Una flamenca peculiar
Le pregunté a Esther que pensaba ella
de la muerte, se lo pregunté así “a bocajarro”; yo sólo quería alguna respuesta
de por qué viene por sorpresa, arrasa y se va llevando por delante al que le
plazca; dejando a los que quedan con una maraña de sentimientos desordenados
que sólo con el tiempo van organizándose de nuevo. No es que quisiera agobiarla
con esa situación tan deprimente, con ese momento tan escalofriante que todos
tratamos de situar en la lejanía; ese momento que estamos convencidos que no se
refiere a nosotros, ese que, sólo les pasa a otros y que no vemos que sea el
nuestro.
Siempre he querido pasar de puntillas sobre el
tema, mencionarlo lo mínimo, sin opinar demasiado, sin entrar en pensamientos o
disertaciones filosóficas y respondiéndome, −eso ahora no toca.
Quizás tenía que haber rebajado el
tono de mi pregunta a Esther, tal vez cambiar ese concepto tan aterrador por un
eufemismo más amable, para no caer en la oscuridad de ese miedo o para no
opinar demasiado de lo desconocido del más allá. Sí, el concepto Muerte en sí
mismo, me da repelús, me provoca una especie de “yuyu” alérgico, un “aparta”
de mí ese instante solitario de desconexión. Pero no me atrevía a cambiar el
término en mi interpelación a Esther. Sin embargo, hacía varias horas, que
había tomado la determinación tajante que para mí y a partir de ahora, la
Muerte no sólo con letras mayúsculas y con el significado profundo de lo que
representa, sino con la acepción más banal y expresiva, esa que tenemos siempre
en la boca, iba a ser La Chunga. Había
dado en el clavo con el vocablo. Era como cuando sueltas un taco en otro
idioma, el exabrupto suena hasta bien, es pegadizo y no parece tan serio o
trascendental; puedes hasta decirlo muchas veces y con ello relativizas la
gravedad, aunque sea fuerte lo que estés diciendo.
Esther no salía de su asombro con mi
pregunta, no se atrevió a decir mucho sobre lo que pensaba, tal vez pensó que
aún había mucho que vivir para estar definiendo algo difícil de categorizar. Dejó
de mirar sus apuntes y articuló un par de monosílabos e interjecciones, que más
parecían sonidos onomatopéyicos que opiniones críticas sobre La Chunga.
Hacía un par de meses que me había
enfrentado a la chunga de mis abuelos, primero se fue él y en menos de un mes
ella le homenajeó siguiéndole también. Esas pérdidas me hicieron reflexionar
sobre cómo se van sucediendo los días y como cuando menos te lo esperas te has
ido. El silencio de la noche me estaba ahogando, me hacía enfrentarme en una
especie de batalla fratricida contra la que parecía mi cantaora o flamenca
favorita, o sea la tal Chunga. Al amanecer, me sentía viva, pero tenía tantas
inseguridades que me estaba matando; o, mejor dicho −me estaba chungueando. Así que llamé tímidamente
con los nudillos en la puerta de Esther, que sabía estaba despierta, estudiando
sin descanso para no sé que oposición a la judicatura. Abrí la puerta
tímidamente, ella me miró por encima de sus gafas, levantó un poco la ceja
izquierda, queriendo decirme − A ver, ¿qué te pasa ahora?, sabes que estoy
concentrada en esta marabunta de apuntes y vienes a distraerme con tus
preguntitas. Con escepticismo y tímidamente yo esperaba hacerle la pregunta del
día. Era temprano, lo sabía, pero ya no podía más. Siempre me ha gustado
preguntar, pero suelo ser odiosamente pesada con tanta demanda, así que ya hace
un tiempo que Esther creó la regla de una pregunta por día, los fines de semana
eran tiempos muertos, o debería decir, “chungos”, no había ni pregunta ni
respuesta, eran para descansar; yo decidí acatar la norma, como si se tratara
de un medicamento, donde la prescripción era precisa y clara, si no quería
sobre exponerme a una sobredosis oral por ingesta de interrogantes y perder su
amistad; me fastidiaba un poco, porque a veces las horas entre consulta y
consulta se hacían eternas y me era difícil sujetar mi ansiedad.
Hoy tocaba sobre La Chunga, era una
pregunta profunda y la respuesta tenía muchas aristas, iba a ser un tanto
complicada; a lo mejor Esther me mandaba a paseo; era comprensible, no es fácil
opinar sobre algo que cada uno se enfrenta con un miedo diferente y
posiblemente, como yo, no sabría definirlo. A veces le salía el genio de su
padre y acabábamos discutiendo y nos pasábamos una semana cada una por su lado
ignorándonos. Incluso una vez me propuse buscar otro piso, para olvidarme de
ella y de todas sus exigencias. Supongo que ella pensó lo mismo, estaba harta
de mí, con todas mis comeduras de tarro y las sucesivas dudas que siempre
estaban asaltándome.
Para Esther, yo iba a trabajar mi
media jornada y cuando volvía me tiraba en el sofá y no hacía más que pensar y
preguntar, lo que ella consideraba como interpelar arbitrariamente, filosofar
sobre conceptos curiosos y de difícil respuesta. Es cierto que no sabía cómo
dejar mi mente quieta, no en blanco, no; eso no era lo que yo quería. Mi
objetivo era dejar de pensar en el más amplio sentido de la palabra.
Lo de mis abuelos me estaba dejando
tocada de la “olla”. Se me quedó
grabado los dos momentos de su entierro, cada uno en el tiempo que le tocó
afrontarlo, de colocar los ladrillos sellando la tumba por debajo de la lápida
principal. Ese sonido hueco del roce del cemento, la paleta y el eco seco de un
ladrillo con otro. Realmente me impresionó más que el llanto de mi madre y mis
tías al asumir su orfandad definitiva.
Esther trataba de resolver fácilmente
mis dudas, con un veredicto un tanto superficial por la rapidez de querer
responder a mí única pregunta del día, lo antes posible y así ya estar
tranquila el resto de la jornada. Lo hacía de manera didáctica, como si
estuviera ensayando oralmente la solución correcta a una de las cuestiones del
examen que tenía que pasar. Trataba de calmar mis miedos de manera cariñosa, pero resolutiva para que la dejara estudiar cuanto antes. Al fin y al cabo, nos
podían quedar unos 50 años de vida o más, si todo iba bien y para que agobiarse,
ahora que comenzaba un precioso día de primavera, aunque ella tuviera que estar
encerrada ocho horas delante de unos libros aburridos memorizándolo todo y yo
tuviera que coger el metro al aeropuerto para limpiar como un autómata, lo que otros
ensuciaban.
Entonces yo buscaba la contestación en mi interior. Una reflexión que me calmaran ante la evidencia de La Chunga. Algo que consiguiera aferrarme aún más a mi mundo. Sentirme viva sin tantos pensamientos tétricos y recurrentes sobre “la chunguedad”. Estaba tan obsesionada con ella que incluso empaticé con la idea de qué no era tan malo tocar el más allá. Casi me convencí qué si me pasaba algo y si La Chunga me atrapaba, la cosa ni tan mal. Generé hasta un pensamiento positivo, me animaba a mí misma gestando un ánimo inusitadamente gratificante. No era real lo que estaba proyectando. Tenía un desorden sentimental, una pena por entender que la vida iba pasando, superando etapas y que a los que quería esta Chunga se los iba llevando sin darles más oportunidad que cerrar los ojos, dejarles inertes, pálidos, sin expresión y sobre todo mudos para siempre. Pero lo peor de todo es que, a los que rodeaban al finado, este “prototipo constructivo” los dejaba atónitos, en medio de un caos finito, pero al fin y al cabo una hecatombe de sentimientos difíciles de encauzar hacia lo racional.
Esther se levantó de su silla, se
acercó a mí, me acogió entre sus brazos y trató de calmar mis miedos con la
experiencia del que sabe dar consejos caseros, de esos que valen para todo
desde un conocimiento relativo. Con unos ojos llenos de ternura me contestó lo
que pensaba sobre ella, hizo un alegato poco convincente de la profundidad de
lo que La Chunga significaba para la humanidad y aunque no me persuadieron sus
argumentos, sí me calmó la seguridad de sus palabras, la manera de mirarme, su
comunicación corporal, su estado de ánimo y paciencia. Después de un buen rato
de monólogo, Esther casi había conseguido que yo dejara de cavilar y entrara en
una parcela terrenal más somera y aparente de objetiva realidad.
Cuando estaba a punto de salir de su
cuarto, con la serenidad del que le ha hecho efecto un ansiolítico verbal.
Volví a oír su voz −Quieres preguntarme algo más, hoy podemos romper nuestra
regla. Hacer una excepción.
Desanduve mis pasos y casi sin pensar
dije: − ¿Tú crees que La Chunga me ronda? Con una carcajada me respondió: − ¿La
Chunga? ¿Esa quién es?, ¿una flamenca?...
Gran relato. Hay tragedia y profundidad debajo de ese humor. Esa espera un tanto obsesiva y divertida para la pregunta del día… me ha encantado (y conmovido por detrás de la risa provocada)
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