jueves, 21 de septiembre de 2023

LA ESPAÑOLA

 


Una descendencia de números primos

Yo era la mayor de cuatro hermanos y la responsabilidad que recayó sobre mí por todos ellos me hizo perderme en estas tierras de Minnesota.

Un día mi madre nos dijo a Orel y a mí, que estaba embarazada de mellizos. No entendí muy bien que quería decir “mellizos”. Imaginé por su tono serio que lo que le venía no era nada bueno. En la cena mi padre me riñó exageradamente por el ruido que hacía al masticar un pedazo de carne que no podía tragar y mi hermana acabó llorando por la tensión que había entre mis padres.

Meses después ya éramos cuatro hermanos y los dos que llegaron fueron unos “diablillos” insoportables. No había quien los domase. Se metían en todo lo malo que uno podía imaginar, así que acabaron por minar la convivencia entre todos nosotros. Con el accidente de Orel, y como consecuencia de su pérdida, el matrimonio se rompió. El alcohol se apoderó de mi padre y mi madre se quedó como ida durante varios años. Con el tiempo el dolor de las heridas se fueron calmando y la vida de cada uno fue yendo, sin grandes acontecimientos y emociones.

Después de graduarme conseguí una beca para completar mi formación en la Universidad de Minnesota, Twin-Cities. No sé de dónde saqué el valor para irme tan lejos con 24 años y despojarme de la carga familiar que había soportado hasta ese momento. Necesitaba desvincularme del mal rollo de mis hermanos y de la tristeza perenne en la que vivía mi madre. De mi padre había dejado de tener noticias, desde hacía varios años.

Ahora que estaba a punto de irme, recordaba con nostalgia que cuando era pequeña jugaba con Orel a apuntar con el dedo índice en un mapa, cuál sería el lugar a donde nos iríamos a vivir; imaginándonos tener una vida sorprendente allí donde habíamos elegido. La verdad es que nunca pensamos que eso fuera a ocurrir.

Cuando acabé mi formación en la Twin-Cities, me despedí de mucha gente valiosa que me había ayudado a superar todos los obstáculos que tuve en mi vida universitaria. Iba a comenzar una nueva etapa y la idea de regresar a España me daba pereza, ahora que me había acostumbrado a esta cultura, aquella, que era la mía, empezaba a ser extraña. Así que, acordándome de Orel, busqué en Google un mapa de Minnesota, y volví a cerrar los ojos como cuando lo hacía con ella y elegí un lugar al azar del estado número 32. Convalidé mis estudios y Dassel fue el punto de inicio geográfico para abrir la consulta odontológica. Empezar en un sitio pequeño podía tener más beneficios que inconvenientes. En ese momento sólo había un dentista y las fotos que aparecían de su consulta en el Google, eran anticuadas, y el local parecía en decadencia; sus valoraciones no eran nada buenas.

Los comienzos no son fáciles para nadie, pero gracias a la herencia de mi padre, pude montar una modesta clínica dental en uno de los locales del centro, no lejos de Parker Ave.

Para no entrar en conflicto con el único colega que había en Dassel  y ya que me había especializado en odontología pediátrica, decidí sólo tratar a niños y ya vería si en años sucesivos podía ampliar la consulta y ver al resto de sus familias.

En el pueblo era conocida por La Española, un apodo por mi procedencia, para unos cariñoso y para otros pronunciado con cierto tono racista, pero tengo que decir que en cualquier caso me gustaba la distinción. En mi país era La Americana y tampoco me molestaba cuando me lo llamaban.

Conseguí que mi madre me visitara en varias ocasiones. Aunque siempre decía que no era país para ella y se marchaba pronto. Estábamos en permanente contacto por WhatsApp y nuestro Facetime echaba humo todas las semanas. Mis hermanos sólo vinieron una vez y los dos juntos. A las pocas horas de llegar acabamos discutiendo por cosas del pasado, así que era mejor que cada uno se mantuviera al margen para no confrontar. Por esa razón, no volvieron más.

Después de unos años me compré el coche que me gustaba y no escatimé en gastos en la compra de una casa, que mi madre la llamaba “La Mansión”. De la Clínica a casa, de casa al gimnasio y de aquí al supermercado o al centro comercial, un poco de ocio, quedar de vez en cuando para tomar unas copas y nada más. Tenía que reconocer que vivía bien sin grandes sobresaltos.

Mi madre estaba muy pesada con recriminarme mi rutina diaria en Dassel, la consideraba insulsa y aburrida, sin embargo, yo la veía sin tiempo para el aburrimiento porque no me sobraban horas y posiblemente trabajaba de más, al tenerme yo como única familia.

Había tenido pareja un tiempo, nada importante para mí. No me preocupaba lo más mínimo estar sola. Estaba acostumbrada a hacer mi vida tal como yo la quería sin dar explicaciones a nadie. Hasta me consideraba afortunada por no tener que divorciarme como lo hacía un elevado porcentaje de la población aquí.

Me llegó un mensaje de mi madre, que decidí obviarlo, era demasiado tarde para abrir el teléfono e iniciar una conversación. Pocos minutos después un bombardeo de “mensajitos” reflexionando sobre mi vida amorosa y las ganas de experimentar ser abuela. Estaba especialmente pesada con estos dos temas. Le envié un emoticono de sonrisa, un corazón y dejé pasar la conversación porque sabía a dónde podía llegar y no me apetecía empezar una discusión sobre un deseo de ella, que por ahora yo veía difícil de alcanzar.

El Sr. Cohen llegó a la consulta muy dolorido, era una urgencia relativa que no se podía dejar pasar y le hice un hueco al final del día para aliviar toda su queja. Me sorprendió que compartiéramos apellido y que yo no me hubiera enterado de su existencia en esta pequeña localidad de Minnesota. Su acento no era el mío y su aspecto distaban mucho de parecerse a los Cohen que yo conocía. Era un holandés de Ámsterdam que estaba de visita, recorriendo los estados americanos del norte. Cuando llegó a Dassel ya no podía más con el dolor y la fiebre. Quedó inhabilitado para continuar el viaje. Entre los pocos odontólogos que ahora trabajábamos en la ciudad, le fue fácil escoger la clínica de la doctora Cohen. Yo hubiera hecho lo mismo si me hubiera encontrado en su situación en un lugar desconocido y totalmente ajeno.

Días después recibí una caja de bombones. En la tarjeta que los acompañaba, un deseo de invitación al finalizar mi jornada, por el favor de la cura. Era mi trabajo, no había hecho más que ayudarle a reparar un molar en mal estado, le había cobrado y eso era todo, no había necesidad de más con un paciente.

Se lo comenté a mi madre, sobre todo por la anécdota de compartir apellido y no sé por qué lo hice, porque ya no paró de hablar del tema del holandés, tan pesada se puso que acabé prometiéndole que le llamaría. A mí lo de quedar me daba reparo, me consideraba un poco mayor para empezar a “tontear” con alguien. Al final accedí, sólo para que ella dejara de molestarme, con tanto mensaje y que nuestras conversaciones telefónicas no llegaran al mismo punto siempre. Era un estrés escucharla diariamente. Supongo, pensó que una oportunidad como esa no se me iba a presentar dos veces y quizá yo acabé convenciéndome de lo mismo.

No sólo compartía con Adam Cohen el apellido, sino que los números impares estaban en el día, el mes y el año de nacimiento de ambos. Aunque no éramos ni del mismo mes, ni del mismo año. El 5 era nuestro día común. Con tanto número primo a nuestro alrededor, parecía difícil que no encajáramos. Así que lo apostamos todo a nuestras coincidencias. Teníamos el presentimiento de que nada podía salir mal.

Adam había estudiado una ingeniería mecánica en su país y no le fue difícil conseguir una visa para poder mudarse a Dassel. Él se convirtió en El Holandés.

Medio año después estábamos preparando una boda que a mi madre le hizo mucha ilusión. Mis hermanos tenían pareja, pero ya habían dejado claro que así estaban muy bien. No tenían ganas de contratos matrimoniales ni de “saraos” familiares. Era curioso que sus vidas fueran tan iguales.

Queríamos algo sencillo, una boda civil, nada de multitudes. Sin embargo mi madre quería todo lo contrario. La casi totalidad de nuestros familiares cercanos declinaron la invitación por ser un viaje costoso, así que sólo un grupo de 11 personas “cruzó el charco” para celebrarlo.  Pensando en ella y en la decepción que podía generarle el escaso reclamo de nuestro enlace, contratamos unos “amigos,” que no teníamos, para que la ceremonia tuviera buen ambiente en las siete horas de celebración que habíamos pagado. La fiesta resultó muy divertida con tanto desconocido y tanta sobreactuación. Eran unos magníficos actores y nada podía salir mal, porque para eso nos habíamos gastado unos buenos puñados de dólares. No hubo discusiones ni malos rollos entre los míos porque mis hermanos y sus parejas decidieron celebrar nuestro enlace en sus casas respectiva. A pesar del disgusto de mi madre, por el feo de sus dos hijos, se quedó más que contenta por el cariño que notó en la red de amigos americanos, que nosotros habíamos alquilado. En ningún momento sospechó que fueran falsos y ni por asomo podía imaginar que eso se podía contratar como parte del “evento” y del número de horas a celebrar.

Una mañana al levantarme no me encontré nada bien, el café me revolvió el estómago y el olor de mi ropa limpia me dio asco.

Cuando le dije a Adam que estaba embarazada fuimos a celebrarlo. A mi madre le mandé por WhatsApp una animación con un chupete haciendo equilibrios a derecha e izquierda y lo entendió a la primera. No pasaron más de tres segundos y mi teléfono ya estaba sonando. Era ella organizando su maleta para visitarnos. Fue tanta su alegría y su nerviosismo, que tuve que frenarla un poco para que me dejara respirar. No era el único bebé que iba a nacer y no iba a ser ella la única abuela de la tierra. Es cierto que por fin sintió que después de tener cuatro hijos, la descendencia de su estirpe estaba garantizada.

Ese día mi teléfono no dejó en ningún momento de notificar su agradecimiento y gratitud. Eran monólogos de felicidad y alegría superlativa, que yo contesté pacientemente con emoticonos, sin muchas ganas de conversar y no porque no quisiera celebrar mi nuevo estado, sino para rebajar un poco la importancia del suceso y que ella, se olvidara un poco de la idea de que su hija era la única en el mundo de la que dependía la continuidad de la especie humana, y que únicamente viera la continuidad de la familia Cohen-Espinosa. Acabé poniendo el teléfono en modo avión porque mi madre estaba imparable con sus mensajes.

Con 41 años tuve a Abigail Cohen-Cohen y dos años después volví a sentir nauseas mientras Adam se perfumaba con su colonia favorita de un diseñador muy exclusivo español. Supe que estaba embarazada de lan y Ariel que también serían Cohen-Cohen.

Mi madre con 67 años, aborrecía visitarnos. Cuando lo hacía se pasaba horas quejándose del ajetreo de los aeropuertos, lo pesado que se le hacía el viaje y el no adaptarse a las costumbres americanas. Sin embargo, con la llegada de los gemelos decidió que sería mejor mudarse definitivamente cerca de nosotros, que, aunque decía que era única y exclusivamente para disfrutar de sus nietos, nosotros creíamos que lo hacía también por la convicción de no vernos capaces de la crianza de tanto niño pequeño.

No le faltaba razón, era todo un lío de organización familiar, que no tenía muy claro si Adam y yo estábamos preparados para ello.

Antes de la llegada de los gemelos, habíamos decidido mudarnos a una lujosa casa en Saint Paul, muy cerca de Dyton Av. Después de mi buena reputación con la clínica de Dassel, pensamos que era hora de moverse y ampliar el negocio montando una nueva clínica en la capital del estado. Parecía una locura con Abigail pequeña, pero se presentó una oportunidad comercial y no la dejamos pasar. Adam hacía tiempo que trabajaba para Emtons and livier Resources, una compañía de ingeniería civil, como ingeniero jefe de la sección áreas metropolitanas del estado. Por fin dejaría de viajar para estar más tiempo en casa con nosotras.

Mi madre se instaló en la cabaña apartamento que formaba un conjunto perfectamente coordinado con nuestra casa de arquitectura colonial. Vino para quedarse y hacer de abuela y yo le agradecí ese gesto, porque los padres éramos nosotros. Nos veíamos como una familia perfecta. Todavía no habíamos entrado dentro de la elevada estadística de divorcios. Ya habíamos pasado la estricta barrera de los 7 años, que los expertos indicaban como crucial. En este tiempo habíamos tenido algunas discusiones serias por cómo educar a nuestros hijos, pero nada que no pudiéramos arreglar.

Ya éramos los Cohen-Cohen, y mi madre había cumplido su deseo de tener y sobre todo de disfrutar y cuidar de sus nietos.

Cuando tiramos las cenizas de Débora Espinosa al río Misisipi, casi había cumplido 87 años, un infarto la sorprendió trabajando en el jardín de casa. Nada se pudo hacer por ella. Llamé a mis hermanos para informarles. No percibí gran interés por su sepelio y me quedó claro que no iban a venir a su funeral.

 Abigail estaba con su brigada en la base americana de Mombasa; Ian estaba entre Polonia y Ucrania con la ONG World Central Kitchen y Ariel comenzando su grado de matemáticas y estadística en la Williams College. Los tres lo dejaron todo por ella. Alquilamos un yate y con todo el ceremonial del duelo dejamos caer sus cenizas lentamente sobre el río. Saqué del bolso mi piedra amuleto. Una piedra de color ámbar que la había tenido conmigo desde mi adolescencia, en aquellos momentos en los que todo me había sido difícil. La arrojé para que la acompañara en su viaje. Adam también tiró una piedra y lo mismo, Abigail, Ian y Ariel.

Dos días después de despedir a mi madre, Abigail se volvió a Kenia, Ian tomó un avión hacia Odessa y Ariel continuó sus estudios en las Berkshires.

Pero ellos, los Cohen-Cohen ya son otra historia….


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