. En esos momentos era cuando más feliz me sentía porque era la señal de que ya lo tenía fijado en mi cabeza.

Cuando tuve edad para tomar decisiones y llegaron esos momentos en los que te tienes que enfrentar a situaciones, en las que hablar puede cambiar tu futuro o simplemente preparar una disculpa ante algo que no quieres hacer o justificar una presencia o una ausencia. Fue ahí, cuando repetir una y otra vez en voz alta “mi discurso” me daba confianza, elevaba mi autoestima y me proporcionaba gran fortaleza para verbalizar lo que fuera y como si de un examen se tratara era capaz de mejorar delante de cualquiera mi alocución. Era como saberse todas las preguntas del examen y subir nota a la vez.

Tanto pensar y hablar para asegurar lo que fuera, ha hecho que mis pensamientos vayan saliendo de mi cabeza a mis cuerdas vocales sin que yo lo ordene y ya no soy consciente de lo que digo porque no me oigo. Creo que estoy pensando para mí, pero en realidad mi garganta no deja de articular ideas. Es cierto que alguna vez mis hijos me han preguntado –¿con quién hablas? − y les he respondido, quitando importancia: −“cosas mías”−. Ellos sin replicar nada más, han interiorizado que hablo sola, como algo normal de la conducta de su madre.

Ahora bien, en estos momentos puede que la situación sea extrema y preocupante. Abel no dice las cosas porque sí y su afirmación tan tajante y certera me ha dejado fría. Con la sensación de malestar, por ser sorprendida en algo raro y anormal, me he repetido: −“tengo que dejar de hablar las cosas dialogando conmigo misma”−. Así que haciendo un ejercicio de voluntad controlada me he esforzado por sellar mis finos labios. –“Ya no quiero hablar más para mí y mucho menos más de la cuenta”− . No más soliloquios que ordenen mis propósitos. Ni desdobles en varias personas manteniendo una retahíla de conversaciones simuladas conmigo misma. Así que he tomado una decisión drástica: −“voy a quedarme muda siempre que esté sola”−.   Por tanto mi objetivo ha sido callarme, pensar para mis adentros, estar en silencio. Se ha hecho evidente que mis pensamientos salen libres en voz alta y eso debe cambiar.

En esta nueva actitud monacal voluntaria y totalmente consciente en el que mis pensamientos quedan precintados, hay lagunas que dejan salir algunas perífrasis verbales, locuciones adverbiales, sustantivos e incluso adjetivos sueltos que me reafirman más claramente que necesito control. Así que de vez en cuento me escucho decir:  −tengo que… sin duda… debo de… ni más ni menos…a la larga…así no… ya lo decía yo…eso es falso… lo entiendo…es bueno para ti…en gris mejor− En esta batalla por el silencio he empezado a acortar las frases y según pronuncio una palabra la corto en seco. Soy tenaz y sé que poco a poco iré mejorando. Eso sí, con tanta represión me han surgido muchas dudas a cerca de mi personalidad y la pregunta se ha hecho obvia –“¿Estaré loca?” No estoy refiriéndome a ese tipo de locura que  perturba y enajena hasta desdoblar la personalidad sino a que esa disociación cerebral que emite órdenes a mis cuerdas vocales sin que conscientemente yo lo ordene, sea buena o no. La verdad es que me resulta difícil no poder hablar mis pensamientos, éstos, ahora, son inconclusos al no verbalizarlos y realmente siento que me falta algo propio de mí. Cuanto más intento callarme apretando mis labios, menos puedo aclarar mis ideas y no soy capaz de pensar nítidamente con todo este silencio que me rodea. Me siento insegura, vulnerable e indefensa. No puedo tomar buenas decisiones y cuando tengo que verbalizar algo ante alguien lo hago malamente y sin un buen discurso. Sin duda he perdido calidad y mi seguridad se ha resentido. Extraño esos pensamientos que salían a borbotones sin control y que daban paso a ideas claras y certeras.  Pero si todo esto me hace más normal, el esfuerzo ha merecido la pena.

 De vez en cuando me oigo hablar bajito y me sorprendo diciéndome, “−no es así….vamos tienes que hacerlo… te queda bien…. Esta vez no voy…”_  y a la vez me recrimino con un –“¡Basta ya!”−, acompañado de una mueca rara para controlar el impulso de hablar. Estos días me está obsesionando el que esta manía puede haberse extendido al ámbito social y que es más que probable que también hable sola por la calle, −“¡qué vergüenza!”−. Seguro que soy como una de esas personas que cuando se las ve ensimismadas parloteando, los demás piensan: “¡pobre, está para encerrarla!”.

Le pregunté un día a Abel –“¿Tú crees que soy normal?”− Con sorna y con el humor que le caracteriza, me respondió: −“normal no eres, no. Eres un ser extraordinario y podemos decir que diferente. Me gustas así”−. No pude por menos contestarle un: −“¡Venga hombre, déjate de chorradas!. Hablo sola más de la cuenta, que me lo has dicho tú. No está bien hacer eso, te prometo que me estoy esforzando por callarme. Aunque te juro que se me hace difícil enmudecer.”−

Como muro de contención para favorecer el silencio empecé a consumir todo tipo de lectura rellenando esos huecos donde al cavilar se activan mis músculos vocálicos involuntariamente y surge el soliloquio. Leyendo la prensa, un titular me dejó sorprendida “El beneficio de hablar en voz alta”. La redactora Ali Buonti se refería a personas como yo. En su artículo explicaba como profesiones de la psicología no contemplaban que fuera una rareza las conversaciones ficticias, los coloquios animados o los diálogos imaginarios, entre susurros unas veces y en voz más elevada otras. Se hablaba de conversaciones con uno mismo en sentido positivo: “Hablar en la confianza de uno sin ser criticado, sin prejuicios o sin enjuiciarse es bueno para la autoestima” y siempre que aportaran valor para enfrentarse a situaciones venideras era una práctica de lo más sana y síntoma de inteligencia emocional. –“¡En el artículo se estaba hablando de gente como yo! ¡Qué alegría no estoy tan mal entonces!“−

La periodista incidía en que esta práctica elevaba a una cordura perspicaz que servía para aclarar las ideas, ordenarlas y gestionarlas y “todo para enfrentarse a situaciones reales en las que se debe ser claro, conciso y entendible”. El reportaje era demoledor contra mi silencio voluntario. A lo mejor me había excedido en llevar al extremo mi mutismo y debía volver a mi espontaneidad natural.  Estaba luchando por desterrar algo que creía que era malo y resulta que los expertos daban datos de los beneficios de hablar conmigo misma, como síntoma de buena salud mental.

Casi antes de llegar al final del texto, mi cara se ha ido relajando, he dejado de apretar fuertemente mis labios y poco a poco he vuelto a pensar secuencias completas de situaciones reprimidas. Después de varias semanas y de tanto esfuerzo me ha costado esbozar de nuevo un discurso. Me oigo mascullar tímidamente entre dientes vocablos imprecisos. Las ideas empiezan a salir por mi boca: −“puedes volver… lo que te dije está bien…sí…pues claro”−.

No creo que esta habilidad sea una consecuencia de “inteligencia emocional” pero me he convencido de que no soy un “bicho raro”. Puedo ser un poco atípica o una rara sin “taras” psicológicas, aunque la mayoría de las veces es difícil explicar cuando te sorprenden hablando sola, en pleno debate de ideas o torbellino de soliloquios.

Abel estaba del otro lado de la puerta, la tocó ligeramente con los nudillos y la abrió, con sorna me dijo: −“Por fin, ya estaba deseando oírte hablar en alto, echaba de menos tu voz, el silencio era insoportable”