martes, 31 de mayo de 2016

COMO TRAZOS EN EL LIENZO (3)

                 V
     En la Panera

Desde el ventanuco enrejado
se veía la tiba y los yugos.
Allí estaban la vertedera y el “oliver”
envueltos en el polvo de los años.

En la Panera

La piel de las cerandas,
el escriño roto,
las quilmas roídas
por la soledad de tu sombra.

En la Panera

Apoyados en la madera,
esperando la nada
el jajo y la ralladera
la horca y la bilda.

En la Panera

Allí tirado el trillo carcomido
por el silencio de la noche,
la gavilla era un recuerdo
de la tarde calurosa.

En la Panera

Los aperos eran ya
escombro de otro tiempo,
de otra gente.
Los vi fríos, oscuros, tristes
y abrí de par en par
la puerta de la Panera…

                VI
     Aquel chopo seco

Aquel solitario chopo seco,
el que no tiene hojas
porque alguien quemó su tronco.
Aquel que sus ramas apuntan alto,
el resquebrajado por letras de amor.
Aquel, sí,
el que tus ojos ven a lo lejos
desde mi balcón,
desde lo alto de mi cornisa.
Sí, aquel del nido vacío,
el de la cigüeña.
Ese que parece vencido,
por el frío del invierno.
El que no se cae,
el que permanece derecho.
Sí, aquel,  el recio y robusto,
el tenaz y férreo.
Sí, aquel chopo seco,
ese soy yo…



jueves, 26 de mayo de 2016

COMO TRAZOS EN EL LIENZO (2)

             III
     El Membrillo

Bajo tus hojas amplias,
enrevesadas por el paso de los días.
Bajo tu gran fruto,
soportado por tus finas ramas.
Bajo tu ruido del final de la tarde…
Dos cuerpos se aman
bajo el tronco de tu verano.
Y los gorriones se asoman,
miran, se posan sobre tu copa.
Y los cuerpos se aman,
con tu movimiento,
con tu compás,
con tu viento…

             IV
     A eso huele...

Linaza que empapa
La puerta vieja,
el carro, la grillanda.
Olor que se envuelve
como la luz que,
tamizada por el lino,
traspasa la ventana.
A eso huele mi casa,
al aceite derramado
en el color de las maderas,
al óleo borrado en la sequedad
de sus vetas.
A esa especie de aroma
que ha dejado el sol
en su memoria.
A eso huele…
¡Hueles!
 A aceite de linaza vieja.







martes, 24 de mayo de 2016

COMO TRAZOS EN EL LIENZO (1)

                                        I
                          Como trazos en el lienzo

Desde lo alto del corredor
donde anidan mis sueños,
unos trazos de colores
cubren el campo.

El polvo mueve
el chopo seco,
donde habitan las cigüeñas.

El rojo de la teja
el tierra de la piedra,
el dorado pálido de la era.

Y al fondo
el verde opaco que desciende
bajo el azul que domina.

Un golpe de mirada
y las texturas se agolpan
en la tela.

Cierro los ojos,
todo queda en la memoria,
al abrirlos todo permanece
como sencillos trazos en el lienzo.


             II
     Beit Keshet

Te encontramos abatida
por el paso de los años…
Te anegamos de sueños
y como arquitectos
trazamos las líneas
del futuro.
Dejaste dirigir el orden
de tu estructura
y te amoldaste
como el cántaro
que modela el alfarero.
Desde entonces
el hueco de los andamios
tiene el color de nuestras entrañas.
Las paredes se aploman
para recoger
las fotografías de nuestra vida.
Para abrazarnos cierras las puertas,
las ventanas ensordecen
la soledad de un tiempo pasado.
Ya no estás desvalida
por el abandono de tus cerrojos,
ni sientes el desamparo de la noche.
Somos nosotros los que te damos
el significado de tu nuevo instante...




viernes, 20 de mayo de 2016

Arquitectura de Maragatería: puertas de la casa arriera


Arquitectura popular del siglo XVIII
Arcos de piedra de medio punto,
toscos y primitivos hechos de lajas irregulares.
Puertas de madera, de roble, negrillo o chopo. 
Herrajes de forja: aldabas, bocallaves, cerraduras, manijas y clavos.
Cromatismo maragato: azul cobalto, verde, marrón o rojo carruaje...



 



















































La verdadera historia de mi abuelo Nicolás

A mi abuela Caridad, a mi padre y a sus cinco hermanos…

“El abuelo salió a cazar un domingo unas perdices para que su hija, la pequeña, las llevara en una fiambrera camino de Cuba, porque iba con el grupo de danza a hacer una gira por esas tierras del Nuevo Mundo”. Así es como comenzó mi primo, el mayor, a contarme lo que él sabía sobre la muerte de nuestro abuelo Nicolás, la mañana en la que se presentó en mi casa aportando nuevos datos a una historia que cada miembro de nuestra familia cuenta de diferente manera, pero en esencia tiene los mismos detalles de un suceso que posiblemente nunca ocurrió…
Cuando uno es niño, no piensa en los  pequeños matices de lo que le cuentan los mayores y se queda con la historia más amplia de lo que le ocurrió al abuelo, a su perro, su escopeta y una fuente…  a no ser que seas muy observador, que en mi caso no lo soy, no cuestionas nada de lo que tu abuela, tíos o padre te cuentan; escuchas, imaginas y vuelves a contarlo repetidamente, incluso creyendo que has estado allí.
Cuando mis hermanos y yo le preguntábamos por milésima vez a mi padre por lo que le había ocurrido a nuestro abuelo Nicolás, siempre contaba la misma versión de lo sucedido; yo la recreaba en mi imaginación y al repetírmela hacía una versión muy similar a aquella  primera que se decidió contar desde el momento en que mi abuelo cayó abatido por el disparo de una escopeta.
Mi abuelo había ido a cazar, un domingo, con sus amigos, con los que iba siempre, no sé  ni cuántos ni quiénes eran, jamás se me ocurrió preguntar por ellos, después de estar cazando,  podía ser al amanecer, a medio día o por la tarde, nunca he oído los detalles de esos momentos, mi abuelo fue a beber a una fuente, dejó la escopeta apoyada en ella y su perro que también fue a beber de manera impetuosa, al subirse a la fuente, dio con una de sus patas en la escopeta, ésta se disparó, y con tan mala suerte que la bala le asestó a mi abuelo un balazo mortal que lo dejó allí mismo muerto.
Me he imaginado tantas veces esa escena, que veo nítidamente el lugar donde todo ocurrió, la fuente, la escopeta, el coto de caza,  a mi abuelo yendo a beber, al perro corriendo precipitadamente y después el disparo, el estruendoso disparo que le llevó al silencio.
A día de hoy no sé el lugar exacto donde todo sucedió. No suelo preguntar por algo tan doloroso para mi familia, aunque no he dejado de preguntarme a lo largo de mi vida por alguno de los momentos previos y por los que vinieron después.
Mis abuelos tuvieron seis hijos, vivían en el centro de Torgás del Camino y regentaban un negocio próspero que les proporcionaba el bienestar en unos años que, aunque inestables políticamente, les dejaba vivir sin grandes sobresaltos y cuando esto sucedió fue una catástrofe para ellos, fue un vacío del que había que recuperarse y seguir adelante.  Mi abuela fue una mujer fuerte, que supo tomar buenas decisiones y junto con sus hijos hizo de la pérdida un nuevo comienzo.
Hace unos diez años nos reunimos los nietos, biznietos y los hijos de aquella mujer tan fuerte, que era mi abuela, en un restaurante. Seríamos unos 50 más o menos y cuando estábamos comenzando el postre, mis primos y yo nos pusimos a recordar cuando éramos pequeños y una historia nos llevó a otra y así salió el tema de nuestro abuelo, el perro, la fuente, y la escopeta como tantas veces había ocurrido en reuniones familiares anteriores. Pero esta vez uno de ellos dijo: ­“estáis equivocados, no es así la historia, ¿de verdad no sabéis la verdadera historia del abuelo Nicolás?”
Yo pensé que nos iba a aportar alguna minucia más a la versión que yo tenía en mi cabeza y que estaba dispuesta a asimilar e incluir en la historia de mi abuelo…
“Al abuelo lo mataron. ¡Vamos, sin querer, un accidente de caza!”
Yo ya tenía 43 años y mi primo me estaba contando algo que no había oído jamás, “¡¿Cómo que lo mataron!?¡¿Cómo un accidente?!...Repite por favor, ¡¿estás hablando en serio?!”
Miré a mi padre que estaba justo enfrente de mí y él sin decir palabra asintió con la cabeza,  aun sin salir de mi asombro, les abrumé con tantas preguntas, que sus respuestas no hicieron más que estimular mi imaginación y elaborar una nueva interpretación de lo sucedido a mi abuelo.
En una de las paredes de mi casa cuelga un retrato de él, se le ve un hombre corpulento y alto, podría haber medido 1,85 de estatura, mirándole pensaba:”¿Cómo puede ser que alguien lo confundiera con una presa? ¿Cómo puede ser que no viera entre la vegetación el cuerpo de un hombre tan grande? ¿cómo el movimiento de mi abuelo entre las zarzas pudo ser confundido con la ligereza de una liebre o una perdiz?” Esta imagen era incomprensible y ridícula pero era a la que había llegado, oyendo a mis familiares, la tarde de aquella reunión.
 Días después mi padre me dijo: “trajeron a tu abuelo en un carro, ya estaba muerto. Había ido a cazar con cuatro amigos que contaron una versión de lo sucedido, la que tú conoces, la de la fuente, el perro y la escopeta; el juez certificó su muerte, pero no hubo investigación policial. Yo no llegué a su entierro, estaba lejos de aquí, el transporte en aquella época era lento. Tu abuelo tenía 45 años.  Conocíamos a los amigos de mi padre y aunque aceptamos lo que ellos nos dijeron no dejamos de pensar en la posibilidad de que algo diferente podría haber sucedido”.
Mi abuela, mi padre y sus hermanos han guardado silencio sobre los amigos de mi abuelo, o yo por lo menos nunca he oído algo como: “era tal o cual, ¡mira! ese era el amigo del abuelo con el que iba a cazar, el que se apellidaba…, esa es de la familia de…, o el hijo de…” Días después me enteré que uno de los que había ido a cazar con mi abuelo decidió emigrar a Brasil con su familia, y empecé a imaginar que pudo ser él quien “sin querer” se llevara a mi abuelo por delante. Es posible que no pudiera soportar su ausencia, el peso del disparo sobre el cuerpo de su amigo o el silencio posterior al estruendo de la bala y eso le hizo no volver jamás… pero repito esto son imaginaciones mías.
A mi abuela no le había quedado una pizca de resentimiento, sólo el dolor de haber perdido a la persona que más quería en este mundo. Su vida había dado un vuelco y con ese cambio, la historia de ella y  la de sus hijos se iba a escribir de otra manera…
 Estuve unos días dando vueltas sobre aquel momento, tuve que despojarme de mi versión, la de siempre, la que se contaba en cada reunión, y así olvidarme de la fuente, la escopeta, el perro y visualizar un nuevo episodio de lo que realmente fue, pero sin tener una idea muy clara.
Mi primo, el mayor, siguió aportando más datos a la historia de nuestro abuelo Nicolás, “mi madre se iba a casar ese año y ya no lo pudo hacer, se casó al año siguiente vestida de negro; hay gente por la calle que al decirle quién era mi madre, aún recuerdan que fue la primera boda en la que una mujer, por los años 50, se casó de negro.”
Me estaba dando cuenta que él no sabía la verdadera historia de nuestro abuelo, hace 16 años que vive fuera de España y no había estado en aquella comida en la que nos enteramos de que algo muy diferente a lo que creíamos hasta el momento, le había pasado a nuestro abuelo. Tuve que contarle, con cierto pudor, la nueva versión de los acontecimientos, de unos hechos ocurridos en 1947 y de los que se estaba enterando 68 años después.
Cuando le llevé en coche a su casa (la antigua casa de mi abuela), porque había venido a desayunar conmigo y mi familia, después de una larga caminata de nueve quilómetros, me sentía mal por haberle rebelado una historia que tampoco había sabido explicarle muy bien, porque de esa verdadera historia hay muchas cosas incomprensibles que ni mi padre ni mis tíos me han contado, porque quizá ellos tampoco las saben con exactitud y la verdad, no me he atrevido a preguntar por no causar más dolor.
Las hermanas de mi primo, el mayor, si sabían que “al abuelo lo habían matado accidentalmente” porque se lo había contado su madre, unos años antes de aquella reunión familiar, en la que yo me enteré. Él hacía tiempo que no vivía en la casa de sus padres, así que no sabía más que lo que siempre le habían contado de niño. ¡Se me quitó un gran peso de encima!
 Mi abuelo había salido a cazar, pero no unas perdices para mi tía que se iba a Cuba, porque en aquel tiempo aún era pequeña para irse y ni siquiera bailaba todavía en el grupo de danza. La madre de mi primo, el mayor, no había pospuesto la boda para el año siguiente a la muerte del abuelo, como él creía,  ya que se casó en 1954 y la razón de casarse de negro casi seguro fue por la muerte de su padre años antes.
La versión que mi primo, el mayor, y yo escuchamos mientras la banda de música tocaba en el templete del jardín de la Sinagoga, el primer día de las fiestas de Torgás, fue otra algo diferente de la que me habían contado en aquella comida de hacía diez años.
Mi abuelo Nicolás había salido a cazar una mañana de domingo, con sus amigos de siempre, unos iban detrás de otros por el coto, el perro de mi abuelo se asustó por algo que vio a lo lejos y el compañero que iba detrás de mi abuelo se asustó del perro, y disparó su escopeta; la bala sorprendió a mi abuelo por la espalda a la altura de los riñones hiriéndole mortalmente…
Con esta versión quedaba claro que por lo menos no fue confundido con ninguna presa, ni estaba agazapado entre la vegetación esperando que su perro saliera por la liebre abatida, cuando fue sorprendido por un disparo… Mi padre confirmó que también había oído, esta nueva variante de lo que allí sucedió, pero él no se atrevía a afirmarla como la historia real. Creo que a estas alturas y después de tantos años es muy difícil llegar a saber la verdad sobre la muerte de mi abuelo Nicolás. Los amigos y el que sorprendió accidentalmente a mi abuelo por la espalda son los únicos que podrían certificar su muerte, porque son los que estaban allí. Los tres que se quedaron en la ciudad guardaron silencio y del que se fue a Brasil no se supo si regresó. Me temo que todos los que aquel domingo por la mañana fueron con él a cazar están muertos y por tanto ya no podemos recuperar la verdadera historia del abuelo Nicolás.
La fuente, la escopeta y el perro, han quedado en el recuerdo, él no bebió agua en ninguna fuente, el perro tampoco lo hizo y la escopeta que se disparó fue la de otro.
Mi abuela, mi padre y mis tíos  vivieron y crecieron sin su padre, lo hicieron sin rencor ni resentimiento por aquel suceso que cambió sus vidas a finales de los años 40.
Desde que aquel domingo mi abuelo disparara su último cartucho, su escopeta quedó guardada para siempre en un rincón de la casa de la abuela, sin que nadie volviera a utilizarla…


martes, 17 de mayo de 2016

El maletín de las facturas



               A mi padre que me prestó su maletín por unas horas…

Después de más de siete horas de viaje, llegamos a aquella ciudad tan extraña,  no la sabía ni situar en el mapa, casi no sabía ni nombrarla. Mi padre paró el coche en una calle enorme y nos hizo mirar por el parabrisas trasero hacia una fuente, sí una fuente con formas y colores que iba cambiando de movimientos. Yo nunca había visto en una plaza una fuente y me pareció espectacular, me fijé que en aquella plaza había más coches de los que yo había visto jamás, dando vueltas alrededor de ella…
Continuamos por calles, hacia arriba y después hacia abajo, una vuelta, otra y todo lo veía ajeno y extraño. Era raro, esa era la palabra, raro con respecto a mi sitio de origen, pero a la vez me llamaba la atención todas esas rarezas que suponía abandonaría en unos días, tal vez unas semanas o como mucho unos meses…
La casa no olía como la mía, era un olor como a nuevo, una sensación de humedad pegajosa que yo no conocía. Mis hermanos me llevaron a mi habitación, ellos llevaban meses aquí, y hacían suyo lo que yo aún no conocía. Ya se habían sorprendido y se habían extrañado con lo nuevo por lo que ahora hacían de todo eso algo habitual.
A pesar de mi tristeza por dejar mi casa, a mi abuela, a mi abuelo, mis tíos y a un puñado de primos, la emoción de ver algo nunca visto apaciguo mi angustia.
Era domingo el día que llegué allí por primera vez, tenía 8 años y como era casi octubre debía empezar el cole no más tarde del martes o miércoles. Mis padres lo que querían era que yo me sintiera bien y con tanto preparativo previo y tanta preocupación por mi nuevo cambio, olvidaron hacer la matrícula en la escuela que me correspondía, la más cercana a mi nueva casa, que aún no lo era, porque no la había hecho mía. Así que no hubo más remedio que ir al cole que me admitió, y resulto ser el más lejano, o eso me pareció a mí. Un cole que había abierto sus puertas por primera vez hacía un año y que no había completado la matrícula de alumnos por estar lejos, lejísimos. Yo que iba a mi escuela andando, ahora iba a ir a un colegio en coche, tardando una media de una hora. Eso no lo había hecho yo nunca, a no ser cuando íbamos de vacaciones con mis padres, tíos y mis primos al norte a pasar unos días en la playa, pero ahí sí que era divertido.
Mi padre me llevó el primer día al cole, un martes o miércoles. Sé que fui sola con él porque me senté en el asiento delantero, antes nos sentaban en cualquier sitio y por supuesto sin cinturón de seguridad, pero eso era lo normal. Me iba explicando cosas de lo que haríamos, lo que íbamos a visitar y conocer. Mis hermanos iban al instituto cercano a la casa pero ya me habían dicho que mi cole estaba lejos e incluso que se podía llegar en autobús, posiblemente en una semana ya estaría preparada para cogerlo. Me daba miedo todo ese cambio, edificios altísimos, grandes avenidas, conductores nerviosos, mucho ruido de bocinas, semáforos…de pronto me pareció tener la sensación de que reconocía algo, algo me era cercano, en letras gigantes y de color rojo leí: BANCO PASTOR, pensé “esto sí que es bueno, aquí los pastores tienen un banco” y no dudé en reafirmarme en mi idea, “será un lugar para asociarse y reunirse,  seguro que los pastores vienen y charlan unos con otros; se lo voy a decir a mis abuelos por la noche cuando les llame”.
A mi padre le salió una carcajada y me explicó que era un banco que tenía ese nombre, aun no sabía muy bien lo que era un banco y menos para lo que servía, yo el dinero de la propina que me daban mis tíos y abuelos lo metía en una hucha de barro y los domingos me lo gastaba en los puestos de la plaza o le compraba unas obleas a Riancho.
Se me hizo eterno el camino, un semáforo, otro, parar, arrancar, estaba medio mareada cuando dejamos los últimos bloques de pisos, por lo menos de 10 o 15 pisos y pensé que ya estaríamos cerca, pero no, aún pasaron varios kilómetros era como llegar al fin del mundo… Cuando ya no se veía nada, solo carretera, allí estaba mi “Cole”, mi nuevo Cole, era un edificio enorme, y pensé, “madre mía, aquí entran todos los niños de España juntos”. La verdad no quería entrar en él, estaba lejísimos de mi nueva casa, estaba lejísimos de mi madre y mis hermanos y lo mismo de mis abuelos, mis tíos y primos.
Mi padre paró en una explanada, había unos 6 autobuses, se veía a los conductores descansar en los primeros asientos, pasamos para ellos totalmente inadvertidos.
­­­­_¡Aquí está tu nuevo cole!
Le iba a preguntar “¿por qué tan lejos?” pero no me atreví, los niños de mi época no cuestionábamos nada de lo que decían nuestros padres y lo dábamos todo por bueno siempre que viniera de ellos. Mi padre abrió el maletero y cogió el maletín de las facturas, un maletín que ya tenía para llevar las cuentas de la carbonería donde trabajó con mi tío, dos años mayor que él, y que había decidido dejar, en busca de una vida más próspera, en este lugar que ahora era nuevo para mí.
­_Toma te dejo mi maletín, ¿Qué te parece?
Yo sólo pensé, “¿para que me dejará su maletín?”, miré desde fuera del coche a los asientos de atrás, buscando una cartera, la cartera del cole como llevan todos los niños, pero ahí no había nada. Sólo me atreví a decirle “¡pero papá y ¿mi cartera?!”
No habían tenido tiempo de comprar una, y mi madre había estado tan atareada en deshacer las maletas que se le había pasado el momento de acercarse a una librería, que era donde se compraban las carteras.
-Hoy sin falta, no te preocupes, la que más te guste.
Me dio su maletín y lo que iba a ser mi cartera se convirtió en una maleta de viaje para mí. Yo que era menuda, menudísima y pequeña pequeñísima para mi edad, a dónde iba con semejante maletín, el de las facturas, el que tenían todos los padres para guardar los papeles, nadie se iba a creer que ese maletín era mi cartera, por mucho que mi padre me convenciera de que no era tan grande y que al día siguiente llevaría la que me correspondería para mi edad.
Se me estaba poniendo difícil mi adaptación al nuevo medio, pero ya con esto me parecía imposible remontar cualquier tipo de superación de mí misma.
Entré al aula, como la llamaban aquí, con aquel maletón que no era otro que lo que mi padre llamaba el “maletín de las facturas”. La maestra, ahora profesora, me miró de arriba abajo y no pudo más que reír. Al mismo tiempo todos en la clase se echaron a reír a carcajada, basta que uno empiece para que sigan los demás y sea motivo de parar la clase y hacer jaleo y ruido.
Yo sabía que no era buena idea lo del maletín, pero de ahí a este escándalo iba mucho recorrido. La profesora intentó ponerse seria pero no hubo manera y pasaron varios minutos hasta que pudo encauzar la situación. “¡Vaya escándalo!” pensaba yo, en la clase había niños y niñas, yo siempre había estado con niñas, porque la enseñanza estaba separada en muchos lugares. Así que me sentí aún más avergonzada. Le iba a decir a mi padre que por favor mañana la cartera sin falta; el daño ya estaba hecho y el ridículo había sido monumental.
Ahora entiendo, que en aquel momento debió ser tan gracioso para ellos ver una niña tan pequeña con un maletón desproporcionado para su altura, seguro que  si alguno recuerda la imagen se echará a reír de nuevo. La profesora me mandó sentarme en el único puesto libre del aula, una mesa y silla individual de la última fila, por supuesto no veía ni a la maestra ni el encerado, tan sólo la espalda y el cabezón de un niño que resultó ser el malo de la clase, a mi lado Regina, me pareció un nombre rarísimo, era la rara pero me ayudó mucho a superar el trago del “maletín”…
Años más tarde, cuando aquellos tiempos se calmaron de acontecimientos raros. Cuando yo ya era una mujer independiente y despojada de cualquier complejo del pasado, estando un día con mi padre que iba a preparar unas estanterías para una casa que acababa de comprar, vi que traía una maleta, no era muy grande, la abrió y sacó el taladro de ella. Según la vi, supe que era “el maletín de las facturas” no había duda. Ahí estaba, después de aquel  primer día de colegió dejé de verlo y ahora estaba delante de mí haciendo las funciones de maleta para guardar el taladro…
- ¿El maletín?- le dije _Sí, el mismo_ me contesto.
Mi padre casi me vuelve a pedir disculpas por el préstamo de aquel día, supongo se sintió tan mal como yo, aunque él nunca vio la reacción de los niños y la profesora. A lo largo de mi vida me he dado cuenta que no he desarrollado muchos  complejos y malestares por acontecimientos del pasado. Así que el suceso del maletín no me ha producido un dolor o daño irreversible.
Me sorprendió que mi padre guardara el taladro en su maletín y como había significado tanto para mí, aunque sólo lo tomé prestado por unas horas, le dije que una manera de dejar de pedirme disculpas era regalármelo. Ni lo dudó, metió el taladro en una bolsa de plástico y me dio su maletín, el de las facturas, el que había usado para llevar sus cuentas en la carbonería y el que usaba habitualmente para llevar los papeles de sus empresas.
Ese maletín fue mi cartera por unas horas, en él sólo había un lápiz, una goma y una libreta, prácticamente estaba vacío. Hoy guardo en él recuerdos de los lugares donde he estado, no es muy grande, tiene un asa forrado en cuero, es  rectangular hecho con piel de vaca de color marrón oscuro, con unos cierres a presión que se podían cerrar con llave, su tamaño es normal. Exageradamente normal.

El segundo día de cole llevé una cartera nueva de escay con dibujos de los “Telerines”, salían en la tele todos los días hacia las 8 y nos despedían para que nos fuéramos a la cama (Cleo, Teté, Maripí, Coletitas y Cuquín), dentro de mi cartera unos cuadernos Rubio de matemáticas y caligrafía, un estuche lleno de colores, lápices y goma de borrar. Mis compañeros siguieron riéndose por un tiempo, después como ocurre normalmente se fueron olvidando de la anécdota…

sábado, 14 de mayo de 2016

Los nombres que tiene mi nombre

          A mi madre

-La verdad es que llamarse Sagrario en 2016 no te abre ninguna puerta y más bien las cierra todas…-
 Nunca me he conformado con mi nombre y nunca me ha gustado, pero lo he tenido que llevar porque era el mío y he tenido que responder siempre por él, aunque lo he hecho con cierta vergüenza y si he podido esconderlo lo he hecho.
Yo me iba a llamar Sarah, por circunstancias sobrevenidas, y cosas que ocurren en la vida, a las horas de nacer, mi madre, mi pobre madre sufrió una embolia por no haberle controlado los coágulos del parto. Tengo más de 50 años y por supuesto en aquel tiempo mi madre fue atendida en su casa por un practicante, sí un practicante, el que ponía las inyecciones, las vacunas o te hacía la cura, como si un parto fuera una simple herida a la que dar unos puntos de sutura…en fin mi madre cayó en un coma profundo del cual pensaron que no iba a salir nunca más. Yo aún no había sido nombrada, porque las cosas en aquel tiempo se las tomaban con calma, decidieron “in extremis”, ya que mi madre no iba a vivir para verme correr y crecer, llamarme como ella, que en esos momentos no se estaba enterando de nada. Pero no cortos con esa decisión optaron por ponerme otro nombre delante, además de una preposición y un artículo, o sea un buen nombre, María del Sagrario ¡madre mía, en que estaban pensando los que lo decidieron!, era el año 1962 y no sonaba tan mal,”¡ imagino!” No les culpo y no sé cómo fue ese momento ya que debió haber bastante revuelo con los acontecimientos que le sobrevinieron a mi pobre madre. “Si falta su madre es bueno que su hija que no la va a conocer lleve su nombre”, quizás fue éste el argumento de peso para que hoy siga yo llevando el nombre que tanto me cuesta asimilar. Ya sé que he tenido tiempo para ello, pero a día de hoy sigo queriéndomelo cambiar.
Pero sigamos con mis nombres, sí mis nombres; mi familia por ambas partes en seguida se dio cuenta que una niña de dos kilos y medio no se podía llamar Sagrario, era demasiado fuerte nombrarme, es un nombre acabado en O, o sea, masculino y yo era una niña diminuta, ¿se imaginan?: “¡Sagrario que pequeñina!, ¡qué guapina!, ¡ven Sagrario a merendar!, ¿me quieres Sagrario?” Y yo con un año, o dos, o tres, etc… Ellos mismos debieron darse cuenta del error y mientras mi madre luchaba por volverme a ver; entre mi tío materno y mi abuela paterna cogieron las dos primeras sílabas de mi primer nombre y la primera sílaba del siguiente y  formaron “Ma-ri-sa”, pero no quedaron contentos con ello y decidieron añadirle acento en la última sílaba con lo que a partir de ese segundo o tercer día de mi existencia pasé a llamarme MARISÁ; mis abuelos, tíos, primos y mis hermanos respiraron tranquilos, por fin un nombre acabado en A, para una niña de no más de dos kilos y medio.
Mi madre no sabía nada de mis nuevos nombres, casi cuando recuperó la memoria y volvió a verme y a asimilar que había pasado a tener tres hijos y no dos como ella recordaba, yo ya tenía tres nombres, porque a mis primos, los que vivían cerca de mi casa, no les debió gustar “Marisá”, ni “Sagrario”, ni “Maria del”. No, ellos me pusieron SASI; me he preguntado tantas veces “¡¿de dónde salíó ese nombre?!, ¡¿qué vieron en mí para llamarme de esa manera!?, ¡¿qué contracciones hicieron de mi nombre propio que les llevó a la consecuencia de llamarme Sasi?!”; a estas alturas ya ni se acuerdan, siempre me dicen lo mismo, “eras tan pequeña, que parecía te pegaba ese nombre”. A mí me suena como si estuviera silbando todo el día, pero claro era muy pequeña para hacerlo, es posible que en esos primeros momentos mis balbuceos fueran como silbidos suaves y de ahí me quedó el nombre; bueno, así que para ellos siempre que me nombran soy la prima Sasi y van cuatro nombres. Por los años 70 cuando mis padres decidieron buscar un futuro mejor en otra ciudad del norte, donde vivían otros tíos muy queridos, enseguida me di cuenta que a ellos no les convencía ninguno de los nombres con los que hasta ahora me nombraban y sin previo aviso comenzaron a llamarme MARY, y con éste me he quedado para ellos y sus hijos hasta hoy. Tanto le gustó a mi madre como sonaba la nueva acepción de mi  nombre, que decidió adoptarlo y comencé a llamarme Mary para ella también, que ahora estaba fenomenal de la dolencia que había sufrido al nacer yo. Para mi padre y mis hermanos seguía siendo Marisá, lo mismo sucedía con todos mis abuelos y mis tíos por parte de madre y el resto de los tíos paternos que no me cambiaban el nombre, es decir los que no me llamaban Mary, ni Sasi. Yo ya me iba haciendo un lío por la manera que cada uno me nombraba, aunque al igual que las personas bilingües, sabía distinguir a cada uno de los familiares o amigos cuando me llamaban.
Si no he contado mal van 5 maneras de llamarme. Como veis, se trata de dar vueltas a  mi nombre real para no nombrarlo, y lo comprendo, realmente lo comprendo. En esa época, años 70, en el cole era Sagrario, nombre formal y académico, no traté de cambiarlo nunca, porque si me suponía ya un apuro decirlo, más me suponía tener que explicar Marisá con acento en la a,  y explicar que me lo habían puesto para calmar el sonido masculino de mi nombre y bueno, era todo un lío, los niños son muy preguntones y te lo preguntan miles de veces, así que era mejor quedarse como estaba, o sea con mi nombre real.
Mi tío el pelirrojo, el que era escritor, en 1972 por mi cumpleaños me hizo un poema precioso titulado MARISÚ. Hoy lo leo y me sigo emocionando, un poema que jugaba con las palabras y las enlazaba con mi nombre, el suave, el que cariñosamente utilizaba mi familia y amigos e iba cambiando en cada final de estrofa la última vocal de ese nombre, así que por arte de la poesía no sólo me llamé Marisá, sino que pasé a ser Marisé, Marisí, Marisó y Marisú. Nunca nadie  me había divertido tanto nombrándome de esa manera. Como nadie me llamaba por esos nombres no puedo anotarlos y contarlos en mi lista de nombrarme.
 Me hice adulta y mi mejor amiga de la adolescencia, que por supuesto no le gustaba ni “Sagrario”, ni “María del”, ni “Marisá”, ni “Mary”, ni “Sasi” pensó que lo mejor era acortarme el nombre, porque ya había acortado el de su novio alemán que era un poco largo y difícil para nuestra pronunciación, así que  empezó a llamarme SÁ, sólo Sá, como suena, el nombre en su mínima expresión, ¡nada! una sílaba sola, teniendo el mío tres. Yo a veces pensaba que lo mío era ridículo, cuando me presentaba ante alguien no sabía que decirles. Era una pesadilla para mí, y llegué a darme cuenta que dijera cual dijera, la gente, como no entendía bien ninguno, no me nombraba: “dile a …., ¿viene tu….?, ¿¡esa chica…cómo se llama!?. Un cabreo constante.
 A mi marido, que también tiene nombre antiguo, pero mucho más llevadero, le gustó la idea de llamarme Sá, y con él me he quedado, me suena cariñoso, pero no me puedo presentar en ningún sitio llamándome con la mínima expresión de mi nombre.
 Cuando nos fuimos a vivir a Estados Unidos, eso fue “el no va más”, al llamarme, no reconocía mi propio  nombre, el que me pusieron mis familiares para recordarme de por vida a mi madre; era impronunciable para ellos y por supuesto cuando me llamaban yo no me volvía porque no iba conmigo la cosa.  Comprendí que o lo mejoraba o era olvidada, así que decidí que allí sería MARISA sin acento, porque si lo ponía sería una complicación añadida; a los americanos les sonaba genial ese nombre y lo habían oído  en ocasiones porque muchas mujeres sudamericanas lo tenían. Y con este van 7 nombres (María, Sagrario, Marisá, Sasi, Mary, Sá y Marisa).
Cuando regresamos a España ya había perdido la cuenta de todos ellos, recuerdo que cuando me llamaban por teléfono según me nombraran sabía quién lo estaba haciendo. Después de unos años perdida entre los nombres, tomé una decisión drástica, ”¡si me llamo de esa manera, pues me hago llamar de esa manera!” Así que sólo iba a contestar por mi nombre, SAGRARIO. Intenté convencer a todos mis familiares cercanos y lejanos, amigos, conocidos y todos los recién llegados. A los pocos meses yo misma me convencí que no podía con mi nombre, “solo así se llaman las monjas” pensé: “Sor Sagrario, madre Sagrario, hermana Sagrario” y volví a recapacitar sobre él, y tome otra nueva decisión. Tenía claro que a Marisá no quería volver, aunque es cierto que todos los que me conocieron de pequeña lo seguían usando, es decir que se pasaron mi decisión por “el forro”, claro que es natural que no cambiaran, yo era para ellos, Marisá, Sasi o Sá, y no mi nombre propio en masculino.
 El cambio que le hice a mi nombre fue SAGRA, todo lo empecé a firmar con ese nombre y ya van 8. En el trabajo, mi tarjeta de presentación era Sagra y todos me empezaron a llamar así porque así lo decidí yo. Era parecido a Sarah y no sonaba mal. Pero siempre hay alguien que te dice “¿Sagra? Ah Sagrario ¿no?” y ya me han dejado por infinita vez hecha polvo. Una tarde de esas que tengo yo pensativa y dándole vueltas al tema del nombre me dije: “¡Sagra, tengo la solución, voy a hacer de este diminutivo un nombre, si Sarah lleva h y me gusta mucho, pues SAGRAH también, y van 8 y un cuarto; hace tiempo que todo lo que escribo lo firmo con Sagrah y le añado mi primer apellido.
Desde que tengo 14 años llevo pensando sobre la idea de cambiar de nombre y que lo certifique un juez y así sentirme cómoda cuando tengo que decir mi nombre. Este verano después de 39 años he ido a preguntar al juzgado por la documentación necesaria para hacerlo. Cuando lo he comentado en casa han puesto “el grito en el cielo”, sólo mi marido me ha apoyado, él entiende un poco de lo que hablo…los trámites para el cambio son engorrosos, pero no imposibles, por si lo hago en un futuro cercano voy recogiendo documentación con mi nuevo nombre… Sagrah
Mi familia, amigos y conocidos me siguen llamando Marisá, Sasi, Mary, Marisa, Sagrario, Sá y Sagra. Para mi marido soy Sá y cuando lo escribe soy Sagrah y mis hijos me llaman mamá o mami. Cuando me llaman Madre les digo si vamos a representar “La casa de Bernarda Alba”, que todo están con Madre,  y por supuesto no les hago caso.  
Mi hermano me escribió hace muchos años un poema que decía “innumerables nombres y para ti ninguno”, tenía razón con ninguno me he sentido plenamente satisfecha pero he tenido que decidirme por uno, y he elegido Sagrah, reconozco que la h lo hace diferente y le otorga categoría de nombre, claro que tiene un problema, como todos los anteriores  y es precisamente esa consonante final, así que con esta nueva vuelta de “tuerca” sigo complicándome con mi nombre y sigo teniendo que dar explicaciones, por lo menos, cuando alguien lo tiene que escribir.
Por cierto mi madre es una persona de 83 años que se llama Sagrario, pero le gusta que la llamen Sagrarito, porque así la llamaba su madre. Y yo me siento la misma persona cuando soy nombrada de todas esas maneras, en realidad son variantes de aquel que me pusieron cuando pesaba dos kilos y medio, “María del Sagrario” y lo hicieron con la mejor intención para recordar siempre a mi madre.