CELEBRANDO LA NO NAVIDAD
Metió el edredón en la secadora de
malas maneras, estaba malhumorada por la espera de la máquina, el hombre que
debía recoger su colada y dejar libre la centrifugadora, la había hecho esperar
un cuarto de hora y ni se había disculpado por la demora. Su tiempo era oro y
no estaba para perderlo con gente maleducada como ese tipo de aspecto raro.
La verdad es que no se había
levantado con “buen píe”, le dolía la
espalda y las cervicales le estaban haciendo pasar un mal rato. La tarde
anterior había invertido más de cinco horas en adornar el perímetro de madera
de la techumbre de su casa, el corredor y el contorno de cinco árboles de un
grosor y una altura considerable. Se había motivado este año, por la visita de
su hijo. Después de un lustro sin verse, casi cuando no había esperanza de
relación alguna; a finales de noviembre, había recibido su llamada y como si
nada hubiera pasado en todo ese tiempo, le prometió que en Nochevieja cenarían
juntos y compartirían las uvas de “la
buena suerte”.
Se sentía escéptica con la noticia, no
estaba convencida del todo si esta vez sería cierto que iba a compartir con su
“muchacho”, como lo llamaba ella, “las felices fiestas” que tanto añoraba.
Por otro lado, no dejaba de pensar que, como tantas otras veces, podría
repetirse lo de siempre. Cuántas veces había avisado de su llegada, y luego
después de varias horas de espera, no aparecía nadie para cenar con ella.
Hacía tiempo que los adornos navideños se
habían quedado obsoletos por la falta de uso. No sentía las ganas de decorar
nada. Así que año tras año, luces, guirnaldas y espumillones quedaban guardados
en el mismo aparador sin que nadie los echara en falta.
Desde su móvil, abrió “Amazon” y no dudó en comprar cortinas
luminosas de cientos de bombillas led, para resarcirse por todos esos años de
apatía navideña. Se había convencido de que era el momento de comprar metros y
metros de pequeñas lucecitas que dieran brillo, luz y alegría a su hogar. En
esta ocasión el paso de una Nochevieja a otra Nueva, con su hijo como invitado,
le iba a traer cosas buenas, sería un nuevo comienzo.
Por eso, cuando por la mañana del
último día del año observó los cables cortados de las guirnaldas que adornaban
el Serval y el Sauco, supo que algo ya no iba a ir bien. No había tiempo para
volverlas a comprar, además era ridículo adquirirlas en el meridiano de unas
fiestas que casi estaban ya rozando su fin.
Le habían “chafado” la decoración y con el disgusto no era capaz a
racionalizar la causa de semejante cortocircuito. Eran unos cortes limpios
entre las guirnaldas, como si alguien hubiera cogido una tijera o cuchillo y a
las malas hubiera decidido cortarlos. Sólo había ocurrido en dos árboles de los
cinco y eso le parecía más extraño aún. Descartó que alguna persona hubiera
entrado en su patio para fastidiar su decoración, no tenía sentido que alguien
hiciese eso, no tenía enemigos. Pensó en algún animal. Las palomas torcaces que
la acompañaban todo el año, o alguno de los gatos que merodeaban por sus
tejados. En invierno no había más animales por su entorno y menos aún que le
gustase mordisquear el cobre de unas luminarias. De camino a la lavandería prefirió
no pensar más en ello. Si profundizaba en sus pensamientos, acabaría por
asustarse y no quería que nada le arruinase su último día del año. Aun así,
este pequeño suceso la impacientó más de lo que ella hubiera deseado. Por eso
cuando llegó a la lavandería estaba realmente enfadada.
Sacó de la lavadora el edredón, que
llevaba años esperando cubrir la cama de su hijo y se dio cuenta que la única
secadora que podía ocupar, ya había acabado su ciclo y que nadie aparecía por
allí, recogiendo la ropa. Fue entonces cuando le entró un malestar premonitorio
de lo que iba a suceder.
Esa tarde, dejó dispuesta la casa con
todo cuidado de detalles para que él se sintiera cómodo y a gusto. Encendió la
chimenea y mientras hacía la cena, preparó la mesa con la cubertería y la
vajilla de “fiesta”. Un mantel rojo
de satén y un centro de mesa con velas, hacían elegante el rincón de la salita.
En torno a las ocho, cuando ya era
noche cerrada, sólo quedaba esperar que Noé entrara por la puerta y ambos
cambiaran de año con las doce uvas. Quizá con suerte vieran nevar, mientras
brindaban con una copa de cava en su mano izquierda y en la derecha un par de
bengalas deseándose mutuamente un Buen Año.
Con la última de las 12 campanadas
sonando en la torre del reloj y entrando ya el Año Nuevo, apagó las velas de la
mesa, comenzó a recoger los platos vacíos y los cubiertos limpios. Después retiró
las viandas y metió en sus cajas los trocitos cortados de turrón, a ella no le
sentaban nada bien, los había comprado para él, que le encantaba todo lo dulce.
Salió al patio y fue apagando cada
tramo de guirnalda luminosa que colgaba de las tercias de madera. Triste y
decepcionada desenchufó los tres árboles que quedaban iluminados y comprendió
que por mucho que pasara debajo del muérdago no iba a caer ni un solo copo de
nieve. Todo lo que le había sucedido ese día, no eran más que pequeñas señales
de su No Navidad. Ni resolvió el misterio de la rotura de las luces navideñas,
ni supo por qué su hijo faltó a cenar con ella esa noche tan especial.
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