El
augurio del Lagarto
Estaba cansado de haber “pateado” tantas horas por Madrid. Entré en
la estación de Chamartín, tenía un par de horas de espera antes de coger el AVE
de regreso a casa. Había demasiada gente allí, y me daba pereza estar metido en
todo ese jaleo histérico del que corre a tomar un tren en busca de su destino.
Por otro lado, tenía que reconocer que el frescor del aire acondicionado de la
sala de espera, hacía de la estación un lugar agradable para descansar antes de
comenzar el viaje.
Me alejé un poco del “mogollón
bullicioso”. Me fui hacia las butacas del fondo, hacia la izquierda, enfrente,
pero suficientemente alejado de una de las puertas de entrada. Vi dos sitios
vacíos y uno más, ocupado por una cazadora negra con capucha de pelo del mismo
color. Con el calor que hacía fuera, era raro ver esa prenda medio tirada en el
asiento. Supuse que era de alguien que la había utilizado para pasar la noche a
la intemperie, tenía manchas como de haber estado tirada por el suelo.
Yo sólo quería sentarme,
estaba agotado. Descansar un rato y coger fuerzas antes de mi vuelta. Tan
rápido como tomé asiento, observé que la capucha tomaba vida y que lo que
parecía pelo era un cachorro peludo. Acababa de moverse asomando la cabeza
fuera del cono de la caperuza. El perro se mimetizaba con la prenda, lo que le
hacía pasar inadvertido.
En
seguida se acercó “un tío” y nerviosamente le dije: −¡Qué susto me ha dado el cachorro”, ¡Qué bonito es!−.
–Sí, se llama Zor−. El
hombre no tenía muy buen aspecto, no llevaba equipaje, ni bolsa alguna que
hiciera pensar que iba a coger un tren. Tenía buen trato, estaba un poco
nervioso, pero fuera de eso nada hacía sospechar algo raro en su manera de
actuar. Miraba constantemente a una de las puertas de salida de la estación. Me
explicó que venía del sur con el perro, había ido a buscarlo a un criadero
cercano a Sevilla. Después había tomado
un autobús en dirección a Madrid y desde las 4 de la madrugada, que las puertas
del recinto se habían abierto, estaba con el Terranova dentro de la estación;
primero para no pasar frío y luego para no pasar calor.
Me estaba dando demasiadas
explicaciones sin preguntarle yo nada. Me pareció raro que no quisiera coger
ningún tren, a lo mejor no tenía suficiente dinero para un billete, pero
tampoco me pidió ayuda para conseguirlo. Eso sí, empezó a aclarar demasiadas
cosas sobre lo que había hecho con el perro desde que lo había recogido en el
refugio. –Voy para Pontevedra, pero me
dicen que no hay billetes para el tren que tengo que coger−. Se hizo un
silencio y en seguida continuó su monólogo:−ya
avisé a unos amigos y me vienen a recoger. Están a punto de llegar−.
Zor estaba tranquilo, me
preguntaba qué sería de él. No veía a su dueño tener la responsabilidad
necesaria para cuidar del perro, pero tal vez me equivocaba y estaba
interpretando mal la manera de ser de su dueño. De vez en cuando, yo introducía
mi mano en el interior del pelo del cachorro. Sentía que se tranquilizaba y yo
apaciguaba mi desconfianza hacia su propietario, que no sé por qué, intuía que
quería abandonarlo allí mismo.
−Voy
a comprar un bocadillo−, me dijo con voz impaciente. Tardó unos
15 minutos en volver. A mí todo esto se me hacía muy extraño. Actuaba compulsivamente
y de forma acelerada. No estaba quieto y según venía hacía donde estábamos
sentados Zor y yo, se volvía a ir con la excusa del que tiene que hacerse ver
para que le recojan en un punto determinado.
Con voz de circunstancias le
dije: −Aquí sigue muy tranquilo. − Sí−, me dijo y se fue hacia la puerta
mascullando algo así como: −están a punto
de llegar−. Le sonó el móvil y aceleró el paso de manera nerviosa, yo no
entendía bien que me quería decir con tanto bailecito de ir y venir, pero
sonaba a que Zor se iba a quedar sin dueño en breves momentos y yo podría ser
el mejor candidato “acogedor” del animal, en la estación de Chamartín.
Por un momento fantaseé con la
idea de que pudiera quedarme con el Terranova, pero era una locura. En mi casa
ya teníamos dos perros y uno más, sería añadir estrés y tensión a mi familia.
En el fondo sentía un cosquilleo de emoción como si realmente quisiera quedarme
con él. De inmediato desterré la idea de la adopción, cuando el dueño apareció
con una bolsa de golosinas. Nos ofreció a ambos un puñado de diminutos
ladrillos de gelatina, como si fuéramos niños.
Estaba claro que no era normal la situación y traté de distraerme
mirando a otros pasajeros que pasaban por delante de donde nos encontrábamos.
Nadie se fijaba mucho en el asiento donde estaba adormilado Zor.
−Oye−, me
dijo, después de unos minutos callados, −voy
a ver, que parece están mis colegas cerca, échame un último ojo al can−
Asentí con cierta desconfianza
y pensé: este tío está a punto de pirarse y no sabe cómo decirme: “colega has
aparecido por aquí, te has fijado en el perro, he visto cómo le has acariciado
y a Zor le ha gustado, así que te lo quedas, ahí lo tienes, todo para ti. Lo
dejo en tus manos”.
Las puertas automáticas de
doble hoja se abrieron para dar la bienvenida a un 205 rojo con abolladuras. Su
combustión llamaba la atención por el ruido y el humo negro que había dejado al
estacionar. Mirando hacia mí, el tío abrió la puerta derecha trasera. Guiñándome
un ojo y llevándose el dedo índice y anular hacia la frente, le oí decir: –Auf
wiedersehen, bye bye, adiós…¡Buena suerte con Zor, es ya tuyo!−
En ese momento no sabía si era
suerte o todo lo contrario tener a mi lado al cachorro. Estaba un poco
confundido, a pesar de que había pensado en la posibilidad de quedármelo.
Recordé que antes de viajar a Madrid, había tocado, casi sin querer, el Lagarto de bronce, situado encima de la
mesita del descansillo de la escalera. Mi padre era un fanático de todo tipo de
supersticiones y fetichismos para la buena suerte y siempre nos animaba a
tocarlo antes de salir por la puerta de casa. Reconozco que para mí, era toda
una obscenidad el pensar que tocando una pieza inerte decidiría mi futuro para bien.
Yo estaba convencido que siempre era mejor invocar la ayuda de mis familiares
fallecidos. Pero no sé por qué, ese día decidí que mi mano se deslizara por el
réptil, quizá buscaba todo tipo de amuletos que me ayudaran a aprobar el examen
MIR. Sin embargo, creo que más bien parecía como si el “saurio” hubiera puesto
todas sus fuerzas en que yo me encontrara con Zor como señal de su buen augurio.
Las dudas y el miedo de la
responsabilidad me hicieron entrar en una especie de pánico irracional. No
tenía correa, no tenía una caja especial para portarlo, posiblemente no me obedeciera
y no sabía si admitirían perros en el AVE. Lo mejor sería dejarlo acurrucado
como estaba; pero de inmediato vi que yo era incapaz de hacer eso.
Zor llevaba dormido desde
hacía una hora. Cuando despertó, saltó de la butaca, rozó su cabeza entre mis
piernas, y se sentó observándome como si quisiera decirme algo. Quizá fuera una
señal de confianza, una especie de reclamo para que definitivamente lo adoptara.
Até a su cuello las mangas de
la cazadora que había hecho de edredón y a modo de correa comencé a tirar por
él.
Tuve que comprar un billete
adicional y una bolsa de viaje para poderlo subir al tren. Montamos los últimos
para que nadie se sintiera molesto con el perro. Al pasar el revisor, me hizo
un gesto como si quisiera comprobar que el animal estaba dentro de la bolsa y
cuando yo creía que me iba a recriminar algo, me dijo que lo mejor era que lo
sacara de la bolsa para que se estirara un poco y descansara en el suelo, al lado
de mis pies.
Después de 5 horas de viaje
Zor se estableció definitivamente en mi vida, como si nada extraordinario
hubiera cambiado su suerte.
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