sábado, 31 de diciembre de 2022

YO SÍ HE PUESTO EL ÁRBOL DE NAVIDAD

 



UN ÁRBOL TARDÍO

Seguro que no te crees que he puesto el árbol de Navidad el día 30 de diciembre, un día por otro y así hasta llegar al día de hoy. Tengo que decirte que es un tema de suerte, porque si lo pienso bien, es una locura a estas alturas de las fiestas ponerme con las bolitas y los espumillones.  Sabía que tenía que ponerlo antes de que acabara la Navidad, sino mis deseos se iban a volver en mi contra o lo que es peor mi vida iba a seguir un camino rematadamente adverso. Pero ya sabes, la pereza era mayor que pensar en todo lo bueno que me iba a deparar el nuevo año.

No sé dónde escuché que sin árbol de Navidad todo iría de mal en peor y yo como todas esas cosas me las creo a “pie juntillas”, no quería correr ningún riesgo. No vaya a ser que por no montarlo arriesgue demasiado mi destino.

Las prisas me entraron después de recibir el whatsApp de Isra, no sé cómo tenía mi teléfono. Es cierto que aquí nos conocemos todos, pero hacía tiempo que no veía al chaval y por supuesto yo no tenía el suyo. Me fijé en él, el primer día que se puso detrás de la barra del restaurante, pero tengo que decirte, que como cuando aparece un nuevo camarero, o sea, la novedad hace que la rutina se convierta en un aliciente para seguir trabajando. Esta vez para serte sincera, pensé que era  ”guapísimo”. Alguien se encargó de decirme que conocía a su novia. No sé por qué después de crearte una fantasía en tu cabeza aparece un “aguafiestas” a desmontarte la película y tú te repites una y otra vez –Ah bueno paso, no es mi tipo− cuando no es verdad.

Para tener novia, los mensajitos eran bastante continuos, a lo mejor era un invento de quién lo había dicho. Las miradas decían más que las palabras y ambos nos poníamos “ojitos”. Ya no te digo cuando a media tarde me traía a la recepción un “latte Macchiato” o un “cappuccino” o un “espresso”, cada día era un café diferente, el caso era impresionarme, hacer que me fijara en él y que me sintiera a gusto con su presencia, en los pocos minutos de contacto mientras venía, dejaba el café y se volvía a la barra. Te diré que haciendo memoria lo había visto varias veces e incluso había coincidido en el gimnasio, aunque él daba clases de aerobic y yo soy más de aparatos. Por eso nunca me había llamado la atención.

Entiendes mi locura del árbol ¿no? Al principio lo quería poner por la suerte en general, −ya sabes−, las cosas de la vida sin contratiempos ni incidentes. Ahora era un tema vital, la suerte tenía que estar de mi lado y no dejar resquicio alguno al “mal fario”. Si tengo una posibilidad de tener un “rollo” con él, lo mejor es montarlo ya, dejar mi vagancia a un lado y no pasar un día más sin que las lucecitas de colores se pongan de mi lado. Ya sabes que yo mucha suerte con los tíos no tengo, pero no sé por qué me da, que esta vez va ser diferente.

Lo malo es que, cuando fui a conectar el enchufe para que mi Árbol de Navidad brillara con luz propia, se cayó una de las bolas doradas y se hizo añicos. Tú qué crees que quiere decir. No será lo mismo como cuando se rompe un espejo que hay siete años de mala suerte. Dime que no, que eso no me va a ocurrir a mí. No, claro que no, o sí…


miércoles, 7 de diciembre de 2022

RENACUAJO: UN CUENTO PARA NIÑOS

 


RENATA CÚA JO

Mi nombre es Renata Cúa Jo porque mi madre no era otra que Doña Sá Cúa y a mi padre todos lo conocían por Don Rano Jo, así que yo era Renata la hija de la Cúa y del Jo, pero todos me conocían por el nombre de RenaCuaJo.

Sí, la verdad, es que mi nombre decía lo que era yo, un renacuajo de las charcas del río Cúa.

Me pasaba las horas debajo del agua, me gustaba tocar el fondo y después subir hacia la superficie, para luego volver a caer en picado, nadando entre las raíces hundidas de los arroyos. No podía parar de mover mi larga cola, así que estaba siempre entre corrientes de arriba y de abajo del río. Exploraba entre las piedras de la charca enfangada, y sólo descansaba el tiempo justo para ir a merendar, cuando Doña Sá me preparaba el bocadillo de riquísimas larvas rojas marinadas. Los otros renacuajos me miraban raro y no querían saber mucho de mí. Les cansaba verme tan inquieta y huían de mi lado para quedarse flotando con leves movimientos entre los vaivenes de las espadañas acuáticas. − ¡Eran unos seres muy aburridos! −.

 Un día mi madre me dijo: −ya estás preparada para hacerte mayor− no entendí que me quiso decir con eso y antes de qué le preguntara algo, me habló de convertirme en otro anfibio que, por supuesto, no era yo.

Estuve enfurruñada varios días. Yo no quería ser otra que RenaCúaJo − ¿por qué iba a querer ser otro animal? −. Una noche Don Rano, a la hora de dormir me leyó un cuento muy raro. Era sobre un niño que no quería crecer. Enseguida le interrumpí: − ¿qué es un niño? − y él con voz risueña me dijo que era un “gigante”, con unas raíces enormes y asquerosas en su cabeza, con dos patas, dos brazos, unos ojos peludos, una boca llena de bloques blancos y agujeros extraños en su cara. − Estos bichos daban mucho miedo. Se movían de manera rara caminando por el fango seco y parecían de otro mundo−.

Sólo tenía en común con ese “espécimen horrible” que no quería crecer, y me preguntaba: −por qué tenía que hacerme mayor−. Quería rebelarme cómo él. Yo también soñaba con tener aventuras fantásticas por ríos desconocidos.  Aunque pensándolo bien, realmente lo único que deseaba era que mi esbelto cuerpo se quedara como era ahora, así, sin cambiar. Lo de explorar otros lugares ya me daba más pereza, aunque parecía divertido.

Me fastidiaba ser como doña Sá y don Rano que ya no se zambullían en el río. Sólo saltaban de una hoja a otra, y cada cierto tiempo se les oía emitir un ruido extraño. Se pasaban horas pasmados subidos a una piedra mojada y de vez en cuando sacaban su enorme lengua para tragarse un insecto que pasaba a su lado. Era vomitivo, yo prefería estar en medio de la corriente, a mi aire, moviéndome sin parar, aspirando larvas de colores sin necesidad de sacar nada de la boca.

Pasaron una, dos, tres y otras cuatro semanas más, y entonces empecé a encontrarme mal. Tenía fiebre y un malestar que no me dejaba nadar como a mí me apetecía. Tumbada en el lodo del fondo del río, me fijé que de mi cola salían unas cosas extrañas. Cuando se lo dije a doña Sá me dijo que me estaban saliendo unas patas y que pronto dejaría las profundidades del arroyo para subir a la superficie, donde ellos siempre estaban. Me puse muy histérica e incluso le grité, poniendo en duda que eso no me pasaría a mí.

−Espera cinco semanas más y el aspecto que tienes ahora será historia − me dijo don Rano con voz seria. Casi llorando le dije que quería ser como el niño del cuento que me había leído, −no crecer nunca jamás−.

Me sumergí en el agua y no volví a salir hasta aquel día que creí morirme. Me ahogaba entre las raíces hundidas de los helechos y casi sin saber cómo, asomé mi cabeza fuera del charco. Ahora tenía unas patas enormes, mi cola había desaparecido, mi boca era más grande, tenía una piel verdosa con manchas oscuras, y de repente me encontré saltando hacia una piedra y después hacia una hoja. De mi garganta salió un ruido parecido al que solían hacer doña Sá y don Rano. Estaba fastidiosamente sorprendida, mirando mi nuevo cuerpo, aprendiendo a respirar el aire fresco de esa nueva zona seca. Cuando menos me lo esperaba mi boca se abrió y desenrolló una “cosa” larga, babosa y resbaladiza. Era la misma lengua que tenían mis padres. De repente, mis ojos se fijaron en un diminuto bichito que volaba a mi lado y sin saber cómo, la punta de esa lengua pegajosa lo atrapó en cuestión de segundos y como un muelle retrocedió de nuevo hacia mi paladar− tuve que reconocer que el sabor era más rico que el plancton que encontraba entre los tallos profundos del torrente.

En una orilla del Cúa, mis padres me observaban asintiendo con sus cabezas, croando y riéndose de todas mis reacciones. –¡Ya te lo dijimos, que te ibas a convertir en un anfibio, eres ahora una RANA! −.  

Tenían razón, había dejado de ser RenaCuaJo para convertirme en Rana-Cúa-Jo y por mucho que intenté que eso no sucediera… Sucedió.

                 −¡Croac, croac, croac, croac−




domingo, 14 de agosto de 2022

AUF WIEDERSEHEN, BYE BYE, ADIÓS!!

 

El augurio del Lagarto

Estaba cansado de haber “pateado” tantas horas por Madrid. Entré en la estación de Chamartín, tenía un par de horas de espera antes de coger el AVE de regreso a casa. Había demasiada gente allí, y me daba pereza estar metido en todo ese jaleo histérico del que corre a tomar un tren en busca de su destino. Por otro lado, tenía que reconocer que el frescor del aire acondicionado de la sala de espera, hacía de la estación un lugar agradable para descansar antes de comenzar el viaje.

Me alejé un poco del “mogollón bullicioso”. Me fui hacia las butacas del fondo, hacia la izquierda, enfrente, pero suficientemente alejado de una de las puertas de entrada. Vi dos sitios vacíos y uno más, ocupado por una cazadora negra con capucha de pelo del mismo color. Con el calor que hacía fuera, era raro ver esa prenda medio tirada en el asiento. Supuse que era de alguien que la había utilizado para pasar la noche a la intemperie, tenía manchas como de haber estado tirada por el suelo.

Yo sólo quería sentarme, estaba agotado. Descansar un rato y coger fuerzas antes de mi vuelta. Tan rápido como tomé asiento, observé que la capucha tomaba vida y que lo que parecía pelo era un cachorro peludo. Acababa de moverse asomando la cabeza fuera del cono de la caperuza. El perro se mimetizaba con la prenda, lo que le hacía pasar inadvertido.

En seguida se acercó “un tío” y nerviosamente le dije: −¡Qué susto me ha dado el cachorro”, ¡Qué bonito es!−.

 –Sí, se llama Zor−. El hombre no tenía muy buen aspecto, no llevaba equipaje, ni bolsa alguna que hiciera pensar que iba a coger un tren. Tenía buen trato, estaba un poco nervioso, pero fuera de eso nada hacía sospechar algo raro en su manera de actuar. Miraba constantemente a una de las puertas de salida de la estación. Me explicó que venía del sur con el perro, había ido a buscarlo a un criadero cercano a Sevilla.  Después había tomado un autobús en dirección a Madrid y desde las 4 de la madrugada, que las puertas del recinto se habían abierto, estaba con el Terranova dentro de la estación; primero para no pasar frío y luego para no pasar calor.

Me estaba dando demasiadas explicaciones sin preguntarle yo nada. Me pareció raro que no quisiera coger ningún tren, a lo mejor no tenía suficiente dinero para un billete, pero tampoco me pidió ayuda para conseguirlo. Eso sí, empezó a aclarar demasiadas cosas sobre lo que había hecho con el perro desde que lo había recogido en el refugio. –Voy para Pontevedra, pero me dicen que no hay billetes para el tren que tengo que coger−. Se hizo un silencio y en seguida continuó su monólogo:−ya avisé a unos amigos y me vienen a recoger. Están a punto de llegar−.

Zor estaba tranquilo, me preguntaba qué sería de él. No veía a su dueño tener la responsabilidad necesaria para cuidar del perro, pero tal vez me equivocaba y estaba interpretando mal la manera de ser de su dueño. De vez en cuando, yo introducía mi mano en el interior del pelo del cachorro. Sentía que se tranquilizaba y yo apaciguaba mi desconfianza hacia su propietario, que no sé por qué, intuía que quería abandonarlo allí mismo.

−Voy a comprar un bocadillo−, me dijo con voz impaciente. Tardó unos 15 minutos en volver. A mí todo esto se me hacía muy extraño. Actuaba compulsivamente y de forma acelerada. No estaba quieto y según venía hacía donde estábamos sentados Zor y yo, se volvía a ir con la excusa del que tiene que hacerse ver para que le recojan en un punto determinado.

Con voz de circunstancias le dije: −Aquí sigue muy tranquilo. Sí−, me dijo y se fue hacia la puerta mascullando algo así como: −están a punto de llegar−. Le sonó el móvil y aceleró el paso de manera nerviosa, yo no entendía bien que me quería decir con tanto bailecito de ir y venir, pero sonaba a que Zor se iba a quedar sin dueño en breves momentos y yo podría ser el mejor candidato “acogedor” del animal, en la estación de Chamartín.

Por un momento fantaseé con la idea de que pudiera quedarme con el Terranova, pero era una locura. En mi casa ya teníamos dos perros y uno más, sería añadir estrés y tensión a mi familia. En el fondo sentía un cosquilleo de emoción como si realmente quisiera quedarme con él. De inmediato desterré la idea de la adopción, cuando el dueño apareció con una bolsa de golosinas. Nos ofreció a ambos un puñado de diminutos ladrillos de gelatina, como si fuéramos niños.  Estaba claro que no era normal la situación y traté de distraerme mirando a otros pasajeros que pasaban por delante de donde nos encontrábamos. Nadie se fijaba mucho en el asiento donde estaba adormilado Zor.

−Oye−, me dijo, después de unos minutos callados, −voy a ver, que parece están mis colegas cerca, échame un último ojo al can−

Asentí con cierta desconfianza y pensé: este tío está a punto de pirarse y no sabe cómo decirme: “colega has aparecido por aquí, te has fijado en el perro, he visto cómo le has acariciado y a Zor le ha gustado, así que te lo quedas, ahí lo tienes, todo para ti. Lo dejo en tus manos”.

Las puertas automáticas de doble hoja se abrieron para dar la bienvenida a un 205 rojo con abolladuras. Su combustión llamaba la atención por el ruido y el humo negro que había dejado al estacionar. Mirando hacia mí, el tío abrió la puerta derecha trasera. Guiñándome un ojo y llevándose el dedo índice y anular hacia la frente, le oí decir: Auf wiedersehen, bye bye, adiós…¡Buena suerte con Zor, es ya tuyo!−

En ese momento no sabía si era suerte o todo lo contrario tener a mi lado al cachorro. Estaba un poco confundido, a pesar de que había pensado en la posibilidad de quedármelo. Recordé que antes de viajar a Madrid, había tocado, casi sin querer, el Lagarto de bronce, situado encima de la mesita del descansillo de la escalera. Mi padre era un fanático de todo tipo de supersticiones y fetichismos para la buena suerte y siempre nos animaba a tocarlo antes de salir por la puerta de casa. Reconozco que para mí, era toda una obscenidad el pensar que tocando una pieza inerte decidiría mi futuro para bien. Yo estaba convencido que siempre era mejor invocar la ayuda de mis familiares fallecidos. Pero no sé por qué, ese día decidí que mi mano se deslizara por el réptil, quizá buscaba todo tipo de amuletos que me ayudaran a aprobar el examen MIR. Sin embargo, creo que más bien parecía como si el “saurio” hubiera puesto todas sus fuerzas en que yo me encontrara con Zor como señal de su buen augurio.

Las dudas y el miedo de la responsabilidad me hicieron entrar en una especie de pánico irracional. No tenía correa, no tenía una caja especial para portarlo, posiblemente no me obedeciera y no sabía si admitirían perros en el AVE. Lo mejor sería dejarlo acurrucado como estaba; pero de inmediato vi que yo era incapaz de hacer eso.

Zor llevaba dormido desde hacía una hora. Cuando despertó, saltó de la butaca, rozó su cabeza entre mis piernas, y se sentó observándome como si quisiera decirme algo. Quizá fuera una señal de confianza, una especie de reclamo para que definitivamente lo adoptara.

Até a su cuello las mangas de la cazadora que había hecho de edredón y a modo de correa comencé a tirar por él.

Tuve que comprar un billete adicional y una bolsa de viaje para poderlo subir al tren. Montamos los últimos para que nadie se sintiera molesto con el perro. Al pasar el revisor, me hizo un gesto como si quisiera comprobar que el animal estaba dentro de la bolsa y cuando yo creía que me iba a recriminar algo, me dijo que lo mejor era que lo sacara de la bolsa para que se estirara un poco y descansara en el suelo, al lado de mis pies.

Después de 5 horas de viaje Zor se estableció definitivamente en mi vida, como si nada extraordinario hubiera cambiado su suerte.




lunes, 6 de junio de 2022

AHÍ OS DEJO ARREGLÁROSLAS SIN MÍ




 

Ahora sí me quiero ir, perder el sentido, dejar de respirar. Hasta la vista. Ahí os dejo, arreglároslas sin mí. Se acabó, adiós muy buenas, ahora continuar con vuestra vida, yo soy de otro mundo, me he ido…ya no estoy aquí, recordar que esto ya lo sabíamos, no tengáis miedo, adelante, seguir con lo vuestro…


Ya te dije que no quería venir para recordar momentos del pasado, no tengo nada que decirte, todavía sigo desolado, me siento herido y necesito curar esta ausencia tan profunda.  Aunque quizás tengas razón, recordar los buenos momentos aliviará su pérdida, pero ya está, nos hemos quedado solos, huérfanos y te veo sufrir demasiado, es innecesario. Tendremos que aprender a llenar su vacío. Si nos ponemos a hurgar en los recuerdos no vamos a dejar de llorar. Sabíamos lo que iba a ocurrir tarde o temprano y después de diagnosticarle ELA, era más que probable que no pasaría de los 5 años. Cuántas veces nos pidió que le ayudáramos a morir, y cuántas veces le convencimos que no podíamos cumplir su deseo, ni se nos pasó por la cabeza hacerlo. La culpa era mayor y más resistente que convencernos de su dignidad vital. El caso es que, cuando hablábamos de un futuro hipotético, no sólo lejano, sino lejanísimo, nos habíamos prometido que llegado el momento si alguno se veía en las circunstancias de irreversibilidad, le desconectaríamos de cualquier máquina que le mantuviera con vida artificialmente, sin miedo a sentir la carga del delito. Pero cuando le ocurrió a él no fuimos capaces y rompimos aquel pacto que habíamos sellado entre los tres hacía más de cuarenta años. Su final no fue largo pero pudo ser más corto y ahora nos viene el remordimiento por no reducirle el sufrimiento.

Sí, él me enseñó a conducir cuando sólo tenía 14 años recién cumplidos. Siempre lo recuerdas y yo se lo he agradecido toda mi vida, ese día me convirtió en un gran profesional. Tú tenías miedo, claro que, eras más joven y además parecías mucho más sensato que nosotros dos, nos dabas estabilidad y cordura, aunque a veces no te hacíamos ni caso. Hoy lo hubieran metido en la cárcel o le hubieran puesto una orden de alejamiento por semejante imprudencia o lo que es peor nos hubieran separado de él, le habrían quitado la patria potestad y hubiéramos ido a un centro de Menores y a saber qué hubiera sido de nuestras vidas. Lo sé, siempre me ha gustado dramatizar e imaginar cosas extremas que difícilmente hubieran ocurrido.

Por eso te dije por teléfono que no era el momento de emocionarnos más. No hace falta que me repitas que tuvimos un padre maravilloso, y que nos hemos convertido en unos dependientes emocionales de su vida. Él sustituyó a nuestra madre, que tú ni recuerdas y yo olvidé su cara real cuando aún era pequeño. Tuvimos dos personas en una, y fuimos afortunados. Somos lo que él nos enseñó.

El día que entablilló la pata del perro, después de la pelea con el gato, quedaste impresionado, fue a partir de ahí que te obsesionaste con el cuidado de los animales. Por eso cuando montaste el refugio fue el primero en ofrecerse como voluntario, no paraba de recoger animales por el barrio e intentar ayudarte a buscar familias de acogida.

Cuando nos dijo la enfermedad que tenía, como dos ignorantes, la buscamos en Google, no teníamos ni idea del sufrimiento que iba vivir, de lo mucho que iba a cambiar, pero aún sin entender lo que le estaba empezando a ocurrir, nos derrumbamos. Él nunca perdió el buen humor, incluso nos consolaba como si los enfermos fuéramos nosotros.

Ya sabes, no era de lamentos y tristezas. Me quedo con el último día que pasamos con él en el hospital cuando aún estaba consciente. Toda la tarde de risas con nuestras bobadas y tonterías. Recuerdas que al despedirnos nos mandó a “tomar por saco” y soltó los tacos que tanto nos hacían reír de niños. ¡Qué tío siempre de buen humor!

Su despedida fue bonita, vino mucha gente a su entierro, eso es porque era buena gente y yo por lo menos me sentí acompañado. Así que deja de llorar y recuerda lo que nos decía.

Ya es hora de marchar, llevo muchos años aquí, estoy un poco cansado, os dejo mi sitio. A ver chicos, tengo que marchar e irme, no va a ser para tanto. Os espero en el otro lado. Nos vemos, adiós.










viernes, 25 de febrero de 2022

LEVIRATO

 


Con siete años conocí a Gorgonio y Jacinto, dos hombres enjutos y recios de aspecto amable y excesivamente parecidos. Lo que me llamó la atención en ellos, no era sólo que uno fuera el calco del otro sino lo raro que eran sus nombres. Nunca había oído nombrar a alguien así.

Mi abuelo quería contratar a unos aprendices para que le ayudaran a sacar adelante el trabajo de varios meses de retraso y estos no eran otros que los hermanos Gorgonio y Jacinto. Habían venido con su padre, el Sr. Tomás, a la carpintería para que mi abuelo los conociera y por “unas perras” enseñarles el oficio de artesanos de la madera.

Me gustaba estar con mi abuelo en su taller. Había un ajetreo constante de trabajadores y clientes. Un ambiente de ruido y voces, que curiosamente, daban sentido y confianza a mi vida. Estar entre el serrín y la montaña de virutas que había por el suelo era una experiencia maravillosa.

Repetí en voz baja sus nombres y cuantas más veces lo hacía, más raros me parecían. Era difícil visualizar el momento en que sus padres decidieron elegir esos nombres tan “feos” para sus gemelos. Suponía que habrían hecho una lista y entre todos los nombres habían elegido los dos que más les gustaban.

Días después mi abuelo me explicó que era una cuestión de suerte, el que algunos se llamaran de una manera o de otra, se carcajeó cuando le hablé de la lista y me dijo: −es mucho más sencillo de lo que tú te crees. Lo más probable es que su madre cogiera el almanaque y escogiera para sus hijos los nombres de los santos que tocaran ese día y sin pensarlo mucho más, los registró como Gorgonio y Jacinto−.

No tenía ni idea de que existiera esa costumbre, por eso me entró curiosidad por saber si Omer aparecía el 29 de febrero y si mis padres lo habían elegido para mí por nacer ese día. En un cajón del bargueño situado en la sala de estar de la casa de mis abuelos, mi abuela guardaba las hojas de los calendarios con la fecha de mi cumpleaños, tenía la mala suerte de no celebrarlo todos los años. En las pocas hojas que tenía con mi fecha, no había ningún Omer sino Dositeo, Salustiano o Segismundo. Me alegré que no hubiera santos judíos que se celebraran ese día. Cuando le dije a mi abuelo lo que había descubierto no paró de reírse en un buen rato y cuando pensaba en ello, volvía a carcajearse con una risa contagiosa, de la que todos, en el taller, compartíamos. −¡Ay que chaval éste, qué cosas tiene!−.

Gorgonio estaba recién casado, tenía la ilusión del amor marcado en su cara y mientras trabajaba cepillando tablones no dejaba de silbar y tararear canciones. Jacinto por el contrario no quería saber nada de compromisos con mujeres, era algo más reservado y serio. Se concentraba en sacar lo mejor de sí mismo con la gubia.  Mi abuelo lo consideraba un artista con mucho potencial. Yo prefería a “Gorgo”, que era como lo llamábamos porque su nombre era demasiado largo como para estar pronunciándolo constantemente, porque me hacía reír con sus bromas y chistes. Siempre estaba de buen humor.

Muchos días Elvira, la joven esposa, pasaba por la carpintería a la hora de cerrar, unas veces entraba para saludarnos y otras lo esperaba fuera −para no molestar_, decía ella. Daba gusto ver a los enamorados marcharse al finalizar la tarde. No me acuerdo que pasaba con Jacinto, supongo que cuando llegaba la hora se iba sin llamar mucho la atención.

Un día Gorgonio llegó más contento de lo habitual, iba a ser padre y su felicidad la compartimos todos. Mi abuelo abrió una botella de vino, gran reserva, y lo celebramos como si el niño fuera un bien de todos. Yo mismo me abracé a él mostrándole mi alegría sin entender muy bien tanto alborozo.

 Cuando Valeria nació, mi abuelo le regaló una cuna con su nombre tallado en “pan de oro” y el Sr. Tomás llevó al taller rosquillas de aceite para celebrar la llegada de su primera nieta. Ese día poco se trabajó y la carpintería se transformó en un local social donde los vecinos compartieron la alegría de los recién estrenados padres.

El teléfono de la carpintería sonaba muy a menudo, pero la mayoría de las veces nadie le hacía caso, demasiado trabajo y ruido como para oírlo y descolgarlo. Esa mañana no paraba de hacerlo, y nadie se inmutaba como de costumbre. Algo me hizo pensar que tanta llamada seguida no podía ser nada bueno. Me subí a un cajón, estiré el brazo para descolgar el teléfono, situado en una de las columnas de la ebanistería y conseguí que alguien al otro lado me escuchara. Era la Sra. María. No entendí nada de lo que me decía, hablaba atropelladamente y daba gritos de angustia. Hice que “Gorgo” viniera a hablar con ella, seguro que él iba a entender lo que estaba pasando.

El Sr. Tomas había sufrido un infarto, cuando llegó al hospital estaba en parada cardíaca, el pronóstico no era nada bueno y su mujer esperaba la peor de las noticias. Gorgonio salió del taller corriendo, con el mono de trabajo a medio quitar, dando voces nos dijo que cuando viniera Jacinto, le avisáramos de lo de su padre. Ese día dio la casualidad que su hermano y mi abuelo estaban en un pueblo, restaurando el retablo de la iglesia y cuando eso ocurría nunca regresaban pronto.

Esa fue la última vez que vi a Gorgonio. Las prisas, el nerviosismo y el riesgo de ir a más velocidad de lo que podía dar su coche en la carretera le hicieron perder la vida. El Sr. Tomás sobrevivió al infarto, pero el susto por la pérdida de su hijo no le devolvieron las ganas de vivir.

Fueron unos días difíciles para todos, en la carpintería había un silencio triste que me resultaba incómodo y deseaba que pasaran esos momentos de duelo cuanto antes. Sólo se escuchaba el ruido de la sierra de disco, el estruendo de los martillos, el torno o el ir y venir de los cepillos de lijado. No había chistes, ni tarareos de canciones, ni se oía silbar, no había conversaciones, sólo silencio y ruido de máquinas. El taller tardó tiempo en recobrar su pulso emocional, aunque poco a poco se fueron “cerraron las heridas” por su pérdida.

Elvira y la pequeña Valeria seguían viniendo al taller con cierta frecuencia, lo hacían a última hora, cuando la carpintería estaba a punto de cerrar y Jacinto estaba casi listo para salir del trabajo. La pequeña era tan alegre como su padre y su visita siempre me generaba ternura. Jugaba con ella a tirarle virutas como si fueran serpentinas y ella no paraba de reír y de enredar con el serrín del suelo. Se convirtió en una rutina ver a Jacinto, Elvira y su hija irse juntos como si fueran una familia. Mi abuelo sabía que algo estaba cambiando en ellos y yo también me di cuenta que había un sentimiento de complicidad. Había atracción entre ellos. Era una mezcla entre dolor y amor lo que los atrapaba y los atraía, y esa fuerza que les salía de lo más profundo de sus sentimientos los mantenía unidos.

Jacinto, consiguió el título oficial de ebanistería, había aprendido todo lo que un buen maestro enseña a sus “pupilos”. Ahora era un profesional de primera con una creatividad excepcional. Estaba listo para irse y dejar atrás la ebanistería del Sr. Elías. En mucho tiempo no volví a saber más de ellos.

Alguien se acercó a mí para darme las condolencias por el fallecimiento de mi abuelo: −¿me conoces?−. Cómo olvidarme del pasado, cómo borrar de mi memoria su historia. Èl y su familia eran parte de mis recuerdos y de mi niñez. Me vino a la cabeza el día que se despidieron los tres en la puerta del taller. Emocionados, con lágrimas en los ojos y apretando los labios para no hacer la marcha más difícil siguieron calle arriba, sin mirar atrás. Yo busqué el cobijo de mi abuelo. Demasiada presión en el pecho, necesitaba llorar.

 − soy yo, Jacinto y esta es Elvira. ¿Te acuerdas de Valeria? Pues ésta es ella; ahora te presento a Leonor, nuestra hija−.

Llevaba varias horas angustiado por lo extraño de la combinación entre la pena y los preparativos del sepelio de mi abuelo Elias, estaba abrumado por la cantidad de gente que se había presentado a sus exequias. Los recuerdos se precipitaban en mi cabeza haciendo que me sintiera aún más triste de lo que debería estar. Sin duda encontrarme con Jacinto y Elvira me habían cambiado el humor tan decaído y deprimente en el que estaba sumido. Volví a pensar en “Gorgo”, y cómo su tragedia se transformó drásticamente. Como del llanto por su pérdida surgió la alegría de un encuentro involuntario, cuyo mayor exponente fue la cohesión de una nueva familia.