miércoles, 7 de diciembre de 2022

RENACUAJO: UN CUENTO PARA NIÑOS

 


RENATA CÚA JO

Mi nombre es Renata Cúa Jo porque mi madre no era otra que Doña Sá Cúa y a mi padre todos lo conocían por Don Rano Jo, así que yo era Renata la hija de la Cúa y del Jo, pero todos me conocían por el nombre de RenaCuaJo.

Sí, la verdad, es que mi nombre decía lo que era yo, un renacuajo de las charcas del río Cúa.

Me pasaba las horas debajo del agua, me gustaba tocar el fondo y después subir hacia la superficie, para luego volver a caer en picado, nadando entre las raíces hundidas de los arroyos. No podía parar de mover mi larga cola, así que estaba siempre entre corrientes de arriba y de abajo del río. Exploraba entre las piedras de la charca enfangada, y sólo descansaba el tiempo justo para ir a merendar, cuando Doña Sá me preparaba el bocadillo de riquísimas larvas rojas marinadas. Los otros renacuajos me miraban raro y no querían saber mucho de mí. Les cansaba verme tan inquieta y huían de mi lado para quedarse flotando con leves movimientos entre los vaivenes de las espadañas acuáticas. − ¡Eran unos seres muy aburridos! −.

 Un día mi madre me dijo: −ya estás preparada para hacerte mayor− no entendí que me quiso decir con eso y antes de qué le preguntara algo, me habló de convertirme en otro anfibio que, por supuesto, no era yo.

Estuve enfurruñada varios días. Yo no quería ser otra que RenaCúaJo − ¿por qué iba a querer ser otro animal? −. Una noche Don Rano, a la hora de dormir me leyó un cuento muy raro. Era sobre un niño que no quería crecer. Enseguida le interrumpí: − ¿qué es un niño? − y él con voz risueña me dijo que era un “gigante”, con unas raíces enormes y asquerosas en su cabeza, con dos patas, dos brazos, unos ojos peludos, una boca llena de bloques blancos y agujeros extraños en su cara. − Estos bichos daban mucho miedo. Se movían de manera rara caminando por el fango seco y parecían de otro mundo−.

Sólo tenía en común con ese “espécimen horrible” que no quería crecer, y me preguntaba: −por qué tenía que hacerme mayor−. Quería rebelarme cómo él. Yo también soñaba con tener aventuras fantásticas por ríos desconocidos.  Aunque pensándolo bien, realmente lo único que deseaba era que mi esbelto cuerpo se quedara como era ahora, así, sin cambiar. Lo de explorar otros lugares ya me daba más pereza, aunque parecía divertido.

Me fastidiaba ser como doña Sá y don Rano que ya no se zambullían en el río. Sólo saltaban de una hoja a otra, y cada cierto tiempo se les oía emitir un ruido extraño. Se pasaban horas pasmados subidos a una piedra mojada y de vez en cuando sacaban su enorme lengua para tragarse un insecto que pasaba a su lado. Era vomitivo, yo prefería estar en medio de la corriente, a mi aire, moviéndome sin parar, aspirando larvas de colores sin necesidad de sacar nada de la boca.

Pasaron una, dos, tres y otras cuatro semanas más, y entonces empecé a encontrarme mal. Tenía fiebre y un malestar que no me dejaba nadar como a mí me apetecía. Tumbada en el lodo del fondo del río, me fijé que de mi cola salían unas cosas extrañas. Cuando se lo dije a doña Sá me dijo que me estaban saliendo unas patas y que pronto dejaría las profundidades del arroyo para subir a la superficie, donde ellos siempre estaban. Me puse muy histérica e incluso le grité, poniendo en duda que eso no me pasaría a mí.

−Espera cinco semanas más y el aspecto que tienes ahora será historia − me dijo don Rano con voz seria. Casi llorando le dije que quería ser como el niño del cuento que me había leído, −no crecer nunca jamás−.

Me sumergí en el agua y no volví a salir hasta aquel día que creí morirme. Me ahogaba entre las raíces hundidas de los helechos y casi sin saber cómo, asomé mi cabeza fuera del charco. Ahora tenía unas patas enormes, mi cola había desaparecido, mi boca era más grande, tenía una piel verdosa con manchas oscuras, y de repente me encontré saltando hacia una piedra y después hacia una hoja. De mi garganta salió un ruido parecido al que solían hacer doña Sá y don Rano. Estaba fastidiosamente sorprendida, mirando mi nuevo cuerpo, aprendiendo a respirar el aire fresco de esa nueva zona seca. Cuando menos me lo esperaba mi boca se abrió y desenrolló una “cosa” larga, babosa y resbaladiza. Era la misma lengua que tenían mis padres. De repente, mis ojos se fijaron en un diminuto bichito que volaba a mi lado y sin saber cómo, la punta de esa lengua pegajosa lo atrapó en cuestión de segundos y como un muelle retrocedió de nuevo hacia mi paladar− tuve que reconocer que el sabor era más rico que el plancton que encontraba entre los tallos profundos del torrente.

En una orilla del Cúa, mis padres me observaban asintiendo con sus cabezas, croando y riéndose de todas mis reacciones. –¡Ya te lo dijimos, que te ibas a convertir en un anfibio, eres ahora una RANA! −.  

Tenían razón, había dejado de ser RenaCuaJo para convertirme en Rana-Cúa-Jo y por mucho que intenté que eso no sucediera… Sucedió.

                 −¡Croac, croac, croac, croac−




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