sábado, 23 de noviembre de 2024

FRANQUEAR EN ORIGEN





Una denuncia poco común

A Josefina

Me agarré a su mano para quitarme el miedo o quizás fue... para sentirme a su lado y apoyarla. Me temblaron las piernas delante de aquel hombre que según el cartel de la entrada a su despacho ponía que era juez y además se apellidaba “Sabio”. No entendía bien las palabras de reproche que salían de su boca; estaba realmente enfadado con ella. Con su dedo índice la señalaba, informándole de lo que había hecho. Estaba tan sorprendida como yo de verse delante de esa persona. Con voz entrecortada y tenue, ella trató de explicarse y se disculpó por lo ocurrido. Él le hablaba muy alto de manera prepotente. Ella hablaba bajo de manera más humilde. Por lo poco que pude entender de todo ese jaleo verbal, la infracción no era para tanto; aunque para aquel señor, calvo y rollizo, de manos gruesas, tripa abultada, de voz grave y ahuecada, vestido con traje y túnica oscura, sí se lo parecía.

Yo estaba con ella en su casa, porque así lo había decidido mi madre, bueno en realidad también lo había decidido mi abuela, que a veces, parecía mi verdadera madre y que lo fue por un tiempo bastante largo, hasta que mis padres decidieron volver de una emigración poco exitosa. En ese momento de mi vida, las dos decidían cosas por mí y a mí no me quedaba más remedio que obedecerlas a las dos. Cuando no pensaban lo mismo o no estaban de acuerdo con respecto a lo que yo debería hacer o no hacer, ir o venir, marchar o quedarme; era mejor desaparecer de su vista, esconderse y pasar inadvertida, para que todas sus energías, puestas en la lucha, se fueran resolviendo y su contienda se diluyeran, como lo hacía un azucarillo entrando en contacto con el agua recién hervida del café. En esos momentos de tiranteces propios de madre e hija, el caos se hacía patente y yo no sabía nunca qué hacer; trataba de obedecer a las dos, pero siempre una de ellas sentía como si mi cariño mermara sus niveles de tierno apego y sintiera que ese estrépito de puja estaba perdido. Por el contrario, cuando estaban de acuerdo en la toma de decisiones todo iba bien y la felicidad fluía por su estima sintiéndose cada una de ellas como un perfecto sistema acompasado de engranajes donde ambas se sentían dueñas de la razón. Tengo que decir que los hombres de mi familia, “cuando venían mal dadas”, por sus discrepancias, no pintaban nada. Su opinión caía en saco roto, así que habían aprendido que lo mejor era estar callados. La mayoría de las veces se levantaban del sofá y convertían ese momento en el más productivo de su jornada laboral.

Cuando la sobrina de mi abuela venía a vernos mi estado anímico mudaba del aburrimiento a la diversión. Admiraba a Raquelín, me sacaba unos 14 años. Yo, ilusa de mí, me creía de su edad, siendo todavía una niña, cuando ella ya estaba más allá de la adolescencia. Era obvio que ella no podía ponerse a la par de mi edad. Una cosa teníamos las dos muy claro, nos entendíamos muy bien y por eso me era fácil creerme tan mayor como ella.

Supongo que a Raquelín le gustaba visitar a su prima, mi madre, cuando eran las fiestas estivales porque había cosas más interesantes que ver y hacer, que estando en el pueblo todos los días del verano, antes de volver a la facultad y de nuevo ponerse a estudiar.

Creo que a Raquelín le hacía gracia mi manera de ser tan parlanchina y animada, −tan echada para adelante, tan risueña y divertida. Sorprendentemente ella era la única de mi familia que me hacía caso, reía mis gracias y yo me lo pasaba en grande con ella. Lo mejor de todo cuando venía, era que tanto su tía como su prima se tranquilizaban conmigo y me dejaban una semana en paz. Adopté a Raquelín como “mi prima carnal”, aunque lo que realmente me hubiera gustado, al ser hija única, es que fuera “mi hermana mayor”. Yo sólo tenía dos primos varones por la otra parte de la familia, a los que veía muy pocas veces y cuando lo hacía no nos hacíamos mucho caso; vamos que no me interesaban en absoluto, −eran unos botarates. Sentía que mi vida era muy tediosa y poco interesante. Estaba siempre entre adultos y tenía necesidad de alguien como ella que me conectara con los de su edad; que eran menos adultos que con los que estaba yo a diario, que no hacían otra cosa que sobreprotegerme, vetando todas mis ocurrencias y haciéndome creer que sufría de ataques de rebeldía, por desobedecer sus mandatos. Así que ella se convirtió en una prima y una hermana a la vez. Nunca le dije nada de esto porque era una creencia muy personal mía. Ahora que lo pienso bien, la diferencia de edad desde su perspectiva se debía notar muchísimo y estoy convencida que le espantaba todos los ligues posibles en el baile de la tarde, que era al único que me dejaban ir a mí, y para eso porque iba con ella. Es posible que yo fuera sólo un pequeño daño colateral y no le quedaba otra que, si quería venir a las fiestas de Juntiel, tenía que cargar conmigo, pero sinceramente no recuerdo un mal gesto, un reproche o una sensación de fastidio cuando estaba conmigo. 

Raquelín era la prima de mi madre, pero ésta, generacionalmente le era lejana y era la sobrina de mi abuela, que obviamente, le quedaba mucho más lejana en el tiempo. A las tres nos agradaba su presencia y cada año, la última semana de agosto, la esperábamos en la parada del coche de línea, para pasar unos días de fiesta con toda la familia. A mí me fascinaba cuando la veía llegar. Vestía con falda muy corta plisada en varios tonos, con camiseta blanca y zapatillas de lona verdes. Mi madre decía que era muy moderna, en oposición a ella que no lo era y mi abuela siempre rezongaba que le faltaban unos cuantos centímetros al bajo de su falda. Por eso quería ser como ella, así, diferente a lo que yo veía de las costumbres de mi madre y abuela. Me bastaba una semana para aprender de ella e imitar su manera de ser.

Un año, a principios de agosto les pedí a “mis madres”, porque así las llamaba yo, que me dejarán ir a ver a Raquelín, coger el autobús o el tren y aparecer en su pueblo. Pasar unos días con ella, sólo un fin de semana, cosa de poco, al fin y al cabo, había cumplido 12 años y podía ir sola. Mi petición fue todo un esfuerzo de insistencia, súplica, ruego y plegaria. Empleé varios días y demasiadas horas intentando obstinadamente convencerlas y persuadirlas de que nada me iba a pasar por viajar sola y estar unos días con ella. La llamaron varias veces por teléfono para ver qué le parecía e incluso involucraron a su padre para que también diera su opinión −su madre hacía tiempo que había fallecido, en esa casa ya sólo estaban ellos dos−.  Para ellas siempre había un “pero” en la organización de mi excursión. Así que fui extremadamente pesada hasta que por agotamiento mi madre claudicó y mi abuela subió y bajó la cabeza en señal de rendición.

En el pueblo de Raquelín, que era el mismo que el de mi abuela, no ocurría nada en especial. Las costumbres de cada día del rural, el hacer de los vecinos y sus conversaciones en la época estival. Lo sorprendente era ella y la libertad que tenía allí y como consecuencia esa misma libertad la tenía yo. No había órdenes, ni reproches, ni recriminaciones por lo que no había ni regañinas ni amonestaciones diarias; aunque sí había normas y reglas, pero de la manera en que una joven de 26 años podía imponerlas.

Cuando volvimos del río, su padre estaba despidiéndose del cartero. Éste no venía todos los días al pueblo, sólo lo hacía cuando juntaba un número considerable de cartas y veía conveniente repartirlas antes de que se le extraviara alguna. Primero echaba la correspondencia en los buzones institucionales, que sólo había dos: el de la pedanía y el del dispensario médico. Lo normal allí, es que tirara las cartas en el portal de cada casa, o si era algo urgente llamaba directamente a la puerta pregonando que había un telegrama o un certificado. Así lo había hecho en esta ocasión. El padre de Raquelín, el tío de mi madre, que era el cuñado de mi abuela, o sea, el señor Tomás, firmó la recepción de la carta certificada que venía a nombre de su hija. Procedía del juzgado de Lagaña. Cuando oyó nuestras risas, por la estrecha calle que daba a la casa, vino a nuestro encuentro y con voz titubeante y actitud inquieta y nerviosa dijo: −Esto te ha llegado para ti del juzgado.

A mi prima le cambió la expresión de la cara, no sabía qué podía haber hecho para recibir algo de un juzgado. Rasgando el sobre ansiosamente, desplegó el folio blanco con letras negras y leyó el requerimiento. Mi tío abuelo y yo, con incertidumbre, esperamos que ella nos explicara el contenido de la carta. Un poco exaltada nos dijo: −Tengo que presentarme en el juzgado en los cinco días siguientes a la recepción de esta carta. Con un hilo de voz casi imperceptible añadió: −He debido cometer una imprudencia que no recuerdo ni soy consciente de haber hecho nada malo.

Esa noche no dormimos bien, las horas pasaban lentamente y se me hizo muy larga la espera hasta que amaneció. Varias veces intenté consolarla de una inquietud que no se sabía bien cuál era su culpabilidad; poco podía hacer para calmar sus temores y mucho menos ayudarla a resolver algo que ni ella tenía muy claro de qué se trataba. Yo estaba tan asustada como Raquelín.

La acompañé al juzgado, nos llevó un taxi hasta la misma puerta. En los 25 minutos que duró el trayecto fuimos calladas. No nos salía decir nada. Al entrar en el juzgado y presentarse con la carta, el oficial que la atendió, no fue agradable con ella. Le hizo sentirse incómoda como si él supiera ya el veredicto y le hubieran puesto ya una condena por lo cometido.

Yo tenía un nudo en el estómago por si a ella le pasaba algo, estaba enojada y molesta con esa situación que no entendía bien. Estuvimos una hora esperando en una sala inhóspita, mal decorada, y en la que había seis sillas de aspecto siniestro. Raquelín no paraba quieta y se levantaba o se sentaba cada cinco minutos. Le sudaban las manos, su mirada estaba ausente y se le notaba la preocupación en la cara. Desde la recepción alguien la llamó por su nombre; salimos de la sala y nos hicieron pasar a un despacho situado al fondo del local. A la izquierda de la puerta había un letrero con letras grandes en negro que ponía “Don Aparicio Sabio Alcolea, juez de primera instancia”.

El señor juez nos mandó sentarnos, aquí las sillas eran más cómodas y elegantes, estaban tapizadas en terciopelo rojo; frente a ellas, había una mesa grande de madera oscura llena de carpetas y papeles y al final de ésta, una butaca, con el mismo tapizado, ocupada por él.

 Me impresionó ver a aquel hombre robusto y corpulento de cara seria, vestido con túnica negra y traje chaqueta a la vez. Antes de hablar carraspeó y dirigiéndose a mi prima, le preguntó: −Es usted Raquel Parapar Velde. Ella tímidamente respondió con un sí escueto. −Tengo una denuncia contra usted del servicio postal “Sociedad Anónima Estatal de Correos y Telégrafos de España”. Se le acusa de… Dijo una retahíla de cosas que me parecieron raras y después de su largo monólogo, le informó de cuál había sido la infracción.

Yo nunca había oído hablar de ese delito. No me parecía para tanto y creo que a Raquelín tampoco; es más, respiró aliviada al oír que lo que había hecho no era algo tan grave. Con los músculos de su cara ya relajados, intentó pedir disculpas por su ignorancia, pero cuanto más lo hacía, menos la creía él. Incluso el juez llegó a pensar que se estaba burlando de él por haber hecho tal engaño, por lo que levantó su voz autoritariamente y enmudeció, las explicaciones argumentativas de Raquelín. Estuve allí muy callada sin hacer ruido. Observaba la situación con un poco de pesadumbre. Quería irme cuanto antes de allí, ahora que ya sabíamos de qué se trataba. Aquel señor me daba miedo. Decidí cogerme de la mano de mi prima, para calmar mi angustia y tal vez para decirle que ahí estaba yo con ella. Volvió a intentar explicarse, no sé de dónde sacó la fuerza para continuar con la aclaración; aquel hombre no la dejó continuar y ambas salimos de su despacho con la sensación que ella había cometido un saqueo a toda una institución.

Antes de salir del juzgado, le dieron instrucciones para abonar una multa y subsanar la infracción ocasionada a la institución estatal de Correos y Telégrafos.

 No recuerdo el dinero que tuvo que pagar por la tropelía. Lo que sí es que la culpabilizaron de algo sin mucha importancia. La imputaron como a una defraudadora, por haber reutilizado dos sellos postales, usados previamente, para enviar un sobre con destino Madrid. Hacía unas semanas que había preparado la solicitud de matrícula de su 5º año de licenciatura en Ciencias. Todo ese papeleo lo metió en un sobre grande y después buscó en el cajón de la alacena de la cocina, donde sabía, que el Sr. Tomás guardaba sellos. Pero esos sellos eran usados y su padre los guardaba allí, esperando ser clasificados en uno de los álbumes de su colección. Raquelín, sin fijarse mucho en ellos, eligió dos que le parecieron cubrir el importe del envío. No se percató que tenían los típicos círculos y rallas negras de haber sido estampados con el cuño de registro de salida/entrada, en las oficinas de correos. Pudo ser posible que la tinta de los sellos elegidos fuera imperceptible y no viera las marcas. Ese había sido todo su delito. Ese despiste le había costado un buen susto, una buena ración de recriminación y una pizca de humillación y vergüenza.

Cuando volví a mi casa, no conté nada de lo ocurrido, por si mi madre o mi abuela no me dejaban volver al año siguiente con Raquelín. Con ellas siempre se podía liar la historia del juez y el juzgado. Al fin y al cabo, todo se había resuelto sin incidencias y ella no era ninguna infractora nacional como se le había hecho creer. Un despiste lo tiene cualquiera.

Dos semanas después, las tres, la estábamos esperando en la estación. Siempre que ella nos visitaba, daban comienzo las fiestas de Juntiel.

 


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