RENATA CÚA JO
Mi nombre es Renata Cúa Jo porque mi madre no era otra que Doña
Sá Cúa y a mi padre todos lo conocían por Don Rano Jo, así que yo era Renata la
hija de la Cúa y del Jo, pero todos me conocían por el nombre de RenaCuaJo.
Sí, la verdad, es que mi nombre decía lo que era yo, un renacuajo
de las charcas del río Cúa.
Me pasaba las horas debajo del agua, me gustaba tocar el
fondo y después subir hacia la superficie, para luego volver a caer en picado,
nadando entre las raíces hundidas de los arroyos. No podía parar de mover mi
larga cola, así que estaba siempre entre corrientes de arriba y de abajo del
río. Exploraba entre las piedras de la charca enfangada, y sólo descansaba el
tiempo justo para ir a merendar, cuando Doña Sá me preparaba el bocadillo de
riquísimas larvas rojas marinadas. Los otros renacuajos me miraban raro y no
querían saber mucho de mí. Les cansaba verme tan inquieta y huían de mi lado
para quedarse flotando con leves movimientos entre los vaivenes de las
espadañas acuáticas. − ¡Eran unos seres muy aburridos! −.
Un día mi madre me
dijo: −ya estás preparada para hacerte mayor− no entendí que me quiso decir con
eso y antes de qué le preguntara algo, me habló de convertirme en otro anfibio
que, por supuesto, no era yo.
Estuve enfurruñada varios días. Yo no quería ser otra que RenaCúaJo − ¿por qué iba a querer ser
otro animal? −. Una noche Don Rano, a la hora de dormir me leyó un cuento muy
raro. Era sobre un niño que no quería
crecer. Enseguida le interrumpí: − ¿qué es un niño? − y él con voz risueña me
dijo que era un “gigante”, con unas
raíces enormes y asquerosas en su cabeza, con dos patas, dos brazos, unos ojos
peludos, una boca llena de bloques blancos y agujeros extraños en su cara. − Estos
bichos daban mucho miedo. Se movían
de manera rara caminando por el fango seco y parecían de otro mundo−.
Sólo tenía en común con ese “espécimen horrible” que no quería crecer, y me preguntaba: −por qué
tenía que hacerme mayor−. Quería rebelarme cómo él. Yo también soñaba con tener
aventuras fantásticas por ríos desconocidos. Aunque pensándolo bien, realmente lo único que
deseaba era que mi esbelto cuerpo se quedara como era ahora, así, sin cambiar.
Lo de explorar otros lugares ya me daba más pereza, aunque parecía divertido.
Me fastidiaba ser como doña Sá y don Rano que ya no se
zambullían en el río. Sólo saltaban de una hoja a otra, y cada cierto tiempo se
les oía emitir un ruido extraño. Se pasaban horas pasmados subidos a una piedra
mojada y de vez en cuando sacaban su enorme lengua para tragarse un insecto que
pasaba a su lado. Era vomitivo, yo prefería estar en medio de la corriente, a
mi aire, moviéndome sin parar, aspirando larvas de colores sin necesidad de
sacar nada de la boca.
Pasaron una, dos, tres y otras cuatro semanas más, y entonces
empecé a encontrarme mal. Tenía fiebre y un malestar que no me dejaba nadar
como a mí me apetecía. Tumbada en el lodo del fondo del río, me fijé que de mi
cola salían unas cosas extrañas. Cuando se lo dije a doña Sá me dijo que me
estaban saliendo unas patas y que pronto dejaría las profundidades del arroyo
para subir a la superficie, donde ellos siempre estaban. Me puse muy histérica
e incluso le grité, poniendo en duda que eso no me pasaría a mí.
−Espera cinco semanas más y el aspecto que tienes ahora será
historia − me dijo don Rano con voz seria. Casi llorando le dije que quería ser
como el niño del cuento que me había
leído, −no crecer nunca jamás−.
Me sumergí en el agua y no volví a salir hasta aquel día que
creí morirme. Me ahogaba entre las raíces hundidas de los helechos y casi sin
saber cómo, asomé mi cabeza fuera del charco. Ahora tenía unas patas enormes,
mi cola había desaparecido, mi boca era más grande, tenía una piel verdosa con
manchas oscuras, y de repente me encontré saltando hacia una piedra y después
hacia una hoja. De mi garganta salió un ruido parecido al que solían hacer doña
Sá y don Rano. Estaba fastidiosamente sorprendida, mirando mi nuevo cuerpo,
aprendiendo a respirar el aire fresco de esa nueva zona seca. Cuando menos me
lo esperaba mi boca se abrió y desenrolló una “cosa” larga, babosa y resbaladiza. Era la misma lengua que tenían
mis padres. De repente, mis ojos se fijaron en un diminuto bichito que volaba a mi lado y sin saber cómo, la punta de esa
lengua pegajosa lo atrapó en cuestión de segundos y como un muelle retrocedió
de nuevo hacia mi paladar− tuve que reconocer que el sabor era más rico que el
plancton que encontraba entre los tallos profundos del torrente.
En una orilla del Cúa, mis padres me observaban asintiendo
con sus cabezas, croando y riéndose de todas mis reacciones. –¡Ya te lo
dijimos, que te ibas a convertir en un anfibio, eres ahora una RANA! −.
Tenían razón, había dejado de ser RenaCuaJo para convertirme en
Rana-Cúa-Jo y por mucho que intenté que eso no sucediera… Sucedió.
−¡Croac, croac, croac,
croac−
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