Una descendencia de números primos
Yo era la mayor de cuatro hermanos y la responsabilidad que
recayó sobre mí por todos ellos me hizo perderme en estas tierras de Minnesota.
Un día mi madre nos dijo a Orel y a mí, que estaba embarazada
de mellizos. No entendí muy bien que quería decir “mellizos”. Imaginé por su
tono serio que lo que le venía no era nada bueno. En la cena mi padre me riñó
exageradamente por el ruido que hacía al masticar un pedazo de carne que no
podía tragar y mi hermana acabó llorando por la tensión que había entre mis
padres.
Meses después ya éramos cuatro hermanos y los dos que
llegaron fueron unos “diablillos” insoportables. No había quien los domase. Se
metían en todo lo malo que uno podía imaginar, así que acabaron por minar la
convivencia entre todos nosotros. Con el accidente de Orel, y como consecuencia
de su pérdida, el matrimonio se rompió. El alcohol se apoderó de mi padre y mi
madre se quedó como ida durante varios años. Con el tiempo el dolor de las heridas se
fueron calmando y la vida de cada uno fue yendo, sin grandes acontecimientos y
emociones.
Después de graduarme conseguí una beca para completar mi
formación en la Universidad de Minnesota, Twin-Cities. No sé de dónde saqué el
valor para irme tan lejos con 24 años y despojarme de la carga familiar que
había soportado hasta ese momento. Necesitaba desvincularme del mal rollo de
mis hermanos y de la tristeza perenne en la que vivía mi madre. De mi padre había
dejado de tener noticias, desde hacía varios años.
Ahora que estaba a punto de irme, recordaba con nostalgia que
cuando era pequeña jugaba con Orel a apuntar con el dedo índice en un mapa, cuál
sería el lugar a donde nos iríamos a vivir; imaginándonos tener una vida
sorprendente allí donde habíamos elegido. La verdad es que nunca pensamos que
eso fuera a ocurrir.
Cuando acabé mi formación en la Twin-Cities, me despedí de
mucha gente valiosa que me había ayudado a superar todos los obstáculos que
tuve en mi vida universitaria. Iba a comenzar una nueva etapa y la idea de
regresar a España me daba pereza, ahora que me había acostumbrado a esta
cultura, aquella, que era la mía, empezaba a ser extraña. Así que, acordándome
de Orel, busqué en Google un mapa de Minnesota, y volví a cerrar los ojos como
cuando lo hacía con ella y elegí un lugar al azar del estado número 32.
Convalidé mis estudios y Dassel fue el punto de inicio geográfico para abrir la
consulta odontológica. Empezar en un sitio pequeño podía tener más beneficios
que inconvenientes. En ese momento sólo había un dentista y las fotos que
aparecían de su consulta en el Google, eran anticuadas, y el local parecía en
decadencia; sus valoraciones no eran nada buenas.
Los comienzos no son fáciles para nadie, pero gracias a la
herencia de mi padre, pude montar una modesta clínica dental en uno de los
locales del centro, no lejos de Parker Ave.
Para no entrar en conflicto con el único colega que había en
Dassel y ya que me había especializado
en odontología pediátrica, decidí sólo tratar a niños y ya vería si en años
sucesivos podía ampliar la consulta y ver al resto de sus familias.
En el pueblo era conocida por La Española, un apodo por mi procedencia, para unos cariñoso y para
otros pronunciado con cierto tono racista, pero tengo que decir que en
cualquier caso me gustaba la distinción. En mi país era La Americana y tampoco
me molestaba cuando me lo llamaban.
Conseguí que mi madre me visitara en varias ocasiones. Aunque
siempre decía que no era país para ella y se marchaba pronto. Estábamos en
permanente contacto por WhatsApp y nuestro Facetime echaba humo todas las
semanas. Mis hermanos sólo vinieron una vez y los dos juntos. A las pocas horas
de llegar acabamos discutiendo por cosas del pasado, así que era mejor que cada
uno se mantuviera al margen para no confrontar. Por esa razón, no volvieron más.
Después de unos años me compré el coche
que me gustaba y no escatimé en gastos en la compra de una casa, que mi madre
la llamaba “La Mansión”. De la Clínica
a casa, de casa al gimnasio y de aquí al supermercado o al centro comercial, un
poco de ocio, quedar de vez en cuando para tomar unas copas y nada más. Tenía
que reconocer que vivía bien sin grandes sobresaltos.
Mi madre estaba muy pesada con
recriminarme mi rutina diaria en Dassel, la consideraba insulsa y aburrida, sin
embargo, yo la veía sin tiempo para el aburrimiento porque no me sobraban horas
y posiblemente trabajaba de más, al tenerme yo como única familia.
Había tenido pareja un tiempo, nada importante
para mí. No me preocupaba lo más mínimo estar sola. Estaba acostumbrada a hacer
mi vida tal como yo la quería sin dar explicaciones a nadie. Hasta me
consideraba afortunada por no tener que divorciarme como lo hacía un elevado
porcentaje de la población aquí.
Me llegó un mensaje de mi madre, que
decidí obviarlo, era demasiado tarde para abrir el teléfono e iniciar una
conversación. Pocos minutos después un bombardeo de “mensajitos” reflexionando sobre mi vida amorosa y las ganas de
experimentar ser abuela. Estaba especialmente pesada con estos dos temas. Le
envié un emoticono de sonrisa, un corazón y dejé pasar la conversación porque
sabía a dónde podía llegar y no me apetecía empezar una discusión sobre un
deseo de ella, que por ahora yo veía difícil de alcanzar.
El Sr. Cohen llegó a la consulta muy
dolorido, era una urgencia relativa que no se podía dejar pasar y le hice un
hueco al final del día para aliviar toda su queja. Me sorprendió que
compartiéramos apellido y que yo no me hubiera enterado de su existencia en esta
pequeña localidad de Minnesota. Su acento no era el mío y su aspecto distaban
mucho de parecerse a los Cohen que yo conocía. Era un holandés de Ámsterdam que
estaba de visita, recorriendo los estados americanos del norte. Cuando llegó a
Dassel ya no podía más con el dolor y la fiebre. Quedó inhabilitado para
continuar el viaje. Entre los pocos odontólogos que ahora trabajábamos en la
ciudad, le fue fácil escoger la clínica de la doctora Cohen. Yo hubiera hecho
lo mismo si me hubiera encontrado en su situación en un lugar desconocido y totalmente
ajeno.
Días después recibí una caja de
bombones. En la tarjeta que los acompañaba, un deseo de invitación al finalizar
mi jornada, por el favor de la cura. Era mi trabajo, no había hecho más que
ayudarle a reparar un molar en mal estado, le había cobrado y eso era todo, no
había necesidad de más con un paciente.
Se lo comenté a mi madre, sobre todo
por la anécdota de compartir apellido y no sé por qué lo hice, porque ya no
paró de hablar del tema del holandés, tan pesada se puso que acabé
prometiéndole que le llamaría. A mí lo de quedar me daba reparo, me consideraba
un poco mayor para empezar a “tontear” con
alguien. Al final accedí, sólo para que ella dejara de molestarme, con tanto
mensaje y que nuestras conversaciones telefónicas no llegaran al mismo punto
siempre. Era un estrés escucharla diariamente. Supongo, pensó que una
oportunidad como esa no se me iba a presentar dos veces y quizá yo acabé
convenciéndome de lo mismo.
No sólo compartía con Adam Cohen el
apellido, sino que los números impares estaban en el día, el mes y el año de
nacimiento de ambos. Aunque no éramos ni del mismo mes, ni del mismo año. El 5 era nuestro día común. Con tanto número primo a nuestro alrededor, parecía
difícil que no encajáramos. Así que lo apostamos todo a nuestras coincidencias.
Teníamos el presentimiento de que nada podía salir mal.
Adam había estudiado una ingeniería mecánica
en su país y no le fue difícil conseguir una visa para poder mudarse a Dassel.
Él se convirtió en El Holandés.
Medio año después estábamos
preparando una boda que a mi madre le hizo mucha ilusión. Mis hermanos tenían
pareja, pero ya habían dejado claro que así estaban muy bien. No tenían ganas
de contratos matrimoniales ni de “saraos” familiares. Era curioso que sus vidas
fueran tan iguales.
Queríamos algo sencillo, una boda
civil, nada de multitudes. Sin embargo mi madre quería todo lo contrario. La
casi totalidad de nuestros familiares cercanos declinaron la invitación por ser
un viaje costoso, así que sólo un grupo de 11 personas “cruzó el charco” para
celebrarlo. Pensando en ella y en la
decepción que podía generarle el escaso reclamo de nuestro enlace, contratamos
unos “amigos,” que no teníamos, para
que la ceremonia tuviera buen ambiente en las siete horas de celebración que
habíamos pagado. La fiesta resultó muy divertida con tanto desconocido y tanta
sobreactuación. Eran unos magníficos actores y nada podía salir mal, porque
para eso nos habíamos gastado unos buenos puñados de dólares. No hubo
discusiones ni malos rollos entre los míos porque mis hermanos y sus parejas
decidieron celebrar nuestro enlace en sus casas respectiva. A pesar del
disgusto de mi madre, por el feo de sus dos hijos, se quedó más que contenta
por el cariño que notó en la red de amigos americanos, que nosotros habíamos
alquilado. En ningún momento sospechó que fueran falsos y ni por asomo podía
imaginar que eso se podía contratar como parte del “evento” y del número de
horas a celebrar.
Una mañana al levantarme no me
encontré nada bien, el café me revolvió el estómago y el olor de mi ropa limpia
me dio asco.
Cuando le dije a Adam que estaba
embarazada fuimos a celebrarlo. A mi madre le mandé por WhatsApp una animación
con un chupete haciendo equilibrios a derecha e izquierda y lo entendió a la
primera. No pasaron más de tres segundos y mi teléfono ya estaba sonando. Era
ella organizando su maleta para visitarnos. Fue tanta su alegría y su nerviosismo,
que tuve que frenarla un poco para que me dejara respirar. No era el único bebé
que iba a nacer y no iba a ser ella la única abuela de la tierra. Es cierto que
por fin sintió que después de tener cuatro hijos, la descendencia de su estirpe
estaba garantizada.
Ese día mi teléfono no dejó en ningún
momento de notificar su agradecimiento y gratitud. Eran monólogos de felicidad
y alegría superlativa, que yo contesté pacientemente con emoticonos, sin muchas
ganas de conversar y no porque no quisiera celebrar mi nuevo estado, sino para
rebajar un poco la importancia del suceso y que ella, se olvidara un poco de la
idea de que su hija era la única en el mundo de la que dependía la continuidad
de la especie humana, y que únicamente viera la continuidad de la familia
Cohen-Espinosa. Acabé poniendo el teléfono en modo avión porque mi madre estaba
imparable con sus mensajes.
Con 41 años tuve a Abigail
Cohen-Cohen y dos años después volví a sentir nauseas mientras Adam se
perfumaba con su colonia favorita de un diseñador muy exclusivo español. Supe
que estaba embarazada de lan y Ariel que también serían Cohen-Cohen.
Mi madre con 67 años, aborrecía
visitarnos. Cuando lo hacía se pasaba horas quejándose del ajetreo de los
aeropuertos, lo pesado que se le hacía el viaje y el no adaptarse a las
costumbres americanas. Sin embargo, con la llegada de los gemelos decidió que
sería mejor mudarse definitivamente cerca de nosotros, que, aunque decía que
era única y exclusivamente para disfrutar de sus nietos, nosotros creíamos que lo
hacía también por la convicción de no vernos capaces de la crianza de tanto niño
pequeño.
No le faltaba razón, era todo un lío
de organización familiar, que no tenía muy claro si Adam y yo estábamos
preparados para ello.
Antes de la llegada de los gemelos,
habíamos decidido mudarnos a una lujosa casa en Saint Paul, muy cerca de Dyton
Av. Después de mi buena reputación con la clínica de Dassel, pensamos que era
hora de moverse y ampliar el negocio montando una nueva clínica en la capital
del estado. Parecía una locura con Abigail pequeña, pero se presentó una
oportunidad comercial y no la dejamos pasar. Adam hacía tiempo que trabajaba
para Emtons and livier Resources, una
compañía de ingeniería civil, como ingeniero jefe de la sección áreas metropolitanas
del estado. Por fin dejaría de viajar para estar más tiempo en casa con
nosotras.
Mi madre se instaló en la cabaña
apartamento que formaba un conjunto perfectamente coordinado con nuestra casa
de arquitectura colonial. Vino para quedarse y hacer de abuela y yo le agradecí
ese gesto, porque los padres éramos nosotros. Nos veíamos como una familia
perfecta. Todavía no habíamos entrado dentro de la elevada estadística de
divorcios. Ya habíamos pasado la estricta barrera de los 7 años, que los expertos
indicaban como crucial. En este tiempo habíamos tenido algunas discusiones
serias por cómo educar a nuestros hijos, pero nada que no pudiéramos arreglar.
Ya éramos los Cohen-Cohen, y mi madre había cumplido su deseo
de tener y sobre todo de disfrutar y cuidar de sus nietos.
Cuando tiramos las cenizas de Débora Espinosa al río Misisipi,
casi había cumplido 87 años, un infarto la sorprendió trabajando en el jardín
de casa. Nada se pudo hacer por ella. Llamé a mis hermanos para informarles. No
percibí gran interés por su sepelio y me quedó claro que no iban a venir a su
funeral.
Abigail estaba con su
brigada en la base americana de Mombasa; Ian estaba entre Polonia y Ucrania con
la ONG World Central Kitchen y Ariel comenzando
su grado de matemáticas y estadística en la Williams College. Los tres lo
dejaron todo por ella. Alquilamos un yate y con todo el ceremonial del duelo
dejamos caer sus cenizas lentamente sobre el río. Saqué del bolso mi piedra amuleto. Una
piedra de color ámbar que la había tenido conmigo desde mi adolescencia, en
aquellos momentos en los que todo me había sido difícil. La arrojé para que la
acompañara en su viaje. Adam también tiró una piedra y lo mismo, Abigail, Ian y
Ariel.
Dos días después de despedir a mi madre, Abigail se volvió a
Kenia, Ian tomó un avión hacia Odessa y Ariel continuó sus estudios en las
Berkshires.
Pero ellos, los Cohen-Cohen ya son otra historia….
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