lunes, 27 de enero de 2025

LA VERDAD VARIABLE

 


Un tropiezo accidental

Mi madre mentía con tanta sinceridad que era difícil no creerle…

La edad que yo tenía no era la biológica sino la que ella había decidido que podía tener, supongo que la había elegido por mi estatura, apariencia o complexión. No creo que tuviera nada que ver mi madurez para determinar una fecha u otra. Fue difícil sortear la falsedad de un año menos; vivíamos en una ciudad pequeña donde casi todos éramos conocidos y además había que tener en cuenta que las otras madres recordaban perfectamente, no sólo cuando habían nacido sus hijos, sino que no se les escapaba las fechas de los de sus vecinas, aunque sólo fuera para comparar, a lo largo del tiempo, a unos con otros. Recuerdo su determinación para convencer de mi nueva edad, a quien sabía de mí, incluso a aquellos que me habían visto nacer. Les despojaba de su verdad y acababan asumiendo que estaban totalmente equivocados. Llegó a tal punto de exageración que tuve que repetir primero de primaria porque mi nivel madurativo, según la maestra del segundo curso, necesitaba un año más. No me consideraba una superdotada para avanzar, así que no podía estar en ese nuevo curso si tenía un año menos; por tanto, era mejor volver a cursarlo, porque tendría una mejor experiencia de lo aprendido y -nada que perder, sentenció la profesional con un cierto tono de sorna y suspicacia. Mi madre consintió el agravio, sin decir nada, se mordió los labios y tiró para adelante, no iba a permitir desmentir su mentira por un curso académico. Después de este bochornoso y perjudicial momento yo también fui abducida por su mentira y adopté como mía una fecha ajena, al fin y al cabo, yo ni me acordaba de haber estado en mi año de nacimiento, y lo acontecido conmigo aquellos primeros años, me era ajeno, lo que me daba igual, tener uno más que uno menos.

La madre de Noé quiso venir conmigo al juzgado a buscar mi partida de nacimiento, imprescindible para casarme con su hijo. No me atreví a decirle que prefería ir sola, que no era necesaria su presencia, pero por temor a que le pareciera mal, dejé que me acompañara. La decisión se convirtió en fracaso que yo sabía iba a ocurrir. Ese día, el oficial no encontró nada sobre mí: ni un registro, ni una inscripción a mi nombre con la fecha de nacimiento, que yo le aseguraba firmemente era la mía. Al salir del juzgado sentí que Ruth estaba abrumada. Supe cómo sortear el engaño, era toda una experta en afianzar el embuste. Dos días después aparecí exultante en su casa con la partida de nacimiento en la mano recreando una buena dosis de descaro, cinismo y mentira. −Al final el oficial la encontró. ¡Listo!, ya no hay nada por lo que preocuparse Ruth.

Fueron tantas veces las que tuve que enfrentarme a falsificar la verdad que realmente no sé cómo he podido llegar hasta aquí sin que me pillaran en semejante burla.

No me considero una persona mentirosa, simplemente he falsificado un dato relevante de mi vida, porque mi madre decidió esto sobre mí hace mucho tiempo y yo lo adopté y lo hice mío. Podría definir este acontecimiento como una nueva verdad variable de mi edad.

Muchas veces tuve la oportunidad de revertir la invención, pero no lo hice. Tampoco encuentro una explicación a este arduo trabajo de mantener tanto fingimiento. Supongo me aterraba que Noé se enfadara y acabara con nuestra relación, lo que me ponía muy nerviosa y en un grado de estrés insoportable. Así que el infundio seguía avanzando como una bola de nieve, aunque a veces me costara demasiado soportar todo su peso. Llegué a la conclusión que lo mejor era dejar las cosas tal como estaban.

Decidí darme una ducha antes de cenar, no es que me apeteciera mucho, pero era una decisión que tomaba muchos días por quitarme la pereza de hacerlo a las 6 de la mañana, antes de ir a trabajar. No había cosa que más me fastidiara que esperar a que el agua caliente se pusiera por lo menos templada y la idea de tirar tanta agua y perderla por el sumidero me molestaba y me ponía de malhumor. Casi siempre acababa duchándome con agua casi fría y por eso prefería hacerlo a otras horas menos intempestivas. Entré en la bañera pensando que estaría bien probar la mascarilla que Mary, mi peluquera, me había colado en la cesta mensual de productos cosméticos; un nuevo bote “milagro”, para reforzar esa especie de estropajo en que se había convertido mi pelo. Ya había discutido con ella sobre no cortarme la melena y si ella reforzaba insistentemente el uso de la tijera, proporcionalmente yo defendía la longitud de mi cabellera probando todo tipo de productos. Al final ella entendió que le salía a cuenta probar toda clase de potingues conmigo, más que raparme la pelambrera. Esperando que el agua fuera un poco menos gélida y a manera de ritual coloqué en la tarima de la bañera el champú, el suavizante, la última innovación en mascarillas que solucionaría mi encrespamiento y la esencia de árbol de té. Sin mis tres gotas de este oleo australiano no pasaba por ningún tratamiento rejuvenecedor de pelo. Olía a “rayos”, pero sus beneficios reducían el picor y la ansiedad irritativa de mi piel. Cuando nuestros hijos eran pequeños y estaban infectados de piojos y me los contagiaban a mí también, fue el único remedio que desterró a estos parásitos de nuestra cabeza.

Esta vez decidí que me tomaría todo el tiempo necesario para seguir las normas del prospecto de la mascarilla y paso por paso llegar hasta el final, no como otras veces que lo hacía apresuradamente y no obtenía ningún resultado beneficioso. Primero me lavé con el champú; pacientemente estuve minuto y medio amasando la espuma entre los mechones mojados; después el suavizante. Tuve la paciencia de friccionar cada filamento y esperar más de dos minutos a que hiciera su efecto. Mentalmente, como si fuera el minutero de un reloj, fui contando los segundos. Se me hizo larga la espera antes de aclarar toda la mezcla; cogí medio puño de crema reparadora con la mano izquierda y la puse sobre la derecha; me froté ambas manos con el mejunje y lo esparcí, con leves masajes circulares, por la cabeza impregnando hasta la última punta abierta de mi melena. Como se trataba de una crema viscosa, se me deslizó una porción de ella, estampándose contra al suelo de la bañera. Con los ojos semi-abiertos, intenté frotarme repetidamente la espuma para que sus aditivos no me escocieran tanto, me agaché para recoger la crema y añadirla a la que ya me había puesto. El agua había arrastrado el pegote hasta el desagüe. No sé por qué decidí limpiar el sobrante de producto con mi pie derecho y cuando fui a coger la esencia de árbol de té, giré mi torso unos 180 grados, y mis pies se deslizaron como si estuvieran patinando sin control. Sentí dos golpes fuertes que me inmovilizaron en el suelo de la bañera. Me di cuenta que el grifo me había abierto una brecha en la parte superior de la nariz. La sangre fluía rápido mezclándose con el agua caliente. Intenté apoyar mis brazos sobre el borde de la bañera, pero no se movieron como yo quería. Un intenso dolor me dejó paralizada a la altura de la clavícula. Traté de levantarme; era tanta la molestia del tobillo izquierdo y tenía tan mal aspecto que no me atreví a arrastrarme e intentar salir de la bañera.

Grité para que Noé me rescatara. Él estaba en la planta baja, escuchando a Oscar Peterson. Le acaba de regalar unos auriculares, los mejores según el vendedor. Eran unos de esos que reducen todo sonido externo que pueda interferir entre el cerebro del escuchante y el intérprete. Noé era un melómano y sentir la música desde dentro en perfecta comunión con el músico le transportaba a un estado de emoción tan vital, que las lágrimas le salían fácilmente con ciertos acordes. Estaba tan conmovido por el sonido de la melodía que yo le imaginaba en un estado de trance. Lancé un grito intenso y desgarrador. La onda sonora no produjo efecto en Noé, pero sí en Zor, le oí gemir en el pasillo a la altura de las escaleras. No se atrevió a pasar del primer escalón. Era un perro bien educado, yo me había empeñado en ello. −Vivir dentro de casa sí, pero con límites y prohibiciones. Una de ellas era subir a la planta de arriba y otra mucho más drástica era no tumbarse en las alfombras. Siendo cachorro tuvo una gran infesta de pulgas que luego pasaron a la alfombra del salón y de ahí a picarnos a todos. Fui yo la única que tuve que ir al médico, las ronchas en mi piel fueron tan grandes y el picor tan intenso e imparable que el tratamiento con antihistamínicos duró más de un mes. Así que generé una buena fobia y me declaré una víctima alérgica a todos los restos extraños de nuestro perro. Por eso desde el principio puse mis condiciones para criarlo y de ahí la limitación de no estar en cualquier estancia, o de no tumbarse en ninguna alfombra, excepto la suya, o de esperar la orden para comer y por supuesto prohibido subirse a las personas para mostrar su cariño, no había cosa que más rabia me diera que estar vestida impecablemente y tener la marca de sus patas en mi falda. Zor aprendió rápido y era sorprendente verle sortear el perímetro de los objetos prohíbidos, o esperar la orden de sus dueños para lo que fuera. Desde la bañera le grité que viniera, pero él había sido un buen alumno de todas mis enseñanzas, por eso no pasó del primer peldaño. Noé notó al perro nervioso e interpretó que quería salir al jardín, le abrió la puerta y la cerró sin dejar de escuchar “Better git it in your Soul”.

–¡Noé, Noé, Noé! Grité y chillé todo lo que pudieron mis cuerdas vocales y oí como tarareaba siguiendo acompasadamente el contrabajo de Charles Mingus. Sentí al perro ladrar fuera de la casa tan desesperadamente como vociferaba yo dentro de la bañera. Noé volvió a dejar entrar a Zor; se dio cuenta que ladraba demasiado, no porque lo oyera, sino porque veía sus gestos a través del ventanal. Entró a toda prisa y se apostó al comienzo de la escalera sin acceder a ella, ladrando desesperadamente. Noé le siguió para tranquilizarlo, sin dejar de escuchar una versión de “Take five” a través de sus auriculares. Creyó ver una sombra minúscula pasando por uno de los peldaños y se imaginó que era un ratón; el topillo, que hacía una semana, estábamos buscando por todos los rincones de la casa. Les tenía pánico a los roedores y fue eso lo que le hizo quitarse uno de los cascos y ponerse en alerta. Para protegerse se escondió detrás de la puerta de la sala, esperando que Zor abordara al animalillo y se lo ofreciera como trofeo.  El perro estaba más pendiente de lo que estaba sucediendo en el ático que en ver lo que no había sucedido. Fue entonces cuando Noé me oyó gemir, ya no tenía fuerzas para gritar y simplemente lloraba de dolor. Pronunció mi nombre varias veces, mientras subía las escaleras de dos en dos. Cuando me vio tirada como un despojo en un estado lamentable y quejumbroso intentó explicarse mi "tropiezo accidental". Al ver el agua teñida de rojo, le vi palidecer; con la palma de su mano le dio un porrazo al mono mando y el agua caliente, que había limpiado mi herida, dejó de caer. Intentó moverme, pero se dio cuenta que le flojeaban las piernas, no podía con mi peso; tuvo la necesidad de sentarse y lo hizo sobre la taza del baño. Sacó de su bolsillo el teléfono y casi con la vista borrosa buscó el distintivo de emergencia que hacía unos días había activado en la aplicación Alert Corps. No llegó a apretar el botón, se desplomó dejando su cuerpo inerte deslizándose hacia el suelo en una accidentada caída. Sentí el golpe seco de su frente contra el lavabo. Cuando despertó le dolía la cabeza a la altura de la ceja derecha, hizo ademán de tocarse para ver el alcance del golpe y se dio cuenta que tenía una buena brecha. Ya éramos dos los heridos. Él estaba aturdido, yo inmovilizada por varias partes de mi cuerpo y el perro ladraba alocadamente sin poder hacer nada por nosotros dos.

−Por favor tranquilícese, no toque a su mujer, podría lesionarse más de lo que está. La ambulancia estará en menos de 10 minutos en la puerta de su casa. Escuché al profesional del 112 darle indicaciones. Le temblaba todo el cuerpo. Se sentó en el suelo por si se volvía a desmayar y me agarró la mano. Cuando le pregunté cómo estaba me respondió: −Inestable. Era un buen síntoma en él. Quería decir no estoy bien, pero voy mejorando puedo superar la situación.

Tenía frío, ahora que el agua había dejado de mojar mi cuerpo. No podía moverme bien, el dolor de hombros se había extendido al cuello y la cabeza. Sentía calambres en los brazos y mis manos no tenían la fuerza necesaria para agarrar nada. El tobillo estaba hinchado y no podía girarlo a su posición correcta. Le dije a Noé que buscara una camiseta y una braga en el cajón del armario. No quería que me vieran desnuda y tirada así tal como estaba. Fue imposible vestirme. Le convencí para que buscara el bikini que mis hijos me habían regalado hacía unos meses, por mi cumpleaños. −Era muy mono, pero no era para mí, estaba pensado, como mucho, para una treintañera. Tres triángulos con múltiples cordones para anudar en cuello, espalda y cadera me hacían parecer una mujer de esas que no quieren envejecer y, a pesar del buen tipo que tenía para mi edad, no me veía con él; pero tampoco hice nada por devolverlo a la tienda. En realidad, me gustaba mucho, por eso lo guardé en el compartimento de mi ropa interior, me hacía recordar que aún me podía poner ese tipo de prendas, aunque estaban fuera de lugar.

Cuando llegaron los técnicos de emergencias, tenía a medio poner la parte de abajo del bikini, a Noé le fue imposible anudar las dos partes diminutas de la prenda y lo mismo había ocurrido con los dos triángulos minúsculos que debían cubrir mi pecho.

Me sentí ridícula y desnuda con mi bikini color teja intenso, un bikini que había sido hecho para llamar la atención y sin embargo ahora, estaba colocado en mi cuerpo como si fuera un trapo sin ninguna gracia. Los camilleros ni se inmutaron al verme. Hicieron bien su trabajo, supieron cómo sacarme de la bañera. El dolor hizo que perdiera el conocimiento y no volví a tener conciencia de mi estado hasta que el ajetreo y la sirena de la furgoneta me despertaron. Estaba cubierta por una sábana y en un estado más presentable que la última vez que había hablado con ellos. Ya no sentía tanto dolor, supongo me habían inyectado algún analgésico de amplio espectro para paliar tanto sufrimiento. Noé agarraba fuertemente mi mano y me la besaba insistentemente como rezando para que volviera en sí y me dolieran menos las fracturas. Le noté muy nervioso y alterado. Su ceja tenía tres parches de sutura. Era buena señal, le habían curado en el trayecto. Por lo menos estaba bien después de su caída.

Cuando entré por la puerta del hospital, un traumatólogo y una enfermera me estaban esperando en una de las salas de urgencias. Noé se dirigió a la recepción, que estaba al lado de la sala, para dar mis datos.

 –Nombre de la paciente y fecha de nacimiento, por favor. La recepcionista tecleó mis datos y después de un silencio incómodo se dirigió a Noé: −Disculpe señor, no nos consta ningún historial con esos datos, no coinciden nombre y fecha de nacimiento. ¿Sería tan amable de dejarnos el DNI de ella?

Estábamos como para coger documentos en casa. Yo ni me acuerdo como entré en la cabina de la ambulancia y Noé tenía las pulsaciones más altas de lo normal, ni se le pasó por la cabeza buscar mi bolso y coger la cartera con mi documentación.

−No se preocupe, voy acceder a su historial médico. Sus dedos se movieron rápidos por las teclas del ordenador y al final dijo: −Nos aparece con ese nombre una mujer que ha nacido un año antes del que usted dice, con este DNI. En la pantalla apareció una fotografía con mi DNI. Supongo que con tantas pruebas diagnósticas de prevención que había hecho en mi vida, mi historial no sólo tenía registrada mi tarjeta sanitaria, sino que también estaba mi carné de identidad. Reafirmándose y casi aliviado por el hallazgo Noé afirmó: − Sí es ella. En esa imagen aparecía muy claramente mi fecha de nacimiento. Casi tartamudeando mi marido le dijo: −pero mi mujer nació en 1959, no en 1958 como pone ahí. Debe ser un error ¿no? –No, señor, aquí aparece que Mara Lima nació el 7 de mayo de 1958

El traumatólogo me estaba haciendo muchas preguntas, me sentía tan dolorida que contestaba automáticamente sollozando cuando apretaba cada una de mis lesiones. A pesar de tanto trastorno, mis oídos estaban atentos a la conversación que se estaba librando a un par de metros de mi camilla.

Supuse que algo no iba bien con mi admisión hospitalaria, yo sabía cuál era el problema y la razón de tantas dudas sobre mi fecha de nacimiento. Escuché la voz grave de Noé; estaba subida de tono, incriminando a la enfermera de falsedad documental. Pero no había más verdad que la que se mostraba en aquella pantalla. No sabía cómo le iba a explicar a Noé el porqué de quitarme un año y de no decir la verdad todos estos años que había pasado con él.

Mientras el anestesista me informaba amablemente de mi cuenta atrás para la sedación, y sin recordar lo que me dijo que hiciera, yo me atreví a decir: −La edad puede ser variable y cada uno  utiliza esa verdad como le venga en gana. Después se hizo un negro y ya no recuerdo nada más.


 

 

 

miércoles, 25 de diciembre de 2024

LAS NARANJAS DE HANUKKAH


 



Dos “Naranjas chocolate”

A mi abuelo Tito

Cuando me acerqué al lineal de la frutería del súper, llamó mi atención una caja de fruta. Parecía tratarse de naranjas, sin embargo, su aspecto y textura era diferente. Podían considerarse, por lo apagado de su pigmento, una variedad más pobre que las de siempre. Su color entre verde oscuro y marrón convertían la fruta en algo poco atractivo a mi vista y por tanto a mi paladar. Aun así, me quedé delante de la cesta pensando si comprar o no, un par de ellas y probar esa variedad desconocida y tosca. Sin embargo, su nombre me era atractivo; Entendí que ese color tan peculiar era lo que daba nombre a la variedad y fue el que me dio el empujón para meter en la bolsa de papel un par de Naranjas chocolate.

En casa de Elvira, hacía tiempo, había probado gajos de naranja Navel untados en chocolate, pero ninguno era de la variedad que ahora estaba conociendo. Soy una verdadera amante de los cítricos y del chocolate. La mezcla no me entusiasmó y no la he vuelto a probar, soy más de cada fruto con su sabor primario, sin miscelánea alguna. Prefiero empezar saboreando unos gajos ácidos y acabar el postre con unas dulces onzas de chocolate.

Como si se tratara de un ritual, busqué la más atractiva de estas naranjas, en realidad cogí la primera al alcance de mi mano con buena presencia. La olfateé, −sin que produjera ninguna percepción olfativa diferente a las de su especie originaria−  y la metí cuidadosamente en la bolsa de estraza, que previamente había cogido en el dispensador. Sin quitar la vista del innovador canasto con el preciado fruto, busqué otra que me dijera algo más que la anterior y allí había una, con un brillo algo forzado e impostado, que supongo tenía que ver con la necesidad del productor en origen de hacer que el color amarronado no fuera tan somero, ordinario y algo basto, y pudiera llamar la atención de clientes como yo, que me consideraba una vulnerable de la fruta, sucumbiendo a probar las nuevas variedades de otras latitudes; aunque la mayoría de las veces prefería quedarme con los sabores tradicionales míos, esos que uno recuerda que los tienes desde niña.

Cuando cerré la bolsa me acordé de mi abuelo Ilai. Él solía ir, en temporada de cítricos, a la frutería de su amigo Elías Monrás, antes de abrir el taller de ebanistería. Eran amigos de infancia y no había día que no se vieran. Solían discutir mucho, pero no podían pasar uno sin el otro. Mi abuelo le compraba una naranja y sólo una por día. Esto cabreaba a Elías que no entendía el porqué de su rutina, a pesar de conocer la historia por la que lo hacía. Le llamaba roñoso y cicatero delante de todos los clientes; a mi abuelo no le parecían mal los calificativos viniendo de su amigo, le dedicaba una sonrisa y con las mismas salía de la tienda. Para Ilai, la compra tenía un sentido entrañable. Recordaba gratamente a su madre cuando le regalaba una naranja por Hanukkah. Eran tiempos de escasez y no había dinero para más.

Águeda una vez al año, por Hanukkah, se esforzaba por conseguir una naranja para cada uno de sus ocho hijos; era el único regalo que podía permitirse hacerles. No era fácil juntar el dinero para los dos kilos de fruta que necesitaba para ellos. Por eso ella estiraba el regalo, abriendo cada día de la fiesta de las luminarias, una naranja y ofrecía a sus hijos un gajo a cada uno. Según Ilai, sorprendentemente, las ocho naranjas tenían ocho gajos, así que con abrir una por día era suficiente para que sus hijos saborearan ese pequeño manjar. Mi abuelo decía que esas naranjas eran un prodigio, un fenómeno o un milagro y lo comparaba con el milagro que se celebraba en Hanukkah.

 Águeda se ponía muy contenta en diciembre preparando esta fiesta. Sentía que en ese momento era más feliz que el resto del año. Era una festividad que sus hijos adoraban, estaba pensada para los pequeños de la casa, que recibían un pequeño agasajo cada día, después del encendido de las velas. Águeda se empeñaba en que todos sintieran que era una época especial, compartiendo buenos momentos, entorno al candelabro encendido.  Ella colocaba, en el alfeizar de la ventana, la hanukkiah y después todos se apiñaban muy juntitos a la mesa, comiendo las exquisitas croquetas de cebolla y patata, el pollo a la cazuela y de postre las rosquillas, de la caja de lata, que a todos gustaba picotear. Los más pequeños jugaban al dreidel y convencían al resto para que se unieran a lanzar la peonza y ganar como recompensa unas farraspas de chocolate que su madre les daba excepcionalmente en esa ocasión. Mi bisabuela sentía, por Hanukkah, una especie de ansiedad positiva; una felicidad desmesurada y esas sensaciones las tenía estando al cobijo del calor del brasero y de los olores que desprendía la cocina económica de carbón. Estaba convencida que esas candelas de aceite, que encendían cada noche, y que compraba en el convento de las Clarisas, protegían sus vidas los ocho días que duraba la festividad. Águeda se gastaba los pocos ahorros que iba apañando mes a mes para comprar las pocas viandas, de esa cena conmemorativa, que hacía lentamente en la olla de barro y que sus hijos rebañaban hasta la última gota de salsa pegada en ella.

Ilai, suspiraba por la estrechez y pobreza que pasaban en aquella casa. Demasiadas bocas que sacar adelante, y poco sueldo de la herrería de su padre. Con voz quejosa siempre acababa sus historias con un –¡Ay cuánta hambre pasábamos! Sin embargo, sus ojos le brillaban añorando el bienestar de aquella fiesta. No se consideraba desgraciado o infeliz, muy al contrario, sus valores eran de total agradecimiento por la familia que había tenido.

Su madre cada año encarga en el colmado, que había al doblar la esquina de la calle, ocho naranjas, una por cada hijo. −Habían sido 9 hermanos, pero la pequeña Orel no había sobrevivido al tifus y antes de Pesaj, con 7 años recién cumplidos, les había dejado para siempre−. A mediados de noviembre Águeda, encargaba las naranjas a la señora Sabina. Solían llegar a cuenta gotas a partir de octubre y ella le iba seleccionando de una en una o de dos en dos, de la cesta que el almacenista le traía cada 15 días. Mi bisabuela quería tenerlas para una fecha muy concreta de diciembre. Por eso Águeda pactaba el día exacto con la tendera, la recogida de su mercancía, y así no tener problemas la mañana del primer día de Hanukkah. Águeda entraba nerviosa en la tienda y sólo le bastaba un gesto para que la señora Sabina fuera de inmediato al almacén situado detrás del mostrador, a por su encargo. Traía las naranjas en una caja de madera, −donde se guardaban las sardinas escabechadas−cada una de ellas estaba envuelta en papel cebolla blanco con logotipo de color anaranjado que revelaba el sello del productor alicantino. La caja estaba cubierta por unos hilos entrelazados de virutas blanquecinas que hacían la función de conservante y además estaban protegidas por una tapa circular que las aislaba de la luz. Con la caja en el mostrador, mi bisabuela destapaba todo el envoltorio para comprobar el estado del género y su sonrisa le indica a la dueña del ultramarinos, su agradecimiento y orgullo por conseguirlas un año más. También compraba unas onzas de chocolate para cortarlas en pequeños terrones y usarlos como ganancia del dreidel. Mi abuelo contaba que Águeda era mucho de rituales, le gustaba recrearse en ese momento mágico de tener en sus manos un tesoro –las ocho naranjas- que, según él, estaba valorado en dos reales.

Ya en casa, guardaba la caja en el aparador de la despensa, un lugar bastante fresco, preservado de la humedad y la cubría, a mayores, con un trapo limpio de cocina, para que la pulpa no sufriera los efectos de cualquier resquicio de luz y malograra la fruta. Casi cuando empezaba a oscurecer, cogía una naranja de ese cesto improvisado –No dejaba de ser una caja de sardinas−y sentada al calor del hornillo, la pelaba cuidadosamente con la navaja de las patatas. Casi no quería tocarla, era para ella un objeto emocional casi rozando lo espiritual. La acidez de su piel primero le roció la cara y después sintió el dulzor de su jugo en los labios y esa sensación agridulce le hizo salivar. Con sus dedos desgajó delicadamente la naranja; tenía 8 gajos, como lo eran sus hijos, ocho. Fue colocando el fruto, uno a uno en el paño de lino que había bordado meses antes para estrenarlo el día de la celebración. Luego tomó las cuatro puntas del trapo, las unió en el centro, hizo un pequeño nudo y se lo guardó en uno de los bolsillos del mandil. Cuando llegó la hora de encender la primera vela del candelabro, le dio la shamash a su hija mayor y con ella, Débora encendió la primera candela de Hanukkah. En silencio, quedaron hipnotizados por la luz del pequeño cirio, hasta que Águeda llevó la hanukkiah a la repisa de la ventana bisbiseando una oración; mientras se iba consumiendo su luz, sacó del bolsillo del delantal, el pequeño muñón de paño; lo extendió en la mesa y le dio a cada uno de sus hijos el gajo de naranja que cuidadosamente había desmembrado de ese fruto tan preciado. Hacía el mismo ritual los días sucesivos hasta completar los ocho días de la festividad. Curiosamente, igual que el milagro de Hanukkah, mi bisabuela encontraba ocho gajos en cada una de las naranjas que pelaba cada día. Ilai se refería a ese momento como el milagro de Águeda.

Era una bonita y entrañable historia de Hannukah, que mi abuelo me contaba todos los años. A veces, le añadía algún matiz que la hacía más inverosímil, pero no por ello menos atractiva. Me la sabía de memoria y aunque desde pequeña le cuestionaba que el mismo número de gajos en las naranjas de su madre era un poco raro y casi imposible creer, sin embargo, me gustaba escuchar esa historia que envolvía el portentoso misterio de mi bisabuela. Ilai siempre repetía lo mismo: −las que Águeda compraba en el colmado de la señora Sabina, sí los tenía. Él decía que se trataba de un milagro y no se podía explicar cómo sucedía tal cosa. Así que cada vez que nos felicitábamos por Hanukkah, cuando era niña, acabábamos diciendo al unísono y como felicitación familiar: −Las de ella si los tenía y después ya pronunciábamos la tradicional –Un gran milagro ocurrió allí recordando el milagro de la Menorah del templo de Jerusalén.

−Señora, ¡oiga! Hola, ¿se encuentra bien? ¿quiere que le pese la bolsa?

Alguien me tocó el hombro y automáticamente me disculpé − ¡Ay perdón!, estaba pensando en qué más llevar y se me “ha ido la cabeza”. Era una disculpa para no parecer ridícula. Me había quedado embobada pensando en mi abuelo Ilai y había perdido toda noción de la realidad de donde estaba.

Le pregunté a la frutera del súper si las Naranjas chocolate, que acababa de coger eran una variedad nueva de naranjas, una especie de fruta transgénica de última generación. Me miró con cara escéptica y me dijo: −Ni idea. Ya las tuvimos el año pasado. La encargada dice que son más dulces. Para mí son feas y poco atractivas. No sé más. ¿Se las peso? –Sí, por favor, quiero probarlas a ver a qué saben.

Nathan me dijo que estaría en casa al oscurecer. Nos gustaba el ritual de encender la hanukkiah juntos. No teníamos hijos, lo habíamos pospuesto en varias ocasiones y ahora ya era tarde para intentarlo. –Mira lo que he traído para celebrarlo. Al ver las naranjas puso cara rara; enseguida las relacionó con la historia de Ilai y entendió que como Águeda las íbamos a pelar en su honor para comenzar la celebración de Hanukkah. Le di la razón a Nathan; eran un poco feas, pero en temas de alimentación hay que estar abiertos de mente, −quién sabe que llegaremos a comer. Le dije.

Imaginé a mi bisabuela pelando la naranja y a Ilai esperando su gajo. Pelé lentamente mi Naranja chocolate; lo hice con espiritualidad, como me imaginaba que ella lo había hecho. Gesticulando con mis manos sutilmente, deseché la pulpa hasta llegar al fruto. Fui separando los gajos unos de otros y los conté, como si se tratara de un prodigio natural por descubrir. Uno, dos, tres…Los levantaba sobre mi cabeza y los dejaba reposar suavemente sobre un paño de lino, lo mismo que hizo Águeda con los suyos. Nathan miraba sorprendido la representación que estaba haciendo; sonreía siguiendo la ceremonia, aunque él peló la suya de manera habitual, sin tanto miramiento y teatralidad como lo había hecho yo. Ambos observamos que el color de los gajos era el normal, el de siempre, el usual de una naranja. No tenía toques amarronados o terrosos que es lo que se esperaría de esta nueva especie y que definirían su novedoso nombre de pila.  Cuando acabé de colocar los gajos en el paño, los conté varias veces por si estuviera equivocada porque se trataba de ocho pedazos y me di cuenta que Nathan repetía la misma operación que yo; con su dedo índice contaba una y otra vez los gajos. Con un grito histérico dije en voz alta –OCHO. Y Nathan tan asombrado e impactado como yo repitió –Ocho también, ¿cómo puede ser? Vaya casualidad, no me lo puedo creer. ¿Qué está pasando? Y respondí: él espíritu de Águeda, el milagro de sus ocho naranjas.

A manera de oración y felicitación, de Hanukkah, y recordando las palabras de Ilai sobre las naranjas de Águeda, a los dos nos salió decir: −LAS DE ELLA SÍ LOS TENÍA como las nuestras también. Parecía que la historia se repetía y que esas dos naranjas de nombre Chocolate se habían cruzado en nuestro camino para recordar a mi abuelo Ilai y los ocho gajos de las naranjas de la bisabuela Águeda.

25 Kislev 5785

 


sábado, 23 de noviembre de 2024

FRANQUEAR EN ORIGEN





Una denuncia poco común

A Josefina

Me agarré a su mano para quitarme el miedo o quizás fue... para sentirme a su lado y apoyarla. Me temblaron las piernas delante de aquel hombre que según el cartel de la entrada a su despacho ponía que era juez y además se apellidaba “Sabio”. No entendía bien las palabras de reproche que salían de su boca; estaba realmente enfadado con ella. Con su dedo índice la señalaba, informándole de lo que había hecho. Estaba tan sorprendida como yo de verse delante de esa persona. Con voz entrecortada y tenue, ella trató de explicarse y se disculpó por lo ocurrido. Él le hablaba muy alto de manera prepotente. Ella hablaba bajo de manera más humilde. Por lo poco que pude entender de todo ese jaleo verbal, la infracción no era para tanto; aunque para aquel señor, calvo y rollizo, de manos gruesas, tripa abultada, de voz grave y ahuecada, vestido con traje y túnica oscura, sí se lo parecía.

Yo estaba con ella en su casa, porque así lo había decidido mi madre, bueno en realidad también lo había decidido mi abuela, que a veces, parecía mi verdadera madre y que lo fue por un tiempo bastante largo, hasta que mis padres decidieron volver de una emigración poco exitosa. En ese momento de mi vida, las dos decidían cosas por mí y a mí no me quedaba más remedio que obedecerlas a las dos. Cuando no pensaban lo mismo o no estaban de acuerdo con respecto a lo que yo debería hacer o no hacer, ir o venir, marchar o quedarme; era mejor desaparecer de su vista, esconderse y pasar inadvertida, para que todas sus energías, puestas en la lucha, se fueran resolviendo y su contienda se diluyeran, como lo hacía un azucarillo entrando en contacto con el agua recién hervida del café. En esos momentos de tiranteces propios de madre e hija, el caos se hacía patente y yo no sabía nunca qué hacer; trataba de obedecer a las dos, pero siempre una de ellas sentía como si mi cariño mermara sus niveles de tierno apego y sintiera que ese estrépito de puja estaba perdido. Por el contrario, cuando estaban de acuerdo en la toma de decisiones todo iba bien y la felicidad fluía por su estima sintiéndose cada una de ellas como un perfecto sistema acompasado de engranajes donde ambas se sentían dueñas de la razón. Tengo que decir que los hombres de mi familia, “cuando venían mal dadas”, por sus discrepancias, no pintaban nada. Su opinión caía en saco roto, así que habían aprendido que lo mejor era estar callados. La mayoría de las veces se levantaban del sofá y convertían ese momento en el más productivo de su jornada laboral.

Cuando la sobrina de mi abuela venía a vernos mi estado anímico mudaba del aburrimiento a la diversión. Admiraba a Raquelín, me sacaba unos 14 años. Yo, ilusa de mí, me creía de su edad, siendo todavía una niña, cuando ella ya estaba más allá de la adolescencia. Era obvio que ella no podía ponerse a la par de mi edad. Una cosa teníamos las dos muy claro, nos entendíamos muy bien y por eso me era fácil creerme tan mayor como ella.

Supongo que a Raquelín le gustaba visitar a su prima, mi madre, cuando eran las fiestas estivales porque había cosas más interesantes que ver y hacer, que estando en el pueblo todos los días del verano, antes de volver a la facultad y de nuevo ponerse a estudiar.

Creo que a Raquelín le hacía gracia mi manera de ser tan parlanchina y animada, −tan echada para adelante, tan risueña y divertida. Sorprendentemente ella era la única de mi familia que me hacía caso, reía mis gracias y yo me lo pasaba en grande con ella. Lo mejor de todo cuando venía, era que tanto su tía como su prima se tranquilizaban conmigo y me dejaban una semana en paz. Adopté a Raquelín como “mi prima carnal”, aunque lo que realmente me hubiera gustado, al ser hija única, es que fuera “mi hermana mayor”. Yo sólo tenía dos primos varones por la otra parte de la familia, a los que veía muy pocas veces y cuando lo hacía no nos hacíamos mucho caso; vamos que no me interesaban en absoluto, −eran unos botarates. Sentía que mi vida era muy tediosa y poco interesante. Estaba siempre entre adultos y tenía necesidad de alguien como ella que me conectara con los de su edad; que eran menos adultos que con los que estaba yo a diario, que no hacían otra cosa que sobreprotegerme, vetando todas mis ocurrencias y haciéndome creer que sufría de ataques de rebeldía, por desobedecer sus mandatos. Así que ella se convirtió en una prima y una hermana a la vez. Nunca le dije nada de esto porque era una creencia muy personal mía. Ahora que lo pienso bien, la diferencia de edad desde su perspectiva se debía notar muchísimo y estoy convencida que le espantaba todos los ligues posibles en el baile de la tarde, que era al único que me dejaban ir a mí, y para eso porque iba con ella. Es posible que yo fuera sólo un pequeño daño colateral y no le quedaba otra que, si quería venir a las fiestas de Juntiel, tenía que cargar conmigo, pero sinceramente no recuerdo un mal gesto, un reproche o una sensación de fastidio cuando estaba conmigo. 

Raquelín era la prima de mi madre, pero ésta, generacionalmente le era lejana y era la sobrina de mi abuela, que obviamente, le quedaba mucho más lejana en el tiempo. A las tres nos agradaba su presencia y cada año, la última semana de agosto, la esperábamos en la parada del coche de línea, para pasar unos días de fiesta con toda la familia. A mí me fascinaba cuando la veía llegar. Vestía con falda muy corta plisada en varios tonos, con camiseta blanca y zapatillas de lona verdes. Mi madre decía que era muy moderna, en oposición a ella que no lo era y mi abuela siempre rezongaba que le faltaban unos cuantos centímetros al bajo de su falda. Por eso quería ser como ella, así, diferente a lo que yo veía de las costumbres de mi madre y abuela. Me bastaba una semana para aprender de ella e imitar su manera de ser.

Un año, a principios de agosto les pedí a “mis madres”, porque así las llamaba yo, que me dejarán ir a ver a Raquelín, coger el autobús o el tren y aparecer en su pueblo. Pasar unos días con ella, sólo un fin de semana, cosa de poco, al fin y al cabo, había cumplido 12 años y podía ir sola. Mi petición fue todo un esfuerzo de insistencia, súplica, ruego y plegaria. Empleé varios días y demasiadas horas intentando obstinadamente convencerlas y persuadirlas de que nada me iba a pasar por viajar sola y estar unos días con ella. La llamaron varias veces por teléfono para ver qué le parecía e incluso involucraron a su padre para que también diera su opinión −su madre hacía tiempo que había fallecido, en esa casa ya sólo estaban ellos dos−.  Para ellas siempre había un “pero” en la organización de mi excursión. Así que fui extremadamente pesada hasta que por agotamiento mi madre claudicó y mi abuela subió y bajó la cabeza en señal de rendición.

En el pueblo de Raquelín, que era el mismo que el de mi abuela, no ocurría nada en especial. Las costumbres de cada día del rural, el hacer de los vecinos y sus conversaciones en la época estival. Lo sorprendente era ella y la libertad que tenía allí y como consecuencia esa misma libertad la tenía yo. No había órdenes, ni reproches, ni recriminaciones por lo que no había ni regañinas ni amonestaciones diarias; aunque sí había normas y reglas, pero de la manera en que una joven de 26 años podía imponerlas.

Cuando volvimos del río, su padre estaba despidiéndose del cartero. Éste no venía todos los días al pueblo, sólo lo hacía cuando juntaba un número considerable de cartas y veía conveniente repartirlas antes de que se le extraviara alguna. Primero echaba la correspondencia en los buzones institucionales, que sólo había dos: el de la pedanía y el del dispensario médico. Lo normal allí, es que tirara las cartas en el portal de cada casa, o si era algo urgente llamaba directamente a la puerta pregonando que había un telegrama o un certificado. Así lo había hecho en esta ocasión. El padre de Raquelín, el tío de mi madre, que era el cuñado de mi abuela, o sea, el señor Tomás, firmó la recepción de la carta certificada que venía a nombre de su hija. Procedía del juzgado de Lagaña. Cuando oyó nuestras risas, por la estrecha calle que daba a la casa, vino a nuestro encuentro y con voz titubeante y actitud inquieta y nerviosa dijo: −Esto te ha llegado para ti del juzgado.

A mi prima le cambió la expresión de la cara, no sabía qué podía haber hecho para recibir algo de un juzgado. Rasgando el sobre ansiosamente, desplegó el folio blanco con letras negras y leyó el requerimiento. Mi tío abuelo y yo, con incertidumbre, esperamos que ella nos explicara el contenido de la carta. Un poco exaltada nos dijo: −Tengo que presentarme en el juzgado en los cinco días siguientes a la recepción de esta carta. Con un hilo de voz casi imperceptible añadió: −He debido cometer una imprudencia que no recuerdo ni soy consciente de haber hecho nada malo.

Esa noche no dormimos bien, las horas pasaban lentamente y se me hizo muy larga la espera hasta que amaneció. Varias veces intenté consolarla de una inquietud que no se sabía bien cuál era su culpabilidad; poco podía hacer para calmar sus temores y mucho menos ayudarla a resolver algo que ni ella tenía muy claro de qué se trataba. Yo estaba tan asustada como Raquelín.

La acompañé al juzgado, nos llevó un taxi hasta la misma puerta. En los 25 minutos que duró el trayecto fuimos calladas. No nos salía decir nada. Al entrar en el juzgado y presentarse con la carta, el oficial que la atendió, no fue agradable con ella. Le hizo sentirse incómoda como si él supiera ya el veredicto y le hubieran puesto ya una condena por lo cometido.

Yo tenía un nudo en el estómago por si a ella le pasaba algo, estaba enojada y molesta con esa situación que no entendía bien. Estuvimos una hora esperando en una sala inhóspita, mal decorada, y en la que había seis sillas de aspecto siniestro. Raquelín no paraba quieta y se levantaba o se sentaba cada cinco minutos. Le sudaban las manos, su mirada estaba ausente y se le notaba la preocupación en la cara. Desde la recepción alguien la llamó por su nombre; salimos de la sala y nos hicieron pasar a un despacho situado al fondo del local. A la izquierda de la puerta había un letrero con letras grandes en negro que ponía “Don Aparicio Sabio Alcolea, juez de primera instancia”.

El señor juez nos mandó sentarnos, aquí las sillas eran más cómodas y elegantes, estaban tapizadas en terciopelo rojo; frente a ellas, había una mesa grande de madera oscura llena de carpetas y papeles y al final de ésta, una butaca, con el mismo tapizado, ocupada por él.

 Me impresionó ver a aquel hombre robusto y corpulento de cara seria, vestido con túnica negra y traje chaqueta a la vez. Antes de hablar carraspeó y dirigiéndose a mi prima, le preguntó: −Es usted Raquel Parapar Velde. Ella tímidamente respondió con un sí escueto. −Tengo una denuncia contra usted del servicio postal “Sociedad Anónima Estatal de Correos y Telégrafos de España”. Se le acusa de… Dijo una retahíla de cosas que me parecieron raras y después de su largo monólogo, le informó de cuál había sido la infracción.

Yo nunca había oído hablar de ese delito. No me parecía para tanto y creo que a Raquelín tampoco; es más, respiró aliviada al oír que lo que había hecho no era algo tan grave. Con los músculos de su cara ya relajados, intentó pedir disculpas por su ignorancia, pero cuanto más lo hacía, menos la creía él. Incluso el juez llegó a pensar que se estaba burlando de él por haber hecho tal engaño, por lo que levantó su voz autoritariamente y enmudeció, las explicaciones argumentativas de Raquelín. Estuve allí muy callada sin hacer ruido. Observaba la situación con un poco de pesadumbre. Quería irme cuanto antes de allí, ahora que ya sabíamos de qué se trataba. Aquel señor me daba miedo. Decidí cogerme de la mano de mi prima, para calmar mi angustia y tal vez para decirle que ahí estaba yo con ella. Volvió a intentar explicarse, no sé de dónde sacó la fuerza para continuar con la aclaración; aquel hombre no la dejó continuar y ambas salimos de su despacho con la sensación que ella había cometido un saqueo a toda una institución.

Antes de salir del juzgado, le dieron instrucciones para abonar una multa y subsanar la infracción ocasionada a la institución estatal de Correos y Telégrafos.

 No recuerdo el dinero que tuvo que pagar por la tropelía. Lo que sí es que la culpabilizaron de algo sin mucha importancia. La imputaron como a una defraudadora, por haber reutilizado dos sellos postales, usados previamente, para enviar un sobre con destino Madrid. Hacía unas semanas que había preparado la solicitud de matrícula de su 5º año de licenciatura en Ciencias. Todo ese papeleo lo metió en un sobre grande y después buscó en el cajón de la alacena de la cocina, donde sabía, que el Sr. Tomás guardaba sellos. Pero esos sellos eran usados y su padre los guardaba allí, esperando ser clasificados en uno de los álbumes de su colección. Raquelín, sin fijarse mucho en ellos, eligió dos que le parecieron cubrir el importe del envío. No se percató que tenían los típicos círculos y rallas negras de haber sido estampados con el cuño de registro de salida/entrada, en las oficinas de correos. Pudo ser posible que la tinta de los sellos elegidos fuera imperceptible y no viera las marcas. Ese había sido todo su delito. Ese despiste le había costado un buen susto, una buena ración de recriminación y una pizca de humillación y vergüenza.

Cuando volví a mi casa, no conté nada de lo ocurrido, por si mi madre o mi abuela no me dejaban volver al año siguiente con Raquelín. Con ellas siempre se podía liar la historia del juez y el juzgado. Al fin y al cabo, todo se había resuelto sin incidencias y ella no era ninguna infractora nacional como se le había hecho creer. Un despiste lo tiene cualquiera.

Dos semanas después, las tres, la estábamos esperando en la estación. Siempre que ella nos visitaba, daban comienzo las fiestas de Juntiel.

 


lunes, 7 de octubre de 2024

SENGLEA





Una Sirena boreal

Estaba decidida a hacer ese viaje sola, a pesar de todas las trabas y consejos familiares, para que desistiera del intento de hacerlo. Después de comprobar que mi estado anímico, por lo sucedido, no era realmente bueno, no estaba equilibrado y las ganas de llorar eran habituales a lo largo del día, me convencí que no había mejor ocasión que ésta para hacerlo…

 

La vi en la cola de entrada al barco. El día era luminoso y se esperaba una temperatura de 36 grados; ideal para embarcarse en un catamarán hacia una de las islas del archipiélago maltés. Llevaba un vestido estampado de tonos azules; el dobladillo quedaba en lo más alto de su pantorrilla, la minifalda no era tan llamativa como lo eran las del grupito de treinta añeras que estaban situadas unos metros por detrás de mí y que no dejaban de reír, levantando el tono de voz por encima de lo correctamente permitido. Ella, −la joven de la cola, la que estaba la primera en la fila, la solitaria, la que escondía sus ojos y su pelo bajo una gorra color crema−, la llamaré Senglea, le pegaba el nombre con esas tres sílabas tan sonoras, que nombraban también una de las tres ciudades de Malta.

No la consideraría alta, tampoco baja, pero sí una mujer grande. Por su color de piel y por la manera de vestir, podría ser de una altitud muy diferente a la mía. No la quería hacer de ningún sitio en particular; me gustó la idea de imaginarla de una zona del norte europeo, donde el frío esconde la piel entre plumíferos y algodones, un paisaje ajeno a lo que yo estaba acostumbrada a ver.

 Debió llegar muy pronto al punto donde habíamos sido convocados los turistas de ese día de mediados de julio. Nosotros llegamos 45 minutos antes de la hora pactada, en previsión de cualquier imprevisto que nos hiciera llegar tarde y ante el agobio de que eso ocurriera, decidimos que el taxista que nos iba a recoger en el hotel, viniera mucho antes de lo habitual. Esa mañana yo estaba muy nerviosa, los barcos, antes de subir a ellos, ya me marean. No son mi medio y en un catamarán como el que iba a tomar, la respuesta de mi cuerpo era incierto, posiblemente se volviera inestable y casi con seguridad iba a perder el equilibrio. No exageraba cuando pensé que antes de tomar asiento, ya me creía morir. Ben por sorpresa había comprado dos pasajes para pasar el día bronceados por el mar Mediterráneo y bañados por las aguas azul turquesa de la isla diminuta de Comino. Era un día prometedor. Yo quería que pasara rápido, el temor a un mareo permanente me agobiaba por las molestias ocasionadas a todos los que iban a estar a mi alrededor. Quería ya verme en el atardecer, en tierra firme; con todas mis fotos hechas, con todos los recuerdos metidos en mi cámara y relajarme en el bullicio de las calles de la ciudad.

Cuando llegamos, delante del catamarán, ella ya estaba allí. Hicimos un gesto como queriendo saludar; balbuceamos unas palabras como si entre los tres corroboráramos que ese era el lugar indicado para la excursión; el punto de encuentro de los que íbamos a pasar un largo día sorteando la brisa marina, contemplando el cielo luminoso y probando las cálidas aguas de ese mar tan azul.

Cuando faltaban unos diez minutos para salir, la cola de espera era ya considerable, había mucho jaleo y muchas ganas de que empezara la diversión. Ella parecía no tener interés en toda esa fiesta efervescente. Escuchaba algo en sus auriculares, mientras unas imágenes se movían por la pantalla de su móvil. Con la mano izquierda se agarraba a la soga gruesa de color blanco que cerraba el acceso a la nave, no se fijaba en nadie, nos daba la espalda a todos y miraba al frente; sólo estaba atenta a la orden de entrada. Esa posición corporal la hacía sentirse segura de sí misma y lo que estaba ocurriendo detrás de ella le era totalmente indiferente.

Algunos jóvenes que se situaban por detrás de Ben y de mí, empezaron a tararear con los brazos en alto la canción que sonaba a lo lejos, en lo que parecía una discoteca en la avenida del puerto; supongo aún no había cerrado sus puertas prolongando la fiesta hasta más allá del amanecer. Todos los jóvenes, menos Senglea y nosotros, se pusieron a cantar a Karol G. Fue en ese momento cuando me di cuenta que nos habíamos equivocado de excursión y que la jornada del catamarán estaba pensada para todos los que estaban en esa cola menos nosotros y tal vez ella. Éramos una pareja de sexagenarios con un alto nivel intelectual como para ponernos a bailar “Si antes te hubiera conocido”; posiblemente éramos de los pocos que entendíamos la letra de la canción. Ben y yo estábamos como perdidos; intentamos conectar con el resto, pero no nos veíamos con los brazos en alto, a esa hora de la mañana, moviendo nuestro cuerpo a ritmo de reguetón.

Se me hizo un poco larga la espera, el sol empezaba a quemar nuestra piel y para amortiguar la demora, me centré en Senglea − ¿Por qué estaría ella sola aquí?

Ben me abrazó cariñosamente, volviéndome a las circunstancias de la fila del puerto. Queríamos que retiraran la soga blanca de entrada de una vez y que ese día tan diferente que íbamos a tener por delante empezara cuanto antes. Sólo había que subir al barco, tomar asiento, contemplar esas vistas y disfrutar de la bonanza de un pasaje tan singular.

El catamarán no estaba pensado para tipos como nosotros. No había asientos. Las dos cubiertas de los cascos de la embarcación estaban revestidas, íntegramente con colchonetas colocadas en hilera, sin dejar espacio para pasar de unas a otras, más que pisoteándolas. Miré a mi alrededor, alcé la vista a la parte superior buscando un banco, una hamaca, una silla donde poder ocuparlo, pero allí sólo había colchonetas. Supe que la cosa no iba a ir bien para mí y pensé que los que promocionaban este tipo de excursión no tenían en mente a gente como nosotros.

Lo tenía muy claro −no me iba a tirar en esas esterillas ligeras tantas horas, ni siquiera un minuto. Si lo hubiera hecho, mi estómago se hubiera dado la vuelta al primer giro de timón y el desayuno continental hubiera salido en forma de papilla asquerosa. Y eso no me lo podía permitir nada más empezar la excursión.

En la proa, y hacia la derecha había un pequeño escalón que conectaba la diminuta escalerilla de la parte superior con la parte intermedia y la parte baja, donde había una amplia barrara de pub, preparada para todo el festival de 10 horas que íbamos a pasar. Fue ahí, en ese escalón de paso donde le dije a Ben, −aquí nos quedamos; sin colchoneta, sin estar tumbados o sentados en algo tan ligero como ese material tan endeble y movedizo. Quería tener mi cuerpo en vertical, con los pies tocando algo sólido, algo que me aferrara a la tierra y no perder el equilibrio, nada más comenzar la aventura de navegar.

A golpe de vista busqué a Senglea, para pensar en algo diferente que me evadiera de un posible mareo. La vi relajada; había tomado posesión de su colchoneta. Se encontraba sentada con las piernas entrelazadas, con los ojos cerrados, su cabeza estaba girada unos 180 grados, los necesarios para sentir el sol en su cara. Al verla así, pensé que ese −Podía ser su momento, el que tanto había deseado, ese que algo te dice por dentro, que lo has conseguido, aunque lo hayas hecho sola. Claro que, todo eran imaginaciones mías.

Eligió sitio en la parte delantera a babor; su lona, como la de otras 4 chicas que venían en grupo, estaba apoyada sobre unas sogas gruesas de color negro, que se entrelazan dibujando rombos entre los dos cascos del catamarán. Ella estaba justo al lado del mástil que sujetaba una bandera del registro reglamentario de la embarcación. Impresionaba como las olas chocaban con fuerza sobre esa parte donde estaban las colchonetas soportadas por la malla negra; incluso el ruido de la presión del agua entrando entre los dos vasos del bajel me sobrecogía un poco. Sin embargo, el frescor del aire que se generaba por el oleaje, después de haber pasado tanto calor, me resultaba gratificante y me relajaba en la travesía.  Me agarré a Ben y me dejé llevar por esa brisa fresca que proporcionaba la velocidad de crucero en la que se había puesto este navío tan particular.

 No quería mirarla, pero mis ojos, escondidos entre las lentes marrones de mis gafas no hacían otro movimiento que dirigirse diagonalmente hacia donde ella estaba. Probablemente imagine una vida que no tenía. Me resultaba fácil recrearla, posiblemente proyectaba en ella la mía, pero en una zona desconocida de Europa.

Una vez que se instaló y colocó todas sus cosas sin salir del cuadrilátero de su espacio, se quitó los cascos, dejó su gorra entre sus piernas, y sin quitarse el vestido, desató el lazo que envolvía su pelo caoba en un muñón abultado y una melena abundante le cubrió toda la espalda. Al ver su cara, se hizo más evidente su procedencia. Parecía una Sirena Boreal del mismísimo ártico, a punto de lanzarse al mar.

Había ideado este viaje con Ikhor, desde enero, deseaba que julio llegara cuanto antes. El frío del invierno que siempre me había agradado, en esta ocasión me molestaba y los días parecían pasar demasiado lentos. Los ensayos en el laboratorio se me hacían aburridos. Mi trabajo ya no me era gratificante. Lo que había sido una gran ilusión cuando me contrataron, ahora se me hacía tedioso, cargante y lo que era peor, soporífero. Lo único que me ilusionaba era estar con Ikhor, y que nos fuera bien juntos.

Sólo quería llegar a casa y organizar el viaje. Mi obsesión por tenerlo todo controlado me hacía perder mucho tiempo, pero me calmaba mi ansiedad laboral y ansiar el momento de irnos. Esa tarde, le pedí a mi jefa salir antes, no me encontraba del todo bien, el dolor de ovarios me estaba dejando doblada y no era plan de estar en esas condiciones entre las probetas y los especímenes del laboratorio. Llegué a casa dos horas antes de lo habitual e Ikhor se lo estaba pasando de maravilla con Hedda, una sueca que él me había presentado días antes. Los dos eran los nuevos becarios del departamento de bioquímica. Al parecer no sólo se entendían bien en lo profesional, sino que se habían dado cuenta que se atraían físicamente mucho antes de lo que yo me hubiera imaginado. 

Ese día fue una “mierda” sentí como me rompía por dentro, no sólo, por el dolor de ovarios que tenía, sino porque me sentí humillada, rechazada y sobre todo engañada. Él había roto nuestro compromiso de un plumazo, sin pensar en las consecuencias y mucho menos en mis sentimientos, incluso sin reflexionar por lo que realmente sentía hacia mí. En ese momento, NADA.

Al entrar en casa noté que Indecisión estaba un poco alterado, se entremetió tímidamente, entre mis piernas y me avisó a su manera, de que algo raro estaba ocurriendo allí. Rápidamente se marchó a buen paso hacia su guarida, como no queriendo saber nada de la bronca que iba a haber. Era nuestra mascota, y lo considerábamos como uno más de nosotros.

Un día Ikhor sacó de su amplio bolsillo del plumífero un gatito peludo, tan bonito, que fue difícil decirle que se lo llevara a otra parte, a pesar de que yo, a los de su raza, les tenía miedo. Siempre he sido más de perros. Era un cachorro precioso. Como no sabíamos cómo llamarlo y después de varios días sin nombrarlo, yo misma me di cuenta que su nombre estaba en nuestra propia vacilación. −Tiene escrito su nombre en la frente. Lo llamaremos Indecisión. Y a los dos nos gustó mucho mi ocurrencia, después de tanto titubeo. Llevaba con nosotros ya tres años, estábamos acostumbrados a sus manías, como él a las nuestras.

Fue tan radical nuestra separación que no quise saber más de Ikhor, si algo odio es la infidelidad y ésta había sido descarada. Mi primera reacción fue deshacerme de los billetes de avión hacia Blue Lagoon. Llena de ira, entré en la aplicación de la aerolínea y de un golpe de tecla, anulé su pasaje. El mío, antes de hacerlo, decidí pensarlo mejor. Después de pasar la rabia por su insidia, pensé que para recuperarme de su asquerosa infidelidad sería bueno hacer los 3500 km que me separaban de este ocaso tormentoso y deprimente lugar y disfrutar, aunque sola, del sol de un Mediterráneo atractivo y en mi caso curativo.

Senglea se recostó boca abajo, miró su móvil, tecleó en él lo que parecía un mensaje y miró al frente, con una sonrisa de excitación. El catamarán ya había enfilado hacia la bahía de Comino. Me levanté a por un vaso de agua y sentí como mi cabeza levitaba mareándose sin poder casi apoyar mis pies en terreno firme. Cuando regresé a mi rincón, −el escalón falso entre los dos niveles−, un camarero estaba repartiendo bocadillos. Cogí uno vegetal, me vendría bien para asentar el estómago. Sin dejar de mirar al frente donde la vista, no sólo abarcaba ese mar de aguas cálidas, sino que también podía ver a Senglea como engullía el avituallamiento del mediodía; yo trataba, a duras penas, de engullir el mío y todo lo que entró en mi cuerpo, salió a la misma velocidad que tardé en tragar un bocado del tentempié. Sentí que la vida se me iba y una sensación de ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Escuché como los latidos del corazón amartillaban mi pecho y un desagradable hormigueo invadía mis extremidades. Traté de calmarme y distraerme mirando a la particular Nereida Septentrional. Me frotaba las manos insistentemente, para despertarlas, saltaba sobre mis pies adormecidos para sentir que eran los míos. Ben se asustó al ver mi cara, y yo me asusté al ver que la suya entraba en pánico a la velocidad que iba perdiendo mi equilibrio. Nunca me había visto en ese estado tan lamentable de no controlar lo que me estaba pasando. Luché con todas mis fuerzas para no caer redonda entre los que estaban tumbados justo delante de mis pies. Le dije a Ben que, si me desmayaba, me levantara las piernas, que las pusiera bien altas para que la circulación sanguínea volviera a su cauce; lo había hecho yo tantas veces con él, con su fobia a las agujas, que no le sería difícil reproducir lo que siempre había visto que le hacía yo. Conseguí vencer la batalla del vahído, pero sin despejar bien la estabilidad de mi cabeza.

Oí como el animador vociferaba a través de un altavoz, en la planta inferior, donde se encontraba el bar, cantina o pub del catamarán, que en breve estaríamos en la bahía “Blue Lagoon” para pasar un buen rato de baño, comer y disfrutar del paisaje. Era un poco cursi como lo anunciaba y traté de centrarme en lo ridículo de su lenguaje, sólo por no marearme y que sus palabras me distrajeran y sujetaran mi esófago y frenaran las ganas de vomitar. Tenía tal agobio que nada me calmaba, así que acabé tomando un sumial. Era mi fármaco milagro, estaba convencida que el betabloqueante me iba a sacar de esa situación tan estresante. A los quince minutos de la ingesta, ya era otra persona, mis latidos cardiacos eran acompasados y el nivel de ansiedad se había reducido considerablemente, asentando mi estómago y lo que era mejor ya no tenía ganas de devolver. Ben por fin respiró aliviado.

Mirando hacia la preciosa playa de Comino, Senglea se había quitado el vestido, el sol empezaba a quemar su piel por encima del diminuto biquini color magenta y azabache con tiras cruzadas a la espalda. Se echó un poco de crema sin mucho entusiasmo; comprobé como sus hombros pecosos, ya se habían quemado. Me hubiera gustado protegerla, decirle lo peligroso de esos rayos, pero yo no era nadie para ella, y menos para aconsejarle sobre que ponerse o no; además no tenía fuerzas ni para levantarme de mi asiento. El animador seguía dando instrucciones a través del altavoz, cuando la mayoría de los jóvenes estaban ya en el agua y no oían sus indicaciones. El muchacho grito: − ¡cuidado, hay medusas! Yo tampoco le di importancia a su advertencia.  El color del agua era tan claro y cristalino que iba ser difícil no verlas y fácil esquivarlas.

Ella fue de las primeras que se precipitó al mar por las diminutas escalerillas de la embarcación y fue la última en volver a subir al catamarán, una vez sonó el silbato que indicaba que era hora de regresar.

Bajé con cuidado los escalones metálicos que me llevaban directa al agua, pude nadar unos metros en dirección a la playa y regresé sobre mis brazadas porque me sentí insegura; me daba vueltas la cabeza y sólo faltaba que me picara una medusa. Ben estaba atento a mis movimientos y no quería que ningún esfuerzo extra me volviera a llevar a un estado como el que ya había pasado. Me hizo un gesto para que regresara a mi asiento; como me encontraba mejor preferí quedarme dentro del agua y reposar un poco, agarrada a uno de los mástiles de subida y refrescar así todo mi cuerpo. En la cubierta, con el barco parado, el calor era insoportable y esa temperatura tan elevada no me venía bien, no quería volver a recaer en una sensación que no podía soportar más.

Qué bien me estaba sintiendo aquí. Esta sensación de libertad nadando en este mar, en estas aguas turquesas, en medio del Mediterráneo. Durante estos 5 días, en estas islas había conseguido tener momentos felices estando sola y uno de esos era éste. No me había equivocado con el viaje. Este sitio era todo lo que necesitaba para volver a ser yo. No me importaba que mi piel se quemara, esa quemazón me anestesiaba en un estado de alegría inusitado que me hacía ver mi vida, sin Ikhor, sin sufrimiento, sin añoranza, sin echarlo de menos. Lo que significaba que ya lo estaba viendo como parte del pasado. Me dio pena tener que regresar al catamarán para movernos hacia la cara norte de Comino, estaba tan relajada en el agua que era un fastidio volver al calor de la colchoneta. Había pasado las mejores dos horas de mis vacaciones entre el agua y la playa de arena fina de esta diminuta isla inhabitada.

 Al subir al catamarán, un camarero estaba curando a varias personas con picaduras de medusa, les echaba amónico para que la hinchazón y el escozor se calmase. Oí comentar como les habían picado a bastantes personas; al parecer el cambio climático y la subida de temperatura del agua había hecho crecer exponencialmente la proliferación de este animal marino. Yo había tenido suerte, en mi camino de ida y vuelta al barco no había notado su presencia. Creo que estaba tan absorta con mis pensamientos que seguro ellas me habían dejado en paz.

Fui a la planta baja, a por agua. Allí estaban curando a la señora que tan mal lo había pasado en la travesía, −Nunca había visto a nadie marearse de esa manera− y me di cuenta que la pobre mujer no estaba disfrutando de todo esto. La vi tan pálida en ese momento, que me compadecí de ella por la mala suerte de sus urticarias en brazos y piernas. No sé cuántas medusas pudieron atacarla, pero estaba claro que con ella se habían divertido.

No sólo estaba la pérdida de equilibrio, ahora me habían picado un par de medusas. Fui el blanco perfecto de ellas, mientras estaba tranquilamente en el agua, agarrada a la cuerda flotante que sujetaba las escaleras. Ellas rompieron ese momento de calma y por sorpresa me picaron, succionando lo que necesitaban de mi piel. Una corriente eléctrica me sacó del éxtasis. Como pude, subí las escaleras y Ben me auxilió al primer chillido de dolor. El mismo que hacía de DJ y que nos había avisado del peligro de “los hidrozoos”, me puso unas compresas de amoniaco, para calmar la hinchazón. Ben las comprimió sobre la zona enrojecida para que dejaran de escocer. Mientras, el muchacho sofocado socorría a otros tantos que subían despavoridos por la escotilla con fuertes síntomas de sarpullido y erupción.

Continuamos el viaje para ver no sé qué cuevas de la cara norte de Comino. Se me estaban haciendo largas estas horas de ocio, no veía el momento de que el catamarán regresara a Sliema y sin embargo el ambiente era tan festivo y alegre para el resto que me hubiera gustado incluirme en el bailoteo, pero entre la comezón de mi piel y la inestabilidad que tenía, todo se me hacía cuesta arriba y solo quería llegar cuanto antes al hotel.

Tenía más de 50 mensajes en mi móvil, eché un vistazo por si alguno era importante. En mi entorno sabían que me estaba divirtiendo en las islas y la jefa del laboratorio no solía interrumpir unas vacaciones terapéuticas como las mías. Los de Ikhor, me solían hacer daño, y quería bloquearlo de mi lista, pero cuando lo iba a hacer, me paraba en seco y lo dejaba en contactos archivados. Vi que tenía 5 de él. Ésta vez quería que le devolviera el cuadro que había pintado su abuela y que me había regalado hacía unos años con tanto amor. Me había dicho: −Sólo tú sabes apreciar esto, por eso quiero que lo tengas tú para siempre. Mi abuela te adoraría. No tengo palabras para este cabrón, ni le voy a contestar. Ahora mismo lo bloqueo y elimino todas las conversaciones del “chat”.

Estaba tan contrariada por sus mensajes, que al oír que se organizaba una excursión a las cuevas en lancha rápida y luego unas millas sorteando las olas a “toda pastilla”, levanté la mano para comprar un billete. Esa subida de adrenalina era lo único que necesitaba para olvidarme del capullo de Ikhor.

En la cara norte de la isla el paisaje era más salvaje, no había playas y las cuevas se hacían paso por los acantilados. Nos ofrecieron visitarlas en unas lanchas rápidas, con unos motores que imponían. El atractivo de ellas estaba en que, al finalizar la visita por el interior de varias cuevas, sorteaban las olas cogiendo velocidad y esquivándolas como si se tratara de una atracción de feria. Sólo de imaginarme encima de esa lancha se me subían los pocos fluidos que tenía a la boca. Senglea levantó su mano para llamar la atención de quien vendía las entradas a ese tiovivo en medio del mar. Se cambió de embarcación, fue la primera del grupo en subir a la nueva cubierta. Se recogió su melena con una goma elástica negra. Se colocó un chaleco salvavidas y se sentó en el asiento delantero de la lancha. −Veo que le gusta lo de ser la primera en todo.

A la media hora de su partida, los que estábamos en el barco principal, vimos como el bote rápido enfilaba hacia donde nos encontrábamos y como se elevaba por encima de las olas, derrapando en medio de unas aguas que habían cogido oleaje por el viento que se había levantado. Su pelo era ahora una maraña de infinitos filamentos que envolvían su rostro por los exagerados vaivenes de la lancha. Al frenar en seco, la vi satisfecha. Su cara tenía una mueca de asombro, pasmo y perplejidad. Quedaba claro por su expresión que se lo había pasado en grande.

Lo de la lancha, había estado increíble, era pensado para mí, estaba como nueva. Me sentía fuerte, mi autoestima se elevaba por encima de mis expectativas. Estaba lista para regresar y enfrentarme a lo que tuviera que afrontar. No me apetecía bailar o cantar como lo hacían todos en la cubierta pisando las colchonetas. Vi a la mujer mayor sentada en el rincón donde había estado toda la travesía, reposaba su cabeza en el hombro del que la acompañaba, supongo su marido y como ella, yo también quería llegar lo antes posible y que atracará ya el barco, para pasar la noche que me quedaba en el hotel y tomar el vuelo temprano. Cuando vi los primeros edificios de la ciudad, recogí mis cosas y me puse cerca de la salida, me gusta ser la primera que entra o la que sale de los sitios y tengo la manía de sentarme siempre delante cuando tengo que tomar asiento dentro de un espacio. No sé por qué lo hago, la verdad, es una “neura” que tengo desde niña.

Otra vez Senglea estaba la primera en la cola de salida del catamarán y consiguió pasar la primera, la rampa de salida hacia la gran avenida que recorría el puerto. En el catamarán la mayoría de los jóvenes no tenía intención de irse tan pronto. Estaban en la planta baja bailando todas esas canciones que ya formaban parte de la colección de este verano. Ben me ayudó a bajar de la embarcación. Después de tantas horas esperando este momento mi emoción era enorme y tenía hasta ganas de llorar por haberlo conseguido. Busqué de inmediato a Senglea, miré a ambos lados de la avenida, pero la Ninfa Boreal había desaparecido. Como por la mañana, seguía sonando Karol G., esta vez yo misma tarareé la estrofa que me sabía de su canción. Podía hasta bailarla por lo feliz que estaba de que el viaje se hubiera acabado.

Me daba pena dejar la isla. Mi cámara estaba llena de recuerdos de esta semana y lo más probable es que no la visitáramos más, había tantos lugares que ver. Teníamos tantos viajes planificados que resultaría difícil estar aquí otra vez.

La terminal de salida estaba demasiado agobiante. Un exceso de pasajeros se movía por las puertas de embarque, según iban avisando los monitores. En medio de todo ese espacio, los acordes de un piano, amenizaba la espera o el retraso para embarcar. Unas niñas de corta edad se atrevieron a tocarlo y todos aplaudimos su interpretación. Ben supo que nuestro avión nos esperaba en la puerta 37B, había que recorrer un largo pasillo hasta llegar allí. Nos lo tomamos con calma porque teníamos tiempo para llegar al mostrador de embarque. Íbamos dejando puertas de un lado y de otro. Ben entró en el servicio y yo fui a comprar unas patatas fritas y un agua a un expendedor que estaba al lado de los baños. Cuando me di la vuelta, tenía enfrente la puerta 30B y allí estaba la Sirena Nórdica Senglea; la primera del grupo 3, esperando para embarcar. −Otra vez la primera. Me quedé parada como una tonta mirando para ella. Levanté la vista hacia el monitor y éste informaba del vuelo a Edimburgo. Ella también me vio y supo que era yo. Realmente hoy tenía mejor aspecto, me encontraba en buen estado físico; además me había maquillado para el viaje, así que mi cara era más bonita y agradable que la que presentaba el día anterior. Con una media sonrisa de satisfacción, levanté mi mano y la saludé. Ella hizo lo mismo. Me atreví a decirle, sin que mis cuerdas vocales emitieran sonido alguno: − Have a good trip!, mientras Senglea comenzaba a travesar el finger hacia el interior del avión.

Por fin en el aeropuerto, el Uber había tardado más de lo que yo esperaba y pasar el control, ¡vaya rollo!, me había tocado abrir la maleta. Control aleatorio. Busqué la puerta de embarque en los monitores y corrí hacia la 30B. El ambiente estaba muy cargado, había mucha gente hablando alto en la sala principal y todo ese ruido quedaba amortiguado por una melodía de un piano desafinado que unas niñas estaban tocando. En mi grupo de entrada al avión sólo había una familia con niños pequeños, les dije que ellos tenían preferencia de entrada, así que me quedé en su puesto, o sea, la primera de esa cola. Esto era premonitorio de que todo me iba a salir bien a partir de ahora. Realmente era una tontería pensar eso, tenía que reconocer que se trataba de una manía absurda y que no llevaba a ninguna parte, ni suerte, ni nada de nada. Casi cuando me iba a tocar entrar por el “finger” vi a la Señora mareada del catamarán, a la que le habían picado varias medusas. ¡vaya viaje tuvo! −Qué casualidad verla aquí. No parecía ella, tenía muy buen aspecto hoy. Me saludó y susurrando me deseó buen viaje. Yo por cortesía se lo deseé a ella también.

Cuando Ben salió del servicio le dije que había visto a Senglea y con una mueca escéptica, me preguntó: − ¿A quién? Y no supe qué decirle si se trataba de la Sirena Boreal del catamarán o de la muchacha solitaria del día anterior.

domingo, 29 de septiembre de 2024

EL LIENZO BERMEJO DE LO ATÍPICO




“Voy a pintar el retrato del Esteban Carro que yo conocí, el que era simplemente mi tío Esteban. Cada trazo de ese lienzo va a ser un recuerdo con él. Unas pinceladas de felicidad y alegría infantil por lo extraordinario de su originalidad. El cuadro va a ser un ejercicio de memoria de unos 7 años, un tiempo corto con imprecisiones temporales que van de los cinco a los doce años que acababa de cumplir, cuando le di un último beso y me fui camino del Bierzo, a pasar unos días de vacaciones, con una prima, antes de volver al colegio...”

Pasaje del relato “El lienzo bermejo de lo atípico”

Publicado en: Esteban Carro Celada: su huella en el tiempo 1



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1López Trigal, L. (coord), Rubio Carro, S. "et al" Esteban Carro Celada: su huella en el tiempo. Astorga: Editorial La Crítica 2024

https://edicioneslacritica.com/producto/esteban-carro-celada-su-huella-en-el-tiempo