Una denuncia poco común
A Josefina
Me
agarré a su mano para quitarme el miedo o quizás fue... para sentirme a su lado y
apoyarla. Me temblaron las piernas delante de aquel hombre que según el cartel
de la entrada a su despacho ponía que era juez y además se apellidaba “Sabio”. No entendía bien las palabras de
reproche que salían de su boca; estaba realmente enfadado con ella. Con su dedo
índice la señalaba, informándole de lo que había hecho. Estaba tan sorprendida
como yo de verse delante de esa persona. Con voz entrecortada y tenue, ella
trató de explicarse y se disculpó por lo ocurrido. Él le hablaba muy alto de
manera prepotente. Ella hablaba bajo de manera más humilde. Por lo poco que
pude entender de todo ese jaleo verbal, la infracción no era para tanto; aunque
para aquel señor, calvo y rollizo, de manos gruesas, tripa abultada, de voz
grave y ahuecada, vestido con traje y túnica oscura, sí se lo parecía.
Yo
estaba con ella en su casa, porque así lo había decidido mi madre, bueno en
realidad también lo había decidido mi abuela, que a veces, parecía mi verdadera
madre y que lo fue por un tiempo bastante largo, hasta que mis padres
decidieron volver de una emigración poco exitosa. En ese momento de mi vida,
las dos decidían cosas por mí y a mí no me quedaba más remedio que obedecerlas
a las dos. Cuando no pensaban lo mismo o no estaban de acuerdo con respecto a
lo que yo debería hacer o no hacer, ir o venir, marchar o quedarme; era mejor
desaparecer de su vista, esconderse y pasar inadvertida, para que todas sus energías,
puestas en la lucha, se fueran resolviendo y su contienda se diluyeran, como lo
hacía un azucarillo entrando en contacto con el agua recién hervida del café.
En esos momentos de tiranteces propios de madre e hija, el caos se hacía
patente y yo no sabía nunca qué hacer; trataba de obedecer a las dos, pero
siempre una de ellas sentía como si mi cariño mermara sus niveles de tierno
apego y sintiera que ese estrépito de puja estaba perdido. Por el contrario, cuando
estaban de acuerdo en la toma de decisiones todo iba bien y la felicidad fluía
por su estima sintiéndose cada una de ellas como un perfecto sistema acompasado
de engranajes donde ambas se sentían dueñas de la razón. Tengo que decir que los
hombres de mi familia, “cuando venían mal
dadas”, por sus discrepancias, no pintaban nada. Su opinión caía en saco
roto, así que habían aprendido que lo mejor era estar callados. La mayoría de
las veces se levantaban del sofá y convertían ese momento en el más productivo
de su jornada laboral.
Cuando
la sobrina de mi abuela venía a vernos mi estado anímico mudaba del
aburrimiento a la diversión. Admiraba a Raquelín, me sacaba unos 14 años. Yo,
ilusa de mí, me creía de su edad, siendo todavía una niña, cuando ella ya
estaba más allá de la adolescencia. Era obvio que ella no podía ponerse a la
par de mi edad. Una cosa teníamos las dos muy claro, nos entendíamos muy bien y
por eso me era fácil creerme tan mayor como ella.
Supongo
que a Raquelín le gustaba visitar a su prima, mi madre, cuando eran las fiestas
estivales porque había cosas más interesantes que ver y hacer, que estando en
el pueblo todos los días del verano, antes de volver a la facultad y de nuevo
ponerse a estudiar.
Creo
que a Raquelín le hacía gracia mi manera de ser tan parlanchina y animada, −tan
echada para adelante, tan risueña y divertida. Sorprendentemente ella era la
única de mi familia que me hacía caso, reía mis gracias y yo me lo pasaba en
grande con ella. Lo mejor de todo cuando venía, era que tanto su tía como su
prima se tranquilizaban conmigo y me dejaban una semana en paz. Adopté a Raquelín como “mi prima carnal”, aunque lo que realmente me hubiera gustado, al
ser hija única, es que fuera “mi hermana
mayor”. Yo sólo tenía dos primos varones por la otra parte de la familia, a
los que veía muy pocas veces y cuando lo hacía no nos hacíamos mucho caso;
vamos que no me interesaban en absoluto, −eran unos botarates. Sentía que mi
vida era muy tediosa y poco interesante. Estaba siempre entre adultos y tenía
necesidad de alguien como ella que me conectara con los de su edad; que eran
menos adultos que con los que estaba yo a diario, que no hacían otra cosa que sobreprotegerme,
vetando todas mis ocurrencias y haciéndome creer que sufría de ataques de
rebeldía, por desobedecer sus mandatos. Así que ella se convirtió en una prima
y una hermana a la vez. Nunca le dije nada de esto porque era una creencia muy
personal mía. Ahora que lo pienso bien, la diferencia de edad desde su
perspectiva se debía notar muchísimo y estoy convencida que le espantaba todos
los ligues posibles en el baile de la tarde, que era al único que me dejaban ir
a mí, y para eso porque iba con ella. Es posible que yo fuera sólo un pequeño
daño colateral y no le quedaba otra que, si quería venir a las fiestas de
Juntiel, tenía que cargar conmigo, pero sinceramente no recuerdo un mal gesto,
un reproche o una sensación de fastidio cuando estaba conmigo.
Raquelín
era la prima de mi madre, pero ésta, generacionalmente le era lejana y era la
sobrina de mi abuela, que obviamente, le quedaba mucho más lejana en el tiempo.
A las tres nos agradaba su presencia y cada año, la última semana de agosto, la
esperábamos en la parada del coche de línea, para pasar unos días de fiesta con
toda la familia. A mí me fascinaba cuando la veía llegar. Vestía con falda muy
corta plisada en varios tonos, con camiseta blanca y zapatillas de lona verdes.
Mi madre decía que era muy moderna, en oposición a ella que no lo era y mi
abuela siempre rezongaba que le faltaban unos cuantos centímetros al bajo de su
falda. Por eso quería ser como ella, así, diferente a lo que yo veía de las
costumbres de mi madre y abuela. Me bastaba una semana para aprender de ella e
imitar su manera de ser.
Un
año, a principios de agosto les pedí a “mis madres”, porque así las llamaba yo,
que me dejarán ir a ver a Raquelín, coger el autobús o el tren y aparecer en su
pueblo. Pasar unos días con ella, sólo un fin de semana, cosa de poco, al fin y
al cabo, había cumplido 12 años y podía ir sola. Mi petición fue todo un esfuerzo
de insistencia, súplica, ruego y plegaria. Empleé varios días y demasiadas horas
intentando obstinadamente convencerlas y persuadirlas de que nada me iba a
pasar por viajar sola y estar unos días con ella. La llamaron varias veces por
teléfono para ver qué le parecía e incluso involucraron a su padre para que
también diera su opinión −su madre hacía tiempo que había fallecido, en esa
casa ya sólo estaban ellos dos−. Para
ellas siempre había un “pero” en la
organización de mi excursión. Así que fui extremadamente pesada hasta que por
agotamiento mi madre claudicó y mi abuela subió y bajó la cabeza en señal de
rendición.
En
el pueblo de Raquelín, que era el mismo que el de mi abuela, no ocurría nada en
especial. Las costumbres de cada día del rural, el hacer de los vecinos y sus
conversaciones en la época estival. Lo sorprendente era ella y la libertad que
tenía allí y como consecuencia esa misma libertad la tenía yo. No había
órdenes, ni reproches, ni recriminaciones por lo que no había ni regañinas ni
amonestaciones diarias; aunque sí había normas y reglas, pero de la manera en
que una joven de 26 años podía imponerlas.
Cuando
volvimos del río, su padre estaba despidiéndose del cartero. Éste no venía
todos los días al pueblo, sólo lo hacía cuando juntaba un número considerable
de cartas y veía conveniente repartirlas antes de que se le extraviara alguna.
Primero echaba la correspondencia en los buzones institucionales, que sólo
había dos: el de la pedanía y el del dispensario médico. Lo normal allí, es que
tirara las cartas en el portal de cada casa, o si era algo urgente llamaba
directamente a la puerta pregonando que había un telegrama o un certificado.
Así lo había hecho en esta ocasión. El padre de Raquelín, el tío de mi madre,
que era el cuñado de mi abuela, o sea, el señor Tomás, firmó la recepción de la
carta certificada que venía a nombre de su hija. Procedía del juzgado de
Lagaña. Cuando oyó nuestras risas, por la estrecha calle que daba a la casa,
vino a nuestro encuentro y con voz titubeante y actitud inquieta y nerviosa
dijo: −Esto te ha llegado para ti del juzgado.
A
mi prima le cambió la expresión de la cara, no sabía qué podía haber hecho para
recibir algo de un juzgado. Rasgando el sobre ansiosamente, desplegó el folio
blanco con letras negras y leyó el requerimiento. Mi tío abuelo y yo, con
incertidumbre, esperamos que ella nos explicara el contenido de la carta. Un
poco exaltada nos dijo: −Tengo que presentarme en el juzgado en los cinco días siguientes
a la recepción de esta carta. Con un hilo de voz casi imperceptible añadió: −He
debido cometer una imprudencia que no recuerdo ni soy consciente de haber hecho
nada malo.
Esa
noche no dormimos bien, las horas pasaban lentamente y se me hizo muy larga la
espera hasta que amaneció. Varias veces intenté consolarla de una inquietud que
no se sabía bien cuál era su culpabilidad; poco podía hacer para calmar sus
temores y mucho menos ayudarla a resolver algo que ni ella tenía muy claro de
qué se trataba. Yo estaba tan asustada como Raquelín.
La
acompañé al juzgado, nos llevó un taxi hasta la misma puerta. En los 25 minutos
que duró el trayecto fuimos calladas. No nos salía decir nada. Al entrar en el
juzgado y presentarse con la carta, el oficial que la atendió, no fue agradable
con ella. Le hizo sentirse incómoda como si él supiera ya el veredicto y le
hubieran puesto ya una condena por lo cometido.
Yo
tenía un nudo en el estómago por si a ella le pasaba algo, estaba enojada y
molesta con esa situación que no entendía bien. Estuvimos una hora esperando en
una sala inhóspita, mal decorada, y en la que había seis sillas de aspecto
siniestro. Raquelín no paraba quieta y se levantaba o se sentaba cada cinco
minutos. Le sudaban las manos, su mirada estaba ausente y se le notaba la
preocupación en la cara. Desde la recepción alguien la llamó por su nombre;
salimos de la sala y nos hicieron pasar a un despacho situado al fondo del
local. A la izquierda de la puerta había un letrero con letras grandes en negro
que ponía “Don Aparicio Sabio Alcolea, juez de primera instancia”.
El
señor juez nos mandó sentarnos, aquí las sillas eran más cómodas y elegantes,
estaban tapizadas en terciopelo rojo; frente a ellas, había una mesa grande de
madera oscura llena de carpetas y papeles y al final de ésta, una butaca, con
el mismo tapizado, ocupada por él.
Me impresionó ver a aquel hombre robusto y
corpulento de cara seria, vestido con túnica negra y traje chaqueta a la vez.
Antes de hablar carraspeó y dirigiéndose a mi prima, le preguntó: −Es usted
Raquel Parapar Velde. Ella tímidamente respondió con un sí escueto. −Tengo
una denuncia contra usted del servicio postal “Sociedad Anónima Estatal de
Correos y Telégrafos de España”. Se le acusa de… Dijo una retahíla de cosas que
me parecieron raras y después de su largo monólogo, le informó de cuál había
sido la infracción.
Yo
nunca había oído hablar de ese delito. No me parecía para tanto y creo que a
Raquelín tampoco; es más, respiró aliviada al oír que lo que había hecho no era
algo tan grave. Con los músculos de su cara ya relajados, intentó pedir
disculpas por su ignorancia, pero cuanto más lo hacía, menos la creía él.
Incluso el juez llegó a pensar que se estaba burlando de él por haber hecho tal
engaño, por lo que levantó su voz autoritariamente y enmudeció, las
explicaciones argumentativas de Raquelín. Estuve allí muy callada sin hacer ruido.
Observaba la situación con un poco de pesadumbre. Quería irme cuanto antes de
allí, ahora que ya sabíamos de qué se trataba. Aquel señor me daba miedo. Decidí
cogerme de la mano de mi prima, para calmar mi angustia y tal vez para decirle
que ahí estaba yo con ella. Volvió a intentar explicarse, no sé de dónde sacó
la fuerza para continuar con la aclaración; aquel hombre no la dejó continuar y
ambas salimos de su despacho con la sensación que ella había cometido un saqueo
a toda una institución.
Antes
de salir del juzgado, le dieron instrucciones para abonar una multa y subsanar
la infracción ocasionada a la institución estatal de Correos y Telégrafos.
No recuerdo el dinero que tuvo que pagar por
la tropelía. Lo que sí es que la culpabilizaron de algo sin mucha importancia.
La imputaron como a una defraudadora, por haber reutilizado dos sellos postales,
usados previamente, para enviar un sobre con destino Madrid. Hacía unas semanas
que había preparado la solicitud de matrícula de su 5º año de licenciatura en
Ciencias. Todo ese papeleo lo metió en un sobre grande y después buscó en el
cajón de la alacena de la cocina, donde sabía, que el Sr. Tomás guardaba sellos.
Pero esos sellos eran usados y su padre los guardaba allí, esperando ser
clasificados en uno de los álbumes de su colección. Raquelín, sin fijarse mucho
en ellos, eligió dos que le parecieron cubrir el importe del envío. No se
percató que tenían los típicos círculos y rallas negras de haber sido
estampados con el cuño de registro de salida/entrada, en las oficinas de
correos. Pudo ser posible que la tinta de los sellos elegidos fuera
imperceptible y no viera las marcas. Ese había sido todo su delito. Ese
despiste le había costado un buen susto, una buena ración de recriminación y
una pizca de humillación y vergüenza.
Cuando
volví a mi casa, no conté nada de lo ocurrido, por si mi madre o mi abuela no
me dejaban volver al año siguiente con Raquelín. Con ellas siempre se podía
liar la historia del juez y el juzgado. Al fin y al cabo, todo se había resuelto
sin incidencias y ella no era ninguna infractora nacional como se le había
hecho creer. Un despiste lo tiene cualquiera.
Dos semanas después, las tres, la estábamos esperando en la estación. Siempre que ella nos visitaba, daban comienzo las fiestas de Juntiel.
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