viernes, 25 de febrero de 2022

LEVIRATO

 


Con siete años conocí a Gorgonio y Jacinto, dos hombres enjutos y recios de aspecto amable y excesivamente parecidos. Lo que me llamó la atención en ellos, no era sólo que uno fuera el calco del otro sino lo raro que eran sus nombres. Nunca había oído nombrar a alguien así.

Mi abuelo quería contratar a unos aprendices para que le ayudaran a sacar adelante el trabajo de varios meses de retraso y estos no eran otros que los hermanos Gorgonio y Jacinto. Habían venido con su padre, el Sr. Tomás, a la carpintería para que mi abuelo los conociera y por “unas perras” enseñarles el oficio de artesanos de la madera.

Me gustaba estar con mi abuelo en su taller. Había un ajetreo constante de trabajadores y clientes. Un ambiente de ruido y voces, que curiosamente, daban sentido y confianza a mi vida. Estar entre el serrín y la montaña de virutas que había por el suelo era una experiencia maravillosa.

Repetí en voz baja sus nombres y cuantas más veces lo hacía, más raros me parecían. Era difícil visualizar el momento en que sus padres decidieron elegir esos nombres tan “feos” para sus gemelos. Suponía que habrían hecho una lista y entre todos los nombres habían elegido los dos que más les gustaban.

Días después mi abuelo me explicó que era una cuestión de suerte, el que algunos se llamaran de una manera o de otra, se carcajeó cuando le hablé de la lista y me dijo: −es mucho más sencillo de lo que tú te crees. Lo más probable es que su madre cogiera el almanaque y escogiera para sus hijos los nombres de los santos que tocaran ese día y sin pensarlo mucho más, los registró como Gorgonio y Jacinto−.

No tenía ni idea de que existiera esa costumbre, por eso me entró curiosidad por saber si Omer aparecía el 29 de febrero y si mis padres lo habían elegido para mí por nacer ese día. En un cajón del bargueño situado en la sala de estar de la casa de mis abuelos, mi abuela guardaba las hojas de los calendarios con la fecha de mi cumpleaños, tenía la mala suerte de no celebrarlo todos los años. En las pocas hojas que tenía con mi fecha, no había ningún Omer sino Dositeo, Salustiano o Segismundo. Me alegré que no hubiera santos judíos que se celebraran ese día. Cuando le dije a mi abuelo lo que había descubierto no paró de reírse en un buen rato y cuando pensaba en ello, volvía a carcajearse con una risa contagiosa, de la que todos, en el taller, compartíamos. −¡Ay que chaval éste, qué cosas tiene!−.

Gorgonio estaba recién casado, tenía la ilusión del amor marcado en su cara y mientras trabajaba cepillando tablones no dejaba de silbar y tararear canciones. Jacinto por el contrario no quería saber nada de compromisos con mujeres, era algo más reservado y serio. Se concentraba en sacar lo mejor de sí mismo con la gubia.  Mi abuelo lo consideraba un artista con mucho potencial. Yo prefería a “Gorgo”, que era como lo llamábamos porque su nombre era demasiado largo como para estar pronunciándolo constantemente, porque me hacía reír con sus bromas y chistes. Siempre estaba de buen humor.

Muchos días Elvira, la joven esposa, pasaba por la carpintería a la hora de cerrar, unas veces entraba para saludarnos y otras lo esperaba fuera −para no molestar_, decía ella. Daba gusto ver a los enamorados marcharse al finalizar la tarde. No me acuerdo que pasaba con Jacinto, supongo que cuando llegaba la hora se iba sin llamar mucho la atención.

Un día Gorgonio llegó más contento de lo habitual, iba a ser padre y su felicidad la compartimos todos. Mi abuelo abrió una botella de vino, gran reserva, y lo celebramos como si el niño fuera un bien de todos. Yo mismo me abracé a él mostrándole mi alegría sin entender muy bien tanto alborozo.

 Cuando Valeria nació, mi abuelo le regaló una cuna con su nombre tallado en “pan de oro” y el Sr. Tomás llevó al taller rosquillas de aceite para celebrar la llegada de su primera nieta. Ese día poco se trabajó y la carpintería se transformó en un local social donde los vecinos compartieron la alegría de los recién estrenados padres.

El teléfono de la carpintería sonaba muy a menudo, pero la mayoría de las veces nadie le hacía caso, demasiado trabajo y ruido como para oírlo y descolgarlo. Esa mañana no paraba de hacerlo, y nadie se inmutaba como de costumbre. Algo me hizo pensar que tanta llamada seguida no podía ser nada bueno. Me subí a un cajón, estiré el brazo para descolgar el teléfono, situado en una de las columnas de la ebanistería y conseguí que alguien al otro lado me escuchara. Era la Sra. María. No entendí nada de lo que me decía, hablaba atropelladamente y daba gritos de angustia. Hice que “Gorgo” viniera a hablar con ella, seguro que él iba a entender lo que estaba pasando.

El Sr. Tomas había sufrido un infarto, cuando llegó al hospital estaba en parada cardíaca, el pronóstico no era nada bueno y su mujer esperaba la peor de las noticias. Gorgonio salió del taller corriendo, con el mono de trabajo a medio quitar, dando voces nos dijo que cuando viniera Jacinto, le avisáramos de lo de su padre. Ese día dio la casualidad que su hermano y mi abuelo estaban en un pueblo, restaurando el retablo de la iglesia y cuando eso ocurría nunca regresaban pronto.

Esa fue la última vez que vi a Gorgonio. Las prisas, el nerviosismo y el riesgo de ir a más velocidad de lo que podía dar su coche en la carretera le hicieron perder la vida. El Sr. Tomás sobrevivió al infarto, pero el susto por la pérdida de su hijo no le devolvieron las ganas de vivir.

Fueron unos días difíciles para todos, en la carpintería había un silencio triste que me resultaba incómodo y deseaba que pasaran esos momentos de duelo cuanto antes. Sólo se escuchaba el ruido de la sierra de disco, el estruendo de los martillos, el torno o el ir y venir de los cepillos de lijado. No había chistes, ni tarareos de canciones, ni se oía silbar, no había conversaciones, sólo silencio y ruido de máquinas. El taller tardó tiempo en recobrar su pulso emocional, aunque poco a poco se fueron “cerraron las heridas” por su pérdida.

Elvira y la pequeña Valeria seguían viniendo al taller con cierta frecuencia, lo hacían a última hora, cuando la carpintería estaba a punto de cerrar y Jacinto estaba casi listo para salir del trabajo. La pequeña era tan alegre como su padre y su visita siempre me generaba ternura. Jugaba con ella a tirarle virutas como si fueran serpentinas y ella no paraba de reír y de enredar con el serrín del suelo. Se convirtió en una rutina ver a Jacinto, Elvira y su hija irse juntos como si fueran una familia. Mi abuelo sabía que algo estaba cambiando en ellos y yo también me di cuenta que había un sentimiento de complicidad. Había atracción entre ellos. Era una mezcla entre dolor y amor lo que los atrapaba y los atraía, y esa fuerza que les salía de lo más profundo de sus sentimientos los mantenía unidos.

Jacinto, consiguió el título oficial de ebanistería, había aprendido todo lo que un buen maestro enseña a sus “pupilos”. Ahora era un profesional de primera con una creatividad excepcional. Estaba listo para irse y dejar atrás la ebanistería del Sr. Elías. En mucho tiempo no volví a saber más de ellos.

Alguien se acercó a mí para darme las condolencias por el fallecimiento de mi abuelo: −¿me conoces?−. Cómo olvidarme del pasado, cómo borrar de mi memoria su historia. Èl y su familia eran parte de mis recuerdos y de mi niñez. Me vino a la cabeza el día que se despidieron los tres en la puerta del taller. Emocionados, con lágrimas en los ojos y apretando los labios para no hacer la marcha más difícil siguieron calle arriba, sin mirar atrás. Yo busqué el cobijo de mi abuelo. Demasiada presión en el pecho, necesitaba llorar.

 − soy yo, Jacinto y esta es Elvira. ¿Te acuerdas de Valeria? Pues ésta es ella; ahora te presento a Leonor, nuestra hija−.

Llevaba varias horas angustiado por lo extraño de la combinación entre la pena y los preparativos del sepelio de mi abuelo Elias, estaba abrumado por la cantidad de gente que se había presentado a sus exequias. Los recuerdos se precipitaban en mi cabeza haciendo que me sintiera aún más triste de lo que debería estar. Sin duda encontrarme con Jacinto y Elvira me habían cambiado el humor tan decaído y deprimente en el que estaba sumido. Volví a pensar en “Gorgo”, y cómo su tragedia se transformó drásticamente. Como del llanto por su pérdida surgió la alegría de un encuentro involuntario, cuyo mayor exponente fue la cohesión de una nueva familia.

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