lunes, 29 de julio de 2024

LA CHUNGA

 



Una flamenca peculiar

Le pregunté a Esther que pensaba ella de la muerte, se lo pregunté así “a bocajarro”; yo sólo quería alguna respuesta de por qué viene por sorpresa, arrasa y se va llevando por delante al que le plazca; dejando a los que quedan con una maraña de sentimientos desordenados que sólo con el tiempo van organizándose de nuevo. No es que quisiera agobiarla con esa situación tan deprimente, con ese momento tan escalofriante que todos tratamos de situar en la lejanía; ese momento que estamos convencidos que no se refiere a nosotros, ese que, sólo les pasa a otros y que no vemos que sea el nuestro.

 Siempre he querido pasar de puntillas sobre el tema, mencionarlo lo mínimo, sin opinar demasiado, sin entrar en pensamientos o disertaciones filosóficas y respondiéndome, −eso ahora no toca.

Quizás tenía que haber rebajado el tono de mi pregunta a Esther, tal vez cambiar ese concepto tan aterrador por un eufemismo más amable, para no caer en la oscuridad de ese miedo o para no opinar demasiado de lo desconocido del más allá. Sí, el concepto Muerte en sí mismo, me da repelús, me provoca una especie de “yuyu” alérgico, un “aparta” de mí ese instante solitario de desconexión. Pero no me atrevía a cambiar el término en mi interpelación a Esther. Sin embargo, hacía varias horas, que había tomado la determinación tajante que para mí y a partir de ahora, la Muerte no sólo con letras mayúsculas y con el significado profundo de lo que representa, sino con la acepción más banal y expresiva, esa que tenemos siempre en la boca, iba a ser La Chunga. Había dado en el clavo con el vocablo. Era como cuando sueltas un taco en otro idioma, el exabrupto suena hasta bien, es pegadizo y no parece tan serio o trascendental; puedes hasta decirlo muchas veces y con ello relativizas la gravedad, aunque sea fuerte lo que estés diciendo.

Esther no salía de su asombro con mi pregunta, no se atrevió a decir mucho sobre lo que pensaba, tal vez pensó que aún había mucho que vivir para estar definiendo algo difícil de categorizar. Dejó de mirar sus apuntes y articuló un par de monosílabos e interjecciones, que más parecían sonidos onomatopéyicos que opiniones críticas sobre La Chunga.

Hacía un par de meses que me había enfrentado a la chunga de mis abuelos, primero se fue él y en menos de un mes ella le homenajeó siguiéndole también. Esas pérdidas me hicieron reflexionar sobre cómo se van sucediendo los días y como cuando menos te lo esperas te has ido. El silencio de la noche me estaba ahogando, me hacía enfrentarme en una especie de batalla fratricida contra la que parecía mi cantaora o flamenca favorita, o sea la tal Chunga. Al amanecer, me sentía viva, pero tenía tantas inseguridades que me estaba matando; o, mejor dicho −me estaba chungueando. Así que llamé tímidamente con los nudillos en la puerta de Esther, que sabía estaba despierta, estudiando sin descanso para no sé que oposición a la judicatura. Abrí la puerta tímidamente, ella me miró por encima de sus gafas, levantó un poco la ceja izquierda, queriendo decirme − A ver, ¿qué te pasa ahora?, sabes que estoy concentrada en esta marabunta de apuntes y vienes a distraerme con tus preguntitas. Con escepticismo y tímidamente yo esperaba hacerle la pregunta del día. Era temprano, lo sabía, pero ya no podía más. Siempre me ha gustado preguntar, pero suelo ser odiosamente pesada con tanta demanda, así que ya hace un tiempo que Esther creó la regla de una pregunta por día, los fines de semana eran tiempos muertos, o debería decir, “chungos”, no había ni pregunta ni respuesta, eran para descansar; yo decidí acatar la norma, como si se tratara de un medicamento, donde la prescripción era precisa y clara, si no quería sobre exponerme a una sobredosis oral por ingesta de interrogantes y perder su amistad; me fastidiaba un poco, porque a veces las horas entre consulta y consulta se hacían eternas y me era difícil sujetar mi ansiedad.

Hoy tocaba sobre La Chunga, era una pregunta profunda y la respuesta tenía muchas aristas, iba a ser un tanto complicada; a lo mejor Esther me mandaba a paseo; era comprensible, no es fácil opinar sobre algo que cada uno se enfrenta con un miedo diferente y posiblemente, como yo, no sabría definirlo. A veces le salía el genio de su padre y acabábamos discutiendo y nos pasábamos una semana cada una por su lado ignorándonos. Incluso una vez me propuse buscar otro piso, para olvidarme de ella y de todas sus exigencias. Supongo que ella pensó lo mismo, estaba harta de mí, con todas mis comeduras de tarro y las sucesivas dudas que siempre estaban asaltándome.

Para Esther, yo iba a trabajar mi media jornada y cuando volvía me tiraba en el sofá y no hacía más que pensar y preguntar, lo que ella consideraba como interpelar arbitrariamente, filosofar sobre conceptos curiosos y de difícil respuesta. Es cierto que no sabía cómo dejar mi mente quieta, no en blanco, no; eso no era lo que yo quería. Mi objetivo era dejar de pensar en el más amplio sentido de la palabra.

Lo de mis abuelos me estaba dejando tocada de la “olla”. Se me quedó grabado los dos momentos de su entierro, cada uno en el tiempo que le tocó afrontarlo, de colocar los ladrillos sellando la tumba por debajo de la lápida principal. Ese sonido hueco del roce del cemento, la paleta y el eco seco de un ladrillo con otro. Realmente me impresionó más que el llanto de mi madre y mis tías al asumir su orfandad definitiva.

Esther trataba de resolver fácilmente mis dudas, con un veredicto un tanto superficial por la rapidez de querer responder a mí única pregunta del día, lo antes posible y así ya estar tranquila el resto de la jornada. Lo hacía de manera didáctica, como si estuviera ensayando oralmente la solución correcta a una de las cuestiones del examen que tenía que pasar. Trataba de calmar mis miedos de manera cariñosa, pero resolutiva para que la dejara estudiar cuanto antes. Al fin y al cabo, nos podían quedar unos 50 años de vida o más, si todo iba bien y para que agobiarse, ahora que comenzaba un precioso día de primavera, aunque ella tuviera que estar encerrada ocho horas delante de unos libros aburridos memorizándolo todo y yo tuviera que coger el metro al aeropuerto para limpiar como un autómata, lo que otros ensuciaban.

Entonces yo buscaba la contestación en mi interior. Una reflexión que me calmaran ante la evidencia de La Chunga. Algo que consiguiera aferrarme aún más a mi mundo.  Sentirme viva sin tantos pensamientos tétricos y recurrentes sobre “la chunguedad”. Estaba tan obsesionada con ella que incluso empaticé con la idea de qué no era tan malo tocar el más allá. Casi me convencí qué si me pasaba algo y si La Chunga me atrapaba, la cosa ni tan mal. Generé hasta un pensamiento positivo, me animaba a mí misma gestando un ánimo inusitadamente gratificante. No era real lo que estaba proyectando. Tenía un desorden sentimental, una pena por entender que la vida iba pasando, superando etapas y que a los que quería esta Chunga se los iba llevando sin darles más oportunidad que cerrar los ojos, dejarles inertes, pálidos, sin expresión y sobre todo mudos para siempre. Pero lo peor de todo es que, a los que rodeaban al finado, este “prototipo constructivo” los dejaba atónitos, en medio de un caos finito, pero al fin y al cabo una hecatombe de sentimientos difíciles de encauzar hacia lo racional.

Esther se levantó de su silla, se acercó a mí, me acogió entre sus brazos y trató de calmar mis miedos con la experiencia del que sabe dar consejos caseros, de esos que valen para todo desde un conocimiento relativo. Con unos ojos llenos de ternura me contestó lo que pensaba sobre ella, hizo un alegato poco convincente de la profundidad de lo que La Chunga significaba para la humanidad y aunque no me persuadieron sus argumentos, sí me calmó la seguridad de sus palabras, la manera de mirarme, su comunicación corporal, su estado de ánimo y paciencia. Después de un buen rato de monólogo, Esther casi había conseguido que yo dejara de cavilar y entrara en una parcela terrenal más somera y aparente de objetiva realidad.

Cuando estaba a punto de salir de su cuarto, con la serenidad del que le ha hecho efecto un ansiolítico verbal. Volví a oír su voz −Quieres preguntarme algo más, hoy podemos romper nuestra regla. Hacer una excepción.

Desanduve mis pasos y casi sin pensar dije: − ¿Tú crees que La Chunga me ronda? Con una carcajada me respondió: − ¿La Chunga? ¿Esa quién es?, ¿una flamenca?...


 


viernes, 17 de mayo de 2024

QUÉ PRONTO SE HA HECHO TARDE

 



                                In memoriam E. R. C.

Es difícil despedirte cuando no sabía que te ibas a marchar, es difícil dejarte ir cuando tu edad aún era temprana para hacerlo; te quedaban muchas cosas por hacer; no era tu momento, pero lo ha sido y no puedo hacer nada para cambiar este destino trágico que me ha llevado al desasosiego y la tristeza; que nos ha llevado al asombro, a la negación, a creer que no era real. He empezado a hacer el duelo por tu pérdida y no tengo otro trabajo más que asumir dejar de ver al Eloy tan singular y diferente con el que he compartido buenos momentos a lo largo de todos estos años. Desde aquel niño delgadito, de pelo rizado, de ojos vivos, de sonrisa pícara, de talante inquieto, siempre observador e inteligente; al Eloy de melena blanca ondulada, el de la mochila negra, el de la cámara de fotos, el de las prisas por las calles de Astorga, por los pueblos de maragatería y el Órbigo, captando lo que otros nunca veíamos. Del que jugaba conmigo de niña, del que me ayudaba con mis tareas escolares, del que me protegía como hermano mayor, a este otro adulto, el Eloy más reflexivo, artista, crítico y excepcional.

Ya he empezado a echarte de menos. Noto el vacío de tu voz, noto la ausencia de tu manera de estar ahí para mí.  Va a ser raro no encontrarte en una procesión, desfile o evento cultural. Será raro doblar la esquina de una calle o llegar a la plaza y no distinguir tu presencia entre la multitud. Tu cámara ha quedado apagada, el disparador se ha bloqueado en tu honor y por mucho que se mire a través del visor, no se va a ver lo mismo que veías tú; por mucho que yo me empeñe en capturar una imagen, nunca va a ser como lo hacías tú, esa manera tan personal, particular e íntima de entender cada momento, cada instante.

Iré poco a poco despidiéndote como he sabido hacer con cada golpe de ausencia en la familia. La tuya está siendo dura de asumir, como lo fue la de ellos, por lo inoportuna y prematura. Ese parece ser el patrón familiar que nos persigue, el de la perplejidad, el del estupor y el de la extrañeza ante una partida inusitada. Qué pronto se te ha hecho tarde y que tarde se me ha hecho a mí tu pronta marcha sin un adiós. No ha habido tiempo a despedirte, ni he podido calmar tu inquietud por lo que estaba sucediendo, por lo que estabas pasando; no supe entender bien la premura de la enfermedad y por qué tu voz se iba quedando muda y por qué tu cuerpo se iba desvaneciendo poco a poco cada día, quedándose sin fuerza hasta apagarse esa mañana de mayo, que era viernes, en la que tú escribiste tu último poema, un poema lúgubre y luctuoso sin retorno.

− “No tengo miedo a la muerte, pero me da pena por todo lo que dejo−” fueron las últimas palabras que compartiste conmigo. Las oigo en mi interior una y otra vez como si fueran el estribillo de tu partida y trato de no llorar, pero las lágrimas no dejan de asomar en mis ojos y me abandono a esa tristeza para así hacerme más fuerte. Es mi manera de cauterizar esta herida abierta, esta brecha entre el sentimiento de vacío y la soledad de un luto no buscado. Voy asumiendo que ya nos has dejado, que no voy a verte más. Tus exequias son parte de mi curación, y la despedida se hace necesaria para superar esta pena que me inunda, este momento melancólico vacuo. Es por eso que ya te digo adiós Eloy, ya te dejo marchar. Adiós Elo.

Publicado en

            Astorga Redacción1 
            Disimulo del ser. Eloy Rubio Carro In memoriam2
           ________________

          1 https://astorgaredaccion.com/art/35468/que-pronto-se-ha-hecho-tarde 12/05/2024
           2Eloy Rubio Carro "et al" Disimulo del ser. Eloy Rubio Carro. In memoriam. Astorga: Editorial Marciano Sonoro 2024
            https://www.marcianosonoro.com/inicio/sobre-disimulo-del-ser/

viernes, 3 de mayo de 2024

UN BIZCOCHO DE PROXIMIDAD

 


Neigborhood!

Hoy ha llegado un camión de mudanza con los muebles de los “nuevos” de la casa de arriba. –Por fin, ya era hora que alguien ocupara esa vivienda; ver una nueva familia iba a darle un poco más de marcha a esta urbanización tan sosa. Mi primer impulso ha sido ir a presentarme, llevándoles un bizcocho, −es así como se da la bienvenida ¿no? –Hola soy …la vecina de ahí abajo, la de la primera casa. Me he parado en seco y he pensado: −No, esto no se hace aquí, esa actitud sólo se ve en las series. Mi gesto se interpretaría como intromisión inoportuna. Seguro que pensarían: −Con este jaleo a qué viene esta tía aquí, vaya cotilla, que le importará nuestra vida. Y al final acabarían llamándome “La cotilla” −y yo no quiero que eso ocurra. Así que mejor sería dejarlo pasar. Aunque –es una pena, me habría hecho mucha ilusión presentarme con una tarta como lo hacen en las películas y luego organizar la barbacoa del sábado. En el fondo como dicen mis hijos −soy una cursi sentimental. Pensándolo bien yo no lo he hecho con ningún vecino anteriormente. –No sé por qué carajo se me ha metido entre ceja y ceja llevar un postre a los nuevos ahora. –Al final desisto de mi pretensión intrusiva, sin entender mi absurdo empeño por tanto interés.

Lo tengo claro, hoy en día lo normal es no querer saber nada de nadie, pasar de todo. El individualismo es el rey de las relaciones sociales. Quererse a uno mismo es lo más. −Se pierde mucho tiempo compartiendo amor y cariño, incluso la amistad ya no tiene tanto valor. Ahora lo más de lo más, es viajar solo y publicarlo, aunque todo sea falso –preparar el Tiktok y que los demás sepan lo bien que te enrollas tú solita por el mundo. Mi hija es una de las que práctica este turismo y dice que se lo pasa fenomenal. –No sé yo. Me hace ver que estoy anticuada. –Puedo aceptar esa soledad impostada, no tengo objeción alguna, salvo que hay un poco de mentira y postureo. A la mayoría de la gente nos gusta socializar. Está de moda creer que con ello vamos a vivir más. Aunque yo creo que es sólo una cuestión de sentirnos mejor y lo de vivir más, ya se verá.

Por eso estaba tan pesada con el postre y los nuevos inquilinos. Simplemente por establecer nuevos lazos afectivos.

Recuerdo cuando llegamos a nuestra casa “proletaria”, como la llama Natan; una vivienda adosada, no para ricos, sino para currantes, como lo éramos nosotros; con pocos medios para extras y sobreviviendo a una hipoteca de muchos años, mes a mes. Los trillizos acababan de cumplir cuatro años. Fue todo un reto mudarnos del apartamento; dejamos de compartir los cinco, el mismo cuarto familiar −ya era hora. Así que fue impactante tener cuatro habitaciones y un gran espacio para la privacidad de cada uno. En medio de todo el desorden de cajas, alguien llamó a la puerta. Era Maite, la de la 4ª casa, que apareció con unas magdalenas. No fue un acto glamuroso, como el que yo pretendía hacer ahora, sino que sorprendentemente, fue algo simpático y que pareció espontáneo. Todo un detalle por su parte que nunca he olvidado. Debió  ver mucho desconcierto e indecisión en la organización de los enseres, que se apilaban ya desde la entrada de la casa −supongo nos vio desbordados con las tres criaturas− y para calmar nuestra ansiedad se le debió ocurrir, sobre la marcha, traer los bollos. Meses después cuando compartía el mismo banco en el parque infantil, me confesó que le llamamos tanto la atención que no dudó en presentarse en casa, a sabiendas que podía ser una intromisión maleducada. Para mí no lo fue y nunca he olvidado ese gesto que tuvo con los niños y el ofrecimiento de ayuda incondicional que nunca utilice. Ya hace unos años que los Esmorís se compraron una nueva casa. Eso sí, se marcharon sin despedirse y su manera de “pirarse” me decepcionó bastante.

Y desde aquel día de las magdalenas hasta hoy, 27 años después, no ha habido muchos vecinos que espontáneamente hayan llamado a nuestra puerta. −Supongo no nos han necesitado.

Aunque tengo que decir que hace varios años, recogí del buzón una carta, −un folio doblado, sin sobre, ni sello− la firmaba Raquel, la de la 8ª casa; se despedía para siempre, se largaba con el contratista que había realizado la restauración de su vivienda. Yo no salía de mi asombro por la historia de su vida y por la misiva improvisada. Nunca pude agradecerle sus palabras de adiós, porque no dejó dirección y nunca más la he vuelto a ver. Casi se me cayeron las lágrimas cuando leí que –yo era la persona con la que se había sentido a gusto aquí. Para ella yo había sido casi la única en dirigirle la palabra. –Sabía que estaba exagerando y que toda la emoción era por la despedida. Me hizo ilusión que me recordara de esa manera, era un “chute” de autoestima que me arregló esa mañana.

Aquí somos vecinos de “hola y adiós”, no entramos en nada personal, no sabemos casi nada unos de otros. Somos de esos que yo llamo “planos”, sin emociones hacia el que está enfrente. Podríamos definirnos como superficiales y sin ganas de ningún tipo de relación; es como decir: − ¡ah! no sabía que vivías ahí y te llevo viendo más de 20 años. Tengo que decir a mi favor que yo no era así; a mí me gustaba hablar con todo el que me encontrara por la calle, −pero, entonces ¿ qué tipo de gente es la que vive aquí? Pronto descubrí que mis saludos y aserciones eran respondidas con monosílabos, como si fueran gente extranjera que no se expresara en la misma lengua y con el tiempo, tengo la sensación que he acabado como ellos: totalmente plana o mejor dicho cerrada, intrusiva y con miedo a invadir intimidades –Todo un desastre social. − ¡Qué pena!

Supongo que todos estamos acojonados con el lío de las redes sociales y los juicios paralelos por ser de una manera o de otra. Quién se atreve a una relación con un vecino, imagínate que te extralimitas con un bizcocho, y a lo mejor recibes una orden de alejamiento por traspasar el dintel de la puerta. Así que volviendo al tema que me invade estos días, he decidido que no horneo nada para los nuevos; no vaya a ser que haga el ridículo y encima hiera alguna sensibilidad. Está claro que no se lleva la cortesía en estos momentos y no voy yo a “mentar a la bicha” para crear algún problema donde no lo hay.

Los niños y los perros hacen mucho por crear un entramado de relaciones circunstanciales no importantes, pero sí vitales en un momento determinado de la vida. Con ellos puedes tener nuevas amistades sin que sean relaciones trascendentales. Yo disfruté mucho de ese momento, parecía la reina de la Amistad, me sentía importante y estaba llena de historias propias y acontecimientos que sabía de los demás y que parecían incumbirme formando parte de mi historia, aunque era la de ellos también. Cada día tenía su memoria, su crónica, algo diferente al día anterior. Aún en esos momentos dulces de vecindad, una vez salías del recinto del parque, del recibidor de la escuela o de la parada del bus escolar no había nada más. Y lo peor de todo es que esos fascinantes momentos de conexión, concomitancia y concordia, se convirtieron en recuerdos y por tanto estaban listos para formar parte de mi historiografía.

Una vez que los trillizos se hicieron mayores; se fueron cada uno por su lado. Fue en ese momento cuando el perro se quedó sordo, también dejó de ver con nitidez y el jardín fue su única opción para salir a la calle. Me di cuenta que se me habían acabado los pretextos para encontrarme con algún residente y no era plan de salir a buscar al primero que pasara y establecer un poco de conversación y darme una oportunidad para vencer el aburrimiento –Oye que voy contigo, espera que cojo mi abrigo y hablamos. –No, esto no está bien enfocado, así no se hacen las cosas. Natan me animaba en mi empeño de contactar con quien fuera, me decía que −no tenía por qué juzgarme a mí misma, siempre que quisiera hablar con alguien. Me hacía ver que lo mío era la historia de: −sí, pero no, no vaya a ser que crean qué…, mejor me quedo… Y al final optaba por no hacer nada. Admiraba toda la vida que Natan tenía en su móvil; yo era incapaz de estar más de diez minutos seguidos mirando mensajes, leyendo noticias o siguiendo a alguien en X. Me agotaba la pantalla y por eso me dejé de todo eso. Tal vez fue un error.

Así que un día, que no podía más con el hastío, se me ocurrió hacer una campaña de llamadas telefónicas, para saber de mis vecinos más próximos. Lo cierto es que animada por una noticia triste, que había leído sobre una mujer mayor que había muerto sola en su casa y que ni su familia, ni sus vecinos la habían echado en falta, durante más de 30 días y sólo cuando empezó a oler mal la escalera, se llevaron las manos a la cabeza y un remordimiento se apoderó de todos ellos.  Me hizo pensar en lo impersonal y solitaria que me estaba volviendo, aunque me moría de ganas por relacionarme con alguien más allá de los de mi casa. Así que entusiasmada abrí mi lista de contactos; estaba decidida a pasar un par de horas trabajando por la amistad y que no se dijera que yo abandonaba a mis vecinas.

−Hola Teri. Soy Orel.

_ ¿Quién?

_Tu vecina de al lado, sólo quería saber qué tal estás. Vivimos tan cerca y parece que estamos a kilómetros.

−Ah vale, ¿Qué quieres?

− No, nada en particular. Sólo quería saber si estáis bien.

−Sí, sí, bueno ya sabes, con Félix lo de siempre. Me vuelve loca. Casi quema la casa otra vez, es demasiado descuidado, estoy todo el día dándole voces. Se le va la cabeza. No puedo con él.

−Ah vaya, lo siento. ¡Qué desastre! Y ¿pasó algo?

−No, no pasó nada porque yo estaba por aquí y ya olí a quemado y me puse en alerta. Le pegué un par de bocinazos que seguro oíste.

−Bueno, no, no me suena, no recuerdo. Era mentira, pero es que todos los días la oía enfadarse y dar voces a su marido, así que uno más o menos era imperceptible a mis oídos.

Fue entonces cuando nuestra conversación se transformó en un monólogo; ya sólo hablaba ella, contestándose y preguntándose casi al mismo tiempo. −Ah bien…vale. Después de cuarenta minutos, yo ya quería despedirme, pero ahora ella, era la que no me dejaba, estaba tan emocionada con hablar conmigo que yo me sentí con la obligación de escucharla. –Vale, vale. Ahora sé que todo os va bien. Llámame si me necesitas.

Después de una hora hablando me inventé una excusa para tener que cortar, me sabía mal, pero yo consideraba que ya era suficiente.

−Bueno Teri, te tengo que dejar, que me esperan en…era falso, pero no quería ser brusca y desagradable interrumpiendo su conversación.

−Adiós Ori.

−Nos vemos. Te llamo en unos días ¿vale? Adiós

Aún tuve ganas de llamar a Judith, solíamos coincidir con los perros en el Campo Grande. El suyo había fallecido hacía un año y a ella parecía habérsela tragado la tierra porque pocas veces volví a coincidir con ella por la calle.

−Hola Judith soy Orel, te llamo a ver qué tal estás, hace tiempo que no nos vemos. −Te echo de menos en el campito. −Aunque nuestro perro estaba demasiado viejo y ya no íbamos por ahí. Pero era por decirle algo−.

−Ah hola, qué tal. Hace tiempo sí…

−Sí, estamos tan a lo nuestro, que no sabemos nada de nadie… que conversación más ridícula, en fin. −Te llamo un poco para saber de ti. ¿Cómo va todo?… −cuantas bobadas se dicen por teléfono, ¡madre mía! −

−Bueno, no estoy muy bien. Es cierto que he estado muy agobiada y ausente de todo por aquí. Ya sabes el tormento de separación que he tenido. La lucha por la custodia de mis hijos me ha tenido absorbida mucho tiempo. No sé si sabes del gran cambio del cabronazo de Pablo, ahora es… Hubo un silencio incómodo, esperando mi respuesta. Fue como si creyera que yo supiera de su vida, pero no tenía ni idea de lo que realmente estaba pasando.

−…Marga. Te lo puedes creer que se ha hecho tía para conseguir más beneficios con los niños. Me da asco sólo pensarlo y suelto espumarajos por la boca cada vez que lo veo delante de mis narices.

−Me salió un hilo entrecortado de voz y sólo pude decirle: ¡vaya!

¿Cuándo ha sido eso? ¿Qué me he perdido? Juraría que yo había visto hacia unos días al mismísimo Pablo bajando del coche, tal como era. Un tío

− ¿Te puedes creer que ahora dice que se siente tía?, aunque es el mismo de siempre y que lo hace para que le sea más fácil recuperar a los niños y con recochineo me dice que le llame Marga.

− ¿¡Eh!? Me quedo muerta Judith. O sea, que ahora se puede cambiar de identidad, − ¡así de fácil? −, para conseguir un fin que puede ser perverso para los menores. No salgo de mi asombro. Vaya drama. Titubeé en la conversación poniéndome de su lado diciéndole obviedades de ánimo y apoyo. Ella se echó a llorar y no supe que hacer para animarla. En situaciones como ésta lo único que digo son obviedades y estropeo más que arreglo. −Entonces ahora le llamamos ¿Marga? Le solté.

Cómo le he podido preguntar eso; Qué más da cómo se llame, soy idiota; tenía que haber continuado respaldándola, poniéndome de su lado. Pero no, yo machaconamente a vueltas con su nombre. Y ella se iba adentrando en episodios cada vez más personales que yo no estaba dispuesta a oír. Decidí, cortar cuanto antes y acabé con un −Vale, vale, pues lo que necesites… ¿Lo que necesites qué?, parezco gilipollas, vaya conversación más disparatada por mi parte. Me puse nerviosa y ya la cosa fue a peor. Así que como pude, me despedí. Supongo se notó mucho que lo que quería era cortar de inmediato y así lo hice.

−Bueno nos vemos por ahí; después le solté un “chao”, de colega. me sentía hipócrita, yo sólo quería llamarla para que todo fuera bien y divertirnos un poco.

Ya no me quedaron ganas de llamar a nadie más, tenía una lista de cinco y sólo había hecho dos. Lo mejor iba a ser dejar las cosas como estaban, no saber de nadie más por hoy.

Y de repente pensé: −mira que si llamo a Mábel y me dice que ahora es Manolo. No pude parar de reírme durante un buen rato. Qué cosas pasan ahora. No creo que haya mujeres que quieran cambiar su identidad. −Las mujeres estamos de moda, quién nos lo iba a decir.

 No tardó mucho en pasárseme mi mal trago con todas esas conversaciones frustradas. Así, que volví a la idea de que presentarme delante de la puerta de los vecinos nuevos, no tenía nada de malo y posiblemente no iba a ser tan extraño como me había parecido en un principio. Me obsesioné con querer hacerlo. No sabía cómo calmar mi impulso y entonces me dije −venga, pues hazlo, quédate ya tranquila de una vez. Harás el ridículo como siempre, pero ya está. Algo me hacía dar un paso para delante y acto seguido lo daba para atrás; no me acababa de decidir.

Veía a los nuevos cuando se sentaban a desayunar, y los volvía a ver a la hora de cenar; era una familia de tres que no daba, a lo largo del día, ninguna oportunidad a la espontaneidad, no había nada extraordinario en lo que hacían dentro de su casa. No es que yo fuera una mirona, que quisiera saber de su vida, “una vieja del visillo” como decían mis hijos –qué expresión más despectiva− No, yo no era eso. No tenían cortinas y las mías estaban siempre descorridas. Así que ellos me podían ver a mí también; es más me dejaba ver, para que todos estuviéramos en las mismas condiciones y que no se dijera que yo estaba espiándolos. −No iba a cerrar los ojos y tampoco podía hacer como que no veía a través de tantas luces encendidas. –Simplemente los tenía delante de mis ojos; − ¡qué iba a hacer! Natan me dijo que me estaba volviendo un poco “neura” con ellos. En realidad, fue él quien me ayudó a tomar la decisión final –claro, vete ¿por qué no? Ya tengo ganas, porque estás un poco pesada con ellos.

Dos días después llamé a su timbre. −Por fin estaba delante de su puerta. Me sentía impaciente e inquieta; el corazón iba con cierto estrés emocional. –¿Estás tonta? Me repetí mientras el índice volvió a tocar el interruptor. Mi palma izquierda soportaba orgullosamente el bizcocho de canela y limón que tanto me gustaba hacer.

Desde dentro oí una voz que me decía algo ininteligible. No sonaba a − ¿Quién es? Así que rápido conteste, por eso de no asustar y presentarme cuanto antes:

−Hola soy tu vecina, la de más abajo.

Cuando se abrió la puerta una mujer de tez clara y de ojos azules me dijo:

−Hello

−Soy tu vecina, Orel, de ahí abajo, de la primera casa.

−Sorry, I don’t understand you very well.

Anda que son extranjeros, y ahora qué hago, pensé. Comencé a hablar muy alto, como si eso hiciera que me entendiera mejor y lo acompañé con gestos para que comprendieran mis frases. Un desastre de intercambio.

− ¡Qué soy tu vecina, la de ahí abajo! Te traigo un b-i-z-c-o-c-h-o y se lo dije lentamente en un perfecto español, para que no le quedara duda de lo que significaba eso.

−Biocho! Oh no, no. Sorry. No compro.

−No, no vendo nada y solté una carcajada nerviosa, mientras le dije: −Lo hice yo y gesticulé con el índice desde mi pecho al suyo para decirle que lo había hecho yo para ella. –Is para tú. Is tú. Soy Orel.

Mi inglés era residual. Yo era de francés, me gustaba mucho más y si sabía algo de inglés era por tomarle las lecciones a mis niños, pero eso ya había sido hace mucho tiempo.

−Fiona, mi noma Fiona.

−Orel, sí Orel y me eché a reír.

−Ah entiendou.

Le puse en sus manos el “queic” como decían ellos.

−Gasias, that wasn’t necessary, but gasias.

Levantando mucho la voz, le dije: −Tu vecina y señalé mi casa. Sí, te lo traigo para darte la bienvenida.

−Yes, yes. Bueno, sí muy bueno. Ok. Sorry, my Spañolo is mal. I’m learning. Sorry.

−Sí Orel y tú Fiona ¿no? Y volví a apuntarle con el dedo, a pesar de su extraño gesto de cara, cuando yo movía mi índice para decirle algo.

−Gasias. Gasias.

−Bueno pues nada, ahí abajo estamos, si necesitáis algo, me dices. Continué hablando muy alto, como si eso hiciera que lo que le estaba diciendo, lo entendiera correctamente.

−Yes, gasias Fiona, si, ok.

−Adiós, ya me voy, espero que os guste y miré al bizcocho como despidiéndome de él y de ella también.

−Bye, see you soon. Gasias

−Vale, vay, vay.

Al final me salí con la mía de llevarle el postre a los irlandeses, o los ingleses o a lo mejor eran americanos, bueno era igual lo que fueran. La visita había sido como la historia de una obsesión, aunque al final había salido bien. Habíamos tenido unos problemillas con el idioma, pero con voluntad y buena actitud me había entendido a la perfección con Fiona. Nadie podría reprocharme mi gran esfuerzo por abrir caminos hacia una nueva relación. Incluso pensé: −A lo mejor acabo aprendiendo inglés y ella español, claro.

Natan en tono de broma y sin parar de reír, me dijo: − ya te está faltando tiempo para preparar la barbacoa en el jardín; podría ser el sábado que viene… ¿Qué te parece?

domingo, 7 de abril de 2024

LA RECEPCIONISTA DE OVEJAS

 


Un despido procedente

No hay nada como ponerse al frente de un rebaño para mejorar el temperamento, el mal humor y la ira acumulada; esa que te sale de dentro, que la llevas contigo desde la infancia y que como la bilis no deja de darte asco amargamente.

Todo empezó, o sería mejor decir, todo acabó con el episodio de mis malas prácticas en Unitas. La consecuencia directa fue, un despido procedente en toda regla.

Recuerdo como la mañana siguiente de lo ocurrido, era incapaz de levantarme por todo el peso de la vergüenza del día anterior. Mi manera de ser me jugaba malas pasadas y ahora me veía con un malestar ansioso que me ahogaba sin poder apenas respirar. Me encontré en ese punto agudo y estresante en el que te entran ganas de vomitar, pero eres incapaz de hacerlo, aunque te desagrade toda la situación. En ese preciso momento es cuando quieres cambiar, hacer que los días pasen rápido y verte en otra realidad completamente diferente. Deseé ser una persona más tranquila, menos furiosa, sin tanto genio. Todo ese eje maligno me había llevado a esa situación. Siento incluso hoy, que ya ha pasado mucho tiempo, que el cambio en mí, ha sido lento y que he ido mejorando muy poco a poco con los años.

Busco en mi pasado algo que explique aquel mal comportamiento y mis malas prácticas; y me es fácil recurrir a los estresores de la infancia. Esos que están cargados de carencias, donde los padres están ausentes y te ves en una jungla de adultos que no entiendes, y no te queda otra que continuar y defenderte como mejor sabes; en mi caso siempre a la defensiva.

Empiezas a sobrevivir en un internado de protección y cuando te va llegando la edad de emanciparte luchas con todas tus fuerzas para encontrar un hueco en este mundo lleno de calamidades. Nunca me costó estudiar, así que se me ocurrió matricularme en un FP de auxiliar de recepción, podía mejorar mi futuro. No tardé mucho en recibir ofertas del SEPE.

Primero me llamaron para llevar la recepción de un dentista a punto de jubilarse, pero le dejé a los pocos meses porque pretendía que, a parte de los asuntos de la recepción, le llevara otros asuntos algo más comprometidos. Así que salí de allí amenazándole con demandarle, pero lo único que hice, aparte de maldecirle, fue pirarme dando un portazo. El viejo era un asqueroso que hacía tiempo había espantado la clientela y sólo estaba esperando unos meses para jubilarse y cerrar el negocio. Se debía pensar que yo le había caído del cielo y que podía hacer conmigo lo que quisiera, − ¡buena era yo! −.

La asesora del “paro” me animó a hacer unos cursos −de lo mío− para tener más oportunidades laborales. Eran aburridos, decían obviedades y a mí no me aportaban nada. Me hacían perder mi tiempo y me volvía arisca con los que estaban a mi lado.

Gracias a esa pérdida de tiempo, en unos meses comencé a trabajar para una ginecóloga. El timbre de la puerta no paraba de sonar y el tono del teléfono era una locura. Esta mujer sí que tenía trabajo, demasiado para mi gusto y yo le llevaba, −como a ella le gusta− una minuciosa agenda, porque yo, aunque displicente era organizada. La única pega que tenía es que era un tanto caprichosa y si no quería venir a la consulta, −porque le apetecía tomarse horas libres−, había que reprogramarle todo y el caos generado era un agobio de mucho cuidado. Ganaba tanto dinero, que decidió no ocuparse de la clínica los lunes por la mañana y los viernes los consideraba festivos. De sus vacaciones semanales solía mandarme “mensajitos” desde una terraza parisina o comprando en un mercadillo londinense. Estaba harta de recibir sus fotos en el Telegram, contando lo bien que se lo estaba pasando. Conmigo se comportaba como una avara. Mi contrato era de media jornada, pero la mayoría de las veces, doblaba las horas con el pretexto de sus días libres.  Abría la clínica muy temprano  y la cerraba  al atardecer haciendo la limpieza del local; y esto no me parecía justo; ella me engatusaba con algún regalito de marca, que me traía de sus “viajecitos”, para convencerme de la suerte que tenía por estar trabajando para ella −“dónde iba a ir que mejor me dieran”, −decía la tacaña y abría su monedero, para darme unos euros que llamaba, −la propina− por las horas de más que hacía en la clínica; y se quedaba tan ancha, como si huera repartido conmigo sus ganancias.

Estando con ella fue cuando empecé a contestar irónicamente a sus pacientes. La inmensa mayoría, mujeres. Aprendí mucho de excusas y pretextos, de cambios de planes o de faltas a citas. Empecé ridiculizando sutilmente por teléfono cuando había demasiadas explicaciones sobre la anulación de una cita, o cuando las justificaciones delataban el engaño. Me fastidiaba reprogramar una agenda que estaba cuadrada y mi jefa se ponía de los nervios con tanta cancelación. Empecé a tomar mis propias decisiones y cuando veía que la disculpa era exagerada, programaba una nueva cita seis meses más tarde con el pretexto de que estaba todo lleno. Me salía de dentro un “que te jodan”. Creo que fue así como mi carácter empezó a hacerse más tosco y agrio de lo que ya era. Llegó un punto en el que no aguantaba a nadie allí y mi aspereza se hizo tan patente que la ginecóloga, −cansada de mi mal humor, mis salidas de tono y mis atrevimientos con sus pacientes−, me echó. Aunque hastiada del trabajo, me fastidió marcharme así, después de estar con ella unos cinco años. Ya estaba acostumbrada a sus manías, y su manera de hacer las cosas, las había hecho mías, pero –claro− me había tomado el negocio como si fuera mío, cuando la que mandaba era ella. Una de las dos se tenía que ir y obviamente era yo, que era su empleada.

Amparo la del SEPE, que era una pesada, me llamó para decirme que los dueños del gimnasio de mi barrio buscaban a alguien. Lo conocía, porque me había apuntado una vez; como no soy mucho de gimnasios enseguida me di de baja porque no me sobraba la pasta para derrocharla. Cogí el trabajo sólo por probar a ver qué tal me iba en otro ambiente. Además, pensé que no habría que estar con tantos remilgos con los clientes.

Duré pocos meses en mi puesto. Eran unos niñatos engreídos y sinvergüenzas que me querían como chica para todo. Una vez me pidieron que fuera, −voluntariamente− a dar un masaje a una mujer que se había encaprichado conmigo. No dejaban de presentarme a tíos, −que venían a ponerse musculosos−, por si podía ayudarles, un poco más, a mejorar su cuerpo con el mío. Yo siempre he sabido defenderme de estos ataques tan burdos y denigrantes. Estoy prevenida con estas cosas y suelo estar siempre alerta. Mi vocabulario en estas situaciones no era nada amable y me salían fácilmente tacos y exabruptos por la boca. Por eso ellos bromeaban irónicamente con que era una mujer de “armas tomar” −putos machistas de mierda−. Como no veía muy claro lo que se hacía en el negocio y como las evidencias parecían ser algo turbio, rozando en algunos casos la prostitución encubierta, decidí no aparecer más por el trabajo. Los dejé “colgados” y no quise saber más de todos esos líos que se traían en el gimnasio.

Así que otra vez me pasé por la oficina de Amparo; me recriminó mi facilidad para “quemar” trabajos. No le iba a dar detalles de mi vida en esa selva de penalidades, de lucha incesante por subsistir. No iba a entender mi resistencia entre todas esas fieras, desde la tranquilidad que le daba recibir cada mes su salario de funcionaria. Le llegué a preguntar cómo se llegaba a ser eso y su respuesta fue seca y prepotente –estudiando mucho, niña.  Después de un silencio incómodo, me habló de la posibilidad de volver a buscar en alguna clínica, pero con mi manera de ser, −ella me había calado bien− iba a ser difícil conseguir algo.

Después de un año parada, y sin la ayuda de la “estúpida” del SEPE, estaba entrando en la consulta de unas psicólogas. Samanta, la trabajadora social del ayuntamiento, me recomendó a las terapeutas de Unitas, un gabinete recién abierto en el Palantar, que buscaban a alguien para la recepción de su clínica.

 Era muy importante para ellas que mi actitud fuera buena, creara un buen ambiente de trabajo y estuviera de buen ánimo con todas las personas que entraran por la puerta. Yo iba a ser −la primera cara que vieran al recibirles e iba a ser el primer paso para establecer una alianza de confianza con sus pacientes− eso me dijeron el primer día que contactamos. Se pusieron tan serias con esto que me entró miedo − iba a ser difícil para mí lo del buen talante, conociéndome, aun así, les dije que −habían dado en el clavo, conmigo. Curiosamente no me pidieron otras tareas, que las firmadas en el contrato. Estaba tan acostumbrada a lo contrario, que su buen talante, me descolocó al principio, y desconfié un poco; con el tiempo descubrí que eran muy buena gente. En los años que trabajé para ellas, su respeto hacia mí fue irreprochable.

Cuando recibí la noticia del despido, no me cogió desprevenida, sabía que tarde o temprano iba a ocurrir. Apreté la mandíbula como señal de fuerza y sin pestañear, cogí la carta de despido, que Maca me trajo para firmar y sin más salí por la puerta haciéndoles ver que no me importaban lo más mínimo. Tras el portazo, llegó la decepción por ser como soy. Hacía dos días que por teléfono me había encarado con una paciente, −que, dándome excusas por no haber venido, le solté: a usted no le interesa venir aquí, y ante su −es que he estado enferma… me cabreó tanto que acabé soltándole que −eso era una mentira, que no nos había necesitado desde hacía más de medio año y ahora, que sí nos necesitaba, llamaba. Cuando pienso todo lo que le dije, me veo como una salvaje, me doy vergüenza. Fui una déspota, que no me puse en su lugar.

 Llevaba tiempo pensando que la gente no tenía escrúpulos y rechaza compromisos como le venía en gana, a su conveniencia. No daba valor al trabajo que se hacía en la clínica y yo me sentía con el derecho de decirle las verdades a la cara, pero como yo lo sabía hacer −a lo bruto−.

Al principio me fue más o menos bien; pasados unos meses, las ocho horas sentada detrás del mostrador, se me hacía pesadas y aburridas. Lo peor era aguantar al personal que llegaba con sus “rollos lastimeros” poniendo una sonrisa que no era la mía y pareciendo ser feliz cuando todo eso me importunaba. Odiaba enfrentarme a los que me llamaban con alguna disculpa por teléfono. Cuando te dan excesivas aclaraciones y todos son rodeos explicativos, sabes que mienten.

De los “estoy enferma, me duele…” estoy ya muy harta; casi todos falsos. De los “perdí la hora de la cita”, habría que tratarles la amnesia. De los de “el coche no me funciona y no puedo ir hoy” ya no les creo. Si llueve no vienen porque hace malo, y si hablamos de los primeros días de sol en primavera o los primeros días de playa en verano, −ahí sí que es para echarse a temblar y cerrar el negocio. Ha habido algunos que me han llamado desde la misma arena para decirme que están indispuestos por alguna dolencia inconfesable que no les deja venir a la consulta, aunque se oiga el vocerío playero por el teléfono. Tanta disculpa, me provocó una montaña de mal humor. Me volví refunfuñona e insoportable con los que se excusaban y comencé a faltarles al respeto siendo grosera y antipática, soltándoles algún improperio: −Sí claro, entiendo lo bien que estás ahí “tumbadita” en la playa. −Vaya la de catarros que llevas este trimestre. −Normal que no te atrevas a coger ese coche, ya vas por la sexta avería. Iba subiendo el tono de mi sátira y poco me faltaba para insultarles. Me exaspera que la gente fingiera. Tengo poca tolerancia a las evasivas porque muestran las mentiras más primarias, esas que quieren justificar lo que no es y dejan en evidencia la realidad de lo que está sucediendo.

Por eso cuando Maca me recriminó mi actitud, y me dijo –hasta aquí hemos llegado. −No podemos tolerar más tus salidas de tono y todas tus impertinencias hacia nuestros clientes. No me pilló por sorpresa. Me había avisado, anteriormente, varias veces y yo había ignorado todas sus advertencias. Estoy segura de que le costó tomar la decisión de echarme. Intenté justificarme mentalmente, pedirle perdón, pero no dije nada. –Soy lo peor.

En esos momentos también me pasó por la cabeza −qué patética− pedirle ayuda psicológica, estaba claro que no tenía bien reguladas mis emociones y ella sabría cómo arreglar mi inestabilidad. Pero sólo me salió maleducadamente un –no son clientes, son pacientes, haciendo referencia a sus palabras.

Y según pronuncié esa estúpida frase, me quité la bata y sin decir nada más me fui. Esta vez no di ningún portazo. Estaba despedida, los méritos habían sido míos, no le reprochaba nada a estas jovencitas y todo el remordimiento que sentía por mi manera de ser, me hizo caer en un estado depresivo lamentable.

Ya no quería visitar más a la del SEPE y me daba miedo enfrentarme a la trabajadora social del ayuntamiento. Estaba claro que no valía para trabajar cara al público. Mi poca paciencia me jugaba malas pasadas, así que lo mejor iba a ser pensar en un cambio radical…

Samanta me llamó por teléfono, tenía una oferta que hacerme. Según ella era tan importante lo que me tenía que decir, que lo mejor era quedar en su oficina. Me estaba esperando con un folleto en la mano. –Esto te va a interesar, está hecho para ti. Aquí tienes trabajo seguro. Tú vas a ser tu propia jefa de un buen colectivo.

Según me lo estaba diciendo, con la expresión de mi cara le dije: − ¿estás de coña? Esta tía flipa. Qué tengo yo que ver con ovejas, si lo más cerca que he estado de ellas es a kilómetros. Se puso muy cargante con que no perdía nada si hacía un curso orientado al pastoreo. Ella creía que era una buena opción para mí. −No te va a faltar trabajo y encima no vas a tener con quien encararte.

Comencé un curso de pastoreo de 20 horas. –No imaginaba que “el temita” diera para tanto.  Yo creía que era, simplemente, estar allí, en el campo, viendo cómo comían las ovejitas y listo, hasta la hora de guardarlas. Por eso me resultaba raro tanta teoría sobre su cuidado. Fuimos 3 pringados los que hicimos el curso y los tres superamos las pruebas, tampoco era para tanto.

A los pocos meses me llamaron para sustituir a un pastor que necesitaba el fin de semana; se casaba su hermana y no iba a ir con las ovejas a cuestas. Después sustituí a uno que cayó en depresión; ya no le decían nada las ovejas y la tranquilidad del campo le sentaba mal. Luego vinieron otras sustituciones más. Y así hasta que se jubiló Ginés el de la Sierra y me vendió sus merinas.

Empezó  a dárseme bien el oficio de pastora; fui aprendiendo de sus señales, llegué a entender sus necesidades, miedos e inquietudes y pronto supe bien cómo desenvolverme en su medio. Llegué a la conclusión que era fácil cuidarlas y encima les hablaba bien, les daba órdenes con amabilidad; no me exasperaban. Fue en ese ambiente donde encontré la calma que estaba buscando. Toda la quietud que me faltaba, la estaba recuperando haciendo que mi carácter fuera más amable y llevadero. Y lo mejor es que todo lo que me estaba pasando era gracias a ellas, a mis ovejas, así que podría decir que estas pécoras me estaban curando.

 

miércoles, 1 de noviembre de 2023

EL HOLANDÉS

 



Arrojé mi piedra sobre las cenizas de Débora Espinosa

Mi madre quedó viuda una tarde de diciembre cuando mi padre se desplomó al salir de una brasería en Oäwsetzan. En ese momento yo tenía 9 años, un hermano adolescente y una madre joven que debía tirar por nosotros sin permitirse más que unos días de duelo, concedidos por el supervisor del departamento de administración de “la Amstel”, donde ella trabajaba. Mi madre no superó la pérdida de Leo Cohen a lo largo de su corta vida y nosotros fuimos educados con el drama de sus ausencias. Bathia, que así se llamaba mi madre sobrevivió pocos años a Leo, mi querido y desconocido padre. Siempre he creído que se había dejado morir, con tan sólo 39 años al no poder soportar la falta sobrevenida de la persona que amaba y ni mi hermano ni yo pudimos hacer nada por recuperar su felicidad. Por entonces ya teníamos la costumbre de visitar, cada fin de semana, a nuestros tíos Isaac y Anath, que era la hermana mayor de mi padre y a nuestros cinco primos: Yael, Arlet, Levi, Boaz y Hania, y con nosotros dos, cuando murió mi madre, nos convertimos en 7 hermanos.

Cuando íbamos al barrio de Niuwsmarkt con mi madre para celebrar con ellos el Shabat o las fiestas de Rosh Hashanah, Hanukkah, Pesah o Sukkot sentía una emoción de bienestar tan grande, que no quería que se acabara nunca nuestra visita, pero siempre terminábamos regresando a casa, en el barrio de Zeändam, y volvía a sentir la presión de vacío, soledad y tristeza que mi madre imponía, en una casa excesivamente silenciosa. Recuerdo un calendario de cartón colocado en la parte trasera de la puerta de la habitación, donde dormía con Nathan; en él iba tachando cada día que pasaba hasta llegar al viernes, día de celebrar el Shabat y, por tanto, visitar a nuestra familia de nuevo. En el hueco destinado a ese día anotaba las palabras “Vida loca” que yo definía como ese estado que me permitía vivir sin tanta pesadumbre haciendo cosas extraordinarias que para mis primos eran tan normales y simples como reír, hablar sin parar, gritar, cantar o jugar en la calle.

Cuando mi madre nos dejó, mi tía Anath se convirtió en nuestra madre y lo mismo el tío Isaac, que cumplió las veces de padre. En esa época fui inmensamente feliz.

Me admitieron en la Universidad de Groninga, y antes de acabar el máster ya estaba trabajando para la Syntel Techniek como ingeniero junior de proyectos. Con Nathan, mis tíos y mis primos nunca he perdido el contacto, pero de adultos ya sólo nos juntábamos para celebrar el Rosh Hashanah. El resto del año cada uno iba a casa de Anath e Isaac cuando podía.  Ella nos mantenía unidos a través del WhatsApp familiar y no había día que se olvidara de enviarnos un mensaje de cariño al que todos contestábamos sin excepción. Era una matriarca estupenda que lo dejaba todo por ayudar a aquel que lo necesitara.

Le dije a mi jefe que necesitaba un tiempo. Quería parar, dejar de trabajar unas cuantas semanas y coger energía e ideas para nuevos proyectos. Casi con 37 años no había disfrutado ni un mes completo de vacaciones en toda mi vida laboral. Estaba saturado de tanta responsabilidad. No tenía tiempo para mí y colapsé por agotamiento.

Mi amiga Lotte había obtenido una beca de investigación por año y medio en un laboratorio médico en Minneapolis y a su vuelta se había hecho totalmente americana. Ella fue la que me metió en la cabeza la idea de visitar Estados Unidos, y recorrer varios estados del norte y alejarme de La Haya por un tiempo corto.

Lotte me ayudó a programar el viaje por Michigan, Wisconsin y Minnesota. Estaría fuera 40 días y el programa turístico estaba pensado para ser inolvidable. A mi regreso diez días más tarde de lo previsto, yo también me había hecho americano, pero un americano de España. Me había enamorado de Mara Cohen, una odontóloga española que vivía en Dassel.

Lotte me había trazado una de las últimas rutas posibles desde Minneapolis a Fergus Falls pasando por Dassel. En toda la guía manuscrita que ella había hecho para mí, la palabra “posible” se repetía demasiadas veces. Es decir, que no se trataba de una ruta rígida y podía variarse en cualquier momento. Todo se basaba en unos consejos de lo que ver y cómo llegar de la manera más rápida o lenta según las paradas que quisiera hacer. Yo decidí no salirme de las directrices principales que me había marcado Lotte en la libreta de viaje. Era demasiado perezoso para cambiar el trayecto.

Hacía días que había notado una molestia en una muela, cada vez que echaba sirope en los pancakes del desayuno, acababa tomándome un ibuprofeno para aliviar el malestar que acababa en un fuerte dolor punzante, que iba desde la encía hasta el centro mismo de mi cabeza. En Dassel, la fiebre me dejó adormilado varias horas en el hotel y al despertar no reconocí mi cara. Ya no podía comer nada y al hablar mi voz sonaba muy diferente a la mía. En el móvil busqué “dentistas en Dassel”. Aparecieron 4 profesionales. Sólo una clínica llamó mi atención. Era una casualidad que yo tuviera el mismo apellido que la Dra. Cohen. Le mandé un mensaje a tía Anath, por si ella conocía a algún Cohen de nuestra familia en Minnesota. De inmediato me confirmó que no había nadie de los nuestros en América y menos aún que fuera dentista.

Salí como un autómata desde el Staystar inn directo a encontrarme con la Dra. Cohen. Solo quería que se apiadara de mi dolor y lo aliviara con lo que fuera. Mi tía no dejaba de contactarme con mensajes preocupándose por mi situación. No tenía fuerzas para escribirle que estaba en ello, así que le mandé unos emoticonos imprecisos que no parecían tener mucho sentido, pero calmarían su ansiedad.

Mara Cohen no tenía nada que ver con mi familia, no procedía de los Países Bajos y su aspecto era todo lo que yo sabía de España. No dudó en curar mi infección y yo según la vi me enamoré de ella. Fue tanto lo que me gustó que llamé a Lotte para decirle que Dassel era la última ciudad de mi viaje. No necesitaba conocer o ver ningún lugar más. Fue ella la que me animó a que le enviara una caja de bombones, en agradecimiento por atenderme, con una tarjeta donde escribiera mi número de teléfono por si podíamos quedar para tomar algo, antes de mi marcha. Era un poco arriesgado y atrevido. Yo nunca había hecho esas cosas, pero tampoco había sentido ese sentimiento de atracción tan fuerte por una mujer. Tenía muchas dudas de enviarle algo, aunque no hacerlo me provocaba una ansiedad incómoda. En un arranque de valentía y afección decidí enviarle el regalo.

Cuando quedamos en el Roasting Co. Vi a una mujer tan bonita, y tan sensible que mi deseo fue quedarme a su lado para siempre. Estuvimos en aquel café varias horas. Ella estaba a gusto con nuestra conversación y ninguno queríamos que llegara la hora de marchar. Fue curioso comprobar como entre nosotros había muchas coincidencias habiendo nacido en lugares diferentes. Ambos compartíamos dolor en nuestra infancia por la ausencia de algún ser querido. Un conjunto de números primos parecía envolver nuestros orígenes. Fue entonces cuando descubrimos que el número común en ambos era el 5, aunque no compartíamos el mismo mes y año de nacimiento.

 Llamé a Lotte para que prepara mi despedida en La Haya. Anath e Isaac se disgustaron mucho, Minnesota estaba muy lejos de casa, sin embargo, mi hermano Nathan y mis primos lo tomaron como una oportunidad para conocer el “nuevo mundo”.

A la tercera entrevista de trabajo conseguí un puesto en la Thornthon Engineering, Inc. y siete meses después, me ofrecieron unas buenas condiciones en la Emtons and Liever Resources y las acepté sin pensarlo mucho. Ya por esa época en Dassel, me llamaban el Holandés, por la misma razón que Mara era la Española. Me gustaba la distinción porque se trataba de un apodo que hacía referencia a mi origen. Para Lotte yo ya era el americano.

No pasaron más de 6 meses desde mi primera cita con Mara, cuando empezamos a preparar nuestra boda. Fue divertido organizarla y contratar a actores para amenizar una velada de escasos familiares y decenas de amigos imaginarios. Mara estaba preocupada por si su madre sentía que en la boda no estábamos suficientemente acompañados por familiares de los dos lugares a los que pertenecíamos. Desde Ámsterdam vinieron 10 personas: mi hermano Nathan, mis 5 primos, tía Anath, tío Isaac, Lotte y Gerrit su pareja por entonces. De la familia de Mara la única persona que nos acompañó fue su madre, Débora Espinosa. Entendí perfectamente que Mara quisiera llenar el vacío que podría sentir su madre y posiblemente el suyo, con toda esa gente divertida y extraña que formaba parte del “teatro” de la ceremonia y el banquete. Sus hermanos declinaron la invitación a nuestro evento, con excusas más que discutibles por la distancia entre países. Tan sólo coincidí con estos Cohen en un par de ocasiones y no fue muy agradable la situación.

 Débora Espinosa y Anath Cohen supieron cómo hacerse entender desde el momento que se conocieron, el día de nuestra boda, y eso a pesar de que ninguna hablaba la misma lengua. Ese hecho no fue nunca un impedimento para las otras tres veces que se vieron en Saint Paul, cuando mis tíos nos visitaron para disfrutar de sus “nietos” los Cohen Cohen.

 

Cuando la enfermera puso en mis brazos a Abigail sentí tanta emoción que me eché a llorar. Me acordé de Bathia y Leo y aún me emocioné más. Me juré que me iba a cuidar para que no me pasara lo que a mi padre y sería tan cariñoso con mi hija que no existiría entre ella y yo ningún sentimiento de tristeza como el que mi madre estableció, como norma, entre ella, Nathan y yo. Cuando nacieron los gemelos Ian y Ariel ya nos habíamos mudado a Saint Paul. El éxito del trabajo de Mara en Dassel le animó a abrir otra clínica dental en la capital del estado. Surgió una oportunidad comercial y no dudamos en lanzarnos en el reto de comenzar ella un nuevo proyecto.

Fue con la llegada de los gemelos, cuando llegó desde España Débora Espinosa y lo hizo para quedarse para siempre. Su pretexto fue ayudarnos con el trabajo de los tres niños. Madrid estaba demasiado lejos y aunque su cultura era diferente a lo que había por Minnesota, no dudó en dejarlo todo y venir a Saint Paul para no perderse nada de la vida de los pequeños y también estar cerca de Mara. Se instaló en una cabaña anexa a nuestra casa, al fondo del jardín. Era un pequeño granero o pajar. Los antiguos dueños tenían ahí herramientas oxidadas, muebles viejos y colecciones de revistas roídas por los ratones. Ella no sólo la limpió, sino que con todo aquel barullo de materiales y objetos consiguió reciclar no sólo algunos muebles retro, sino también objetos decorativos interesantes, que hacían de su cabaña un lugar confortable y maravilloso para vivir. Nuestros hijos no salían de allí.

Cuando escuché a Mara sollozando por el teléfono, supe que Débora había muerto. Esperamos a que llegara Abigail de Mombasa, Ian de Polonia y Ariel de Massachusetts, para comenzar sus exequias. Media hora después de montar en la barca por el río Mississipi, Mara arrojó sus cenizas pausadamente al río y después tiró suavemente una piedra sobre ellas, provocando una pequeña onda. Un diminuto agujero en el agua por donde se hundió definitivamente su rastro de ceniza. Yo hice lo mismo, mientras veía como se desvanecía en el agua por el peso de mi piedra. Recordé el momento de abandono y soledad que sentí, primero cuando murió mi padre y después cuando mi madre nos dejó y coloqué una piedra sobre su tumba. Ahora también sentía la añoranza por la pérdida de esta buena mujer. Sin poder controlar el llanto Abigail, Ian y Ariel tiraron una piedra cada uno. Ella siempre iba a estar en ese Río para ellos. Cuando terminó la travesía fúnebre, sentimos un alivio entristecido y nos unimos en un único abrazo.

Dos días después nuestros hijos se marcharon y nosotros tuvimos que aprender a estar sin Débora Espinosa. Nathan acababa de ser abuelo por tercera vez en París, mi tía Anath ya era viuda, Lotte era madre de dos niñas y seguía en La Haya con Gerrit y mis primos tenían tanta familia que me resultaba casi imposible conocer a toda su prole.  


jueves, 21 de septiembre de 2023

LA ESPAÑOLA

 


Una descendencia de números primos

Yo era la mayor de cuatro hermanos y la responsabilidad que recayó sobre mí por todos ellos me hizo perderme en estas tierras de Minnesota.

Un día mi madre nos dijo a Orel y a mí, que estaba embarazada de mellizos. No entendí muy bien que quería decir “mellizos”. Imaginé por su tono serio que lo que le venía no era nada bueno. En la cena mi padre me riñó exageradamente por el ruido que hacía al masticar un pedazo de carne que no podía tragar y mi hermana acabó llorando por la tensión que había entre mis padres.

Meses después ya éramos cuatro hermanos y los dos que llegaron fueron unos “diablillos” insoportables. No había quien los domase. Se metían en todo lo malo que uno podía imaginar, así que acabaron por minar la convivencia entre todos nosotros. Con el accidente de Orel, y como consecuencia de su pérdida, el matrimonio se rompió. El alcohol se apoderó de mi padre y mi madre se quedó como ida durante varios años. Con el tiempo el dolor de las heridas se fueron calmando y la vida de cada uno fue yendo, sin grandes acontecimientos y emociones.

Después de graduarme conseguí una beca para completar mi formación en la Universidad de Minnesota, Twin-Cities. No sé de dónde saqué el valor para irme tan lejos con 24 años y despojarme de la carga familiar que había soportado hasta ese momento. Necesitaba desvincularme del mal rollo de mis hermanos y de la tristeza perenne en la que vivía mi madre. De mi padre había dejado de tener noticias, desde hacía varios años.

Ahora que estaba a punto de irme, recordaba con nostalgia que cuando era pequeña jugaba con Orel a apuntar con el dedo índice en un mapa, cuál sería el lugar a donde nos iríamos a vivir; imaginándonos tener una vida sorprendente allí donde habíamos elegido. La verdad es que nunca pensamos que eso fuera a ocurrir.

Cuando acabé mi formación en la Twin-Cities, me despedí de mucha gente valiosa que me había ayudado a superar todos los obstáculos que tuve en mi vida universitaria. Iba a comenzar una nueva etapa y la idea de regresar a España me daba pereza, ahora que me había acostumbrado a esta cultura, aquella, que era la mía, empezaba a ser extraña. Así que, acordándome de Orel, busqué en Google un mapa de Minnesota, y volví a cerrar los ojos como cuando lo hacía con ella y elegí un lugar al azar del estado número 32. Convalidé mis estudios y Dassel fue el punto de inicio geográfico para abrir la consulta odontológica. Empezar en un sitio pequeño podía tener más beneficios que inconvenientes. En ese momento sólo había un dentista y las fotos que aparecían de su consulta en el Google, eran anticuadas, y el local parecía en decadencia; sus valoraciones no eran nada buenas.

Los comienzos no son fáciles para nadie, pero gracias a la herencia de mi padre, pude montar una modesta clínica dental en uno de los locales del centro, no lejos de Parker Ave.

Para no entrar en conflicto con el único colega que había en Dassel  y ya que me había especializado en odontología pediátrica, decidí sólo tratar a niños y ya vería si en años sucesivos podía ampliar la consulta y ver al resto de sus familias.

En el pueblo era conocida por La Española, un apodo por mi procedencia, para unos cariñoso y para otros pronunciado con cierto tono racista, pero tengo que decir que en cualquier caso me gustaba la distinción. En mi país era La Americana y tampoco me molestaba cuando me lo llamaban.

Conseguí que mi madre me visitara en varias ocasiones. Aunque siempre decía que no era país para ella y se marchaba pronto. Estábamos en permanente contacto por WhatsApp y nuestro Facetime echaba humo todas las semanas. Mis hermanos sólo vinieron una vez y los dos juntos. A las pocas horas de llegar acabamos discutiendo por cosas del pasado, así que era mejor que cada uno se mantuviera al margen para no confrontar. Por esa razón, no volvieron más.

Después de unos años me compré el coche que me gustaba y no escatimé en gastos en la compra de una casa, que mi madre la llamaba “La Mansión”. De la Clínica a casa, de casa al gimnasio y de aquí al supermercado o al centro comercial, un poco de ocio, quedar de vez en cuando para tomar unas copas y nada más. Tenía que reconocer que vivía bien sin grandes sobresaltos.

Mi madre estaba muy pesada con recriminarme mi rutina diaria en Dassel, la consideraba insulsa y aburrida, sin embargo, yo la veía sin tiempo para el aburrimiento porque no me sobraban horas y posiblemente trabajaba de más, al tenerme yo como única familia.

Había tenido pareja un tiempo, nada importante para mí. No me preocupaba lo más mínimo estar sola. Estaba acostumbrada a hacer mi vida tal como yo la quería sin dar explicaciones a nadie. Hasta me consideraba afortunada por no tener que divorciarme como lo hacía un elevado porcentaje de la población aquí.

Me llegó un mensaje de mi madre, que decidí obviarlo, era demasiado tarde para abrir el teléfono e iniciar una conversación. Pocos minutos después un bombardeo de “mensajitos” reflexionando sobre mi vida amorosa y las ganas de experimentar ser abuela. Estaba especialmente pesada con estos dos temas. Le envié un emoticono de sonrisa, un corazón y dejé pasar la conversación porque sabía a dónde podía llegar y no me apetecía empezar una discusión sobre un deseo de ella, que por ahora yo veía difícil de alcanzar.

El Sr. Cohen llegó a la consulta muy dolorido, era una urgencia relativa que no se podía dejar pasar y le hice un hueco al final del día para aliviar toda su queja. Me sorprendió que compartiéramos apellido y que yo no me hubiera enterado de su existencia en esta pequeña localidad de Minnesota. Su acento no era el mío y su aspecto distaban mucho de parecerse a los Cohen que yo conocía. Era un holandés de Ámsterdam que estaba de visita, recorriendo los estados americanos del norte. Cuando llegó a Dassel ya no podía más con el dolor y la fiebre. Quedó inhabilitado para continuar el viaje. Entre los pocos odontólogos que ahora trabajábamos en la ciudad, le fue fácil escoger la clínica de la doctora Cohen. Yo hubiera hecho lo mismo si me hubiera encontrado en su situación en un lugar desconocido y totalmente ajeno.

Días después recibí una caja de bombones. En la tarjeta que los acompañaba, un deseo de invitación al finalizar mi jornada, por el favor de la cura. Era mi trabajo, no había hecho más que ayudarle a reparar un molar en mal estado, le había cobrado y eso era todo, no había necesidad de más con un paciente.

Se lo comenté a mi madre, sobre todo por la anécdota de compartir apellido y no sé por qué lo hice, porque ya no paró de hablar del tema del holandés, tan pesada se puso que acabé prometiéndole que le llamaría. A mí lo de quedar me daba reparo, me consideraba un poco mayor para empezar a “tontear” con alguien. Al final accedí, sólo para que ella dejara de molestarme, con tanto mensaje y que nuestras conversaciones telefónicas no llegaran al mismo punto siempre. Era un estrés escucharla diariamente. Supongo, pensó que una oportunidad como esa no se me iba a presentar dos veces y quizá yo acabé convenciéndome de lo mismo.

No sólo compartía con Adam Cohen el apellido, sino que los números impares estaban en el día, el mes y el año de nacimiento de ambos. Aunque no éramos ni del mismo mes, ni del mismo año. El 5 era nuestro día común. Con tanto número primo a nuestro alrededor, parecía difícil que no encajáramos. Así que lo apostamos todo a nuestras coincidencias. Teníamos el presentimiento de que nada podía salir mal.

Adam había estudiado una ingeniería mecánica en su país y no le fue difícil conseguir una visa para poder mudarse a Dassel. Él se convirtió en El Holandés.

Medio año después estábamos preparando una boda que a mi madre le hizo mucha ilusión. Mis hermanos tenían pareja, pero ya habían dejado claro que así estaban muy bien. No tenían ganas de contratos matrimoniales ni de “saraos” familiares. Era curioso que sus vidas fueran tan iguales.

Queríamos algo sencillo, una boda civil, nada de multitudes. Sin embargo mi madre quería todo lo contrario. La casi totalidad de nuestros familiares cercanos declinaron la invitación por ser un viaje costoso, así que sólo un grupo de 11 personas “cruzó el charco” para celebrarlo.  Pensando en ella y en la decepción que podía generarle el escaso reclamo de nuestro enlace, contratamos unos “amigos,” que no teníamos, para que la ceremonia tuviera buen ambiente en las siete horas de celebración que habíamos pagado. La fiesta resultó muy divertida con tanto desconocido y tanta sobreactuación. Eran unos magníficos actores y nada podía salir mal, porque para eso nos habíamos gastado unos buenos puñados de dólares. No hubo discusiones ni malos rollos entre los míos porque mis hermanos y sus parejas decidieron celebrar nuestro enlace en sus casas respectiva. A pesar del disgusto de mi madre, por el feo de sus dos hijos, se quedó más que contenta por el cariño que notó en la red de amigos americanos, que nosotros habíamos alquilado. En ningún momento sospechó que fueran falsos y ni por asomo podía imaginar que eso se podía contratar como parte del “evento” y del número de horas a celebrar.

Una mañana al levantarme no me encontré nada bien, el café me revolvió el estómago y el olor de mi ropa limpia me dio asco.

Cuando le dije a Adam que estaba embarazada fuimos a celebrarlo. A mi madre le mandé por WhatsApp una animación con un chupete haciendo equilibrios a derecha e izquierda y lo entendió a la primera. No pasaron más de tres segundos y mi teléfono ya estaba sonando. Era ella organizando su maleta para visitarnos. Fue tanta su alegría y su nerviosismo, que tuve que frenarla un poco para que me dejara respirar. No era el único bebé que iba a nacer y no iba a ser ella la única abuela de la tierra. Es cierto que por fin sintió que después de tener cuatro hijos, la descendencia de su estirpe estaba garantizada.

Ese día mi teléfono no dejó en ningún momento de notificar su agradecimiento y gratitud. Eran monólogos de felicidad y alegría superlativa, que yo contesté pacientemente con emoticonos, sin muchas ganas de conversar y no porque no quisiera celebrar mi nuevo estado, sino para rebajar un poco la importancia del suceso y que ella, se olvidara un poco de la idea de que su hija era la única en el mundo de la que dependía la continuidad de la especie humana, y que únicamente viera la continuidad de la familia Cohen-Espinosa. Acabé poniendo el teléfono en modo avión porque mi madre estaba imparable con sus mensajes.

Con 41 años tuve a Abigail Cohen-Cohen y dos años después volví a sentir nauseas mientras Adam se perfumaba con su colonia favorita de un diseñador muy exclusivo español. Supe que estaba embarazada de lan y Ariel que también serían Cohen-Cohen.

Mi madre con 67 años, aborrecía visitarnos. Cuando lo hacía se pasaba horas quejándose del ajetreo de los aeropuertos, lo pesado que se le hacía el viaje y el no adaptarse a las costumbres americanas. Sin embargo, con la llegada de los gemelos decidió que sería mejor mudarse definitivamente cerca de nosotros, que, aunque decía que era única y exclusivamente para disfrutar de sus nietos, nosotros creíamos que lo hacía también por la convicción de no vernos capaces de la crianza de tanto niño pequeño.

No le faltaba razón, era todo un lío de organización familiar, que no tenía muy claro si Adam y yo estábamos preparados para ello.

Antes de la llegada de los gemelos, habíamos decidido mudarnos a una lujosa casa en Saint Paul, muy cerca de Dyton Av. Después de mi buena reputación con la clínica de Dassel, pensamos que era hora de moverse y ampliar el negocio montando una nueva clínica en la capital del estado. Parecía una locura con Abigail pequeña, pero se presentó una oportunidad comercial y no la dejamos pasar. Adam hacía tiempo que trabajaba para Emtons and livier Resources, una compañía de ingeniería civil, como ingeniero jefe de la sección áreas metropolitanas del estado. Por fin dejaría de viajar para estar más tiempo en casa con nosotras.

Mi madre se instaló en la cabaña apartamento que formaba un conjunto perfectamente coordinado con nuestra casa de arquitectura colonial. Vino para quedarse y hacer de abuela y yo le agradecí ese gesto, porque los padres éramos nosotros. Nos veíamos como una familia perfecta. Todavía no habíamos entrado dentro de la elevada estadística de divorcios. Ya habíamos pasado la estricta barrera de los 7 años, que los expertos indicaban como crucial. En este tiempo habíamos tenido algunas discusiones serias por cómo educar a nuestros hijos, pero nada que no pudiéramos arreglar.

Ya éramos los Cohen-Cohen, y mi madre había cumplido su deseo de tener y sobre todo de disfrutar y cuidar de sus nietos.

Cuando tiramos las cenizas de Débora Espinosa al río Misisipi, casi había cumplido 87 años, un infarto la sorprendió trabajando en el jardín de casa. Nada se pudo hacer por ella. Llamé a mis hermanos para informarles. No percibí gran interés por su sepelio y me quedó claro que no iban a venir a su funeral.

 Abigail estaba con su brigada en la base americana de Mombasa; Ian estaba entre Polonia y Ucrania con la ONG World Central Kitchen y Ariel comenzando su grado de matemáticas y estadística en la Williams College. Los tres lo dejaron todo por ella. Alquilamos un yate y con todo el ceremonial del duelo dejamos caer sus cenizas lentamente sobre el río. Saqué del bolso mi piedra amuleto. Una piedra de color ámbar que la había tenido conmigo desde mi adolescencia, en aquellos momentos en los que todo me había sido difícil. La arrojé para que la acompañara en su viaje. Adam también tiró una piedra y lo mismo, Abigail, Ian y Ariel.

Dos días después de despedir a mi madre, Abigail se volvió a Kenia, Ian tomó un avión hacia Odessa y Ariel continuó sus estudios en las Berkshires.

Pero ellos, los Cohen-Cohen ya son otra historia….