Sellar
los labios
−“He decidido sellar mis labios y no pronunciar mis pensamientos en voz alta”−
Sonaron las alarmas, el día que mi marido me soltó, irónicamente, una
frase clarificadora de lo que yo no conseguía oír: −“Oye, hoy has hablado mucho, es que no te has callado en un buen rato”−.
Me dio vergüenza escucharle decirme esto. Me quedé muda ante semejante
afirmación. No me suelo ruborizar con facilidad, pero reconozco que un calor
intenso recorrió mis mejillas y no me dejó ni siquiera balbucear una justificación
aclaratoria de lo que estaría yo hablando y de lo que él habría escuchado. Creo
que ya no soy consciente de lo que estoy articulando en voz alta y eso es
grave, realmente es preocupante. Me
quedé pensando en sus palabras, esta vez lo hice en silencio. La sensación de
sonrojo me oprimía el pecho y lo único que deseaba era desaparecer, esfumarme,
huir de esa situación tan absurda. Me estaba liando con tanto ruido en mi
cabeza. No paraba de darle vueltas preguntándome cómo había llegado a esto y
estaba claro que se me había ido de las manos. Ya no tenía claro si hablaba o
no, estando sola.
Creo que todo este bisbiseo empezó
siendo estudiante de bachiller. Pudo ser cuando memorizaba lecciones de
historia, vidas de literatos o datos científicos, todo en un mismo periodo y
bajo la presión de exámenes de evaluación. Me di cuenta que diciéndomelo en
alto y repitiéndomelo una y otra vez se me quedaba todo fijado y con facilidad
iba recordando los contenidos de las asignaturas. Mi madre solía abrir la
puerta de la habitación y me preguntaba si todo iba bien. A veces me
interrumpía entre asustada e irónica cortándome el monólogo porque mi tono iba
creciendo a medida que iba superando las páginas de los libros. En esos momentos
era cuando más feliz me sentía porque era la señal de que ya lo tenía fijado en
mi cabeza.
Cuando tuve edad para tomar
decisiones y llegaron esos momentos en los que te tienes que enfrentar a
situaciones, en las que hablar puede cambiar tu futuro o simplemente preparar
una disculpa ante algo que no quieres hacer o justificar una presencia o una
ausencia. Fue ahí, cuando repetir una y otra vez en voz alta “mi discurso” me daba confianza, elevaba
mi autoestima y me proporcionaba gran fortaleza para verbalizar lo que fuera y
como si de un examen se tratara era capaz de mejorar delante de cualquiera mi
alocución. Era como saberse todas las preguntas del examen y subir nota a la
vez.
Tanto pensar y hablar para
asegurar lo que fuera, ha hecho que mis pensamientos vayan saliendo de mi
cabeza a mis cuerdas vocales sin que yo lo ordene y ya no soy consciente de lo
que digo porque no me oigo. Creo que estoy pensando para mí, pero en realidad
mi garganta no deja de articular ideas. Es cierto que alguna vez mis hijos me
han preguntado –¿con quién hablas? −
y les he respondido, quitando importancia: −“cosas
mías”−. Ellos sin replicar nada más, han interiorizado que hablo sola, como
algo normal de la conducta de su madre.
Ahora bien, en estos momentos
puede que la situación sea extrema y preocupante. Abel no dice las cosas porque
sí y su afirmación tan tajante y certera me ha dejado fría. Con la sensación de
malestar, por ser sorprendida en algo raro y anormal, me he repetido: −“tengo que dejar de hablar las cosas
dialogando conmigo misma”−. Así que haciendo un ejercicio de voluntad
controlada me he esforzado por sellar mis finos labios. –“Ya no quiero hablar más para mí y mucho menos más de la cuenta”− .
No más soliloquios que ordenen mis propósitos. Ni desdobles en varias personas
manteniendo una retahíla de conversaciones simuladas conmigo misma. Así que he
tomado una decisión drástica: −“voy a
quedarme muda siempre que esté sola”−. Por tanto
mi objetivo ha sido callarme, pensar para mis adentros, estar en silencio. Se
ha hecho evidente que mis pensamientos salen libres en voz alta y eso debe
cambiar.
En esta nueva actitud monacal
voluntaria y totalmente consciente en el que mis pensamientos quedan
precintados, hay lagunas que dejan salir algunas perífrasis verbales,
locuciones adverbiales, sustantivos e incluso adjetivos sueltos que me
reafirman más claramente que necesito control. Así que de vez en cuento me
escucho decir: −tengo que… sin duda… debo de… ni más ni menos…a la
larga…así no… ya lo decía yo…eso es falso… lo entiendo…es bueno para ti…en gris
mejor− En esta batalla por el silencio he empezado a acortar las frases y
según pronuncio una palabra la corto en seco. Soy tenaz y sé que poco a poco
iré mejorando. Eso sí, con tanta represión me han surgido muchas dudas a cerca
de mi personalidad y la pregunta se ha hecho obvia –“¿Estaré loca?”− No estoy
refiriéndome a ese tipo de locura que perturba y enajena hasta desdoblar la personalidad
sino a que esa disociación cerebral que emite órdenes a mis cuerdas vocales sin
que conscientemente yo lo ordene, sea buena o no. La verdad es que me resulta
difícil no poder hablar mis pensamientos, éstos, ahora, son inconclusos al no
verbalizarlos y realmente siento que me falta algo propio de mí. Cuanto más
intento callarme apretando mis labios, menos puedo aclarar mis ideas y no soy
capaz de pensar nítidamente con todo este silencio que me rodea. Me siento insegura,
vulnerable e indefensa. No puedo tomar buenas decisiones y cuando tengo que
verbalizar algo ante alguien lo hago malamente y sin un buen discurso. Sin duda
he perdido calidad y mi seguridad se ha resentido. Extraño esos pensamientos
que salían a borbotones sin control y que daban paso a ideas claras y certeras.
Pero si todo esto me hace más normal, el
esfuerzo ha merecido la pena.
De vez en cuando me oigo hablar bajito y me
sorprendo diciéndome, “−no es así….vamos
tienes que hacerlo… te queda bien…. Esta vez no voy…”_ y a la vez me recrimino con un –“¡Basta ya!”−, acompañado de una mueca
rara para controlar el impulso de hablar. Estos días me está obsesionando el
que esta manía puede haberse extendido al ámbito social y que es más que
probable que también hable sola por la calle, −“¡qué vergüenza!”−. Seguro que soy como una de esas personas que
cuando se las ve ensimismadas parloteando, los demás piensan: “¡pobre, está para encerrarla!”.
Le pregunté un día a Abel –“¿Tú crees que soy normal?”− Con sorna
y con el humor que le caracteriza, me respondió: −“normal no eres, no. Eres un ser extraordinario y podemos decir que
diferente. Me gustas así”−. No pude por menos contestarle un: −“¡Venga hombre, déjate de chorradas!. Hablo sola más de la cuenta, que me lo has
dicho tú. No está bien hacer eso, te prometo que me estoy esforzando por callarme.
Aunque te juro que se me hace difícil enmudecer.”−
Como muro de contención para
favorecer el silencio empecé a consumir todo tipo de lectura rellenando esos
huecos donde al cavilar se activan mis músculos vocálicos involuntariamente y
surge el soliloquio. Leyendo la prensa, un titular me dejó sorprendida “El
beneficio de hablar en voz alta”. La redactora Ali Buonti se refería a
personas como yo. En su artículo explicaba como profesiones de la psicología no
contemplaban que fuera una rareza las conversaciones ficticias, los coloquios
animados o los diálogos imaginarios, entre susurros unas veces y en voz más
elevada otras. Se hablaba de conversaciones con uno mismo en sentido positivo: “Hablar en la confianza de uno sin ser
criticado, sin prejuicios o sin enjuiciarse es bueno para la autoestima” y
siempre que aportaran valor para enfrentarse a situaciones venideras era una
práctica de lo más sana y síntoma de inteligencia emocional. –“¡En el artículo se estaba hablando de
gente como yo! ¡Qué alegría no estoy tan mal entonces!“−
La periodista incidía en que
esta práctica elevaba a una cordura perspicaz que servía para aclarar las
ideas, ordenarlas y gestionarlas y “todo
para enfrentarse a situaciones reales en las que se debe ser claro, conciso y
entendible”. El reportaje era demoledor contra mi silencio voluntario. A lo
mejor me había excedido en llevar al extremo mi mutismo y debía volver a mi
espontaneidad natural. Estaba luchando
por desterrar algo que creía que era malo y resulta que los expertos daban
datos de los beneficios de hablar conmigo misma, como síntoma de buena salud
mental.
Casi antes de llegar al final
del texto, mi cara se ha ido relajando, he dejado de apretar fuertemente mis labios
y poco a poco he vuelto a pensar secuencias completas de situaciones reprimidas.
Después de varias semanas y de tanto esfuerzo me ha costado esbozar de nuevo un
discurso. Me oigo mascullar tímidamente entre dientes vocablos imprecisos. Las
ideas empiezan a salir por mi boca: −“puedes
volver… lo que te dije está bien…sí…pues claro”−.
No creo que esta habilidad sea
una consecuencia de “inteligencia
emocional” pero me he convencido de que no soy un “bicho raro”. Puedo ser un poco atípica o una rara sin “taras” psicológicas, aunque la mayoría
de las veces es difícil explicar cuando te sorprenden hablando sola, en pleno
debate de ideas o torbellino de soliloquios.
Abel estaba del otro lado de
la puerta, la tocó ligeramente con los nudillos y la abrió, con sorna me dijo:
−“Por fin, ya estaba deseando oírte
hablar en alto, echaba de menos tu voz, el silencio era insoportable”−
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