Un
tropiezo accidental
Mi madre mentía con tanta sinceridad que era difícil no
creerle…
La edad que yo tenía no era la biológica sino la que ella había decidido que podía tener, supongo que la había elegido por mi estatura, apariencia o complexión. No creo que tuviera nada que ver mi madurez para determinar una fecha u otra. Fue difícil sortear la falsedad de un año menos; vivíamos en una ciudad pequeña donde casi todos éramos conocidos y además había que tener en cuenta que las otras madres recordaban perfectamente, no sólo cuando habían nacido sus hijos, sino que no se les escapaba las fechas de los de sus vecinas, aunque sólo fuera para comparar, a lo largo del tiempo, a unos con otros. Recuerdo su determinación para convencer de mi nueva edad, a quien sabía de mí, incluso a aquellos que me habían visto nacer. Les despojaba de su verdad y acababan asumiendo que estaban totalmente equivocados. Llegó a tal punto de exageración que tuve que repetir primero de primaria porque mi nivel madurativo, según la maestra del segundo curso, −necesitaba un año más. No me consideraba una superdotada para avanzar, así que no podía estar en ese nuevo curso si tenía un año menos; por tanto, era mejor volver a cursarlo, porque tendría una mejor experiencia de lo aprendido y -nada que perder, sentenció la profesional con un cierto tono de sorna y suspicacia. Mi madre consintió el agravio, sin decir nada, se mordió los labios y tiró para adelante, no iba a permitir desmentir su mentira por un curso académico. Después de este bochornoso y perjudicial momento yo también fui abducida por su mentira y adopté como mía una fecha ajena, al fin y al cabo, yo ni me acordaba de haber estado en mi año de nacimiento, y lo acontecido conmigo aquellos primeros años, me era ajeno, lo que me daba igual, tener uno más que uno menos.
La madre de Noé quiso venir
conmigo al juzgado a buscar mi partida de nacimiento, imprescindible para
casarme con su hijo. No me atreví a decirle que prefería ir sola, que no era
necesaria su presencia, pero por temor a que le pareciera mal, dejé que me
acompañara. La decisión se convirtió en fracaso que yo sabía iba a ocurrir. Ese
día, el oficial no encontró nada sobre mí: ni un registro, ni una inscripción a
mi nombre con la fecha de nacimiento, que yo le aseguraba firmemente era la mía.
Al salir del juzgado sentí que Ruth estaba abrumada. Supe cómo sortear el
engaño, era toda una experta en afianzar el embuste. Dos días después aparecí
exultante en su casa con la partida de nacimiento en la mano recreando una
buena dosis de descaro, cinismo y mentira. −Al final el oficial la encontró. ¡Listo!,
ya no hay nada por lo que preocuparse Ruth.
Fueron tantas veces las que
tuve que enfrentarme a falsificar la verdad que realmente no sé cómo he podido
llegar hasta aquí sin que me pillaran en semejante burla.
No me considero una persona
mentirosa, simplemente he falsificado un dato relevante de mi vida, porque mi
madre decidió esto sobre mí hace mucho tiempo y yo lo adopté y lo hice mío.
Podría definir este acontecimiento como una nueva verdad variable de mi edad.
Muchas veces tuve la
oportunidad de revertir la invención, pero no lo hice. Tampoco encuentro una
explicación a este arduo trabajo de mantener tanto fingimiento. Supongo me
aterraba que Noé se enfadara y acabara con nuestra relación, lo que me ponía
muy nerviosa y en un grado de estrés insoportable. Así que el infundio seguía
avanzando como una bola de nieve, aunque a veces me costara demasiado soportar
todo su peso. Llegué a la conclusión que lo mejor era dejar las cosas tal como
estaban.
Decidí darme una ducha antes de cenar, no es que me apeteciera mucho, pero era una decisión que tomaba muchos días por quitarme la pereza de hacerlo a las 6 de la mañana, antes de ir a trabajar. No había cosa que más me fastidiara que esperar a que el agua caliente se pusiera por lo menos templada y la idea de tirar tanta agua y perderla por el sumidero me molestaba y me ponía de malhumor. Casi siempre acababa duchándome con agua casi fría y por eso prefería hacerlo a otras horas menos intempestivas. Entré en la bañera pensando que estaría bien probar la mascarilla que Mary, mi peluquera, me había colado en la cesta mensual de productos cosméticos; un nuevo bote “milagro”, para reforzar esa especie de estropajo en que se había convertido mi pelo. Ya había discutido con ella sobre no cortarme la melena y si ella reforzaba insistentemente el uso de la tijera, proporcionalmente yo defendía la longitud de mi cabellera probando todo tipo de productos. Al final ella entendió que le salía a cuenta probar toda clase de potingues conmigo, más que raparme la pelambrera. Esperando que el agua fuera un poco menos gélida y a manera de ritual coloqué en la tarima de la bañera el champú, el suavizante, la última innovación en mascarillas que solucionaría mi encrespamiento y la esencia de árbol de té. Sin mis tres gotas de este oleo australiano no pasaba por ningún tratamiento rejuvenecedor de pelo. Olía a “rayos”, pero sus beneficios reducían el picor y la ansiedad irritativa de mi piel. Cuando nuestros hijos eran pequeños y estaban infectados de piojos y me los contagiaban a mí también, fue el único remedio que desterró a estos parásitos de nuestra cabeza.
Esta vez decidí que me tomaría
todo el tiempo necesario para seguir las normas del prospecto de la mascarilla
y paso por paso llegar hasta el final, no como otras veces que lo hacía
apresuradamente y no obtenía ningún resultado beneficioso. Primero me lavé con
el champú; pacientemente estuve minuto y medio amasando la espuma entre los
mechones mojados; después el suavizante. Tuve la paciencia de friccionar cada
filamento y esperar más de dos minutos a que hiciera su efecto. Mentalmente,
como si fuera el minutero de un reloj, fui contando los segundos. Se me hizo
larga la espera antes de aclarar toda la mezcla; cogí medio puño de crema
reparadora con la mano izquierda y la puse sobre la derecha; me froté ambas
manos con el mejunje y lo esparcí, con leves masajes circulares, por la cabeza
impregnando hasta la última punta abierta de mi melena. Como se trataba de una
crema viscosa, se me deslizó una porción de ella, estampándose contra al suelo
de la bañera. Con los ojos semi-abiertos, intenté frotarme repetidamente la espuma
para que sus aditivos no me escocieran tanto, me agaché para recoger la crema y
añadirla a la que ya me había puesto. El agua había arrastrado el pegote hasta
el desagüe. No sé por qué decidí limpiar el sobrante de producto con mi pie
derecho y cuando fui a coger la esencia de árbol de té, giré mi torso unos 180
grados, y mis pies se deslizaron como si estuvieran patinando sin control.
Sentí dos golpes fuertes que me inmovilizaron en el suelo de la bañera. Me di
cuenta que el grifo me había abierto una brecha en la parte superior de la
nariz. La sangre fluía rápido mezclándose con el agua caliente. Intenté apoyar
mis brazos sobre el borde de la bañera, pero no se movieron como yo quería. Un
intenso dolor me dejó paralizada a la altura de la clavícula. Traté de
levantarme; era tanta la molestia del tobillo izquierdo y tenía tan mal aspecto
que no me atreví a arrastrarme e intentar salir de la bañera.
Grité para que Noé me
rescatara. Él estaba en la planta baja, escuchando a Oscar Peterson. Le acaba
de regalar unos auriculares, los mejores según el vendedor. Eran unos de esos
que reducen todo sonido externo que pueda interferir entre el cerebro del
escuchante y el intérprete. Noé era un melómano y sentir la música desde dentro
en perfecta comunión con el músico le transportaba a un estado de emoción tan
vital, que las lágrimas le salían fácilmente con ciertos acordes. Estaba tan
conmovido por el sonido de la melodía que yo le imaginaba en un estado de
trance. Lancé un grito intenso y desgarrador. La onda sonora no produjo efecto
en Noé, pero sí en Zor, le oí gemir en el pasillo a la altura de las escaleras.
No se atrevió a pasar del primer escalón. Era un perro bien educado, yo me
había empeñado en ello. −Vivir dentro de casa sí, pero con límites y
prohibiciones. Una de ellas era subir a la planta de arriba y otra mucho más
drástica era no tumbarse en las alfombras. Siendo cachorro tuvo una gran
infesta de pulgas que luego pasaron a la alfombra del salón y de ahí a picarnos
a todos. Fui yo la única que tuve que ir al médico, las ronchas en mi piel
fueron tan grandes y el picor tan intenso e imparable que el tratamiento con
antihistamínicos duró más de un mes. Así que generé una buena fobia y me
declaré una víctima alérgica a todos los restos extraños de nuestro perro. Por
eso desde el principio puse mis condiciones para criarlo y de ahí la limitación
de no estar en cualquier estancia, o de no tumbarse en ninguna alfombra,
excepto la suya, o de esperar la orden para comer y por supuesto prohibido
subirse a las personas para mostrar su cariño, no había cosa que más rabia me
diera que estar vestida impecablemente y tener la marca de sus patas en mi
falda. Zor aprendió rápido y era sorprendente verle sortear el perímetro de los
objetos prohíbidos, o esperar la orden de sus dueños para lo que fuera. Desde
la bañera le grité que viniera, pero él había sido un buen alumno de todas mis
enseñanzas, por eso no pasó del primer peldaño. Noé notó al perro nervioso e
interpretó que quería salir al jardín, le abrió la puerta y la cerró sin dejar
de escuchar “Better git it in your Soul”.
–¡Noé, Noé, Noé! Grité y
chillé todo lo que pudieron mis cuerdas vocales y oí como tarareaba siguiendo acompasadamente
el contrabajo de Charles Mingus. Sentí al perro ladrar fuera de la casa tan
desesperadamente como vociferaba yo dentro de la bañera. Noé volvió a dejar entrar
a Zor; se dio cuenta que ladraba demasiado, no porque lo oyera, sino porque
veía sus gestos a través del ventanal. Entró a toda prisa y se apostó al
comienzo de la escalera sin acceder a ella, ladrando desesperadamente. Noé le
siguió para tranquilizarlo, sin dejar de escuchar una versión de “Take five” a
través de sus auriculares. Creyó ver una sombra minúscula pasando por uno de
los peldaños y se imaginó que era un ratón; el topillo, que hacía una semana,
estábamos buscando por todos los rincones de la casa. Les tenía pánico a los
roedores y fue eso lo que le hizo quitarse uno de los cascos y ponerse en
alerta. Para protegerse se escondió detrás de la puerta de la sala, esperando que
Zor abordara al animalillo y se lo ofreciera como trofeo. El perro estaba más pendiente de lo que estaba
sucediendo en el ático que en ver lo que no había sucedido. Fue entonces cuando
Noé me oyó gemir, ya no tenía fuerzas para gritar y simplemente lloraba de
dolor. Pronunció mi nombre varias veces, mientras subía las escaleras de dos en
dos. Cuando me vio tirada como un despojo en un estado lamentable y quejumbroso
intentó explicarse mi "tropiezo accidental". Al ver el agua teñida de rojo, le vi
palidecer; con la palma de su mano le dio un porrazo al mono mando y el agua
caliente, que había limpiado mi herida, dejó de caer. Intentó moverme, pero se
dio cuenta que le flojeaban las piernas, no podía con mi peso; tuvo la
necesidad de sentarse y lo hizo sobre la taza del baño. Sacó de su bolsillo el
teléfono y casi con la vista borrosa buscó el distintivo de emergencia que
hacía unos días había activado en la aplicación Alert Corps. No llegó a apretar
el botón, se desplomó dejando su cuerpo inerte deslizándose hacia el suelo en
una accidentada caída. Sentí el golpe seco de su frente contra el lavabo.
Cuando despertó le dolía la cabeza a la altura de la ceja derecha, hizo ademán
de tocarse para ver el alcance del golpe y se dio cuenta que tenía una buena
brecha. Ya éramos dos los heridos. Él estaba aturdido, yo inmovilizada por
varias partes de mi cuerpo y el perro ladraba alocadamente sin poder hacer nada
por nosotros dos.
−Por favor tranquilícese, no
toque a su mujer, podría lesionarse más de lo que está. La ambulancia estará en
menos de 10 minutos en la puerta de su casa. Escuché al profesional del 112
darle indicaciones. Le temblaba todo el cuerpo. Se sentó en el suelo por si se
volvía a desmayar y me agarró la mano. Cuando le pregunté cómo estaba me
respondió: −Inestable. Era un buen síntoma en él. Quería decir no estoy bien,
pero voy mejorando puedo superar la situación.
Tenía frío, ahora que el agua
había dejado de mojar mi cuerpo. No podía moverme bien, el dolor de hombros se
había extendido al cuello y la cabeza. Sentía calambres en los brazos y mis
manos no tenían la fuerza necesaria para agarrar nada. El tobillo estaba
hinchado y no podía girarlo a su posición correcta. Le dije a Noé que buscara
una camiseta y una braga en el cajón del armario. No quería que me vieran
desnuda y tirada así tal como estaba. Fue imposible vestirme. Le convencí para
que buscara el bikini que mis hijos me habían regalado hacía unos meses, por mi
cumpleaños. −Era muy mono, pero no era para mí, estaba pensado, como mucho,
para una treintañera. Tres triángulos con múltiples cordones para anudar en
cuello, espalda y cadera me hacían parecer una mujer de esas que no quieren
envejecer y, a pesar del buen tipo que tenía para mi edad, no me veía con él;
pero tampoco hice nada por devolverlo a la tienda. En realidad, me gustaba
mucho, por eso lo guardé en el compartimento de mi ropa interior, me hacía
recordar que aún me podía poner ese tipo de prendas, aunque estaban fuera de
lugar.
Cuando llegaron los técnicos
de emergencias, tenía a medio poner la parte de abajo del bikini, a Noé le fue
imposible anudar las dos partes diminutas de la prenda y lo mismo había
ocurrido con los dos triángulos minúsculos que debían cubrir mi pecho.
Me sentí ridícula y desnuda con
mi bikini color teja intenso, un bikini que había sido hecho para llamar la
atención y sin embargo ahora, estaba colocado en mi cuerpo como si fuera un
trapo sin ninguna gracia. Los camilleros ni se inmutaron al verme. Hicieron
bien su trabajo, supieron cómo sacarme de la bañera. El dolor hizo que perdiera
el conocimiento y no volví a tener conciencia de mi estado hasta que el ajetreo
y la sirena de la furgoneta me despertaron. Estaba cubierta por una sábana y en
un estado más presentable que la última vez que había hablado con ellos. Ya no
sentía tanto dolor, supongo me habían inyectado algún analgésico de amplio
espectro para paliar tanto sufrimiento. Noé agarraba fuertemente mi mano y me
la besaba insistentemente como rezando para que volviera en sí y me dolieran
menos las fracturas. Le noté muy nervioso y alterado. Su ceja tenía tres
parches de sutura. Era buena señal, le habían curado en el trayecto. Por lo
menos estaba bien después de su caída.
Cuando entré por la puerta del
hospital, un traumatólogo y una enfermera me estaban esperando en una de las
salas de urgencias. Noé se dirigió a la recepción, que estaba al lado de la
sala, para dar mis datos.
–Nombre de la paciente y fecha de nacimiento,
por favor. La recepcionista tecleó mis datos y después de un silencio incómodo
se dirigió a Noé: −Disculpe señor, no nos consta ningún historial con esos
datos, no coinciden nombre y fecha de nacimiento. ¿Sería tan amable de dejarnos
el DNI de ella?
Estábamos como para coger
documentos en casa. Yo ni me acuerdo como entré en la cabina de la ambulancia y
Noé tenía las pulsaciones más altas de lo normal, ni se le pasó por la cabeza
buscar mi bolso y coger la cartera con mi documentación.
−No se preocupe, voy acceder a
su historial médico. Sus dedos se movieron rápidos por las teclas del ordenador
y al final dijo: −Nos aparece con ese nombre una mujer que ha nacido un año
antes del que usted dice, con este DNI. En la pantalla apareció una fotografía
con mi DNI. Supongo que con tantas pruebas diagnósticas de prevención que había
hecho en mi vida, mi historial no sólo tenía registrada mi tarjeta sanitaria,
sino que también estaba mi carné de identidad. Reafirmándose y casi aliviado
por el hallazgo Noé afirmó: − Sí es ella. En esa imagen aparecía muy claramente
mi fecha de nacimiento. Casi tartamudeando mi marido le dijo: −pero mi mujer
nació en 1959, no en 1958 como pone ahí. Debe ser un error ¿no? –No, señor,
aquí aparece que Mara Lima nació el 7 de mayo de 1958
El traumatólogo me estaba haciendo
muchas preguntas, me sentía tan dolorida que contestaba automáticamente
sollozando cuando apretaba cada una de mis lesiones. A pesar de tanto
trastorno, mis oídos estaban atentos a la conversación que se estaba librando a
un par de metros de mi camilla.
Supuse que algo no iba bien con
mi admisión hospitalaria, yo sabía cuál era el problema y la razón de tantas
dudas sobre mi fecha de nacimiento. Escuché la voz grave de Noé; estaba subida
de tono, incriminando a la enfermera de falsedad documental. Pero no había más
verdad que la que se mostraba en aquella pantalla. No sabía cómo le iba a
explicar a Noé el porqué de quitarme un año y de no decir la verdad todos estos
años que había pasado con él.
Mientras el anestesista me
informaba amablemente de mi cuenta atrás para la sedación, y sin recordar lo
que me dijo que hiciera, yo me atreví a decir: −La edad puede ser variable y
cada uno utiliza esa verdad como le
venga en gana. Después se hizo un negro y ya no recuerdo nada más.
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