martes, 17 de mayo de 2016

El maletín de las facturas



               A mi padre que me prestó su maletín por unas horas…

Después de más de siete horas de viaje, llegamos a aquella ciudad tan extraña,  no la sabía ni situar en el mapa, casi no sabía ni nombrarla. Mi padre paró el coche en una calle enorme y nos hizo mirar por el parabrisas trasero hacia una fuente, sí una fuente con formas y colores que iba cambiando de movimientos. Yo nunca había visto en una plaza una fuente y me pareció espectacular, me fijé que en aquella plaza había más coches de los que yo había visto jamás, dando vueltas alrededor de ella…
Continuamos por calles, hacia arriba y después hacia abajo, una vuelta, otra y todo lo veía ajeno y extraño. Era raro, esa era la palabra, raro con respecto a mi sitio de origen, pero a la vez me llamaba la atención todas esas rarezas que suponía abandonaría en unos días, tal vez unas semanas o como mucho unos meses…
La casa no olía como la mía, era un olor como a nuevo, una sensación de humedad pegajosa que yo no conocía. Mis hermanos me llevaron a mi habitación, ellos llevaban meses aquí, y hacían suyo lo que yo aún no conocía. Ya se habían sorprendido y se habían extrañado con lo nuevo por lo que ahora hacían de todo eso algo habitual.
A pesar de mi tristeza por dejar mi casa, a mi abuela, a mi abuelo, mis tíos y a un puñado de primos, la emoción de ver algo nunca visto apaciguo mi angustia.
Era domingo el día que llegué allí por primera vez, tenía 8 años y como era casi octubre debía empezar el cole no más tarde del martes o miércoles. Mis padres lo que querían era que yo me sintiera bien y con tanto preparativo previo y tanta preocupación por mi nuevo cambio, olvidaron hacer la matrícula en la escuela que me correspondía, la más cercana a mi nueva casa, que aún no lo era, porque no la había hecho mía. Así que no hubo más remedio que ir al cole que me admitió, y resulto ser el más lejano, o eso me pareció a mí. Un cole que había abierto sus puertas por primera vez hacía un año y que no había completado la matrícula de alumnos por estar lejos, lejísimos. Yo que iba a mi escuela andando, ahora iba a ir a un colegio en coche, tardando una media de una hora. Eso no lo había hecho yo nunca, a no ser cuando íbamos de vacaciones con mis padres, tíos y mis primos al norte a pasar unos días en la playa, pero ahí sí que era divertido.
Mi padre me llevó el primer día al cole, un martes o miércoles. Sé que fui sola con él porque me senté en el asiento delantero, antes nos sentaban en cualquier sitio y por supuesto sin cinturón de seguridad, pero eso era lo normal. Me iba explicando cosas de lo que haríamos, lo que íbamos a visitar y conocer. Mis hermanos iban al instituto cercano a la casa pero ya me habían dicho que mi cole estaba lejos e incluso que se podía llegar en autobús, posiblemente en una semana ya estaría preparada para cogerlo. Me daba miedo todo ese cambio, edificios altísimos, grandes avenidas, conductores nerviosos, mucho ruido de bocinas, semáforos…de pronto me pareció tener la sensación de que reconocía algo, algo me era cercano, en letras gigantes y de color rojo leí: BANCO PASTOR, pensé “esto sí que es bueno, aquí los pastores tienen un banco” y no dudé en reafirmarme en mi idea, “será un lugar para asociarse y reunirse,  seguro que los pastores vienen y charlan unos con otros; se lo voy a decir a mis abuelos por la noche cuando les llame”.
A mi padre le salió una carcajada y me explicó que era un banco que tenía ese nombre, aun no sabía muy bien lo que era un banco y menos para lo que servía, yo el dinero de la propina que me daban mis tíos y abuelos lo metía en una hucha de barro y los domingos me lo gastaba en los puestos de la plaza o le compraba unas obleas a Riancho.
Se me hizo eterno el camino, un semáforo, otro, parar, arrancar, estaba medio mareada cuando dejamos los últimos bloques de pisos, por lo menos de 10 o 15 pisos y pensé que ya estaríamos cerca, pero no, aún pasaron varios kilómetros era como llegar al fin del mundo… Cuando ya no se veía nada, solo carretera, allí estaba mi “Cole”, mi nuevo Cole, era un edificio enorme, y pensé, “madre mía, aquí entran todos los niños de España juntos”. La verdad no quería entrar en él, estaba lejísimos de mi nueva casa, estaba lejísimos de mi madre y mis hermanos y lo mismo de mis abuelos, mis tíos y primos.
Mi padre paró en una explanada, había unos 6 autobuses, se veía a los conductores descansar en los primeros asientos, pasamos para ellos totalmente inadvertidos.
­­­­_¡Aquí está tu nuevo cole!
Le iba a preguntar “¿por qué tan lejos?” pero no me atreví, los niños de mi época no cuestionábamos nada de lo que decían nuestros padres y lo dábamos todo por bueno siempre que viniera de ellos. Mi padre abrió el maletero y cogió el maletín de las facturas, un maletín que ya tenía para llevar las cuentas de la carbonería donde trabajó con mi tío, dos años mayor que él, y que había decidido dejar, en busca de una vida más próspera, en este lugar que ahora era nuevo para mí.
­_Toma te dejo mi maletín, ¿Qué te parece?
Yo sólo pensé, “¿para que me dejará su maletín?”, miré desde fuera del coche a los asientos de atrás, buscando una cartera, la cartera del cole como llevan todos los niños, pero ahí no había nada. Sólo me atreví a decirle “¡pero papá y ¿mi cartera?!”
No habían tenido tiempo de comprar una, y mi madre había estado tan atareada en deshacer las maletas que se le había pasado el momento de acercarse a una librería, que era donde se compraban las carteras.
-Hoy sin falta, no te preocupes, la que más te guste.
Me dio su maletín y lo que iba a ser mi cartera se convirtió en una maleta de viaje para mí. Yo que era menuda, menudísima y pequeña pequeñísima para mi edad, a dónde iba con semejante maletín, el de las facturas, el que tenían todos los padres para guardar los papeles, nadie se iba a creer que ese maletín era mi cartera, por mucho que mi padre me convenciera de que no era tan grande y que al día siguiente llevaría la que me correspondería para mi edad.
Se me estaba poniendo difícil mi adaptación al nuevo medio, pero ya con esto me parecía imposible remontar cualquier tipo de superación de mí misma.
Entré al aula, como la llamaban aquí, con aquel maletón que no era otro que lo que mi padre llamaba el “maletín de las facturas”. La maestra, ahora profesora, me miró de arriba abajo y no pudo más que reír. Al mismo tiempo todos en la clase se echaron a reír a carcajada, basta que uno empiece para que sigan los demás y sea motivo de parar la clase y hacer jaleo y ruido.
Yo sabía que no era buena idea lo del maletín, pero de ahí a este escándalo iba mucho recorrido. La profesora intentó ponerse seria pero no hubo manera y pasaron varios minutos hasta que pudo encauzar la situación. “¡Vaya escándalo!” pensaba yo, en la clase había niños y niñas, yo siempre había estado con niñas, porque la enseñanza estaba separada en muchos lugares. Así que me sentí aún más avergonzada. Le iba a decir a mi padre que por favor mañana la cartera sin falta; el daño ya estaba hecho y el ridículo había sido monumental.
Ahora entiendo, que en aquel momento debió ser tan gracioso para ellos ver una niña tan pequeña con un maletón desproporcionado para su altura, seguro que  si alguno recuerda la imagen se echará a reír de nuevo. La profesora me mandó sentarme en el único puesto libre del aula, una mesa y silla individual de la última fila, por supuesto no veía ni a la maestra ni el encerado, tan sólo la espalda y el cabezón de un niño que resultó ser el malo de la clase, a mi lado Regina, me pareció un nombre rarísimo, era la rara pero me ayudó mucho a superar el trago del “maletín”…
Años más tarde, cuando aquellos tiempos se calmaron de acontecimientos raros. Cuando yo ya era una mujer independiente y despojada de cualquier complejo del pasado, estando un día con mi padre que iba a preparar unas estanterías para una casa que acababa de comprar, vi que traía una maleta, no era muy grande, la abrió y sacó el taladro de ella. Según la vi, supe que era “el maletín de las facturas” no había duda. Ahí estaba, después de aquel  primer día de colegió dejé de verlo y ahora estaba delante de mí haciendo las funciones de maleta para guardar el taladro…
- ¿El maletín?- le dije _Sí, el mismo_ me contesto.
Mi padre casi me vuelve a pedir disculpas por el préstamo de aquel día, supongo se sintió tan mal como yo, aunque él nunca vio la reacción de los niños y la profesora. A lo largo de mi vida me he dado cuenta que no he desarrollado muchos  complejos y malestares por acontecimientos del pasado. Así que el suceso del maletín no me ha producido un dolor o daño irreversible.
Me sorprendió que mi padre guardara el taladro en su maletín y como había significado tanto para mí, aunque sólo lo tomé prestado por unas horas, le dije que una manera de dejar de pedirme disculpas era regalármelo. Ni lo dudó, metió el taladro en una bolsa de plástico y me dio su maletín, el de las facturas, el que había usado para llevar sus cuentas en la carbonería y el que usaba habitualmente para llevar los papeles de sus empresas.
Ese maletín fue mi cartera por unas horas, en él sólo había un lápiz, una goma y una libreta, prácticamente estaba vacío. Hoy guardo en él recuerdos de los lugares donde he estado, no es muy grande, tiene un asa forrado en cuero, es  rectangular hecho con piel de vaca de color marrón oscuro, con unos cierres a presión que se podían cerrar con llave, su tamaño es normal. Exageradamente normal.

El segundo día de cole llevé una cartera nueva de escay con dibujos de los “Telerines”, salían en la tele todos los días hacia las 8 y nos despedían para que nos fuéramos a la cama (Cleo, Teté, Maripí, Coletitas y Cuquín), dentro de mi cartera unos cuadernos Rubio de matemáticas y caligrafía, un estuche lleno de colores, lápices y goma de borrar. Mis compañeros siguieron riéndose por un tiempo, después como ocurre normalmente se fueron olvidando de la anécdota…

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