miércoles, 25 de diciembre de 2024

LAS NARANJAS DE HANUKKAH


 



Dos “Naranjas chocolate”

A mi abuelo Tito

Cuando me acerqué al lineal de la frutería del súper, llamó mi atención una caja de fruta. Parecía tratarse de naranjas, sin embargo, su aspecto y textura era diferente. Podían considerarse, por lo apagado de su pigmento, una variedad más pobre que las de siempre. Su color entre verde oscuro y marrón convertían la fruta en algo poco atractivo a mi vista y por tanto a mi paladar. Aun así, me quedé delante de la cesta pensando si comprar o no, un par de ellas y probar esa variedad desconocida y tosca. Sin embargo, su nombre me era atractivo; Entendí que ese color tan peculiar era lo que daba nombre a la variedad y fue el que me dio el empujón para meter en la bolsa de papel un par de Naranjas chocolate.

En casa de Elvira, hacía tiempo, había probado gajos de naranja Navel untados en chocolate, pero ninguno era de la variedad que ahora estaba conociendo. Soy una verdadera amante de los cítricos y del chocolate. La mezcla no me entusiasmó y no la he vuelto a probar, soy más de cada fruto con su sabor primario, sin miscelánea alguna. Prefiero empezar saboreando unos gajos ácidos y acabar el postre con unas dulces onzas de chocolate.

Como si se tratara de un ritual, busqué la más atractiva de estas naranjas, en realidad cogí la primera al alcance de mi mano con buena presencia. La olfateé, −sin que produjera ninguna percepción olfativa diferente a las de su especie originaria−  y la metí cuidadosamente en la bolsa de estraza, que previamente había cogido en el dispensador. Sin quitar la vista del innovador canasto con el preciado fruto, busqué otra que me dijera algo más que la anterior y allí había una, con un brillo algo forzado e impostado, que supongo tenía que ver con la necesidad del productor en origen de hacer que el color amarronado no fuera tan somero, ordinario y algo basto, y pudiera llamar la atención de clientes como yo, que me consideraba una vulnerable de la fruta, sucumbiendo a probar las nuevas variedades de otras latitudes; aunque la mayoría de las veces prefería quedarme con los sabores tradicionales míos, esos que uno recuerda que los tienes desde niña.

Cuando cerré la bolsa me acordé de mi abuelo Ilai. Él solía ir, en temporada de cítricos, a la frutería de su amigo Elías Monrás, antes de abrir el taller de ebanistería. Eran amigos de infancia y no había día que no se vieran. Solían discutir mucho, pero no podían pasar uno sin el otro. Mi abuelo le compraba una naranja y sólo una por día. Esto cabreaba a Elías que no entendía el porqué de su rutina, a pesar de conocer la historia por la que lo hacía. Le llamaba roñoso y cicatero delante de todos los clientes; a mi abuelo no le parecían mal los calificativos viniendo de su amigo, le dedicaba una sonrisa y con las mismas salía de la tienda. Para Ilai, la compra tenía un sentido entrañable. Recordaba gratamente a su madre cuando le regalaba una naranja por Hanukkah. Eran tiempos de escasez y no había dinero para más.

Águeda una vez al año, por Hanukkah, se esforzaba por conseguir una naranja para cada uno de sus ocho hijos; era el único regalo que podía permitirse hacerles. No era fácil juntar el dinero para los dos kilos de fruta que necesitaba para ellos. Por eso ella estiraba el regalo, abriendo cada día de la fiesta de las luminarias, una naranja y ofrecía a sus hijos un gajo a cada uno. Según Ilai, sorprendentemente, las ocho naranjas tenían ocho gajos, así que con abrir una por día era suficiente para que sus hijos saborearan ese pequeño manjar. Mi abuelo decía que esas naranjas eran un prodigio, un fenómeno o un milagro y lo comparaba con el milagro que se celebraba en Hanukkah.

 Águeda se ponía muy contenta en diciembre preparando esta fiesta. Sentía que en ese momento era más feliz que el resto del año. Era una festividad que sus hijos adoraban, estaba pensada para los pequeños de la casa, que recibían un pequeño agasajo cada día, después del encendido de las velas. Águeda se empeñaba en que todos sintieran que era una época especial, compartiendo buenos momentos, entorno al candelabro encendido.  Ella colocaba, en el alfeizar de la ventana, la hanukkiah y después todos se apiñaban muy juntitos a la mesa, comiendo las exquisitas croquetas de cebolla y patata, el pollo a la cazuela y de postre las rosquillas, de la caja de lata, que a todos gustaba picotear. Los más pequeños jugaban al dreidel y convencían al resto para que se unieran a lanzar la peonza y ganar como recompensa unas farraspas de chocolate que su madre les daba excepcionalmente en esa ocasión. Mi bisabuela sentía, por Hanukkah, una especie de ansiedad positiva; una felicidad desmesurada y esas sensaciones las tenía estando al cobijo del calor del brasero y de los olores que desprendía la cocina económica de carbón. Estaba convencida que esas candelas de aceite, que encendían cada noche, y que compraba en el convento de las Clarisas, protegían sus vidas los ocho días que duraba la festividad. Águeda se gastaba los pocos ahorros que iba apañando mes a mes para comprar las pocas viandas, de esa cena conmemorativa, que hacía lentamente en la olla de barro y que sus hijos rebañaban hasta la última gota de salsa pegada en ella.

Ilai, suspiraba por la estrechez y pobreza que pasaban en aquella casa. Demasiadas bocas que sacar adelante, y poco sueldo de la herrería de su padre. Con voz quejosa siempre acababa sus historias con un –¡Ay cuánta hambre pasábamos! Sin embargo, sus ojos le brillaban añorando el bienestar de aquella fiesta. No se consideraba desgraciado o infeliz, muy al contrario, sus valores eran de total agradecimiento por la familia que había tenido.

Su madre cada año encarga en el colmado, que había al doblar la esquina de la calle, ocho naranjas, una por cada hijo. −Habían sido 9 hermanos, pero la pequeña Orel no había sobrevivido al tifus y antes de Pesaj, con 7 años recién cumplidos, les había dejado para siempre−. A mediados de noviembre Águeda, encargaba las naranjas a la señora Sabina. Solían llegar a cuenta gotas a partir de octubre y ella le iba seleccionando de una en una o de dos en dos, de la cesta que el almacenista le traía cada 15 días. Mi bisabuela quería tenerlas para una fecha muy concreta de diciembre. Por eso Águeda pactaba el día exacto con la tendera, la recogida de su mercancía, y así no tener problemas la mañana del primer día de Hanukkah. Águeda entraba nerviosa en la tienda y sólo le bastaba un gesto para que la señora Sabina fuera de inmediato al almacén situado detrás del mostrador, a por su encargo. Traía las naranjas en una caja de madera, −donde se guardaban las sardinas escabechadas−cada una de ellas estaba envuelta en papel cebolla blanco con logotipo de color anaranjado que revelaba el sello del productor alicantino. La caja estaba cubierta por unos hilos entrelazados de virutas blanquecinas que hacían la función de conservante y además estaban protegidas por una tapa circular que las aislaba de la luz. Con la caja en el mostrador, mi bisabuela destapaba todo el envoltorio para comprobar el estado del género y su sonrisa le indica a la dueña del ultramarinos, su agradecimiento y orgullo por conseguirlas un año más. También compraba unas onzas de chocolate para cortarlas en pequeños terrones y usarlos como ganancia del dreidel. Mi abuelo contaba que Águeda era mucho de rituales, le gustaba recrearse en ese momento mágico de tener en sus manos un tesoro –las ocho naranjas- que, según él, estaba valorado en dos reales.

Ya en casa, guardaba la caja en el aparador de la despensa, un lugar bastante fresco, preservado de la humedad y la cubría, a mayores, con un trapo limpio de cocina, para que la pulpa no sufriera los efectos de cualquier resquicio de luz y malograra la fruta. Casi cuando empezaba a oscurecer, cogía una naranja de ese cesto improvisado –No dejaba de ser una caja de sardinas−y sentada al calor del hornillo, la pelaba cuidadosamente con la navaja de las patatas. Casi no quería tocarla, era para ella un objeto emocional casi rozando lo espiritual. La acidez de su piel primero le roció la cara y después sintió el dulzor de su jugo en los labios y esa sensación agridulce le hizo salivar. Con sus dedos desgajó delicadamente la naranja; tenía 8 gajos, como lo eran sus hijos, ocho. Fue colocando el fruto, uno a uno en el paño de lino que había bordado meses antes para estrenarlo el día de la celebración. Luego tomó las cuatro puntas del trapo, las unió en el centro, hizo un pequeño nudo y se lo guardó en uno de los bolsillos del mandil. Cuando llegó la hora de encender la primera vela del candelabro, le dio la shamash a su hija mayor y con ella, Débora encendió la primera candela de Hanukkah. En silencio, quedaron hipnotizados por la luz del pequeño cirio, hasta que Águeda llevó la hanukkiah a la repisa de la ventana bisbiseando una oración; mientras se iba consumiendo su luz, sacó del bolsillo del delantal, el pequeño muñón de paño; lo extendió en la mesa y le dio a cada uno de sus hijos el gajo de naranja que cuidadosamente había desmembrado de ese fruto tan preciado. Hacía el mismo ritual los días sucesivos hasta completar los ocho días de la festividad. Curiosamente, igual que el milagro de Hanukkah, mi bisabuela encontraba ocho gajos en cada una de las naranjas que pelaba cada día. Ilai se refería a ese momento como el milagro de Águeda.

Era una bonita y entrañable historia de Hannukah, que mi abuelo me contaba todos los años. A veces, le añadía algún matiz que la hacía más inverosímil, pero no por ello menos atractiva. Me la sabía de memoria y aunque desde pequeña le cuestionaba que el mismo número de gajos en las naranjas de su madre era un poco raro y casi imposible creer, sin embargo, me gustaba escuchar esa historia que envolvía el portentoso misterio de mi bisabuela. Ilai siempre repetía lo mismo: −las que Águeda compraba en el colmado de la señora Sabina, sí los tenía. Él decía que se trataba de un milagro y no se podía explicar cómo sucedía tal cosa. Así que cada vez que nos felicitábamos por Hanukkah, cuando era niña, acabábamos diciendo al unísono y como felicitación familiar: −Las de ella si los tenía y después ya pronunciábamos la tradicional –Un gran milagro ocurrió allí recordando el milagro de la Menorah del templo de Jerusalén.

−Señora, ¡oiga! Hola, ¿se encuentra bien? ¿quiere que le pese la bolsa?

Alguien me tocó el hombro y automáticamente me disculpé − ¡Ay perdón!, estaba pensando en qué más llevar y se me “ha ido la cabeza”. Era una disculpa para no parecer ridícula. Me había quedado embobada pensando en mi abuelo Ilai y había perdido toda noción de la realidad de donde estaba.

Le pregunté a la frutera del súper si las Naranjas chocolate, que acababa de coger eran una variedad nueva de naranjas, una especie de fruta transgénica de última generación. Me miró con cara escéptica y me dijo: −Ni idea. Ya las tuvimos el año pasado. La encargada dice que son más dulces. Para mí son feas y poco atractivas. No sé más. ¿Se las peso? –Sí, por favor, quiero probarlas a ver a qué saben.

Nathan me dijo que estaría en casa al oscurecer. Nos gustaba el ritual de encender la hanukkiah juntos. No teníamos hijos, lo habíamos pospuesto en varias ocasiones y ahora ya era tarde para intentarlo. –Mira lo que he traído para celebrarlo. Al ver las naranjas puso cara rara; enseguida las relacionó con la historia de Ilai y entendió que como Águeda las íbamos a pelar en su honor para comenzar la celebración de Hanukkah. Le di la razón a Nathan; eran un poco feas, pero en temas de alimentación hay que estar abiertos de mente, −quién sabe que llegaremos a comer. Le dije.

Imaginé a mi bisabuela pelando la naranja y a Ilai esperando su gajo. Pelé lentamente mi Naranja chocolate; lo hice con espiritualidad, como me imaginaba que ella lo había hecho. Gesticulando con mis manos sutilmente, deseché la pulpa hasta llegar al fruto. Fui separando los gajos unos de otros y los conté, como si se tratara de un prodigio natural por descubrir. Uno, dos, tres…Los levantaba sobre mi cabeza y los dejaba reposar suavemente sobre un paño de lino, lo mismo que hizo Águeda con los suyos. Nathan miraba sorprendido la representación que estaba haciendo; sonreía siguiendo la ceremonia, aunque él peló la suya de manera habitual, sin tanto miramiento y teatralidad como lo había hecho yo. Ambos observamos que el color de los gajos era el normal, el de siempre, el usual de una naranja. No tenía toques amarronados o terrosos que es lo que se esperaría de esta nueva especie y que definirían su novedoso nombre de pila.  Cuando acabé de colocar los gajos en el paño, los conté varias veces por si estuviera equivocada porque se trataba de ocho pedazos y me di cuenta que Nathan repetía la misma operación que yo; con su dedo índice contaba una y otra vez los gajos. Con un grito histérico dije en voz alta –OCHO. Y Nathan tan asombrado e impactado como yo repitió –Ocho también, ¿cómo puede ser? Vaya casualidad, no me lo puedo creer. ¿Qué está pasando? Y respondí: él espíritu de Águeda, el milagro de sus ocho naranjas.

A manera de oración y felicitación, de Hanukkah, y recordando las palabras de Ilai sobre las naranjas de Águeda, a los dos nos salió decir: −LAS DE ELLA SÍ LOS TENÍA como las nuestras también. Parecía que la historia se repetía y que esas dos naranjas de nombre Chocolate se habían cruzado en nuestro camino para recordar a mi abuelo Ilai y los ocho gajos de las naranjas de la bisabuela Águeda.

25 Kislev 5785

 


sábado, 23 de noviembre de 2024

FRANQUEAR EN ORIGEN





Una denuncia poco común

A Josefina

Me agarré a su mano para quitarme el miedo o quizás fue... para sentirme a su lado y apoyarla. Me temblaron las piernas delante de aquel hombre que según el cartel de la entrada a su despacho ponía que era juez y además se apellidaba “Sabio”. No entendía bien las palabras de reproche que salían de su boca; estaba realmente enfadado con ella. Con su dedo índice la señalaba, informándole de lo que había hecho. Estaba tan sorprendida como yo de verse delante de esa persona. Con voz entrecortada y tenue, ella trató de explicarse y se disculpó por lo ocurrido. Él le hablaba muy alto de manera prepotente. Ella hablaba bajo de manera más humilde. Por lo poco que pude entender de todo ese jaleo verbal, la infracción no era para tanto; aunque para aquel señor, calvo y rollizo, de manos gruesas, tripa abultada, de voz grave y ahuecada, vestido con traje y túnica oscura, sí se lo parecía.

Yo estaba con ella en su casa, porque así lo había decidido mi madre, bueno en realidad también lo había decidido mi abuela, que a veces, parecía mi verdadera madre y que lo fue por un tiempo bastante largo, hasta que mis padres decidieron volver de una emigración poco exitosa. En ese momento de mi vida, las dos decidían cosas por mí y a mí no me quedaba más remedio que obedecerlas a las dos. Cuando no pensaban lo mismo o no estaban de acuerdo con respecto a lo que yo debería hacer o no hacer, ir o venir, marchar o quedarme; era mejor desaparecer de su vista, esconderse y pasar inadvertida, para que todas sus energías, puestas en la lucha, se fueran resolviendo y su contienda se diluyeran, como lo hacía un azucarillo entrando en contacto con el agua recién hervida del café. En esos momentos de tiranteces propios de madre e hija, el caos se hacía patente y yo no sabía nunca qué hacer; trataba de obedecer a las dos, pero siempre una de ellas sentía como si mi cariño mermara sus niveles de tierno apego y sintiera que ese estrépito de puja estaba perdido. Por el contrario, cuando estaban de acuerdo en la toma de decisiones todo iba bien y la felicidad fluía por su estima sintiéndose cada una de ellas como un perfecto sistema acompasado de engranajes donde ambas se sentían dueñas de la razón. Tengo que decir que los hombres de mi familia, “cuando venían mal dadas”, por sus discrepancias, no pintaban nada. Su opinión caía en saco roto, así que habían aprendido que lo mejor era estar callados. La mayoría de las veces se levantaban del sofá y convertían ese momento en el más productivo de su jornada laboral.

Cuando la sobrina de mi abuela venía a vernos mi estado anímico mudaba del aburrimiento a la diversión. Admiraba a Raquelín, me sacaba unos 14 años. Yo, ilusa de mí, me creía de su edad, siendo todavía una niña, cuando ella ya estaba más allá de la adolescencia. Era obvio que ella no podía ponerse a la par de mi edad. Una cosa teníamos las dos muy claro, nos entendíamos muy bien y por eso me era fácil creerme tan mayor como ella.

Supongo que a Raquelín le gustaba visitar a su prima, mi madre, cuando eran las fiestas estivales porque había cosas más interesantes que ver y hacer, que estando en el pueblo todos los días del verano, antes de volver a la facultad y de nuevo ponerse a estudiar.

Creo que a Raquelín le hacía gracia mi manera de ser tan parlanchina y animada, −tan echada para adelante, tan risueña y divertida. Sorprendentemente ella era la única de mi familia que me hacía caso, reía mis gracias y yo me lo pasaba en grande con ella. Lo mejor de todo cuando venía, era que tanto su tía como su prima se tranquilizaban conmigo y me dejaban una semana en paz. Adopté a Raquelín como “mi prima carnal”, aunque lo que realmente me hubiera gustado, al ser hija única, es que fuera “mi hermana mayor”. Yo sólo tenía dos primos varones por la otra parte de la familia, a los que veía muy pocas veces y cuando lo hacía no nos hacíamos mucho caso; vamos que no me interesaban en absoluto, −eran unos botarates. Sentía que mi vida era muy tediosa y poco interesante. Estaba siempre entre adultos y tenía necesidad de alguien como ella que me conectara con los de su edad; que eran menos adultos que con los que estaba yo a diario, que no hacían otra cosa que sobreprotegerme, vetando todas mis ocurrencias y haciéndome creer que sufría de ataques de rebeldía, por desobedecer sus mandatos. Así que ella se convirtió en una prima y una hermana a la vez. Nunca le dije nada de esto porque era una creencia muy personal mía. Ahora que lo pienso bien, la diferencia de edad desde su perspectiva se debía notar muchísimo y estoy convencida que le espantaba todos los ligues posibles en el baile de la tarde, que era al único que me dejaban ir a mí, y para eso porque iba con ella. Es posible que yo fuera sólo un pequeño daño colateral y no le quedaba otra que, si quería venir a las fiestas de Juntiel, tenía que cargar conmigo, pero sinceramente no recuerdo un mal gesto, un reproche o una sensación de fastidio cuando estaba conmigo. 

Raquelín era la prima de mi madre, pero ésta, generacionalmente le era lejana y era la sobrina de mi abuela, que obviamente, le quedaba mucho más lejana en el tiempo. A las tres nos agradaba su presencia y cada año, la última semana de agosto, la esperábamos en la parada del coche de línea, para pasar unos días de fiesta con toda la familia. A mí me fascinaba cuando la veía llegar. Vestía con falda muy corta plisada en varios tonos, con camiseta blanca y zapatillas de lona verdes. Mi madre decía que era muy moderna, en oposición a ella que no lo era y mi abuela siempre rezongaba que le faltaban unos cuantos centímetros al bajo de su falda. Por eso quería ser como ella, así, diferente a lo que yo veía de las costumbres de mi madre y abuela. Me bastaba una semana para aprender de ella e imitar su manera de ser.

Un año, a principios de agosto les pedí a “mis madres”, porque así las llamaba yo, que me dejarán ir a ver a Raquelín, coger el autobús o el tren y aparecer en su pueblo. Pasar unos días con ella, sólo un fin de semana, cosa de poco, al fin y al cabo, había cumplido 12 años y podía ir sola. Mi petición fue todo un esfuerzo de insistencia, súplica, ruego y plegaria. Empleé varios días y demasiadas horas intentando obstinadamente convencerlas y persuadirlas de que nada me iba a pasar por viajar sola y estar unos días con ella. La llamaron varias veces por teléfono para ver qué le parecía e incluso involucraron a su padre para que también diera su opinión −su madre hacía tiempo que había fallecido, en esa casa ya sólo estaban ellos dos−.  Para ellas siempre había un “pero” en la organización de mi excursión. Así que fui extremadamente pesada hasta que por agotamiento mi madre claudicó y mi abuela subió y bajó la cabeza en señal de rendición.

En el pueblo de Raquelín, que era el mismo que el de mi abuela, no ocurría nada en especial. Las costumbres de cada día del rural, el hacer de los vecinos y sus conversaciones en la época estival. Lo sorprendente era ella y la libertad que tenía allí y como consecuencia esa misma libertad la tenía yo. No había órdenes, ni reproches, ni recriminaciones por lo que no había ni regañinas ni amonestaciones diarias; aunque sí había normas y reglas, pero de la manera en que una joven de 26 años podía imponerlas.

Cuando volvimos del río, su padre estaba despidiéndose del cartero. Éste no venía todos los días al pueblo, sólo lo hacía cuando juntaba un número considerable de cartas y veía conveniente repartirlas antes de que se le extraviara alguna. Primero echaba la correspondencia en los buzones institucionales, que sólo había dos: el de la pedanía y el del dispensario médico. Lo normal allí, es que tirara las cartas en el portal de cada casa, o si era algo urgente llamaba directamente a la puerta pregonando que había un telegrama o un certificado. Así lo había hecho en esta ocasión. El padre de Raquelín, el tío de mi madre, que era el cuñado de mi abuela, o sea, el señor Tomás, firmó la recepción de la carta certificada que venía a nombre de su hija. Procedía del juzgado de Lagaña. Cuando oyó nuestras risas, por la estrecha calle que daba a la casa, vino a nuestro encuentro y con voz titubeante y actitud inquieta y nerviosa dijo: −Esto te ha llegado para ti del juzgado.

A mi prima le cambió la expresión de la cara, no sabía qué podía haber hecho para recibir algo de un juzgado. Rasgando el sobre ansiosamente, desplegó el folio blanco con letras negras y leyó el requerimiento. Mi tío abuelo y yo, con incertidumbre, esperamos que ella nos explicara el contenido de la carta. Un poco exaltada nos dijo: −Tengo que presentarme en el juzgado en los cinco días siguientes a la recepción de esta carta. Con un hilo de voz casi imperceptible añadió: −He debido cometer una imprudencia que no recuerdo ni soy consciente de haber hecho nada malo.

Esa noche no dormimos bien, las horas pasaban lentamente y se me hizo muy larga la espera hasta que amaneció. Varias veces intenté consolarla de una inquietud que no se sabía bien cuál era su culpabilidad; poco podía hacer para calmar sus temores y mucho menos ayudarla a resolver algo que ni ella tenía muy claro de qué se trataba. Yo estaba tan asustada como Raquelín.

La acompañé al juzgado, nos llevó un taxi hasta la misma puerta. En los 25 minutos que duró el trayecto fuimos calladas. No nos salía decir nada. Al entrar en el juzgado y presentarse con la carta, el oficial que la atendió, no fue agradable con ella. Le hizo sentirse incómoda como si él supiera ya el veredicto y le hubieran puesto ya una condena por lo cometido.

Yo tenía un nudo en el estómago por si a ella le pasaba algo, estaba enojada y molesta con esa situación que no entendía bien. Estuvimos una hora esperando en una sala inhóspita, mal decorada, y en la que había seis sillas de aspecto siniestro. Raquelín no paraba quieta y se levantaba o se sentaba cada cinco minutos. Le sudaban las manos, su mirada estaba ausente y se le notaba la preocupación en la cara. Desde la recepción alguien la llamó por su nombre; salimos de la sala y nos hicieron pasar a un despacho situado al fondo del local. A la izquierda de la puerta había un letrero con letras grandes en negro que ponía “Don Aparicio Sabio Alcolea, juez de primera instancia”.

El señor juez nos mandó sentarnos, aquí las sillas eran más cómodas y elegantes, estaban tapizadas en terciopelo rojo; frente a ellas, había una mesa grande de madera oscura llena de carpetas y papeles y al final de ésta, una butaca, con el mismo tapizado, ocupada por él.

 Me impresionó ver a aquel hombre robusto y corpulento de cara seria, vestido con túnica negra y traje chaqueta a la vez. Antes de hablar carraspeó y dirigiéndose a mi prima, le preguntó: −Es usted Raquel Parapar Velde. Ella tímidamente respondió con un sí escueto. −Tengo una denuncia contra usted del servicio postal “Sociedad Anónima Estatal de Correos y Telégrafos de España”. Se le acusa de… Dijo una retahíla de cosas que me parecieron raras y después de su largo monólogo, le informó de cuál había sido la infracción.

Yo nunca había oído hablar de ese delito. No me parecía para tanto y creo que a Raquelín tampoco; es más, respiró aliviada al oír que lo que había hecho no era algo tan grave. Con los músculos de su cara ya relajados, intentó pedir disculpas por su ignorancia, pero cuanto más lo hacía, menos la creía él. Incluso el juez llegó a pensar que se estaba burlando de él por haber hecho tal engaño, por lo que levantó su voz autoritariamente y enmudeció, las explicaciones argumentativas de Raquelín. Estuve allí muy callada sin hacer ruido. Observaba la situación con un poco de pesadumbre. Quería irme cuanto antes de allí, ahora que ya sabíamos de qué se trataba. Aquel señor me daba miedo. Decidí cogerme de la mano de mi prima, para calmar mi angustia y tal vez para decirle que ahí estaba yo con ella. Volvió a intentar explicarse, no sé de dónde sacó la fuerza para continuar con la aclaración; aquel hombre no la dejó continuar y ambas salimos de su despacho con la sensación que ella había cometido un saqueo a toda una institución.

Antes de salir del juzgado, le dieron instrucciones para abonar una multa y subsanar la infracción ocasionada a la institución estatal de Correos y Telégrafos.

 No recuerdo el dinero que tuvo que pagar por la tropelía. Lo que sí es que la culpabilizaron de algo sin mucha importancia. La imputaron como a una defraudadora, por haber reutilizado dos sellos postales, usados previamente, para enviar un sobre con destino Madrid. Hacía unas semanas que había preparado la solicitud de matrícula de su 5º año de licenciatura en Ciencias. Todo ese papeleo lo metió en un sobre grande y después buscó en el cajón de la alacena de la cocina, donde sabía, que el Sr. Tomás guardaba sellos. Pero esos sellos eran usados y su padre los guardaba allí, esperando ser clasificados en uno de los álbumes de su colección. Raquelín, sin fijarse mucho en ellos, eligió dos que le parecieron cubrir el importe del envío. No se percató que tenían los típicos círculos y rallas negras de haber sido estampados con el cuño de registro de salida/entrada, en las oficinas de correos. Pudo ser posible que la tinta de los sellos elegidos fuera imperceptible y no viera las marcas. Ese había sido todo su delito. Ese despiste le había costado un buen susto, una buena ración de recriminación y una pizca de humillación y vergüenza.

Cuando volví a mi casa, no conté nada de lo ocurrido, por si mi madre o mi abuela no me dejaban volver al año siguiente con Raquelín. Con ellas siempre se podía liar la historia del juez y el juzgado. Al fin y al cabo, todo se había resuelto sin incidencias y ella no era ninguna infractora nacional como se le había hecho creer. Un despiste lo tiene cualquiera.

Dos semanas después, las tres, la estábamos esperando en la estación. Siempre que ella nos visitaba, daban comienzo las fiestas de Juntiel.

 


lunes, 7 de octubre de 2024

SENGLEA





Una Sirena boreal

Estaba decidida a hacer ese viaje sola, a pesar de todas las trabas y consejos familiares, para que desistiera del intento de hacerlo. Después de comprobar que mi estado anímico, por lo sucedido, no era realmente bueno, no estaba equilibrado y las ganas de llorar eran habituales a lo largo del día, me convencí que no había mejor ocasión que ésta para hacerlo…

 

La vi en la cola de entrada al barco. El día era luminoso y se esperaba una temperatura de 36 grados; ideal para embarcarse en un catamarán hacia una de las islas del archipiélago maltés. Llevaba un vestido estampado de tonos azules; el dobladillo quedaba en lo más alto de su pantorrilla, la minifalda no era tan llamativa como lo eran las del grupito de treinta añeras que estaban situadas unos metros por detrás de mí y que no dejaban de reír, levantando el tono de voz por encima de lo correctamente permitido. Ella, −la joven de la cola, la que estaba la primera en la fila, la solitaria, la que escondía sus ojos y su pelo bajo una gorra color crema−, la llamaré Senglea, le pegaba el nombre con esas tres sílabas tan sonoras, que nombraban también una de las tres ciudades de Malta.

No la consideraría alta, tampoco baja, pero sí una mujer grande. Por su color de piel y por la manera de vestir, podría ser de una altitud muy diferente a la mía. No la quería hacer de ningún sitio en particular; me gustó la idea de imaginarla de una zona del norte europeo, donde el frío esconde la piel entre plumíferos y algodones, un paisaje ajeno a lo que yo estaba acostumbrada a ver.

 Debió llegar muy pronto al punto donde habíamos sido convocados los turistas de ese día de mediados de julio. Nosotros llegamos 45 minutos antes de la hora pactada, en previsión de cualquier imprevisto que nos hiciera llegar tarde y ante el agobio de que eso ocurriera, decidimos que el taxista que nos iba a recoger en el hotel, viniera mucho antes de lo habitual. Esa mañana yo estaba muy nerviosa, los barcos, antes de subir a ellos, ya me marean. No son mi medio y en un catamarán como el que iba a tomar, la respuesta de mi cuerpo era incierto, posiblemente se volviera inestable y casi con seguridad iba a perder el equilibrio. No exageraba cuando pensé que antes de tomar asiento, ya me creía morir. Ben por sorpresa había comprado dos pasajes para pasar el día bronceados por el mar Mediterráneo y bañados por las aguas azul turquesa de la isla diminuta de Comino. Era un día prometedor. Yo quería que pasara rápido, el temor a un mareo permanente me agobiaba por las molestias ocasionadas a todos los que iban a estar a mi alrededor. Quería ya verme en el atardecer, en tierra firme; con todas mis fotos hechas, con todos los recuerdos metidos en mi cámara y relajarme en el bullicio de las calles de la ciudad.

Cuando llegamos, delante del catamarán, ella ya estaba allí. Hicimos un gesto como queriendo saludar; balbuceamos unas palabras como si entre los tres corroboráramos que ese era el lugar indicado para la excursión; el punto de encuentro de los que íbamos a pasar un largo día sorteando la brisa marina, contemplando el cielo luminoso y probando las cálidas aguas de ese mar tan azul.

Cuando faltaban unos diez minutos para salir, la cola de espera era ya considerable, había mucho jaleo y muchas ganas de que empezara la diversión. Ella parecía no tener interés en toda esa fiesta efervescente. Escuchaba algo en sus auriculares, mientras unas imágenes se movían por la pantalla de su móvil. Con la mano izquierda se agarraba a la soga gruesa de color blanco que cerraba el acceso a la nave, no se fijaba en nadie, nos daba la espalda a todos y miraba al frente; sólo estaba atenta a la orden de entrada. Esa posición corporal la hacía sentirse segura de sí misma y lo que estaba ocurriendo detrás de ella le era totalmente indiferente.

Algunos jóvenes que se situaban por detrás de Ben y de mí, empezaron a tararear con los brazos en alto la canción que sonaba a lo lejos, en lo que parecía una discoteca en la avenida del puerto; supongo aún no había cerrado sus puertas prolongando la fiesta hasta más allá del amanecer. Todos los jóvenes, menos Senglea y nosotros, se pusieron a cantar a Karol G. Fue en ese momento cuando me di cuenta que nos habíamos equivocado de excursión y que la jornada del catamarán estaba pensada para todos los que estaban en esa cola menos nosotros y tal vez ella. Éramos una pareja de sexagenarios con un alto nivel intelectual como para ponernos a bailar “Si antes te hubiera conocido”; posiblemente éramos de los pocos que entendíamos la letra de la canción. Ben y yo estábamos como perdidos; intentamos conectar con el resto, pero no nos veíamos con los brazos en alto, a esa hora de la mañana, moviendo nuestro cuerpo a ritmo de reguetón.

Se me hizo un poco larga la espera, el sol empezaba a quemar nuestra piel y para amortiguar la demora, me centré en Senglea − ¿Por qué estaría ella sola aquí?

Ben me abrazó cariñosamente, volviéndome a las circunstancias de la fila del puerto. Queríamos que retiraran la soga blanca de entrada de una vez y que ese día tan diferente que íbamos a tener por delante empezara cuanto antes. Sólo había que subir al barco, tomar asiento, contemplar esas vistas y disfrutar de la bonanza de un pasaje tan singular.

El catamarán no estaba pensado para tipos como nosotros. No había asientos. Las dos cubiertas de los cascos de la embarcación estaban revestidas, íntegramente con colchonetas colocadas en hilera, sin dejar espacio para pasar de unas a otras, más que pisoteándolas. Miré a mi alrededor, alcé la vista a la parte superior buscando un banco, una hamaca, una silla donde poder ocuparlo, pero allí sólo había colchonetas. Supe que la cosa no iba a ir bien para mí y pensé que los que promocionaban este tipo de excursión no tenían en mente a gente como nosotros.

Lo tenía muy claro −no me iba a tirar en esas esterillas ligeras tantas horas, ni siquiera un minuto. Si lo hubiera hecho, mi estómago se hubiera dado la vuelta al primer giro de timón y el desayuno continental hubiera salido en forma de papilla asquerosa. Y eso no me lo podía permitir nada más empezar la excursión.

En la proa, y hacia la derecha había un pequeño escalón que conectaba la diminuta escalerilla de la parte superior con la parte intermedia y la parte baja, donde había una amplia barrara de pub, preparada para todo el festival de 10 horas que íbamos a pasar. Fue ahí, en ese escalón de paso donde le dije a Ben, −aquí nos quedamos; sin colchoneta, sin estar tumbados o sentados en algo tan ligero como ese material tan endeble y movedizo. Quería tener mi cuerpo en vertical, con los pies tocando algo sólido, algo que me aferrara a la tierra y no perder el equilibrio, nada más comenzar la aventura de navegar.

A golpe de vista busqué a Senglea, para pensar en algo diferente que me evadiera de un posible mareo. La vi relajada; había tomado posesión de su colchoneta. Se encontraba sentada con las piernas entrelazadas, con los ojos cerrados, su cabeza estaba girada unos 180 grados, los necesarios para sentir el sol en su cara. Al verla así, pensé que ese −Podía ser su momento, el que tanto había deseado, ese que algo te dice por dentro, que lo has conseguido, aunque lo hayas hecho sola. Claro que, todo eran imaginaciones mías.

Eligió sitio en la parte delantera a babor; su lona, como la de otras 4 chicas que venían en grupo, estaba apoyada sobre unas sogas gruesas de color negro, que se entrelazan dibujando rombos entre los dos cascos del catamarán. Ella estaba justo al lado del mástil que sujetaba una bandera del registro reglamentario de la embarcación. Impresionaba como las olas chocaban con fuerza sobre esa parte donde estaban las colchonetas soportadas por la malla negra; incluso el ruido de la presión del agua entrando entre los dos vasos del bajel me sobrecogía un poco. Sin embargo, el frescor del aire que se generaba por el oleaje, después de haber pasado tanto calor, me resultaba gratificante y me relajaba en la travesía.  Me agarré a Ben y me dejé llevar por esa brisa fresca que proporcionaba la velocidad de crucero en la que se había puesto este navío tan particular.

 No quería mirarla, pero mis ojos, escondidos entre las lentes marrones de mis gafas no hacían otro movimiento que dirigirse diagonalmente hacia donde ella estaba. Probablemente imagine una vida que no tenía. Me resultaba fácil recrearla, posiblemente proyectaba en ella la mía, pero en una zona desconocida de Europa.

Una vez que se instaló y colocó todas sus cosas sin salir del cuadrilátero de su espacio, se quitó los cascos, dejó su gorra entre sus piernas, y sin quitarse el vestido, desató el lazo que envolvía su pelo caoba en un muñón abultado y una melena abundante le cubrió toda la espalda. Al ver su cara, se hizo más evidente su procedencia. Parecía una Sirena Boreal del mismísimo ártico, a punto de lanzarse al mar.

Había ideado este viaje con Ikhor, desde enero, deseaba que julio llegara cuanto antes. El frío del invierno que siempre me había agradado, en esta ocasión me molestaba y los días parecían pasar demasiado lentos. Los ensayos en el laboratorio se me hacían aburridos. Mi trabajo ya no me era gratificante. Lo que había sido una gran ilusión cuando me contrataron, ahora se me hacía tedioso, cargante y lo que era peor, soporífero. Lo único que me ilusionaba era estar con Ikhor, y que nos fuera bien juntos.

Sólo quería llegar a casa y organizar el viaje. Mi obsesión por tenerlo todo controlado me hacía perder mucho tiempo, pero me calmaba mi ansiedad laboral y ansiar el momento de irnos. Esa tarde, le pedí a mi jefa salir antes, no me encontraba del todo bien, el dolor de ovarios me estaba dejando doblada y no era plan de estar en esas condiciones entre las probetas y los especímenes del laboratorio. Llegué a casa dos horas antes de lo habitual e Ikhor se lo estaba pasando de maravilla con Hedda, una sueca que él me había presentado días antes. Los dos eran los nuevos becarios del departamento de bioquímica. Al parecer no sólo se entendían bien en lo profesional, sino que se habían dado cuenta que se atraían físicamente mucho antes de lo que yo me hubiera imaginado. 

Ese día fue una “mierda” sentí como me rompía por dentro, no sólo, por el dolor de ovarios que tenía, sino porque me sentí humillada, rechazada y sobre todo engañada. Él había roto nuestro compromiso de un plumazo, sin pensar en las consecuencias y mucho menos en mis sentimientos, incluso sin reflexionar por lo que realmente sentía hacia mí. En ese momento, NADA.

Al entrar en casa noté que Indecisión estaba un poco alterado, se entremetió tímidamente, entre mis piernas y me avisó a su manera, de que algo raro estaba ocurriendo allí. Rápidamente se marchó a buen paso hacia su guarida, como no queriendo saber nada de la bronca que iba a haber. Era nuestra mascota, y lo considerábamos como uno más de nosotros.

Un día Ikhor sacó de su amplio bolsillo del plumífero un gatito peludo, tan bonito, que fue difícil decirle que se lo llevara a otra parte, a pesar de que yo, a los de su raza, les tenía miedo. Siempre he sido más de perros. Era un cachorro precioso. Como no sabíamos cómo llamarlo y después de varios días sin nombrarlo, yo misma me di cuenta que su nombre estaba en nuestra propia vacilación. −Tiene escrito su nombre en la frente. Lo llamaremos Indecisión. Y a los dos nos gustó mucho mi ocurrencia, después de tanto titubeo. Llevaba con nosotros ya tres años, estábamos acostumbrados a sus manías, como él a las nuestras.

Fue tan radical nuestra separación que no quise saber más de Ikhor, si algo odio es la infidelidad y ésta había sido descarada. Mi primera reacción fue deshacerme de los billetes de avión hacia Blue Lagoon. Llena de ira, entré en la aplicación de la aerolínea y de un golpe de tecla, anulé su pasaje. El mío, antes de hacerlo, decidí pensarlo mejor. Después de pasar la rabia por su insidia, pensé que para recuperarme de su asquerosa infidelidad sería bueno hacer los 3500 km que me separaban de este ocaso tormentoso y deprimente lugar y disfrutar, aunque sola, del sol de un Mediterráneo atractivo y en mi caso curativo.

Senglea se recostó boca abajo, miró su móvil, tecleó en él lo que parecía un mensaje y miró al frente, con una sonrisa de excitación. El catamarán ya había enfilado hacia la bahía de Comino. Me levanté a por un vaso de agua y sentí como mi cabeza levitaba mareándose sin poder casi apoyar mis pies en terreno firme. Cuando regresé a mi rincón, −el escalón falso entre los dos niveles−, un camarero estaba repartiendo bocadillos. Cogí uno vegetal, me vendría bien para asentar el estómago. Sin dejar de mirar al frente donde la vista, no sólo abarcaba ese mar de aguas cálidas, sino que también podía ver a Senglea como engullía el avituallamiento del mediodía; yo trataba, a duras penas, de engullir el mío y todo lo que entró en mi cuerpo, salió a la misma velocidad que tardé en tragar un bocado del tentempié. Sentí que la vida se me iba y una sensación de ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Escuché como los latidos del corazón amartillaban mi pecho y un desagradable hormigueo invadía mis extremidades. Traté de calmarme y distraerme mirando a la particular Nereida Septentrional. Me frotaba las manos insistentemente, para despertarlas, saltaba sobre mis pies adormecidos para sentir que eran los míos. Ben se asustó al ver mi cara, y yo me asusté al ver que la suya entraba en pánico a la velocidad que iba perdiendo mi equilibrio. Nunca me había visto en ese estado tan lamentable de no controlar lo que me estaba pasando. Luché con todas mis fuerzas para no caer redonda entre los que estaban tumbados justo delante de mis pies. Le dije a Ben que, si me desmayaba, me levantara las piernas, que las pusiera bien altas para que la circulación sanguínea volviera a su cauce; lo había hecho yo tantas veces con él, con su fobia a las agujas, que no le sería difícil reproducir lo que siempre había visto que le hacía yo. Conseguí vencer la batalla del vahído, pero sin despejar bien la estabilidad de mi cabeza.

Oí como el animador vociferaba a través de un altavoz, en la planta inferior, donde se encontraba el bar, cantina o pub del catamarán, que en breve estaríamos en la bahía “Blue Lagoon” para pasar un buen rato de baño, comer y disfrutar del paisaje. Era un poco cursi como lo anunciaba y traté de centrarme en lo ridículo de su lenguaje, sólo por no marearme y que sus palabras me distrajeran y sujetaran mi esófago y frenaran las ganas de vomitar. Tenía tal agobio que nada me calmaba, así que acabé tomando un sumial. Era mi fármaco milagro, estaba convencida que el betabloqueante me iba a sacar de esa situación tan estresante. A los quince minutos de la ingesta, ya era otra persona, mis latidos cardiacos eran acompasados y el nivel de ansiedad se había reducido considerablemente, asentando mi estómago y lo que era mejor ya no tenía ganas de devolver. Ben por fin respiró aliviado.

Mirando hacia la preciosa playa de Comino, Senglea se había quitado el vestido, el sol empezaba a quemar su piel por encima del diminuto biquini color magenta y azabache con tiras cruzadas a la espalda. Se echó un poco de crema sin mucho entusiasmo; comprobé como sus hombros pecosos, ya se habían quemado. Me hubiera gustado protegerla, decirle lo peligroso de esos rayos, pero yo no era nadie para ella, y menos para aconsejarle sobre que ponerse o no; además no tenía fuerzas ni para levantarme de mi asiento. El animador seguía dando instrucciones a través del altavoz, cuando la mayoría de los jóvenes estaban ya en el agua y no oían sus indicaciones. El muchacho grito: − ¡cuidado, hay medusas! Yo tampoco le di importancia a su advertencia.  El color del agua era tan claro y cristalino que iba ser difícil no verlas y fácil esquivarlas.

Ella fue de las primeras que se precipitó al mar por las diminutas escalerillas de la embarcación y fue la última en volver a subir al catamarán, una vez sonó el silbato que indicaba que era hora de regresar.

Bajé con cuidado los escalones metálicos que me llevaban directa al agua, pude nadar unos metros en dirección a la playa y regresé sobre mis brazadas porque me sentí insegura; me daba vueltas la cabeza y sólo faltaba que me picara una medusa. Ben estaba atento a mis movimientos y no quería que ningún esfuerzo extra me volviera a llevar a un estado como el que ya había pasado. Me hizo un gesto para que regresara a mi asiento; como me encontraba mejor preferí quedarme dentro del agua y reposar un poco, agarrada a uno de los mástiles de subida y refrescar así todo mi cuerpo. En la cubierta, con el barco parado, el calor era insoportable y esa temperatura tan elevada no me venía bien, no quería volver a recaer en una sensación que no podía soportar más.

Qué bien me estaba sintiendo aquí. Esta sensación de libertad nadando en este mar, en estas aguas turquesas, en medio del Mediterráneo. Durante estos 5 días, en estas islas había conseguido tener momentos felices estando sola y uno de esos era éste. No me había equivocado con el viaje. Este sitio era todo lo que necesitaba para volver a ser yo. No me importaba que mi piel se quemara, esa quemazón me anestesiaba en un estado de alegría inusitado que me hacía ver mi vida, sin Ikhor, sin sufrimiento, sin añoranza, sin echarlo de menos. Lo que significaba que ya lo estaba viendo como parte del pasado. Me dio pena tener que regresar al catamarán para movernos hacia la cara norte de Comino, estaba tan relajada en el agua que era un fastidio volver al calor de la colchoneta. Había pasado las mejores dos horas de mis vacaciones entre el agua y la playa de arena fina de esta diminuta isla inhabitada.

 Al subir al catamarán, un camarero estaba curando a varias personas con picaduras de medusa, les echaba amónico para que la hinchazón y el escozor se calmase. Oí comentar como les habían picado a bastantes personas; al parecer el cambio climático y la subida de temperatura del agua había hecho crecer exponencialmente la proliferación de este animal marino. Yo había tenido suerte, en mi camino de ida y vuelta al barco no había notado su presencia. Creo que estaba tan absorta con mis pensamientos que seguro ellas me habían dejado en paz.

Fui a la planta baja, a por agua. Allí estaban curando a la señora que tan mal lo había pasado en la travesía, −Nunca había visto a nadie marearse de esa manera− y me di cuenta que la pobre mujer no estaba disfrutando de todo esto. La vi tan pálida en ese momento, que me compadecí de ella por la mala suerte de sus urticarias en brazos y piernas. No sé cuántas medusas pudieron atacarla, pero estaba claro que con ella se habían divertido.

No sólo estaba la pérdida de equilibrio, ahora me habían picado un par de medusas. Fui el blanco perfecto de ellas, mientras estaba tranquilamente en el agua, agarrada a la cuerda flotante que sujetaba las escaleras. Ellas rompieron ese momento de calma y por sorpresa me picaron, succionando lo que necesitaban de mi piel. Una corriente eléctrica me sacó del éxtasis. Como pude, subí las escaleras y Ben me auxilió al primer chillido de dolor. El mismo que hacía de DJ y que nos había avisado del peligro de “los hidrozoos”, me puso unas compresas de amoniaco, para calmar la hinchazón. Ben las comprimió sobre la zona enrojecida para que dejaran de escocer. Mientras, el muchacho sofocado socorría a otros tantos que subían despavoridos por la escotilla con fuertes síntomas de sarpullido y erupción.

Continuamos el viaje para ver no sé qué cuevas de la cara norte de Comino. Se me estaban haciendo largas estas horas de ocio, no veía el momento de que el catamarán regresara a Sliema y sin embargo el ambiente era tan festivo y alegre para el resto que me hubiera gustado incluirme en el bailoteo, pero entre la comezón de mi piel y la inestabilidad que tenía, todo se me hacía cuesta arriba y solo quería llegar cuanto antes al hotel.

Tenía más de 50 mensajes en mi móvil, eché un vistazo por si alguno era importante. En mi entorno sabían que me estaba divirtiendo en las islas y la jefa del laboratorio no solía interrumpir unas vacaciones terapéuticas como las mías. Los de Ikhor, me solían hacer daño, y quería bloquearlo de mi lista, pero cuando lo iba a hacer, me paraba en seco y lo dejaba en contactos archivados. Vi que tenía 5 de él. Ésta vez quería que le devolviera el cuadro que había pintado su abuela y que me había regalado hacía unos años con tanto amor. Me había dicho: −Sólo tú sabes apreciar esto, por eso quiero que lo tengas tú para siempre. Mi abuela te adoraría. No tengo palabras para este cabrón, ni le voy a contestar. Ahora mismo lo bloqueo y elimino todas las conversaciones del “chat”.

Estaba tan contrariada por sus mensajes, que al oír que se organizaba una excursión a las cuevas en lancha rápida y luego unas millas sorteando las olas a “toda pastilla”, levanté la mano para comprar un billete. Esa subida de adrenalina era lo único que necesitaba para olvidarme del capullo de Ikhor.

En la cara norte de la isla el paisaje era más salvaje, no había playas y las cuevas se hacían paso por los acantilados. Nos ofrecieron visitarlas en unas lanchas rápidas, con unos motores que imponían. El atractivo de ellas estaba en que, al finalizar la visita por el interior de varias cuevas, sorteaban las olas cogiendo velocidad y esquivándolas como si se tratara de una atracción de feria. Sólo de imaginarme encima de esa lancha se me subían los pocos fluidos que tenía a la boca. Senglea levantó su mano para llamar la atención de quien vendía las entradas a ese tiovivo en medio del mar. Se cambió de embarcación, fue la primera del grupo en subir a la nueva cubierta. Se recogió su melena con una goma elástica negra. Se colocó un chaleco salvavidas y se sentó en el asiento delantero de la lancha. −Veo que le gusta lo de ser la primera en todo.

A la media hora de su partida, los que estábamos en el barco principal, vimos como el bote rápido enfilaba hacia donde nos encontrábamos y como se elevaba por encima de las olas, derrapando en medio de unas aguas que habían cogido oleaje por el viento que se había levantado. Su pelo era ahora una maraña de infinitos filamentos que envolvían su rostro por los exagerados vaivenes de la lancha. Al frenar en seco, la vi satisfecha. Su cara tenía una mueca de asombro, pasmo y perplejidad. Quedaba claro por su expresión que se lo había pasado en grande.

Lo de la lancha, había estado increíble, era pensado para mí, estaba como nueva. Me sentía fuerte, mi autoestima se elevaba por encima de mis expectativas. Estaba lista para regresar y enfrentarme a lo que tuviera que afrontar. No me apetecía bailar o cantar como lo hacían todos en la cubierta pisando las colchonetas. Vi a la mujer mayor sentada en el rincón donde había estado toda la travesía, reposaba su cabeza en el hombro del que la acompañaba, supongo su marido y como ella, yo también quería llegar lo antes posible y que atracará ya el barco, para pasar la noche que me quedaba en el hotel y tomar el vuelo temprano. Cuando vi los primeros edificios de la ciudad, recogí mis cosas y me puse cerca de la salida, me gusta ser la primera que entra o la que sale de los sitios y tengo la manía de sentarme siempre delante cuando tengo que tomar asiento dentro de un espacio. No sé por qué lo hago, la verdad, es una “neura” que tengo desde niña.

Otra vez Senglea estaba la primera en la cola de salida del catamarán y consiguió pasar la primera, la rampa de salida hacia la gran avenida que recorría el puerto. En el catamarán la mayoría de los jóvenes no tenía intención de irse tan pronto. Estaban en la planta baja bailando todas esas canciones que ya formaban parte de la colección de este verano. Ben me ayudó a bajar de la embarcación. Después de tantas horas esperando este momento mi emoción era enorme y tenía hasta ganas de llorar por haberlo conseguido. Busqué de inmediato a Senglea, miré a ambos lados de la avenida, pero la Ninfa Boreal había desaparecido. Como por la mañana, seguía sonando Karol G., esta vez yo misma tarareé la estrofa que me sabía de su canción. Podía hasta bailarla por lo feliz que estaba de que el viaje se hubiera acabado.

Me daba pena dejar la isla. Mi cámara estaba llena de recuerdos de esta semana y lo más probable es que no la visitáramos más, había tantos lugares que ver. Teníamos tantos viajes planificados que resultaría difícil estar aquí otra vez.

La terminal de salida estaba demasiado agobiante. Un exceso de pasajeros se movía por las puertas de embarque, según iban avisando los monitores. En medio de todo ese espacio, los acordes de un piano, amenizaba la espera o el retraso para embarcar. Unas niñas de corta edad se atrevieron a tocarlo y todos aplaudimos su interpretación. Ben supo que nuestro avión nos esperaba en la puerta 37B, había que recorrer un largo pasillo hasta llegar allí. Nos lo tomamos con calma porque teníamos tiempo para llegar al mostrador de embarque. Íbamos dejando puertas de un lado y de otro. Ben entró en el servicio y yo fui a comprar unas patatas fritas y un agua a un expendedor que estaba al lado de los baños. Cuando me di la vuelta, tenía enfrente la puerta 30B y allí estaba la Sirena Nórdica Senglea; la primera del grupo 3, esperando para embarcar. −Otra vez la primera. Me quedé parada como una tonta mirando para ella. Levanté la vista hacia el monitor y éste informaba del vuelo a Edimburgo. Ella también me vio y supo que era yo. Realmente hoy tenía mejor aspecto, me encontraba en buen estado físico; además me había maquillado para el viaje, así que mi cara era más bonita y agradable que la que presentaba el día anterior. Con una media sonrisa de satisfacción, levanté mi mano y la saludé. Ella hizo lo mismo. Me atreví a decirle, sin que mis cuerdas vocales emitieran sonido alguno: − Have a good trip!, mientras Senglea comenzaba a travesar el finger hacia el interior del avión.

Por fin en el aeropuerto, el Uber había tardado más de lo que yo esperaba y pasar el control, ¡vaya rollo!, me había tocado abrir la maleta. Control aleatorio. Busqué la puerta de embarque en los monitores y corrí hacia la 30B. El ambiente estaba muy cargado, había mucha gente hablando alto en la sala principal y todo ese ruido quedaba amortiguado por una melodía de un piano desafinado que unas niñas estaban tocando. En mi grupo de entrada al avión sólo había una familia con niños pequeños, les dije que ellos tenían preferencia de entrada, así que me quedé en su puesto, o sea, la primera de esa cola. Esto era premonitorio de que todo me iba a salir bien a partir de ahora. Realmente era una tontería pensar eso, tenía que reconocer que se trataba de una manía absurda y que no llevaba a ninguna parte, ni suerte, ni nada de nada. Casi cuando me iba a tocar entrar por el “finger” vi a la Señora mareada del catamarán, a la que le habían picado varias medusas. ¡vaya viaje tuvo! −Qué casualidad verla aquí. No parecía ella, tenía muy buen aspecto hoy. Me saludó y susurrando me deseó buen viaje. Yo por cortesía se lo deseé a ella también.

Cuando Ben salió del servicio le dije que había visto a Senglea y con una mueca escéptica, me preguntó: − ¿A quién? Y no supe qué decirle si se trataba de la Sirena Boreal del catamarán o de la muchacha solitaria del día anterior.

domingo, 29 de septiembre de 2024

EL LIENZO BERMEJO DE LO ATÍPICO




“Voy a pintar el retrato del Esteban Carro que yo conocí, el que era simplemente mi tío Esteban. Cada trazo de ese lienzo va a ser un recuerdo con él. Unas pinceladas de felicidad y alegría infantil por lo extraordinario de su originalidad. El cuadro va a ser un ejercicio de memoria de unos 7 años, un tiempo corto con imprecisiones temporales que van de los cinco a los doce años que acababa de cumplir, cuando le di un último beso y me fui camino del Bierzo, a pasar unos días de vacaciones, con una prima, antes de volver al colegio...”

Pasaje del relato “El lienzo bermejo de lo atípico”

Publicado en: Esteban Carro Celada: su huella en el tiempo 1



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1López Trigal, L. (coord), Rubio Carro, S. "et al" Esteban Carro Celada: su huella en el tiempo. Astorga: Editorial La Crítica 2024

https://edicioneslacritica.com/producto/esteban-carro-celada-su-huella-en-el-tiempo

jueves, 1 de agosto de 2024

ARMONIZANDO ACORDES CON LA TEMPLANZA DE UN APRENDIZ



 Después de estos últimos meses en el que mis sentimientos han intentado sobrevivir a la pena de la pérdida prematura de Eloy; a la sensación de desamparo o a la melancolía de un adiós sin retorno. Después de todos los momentos que he tenido de reflexión sobre el devenir de mi familia, de los que se han ido y de los que faltamos por marchar; y sobre todo pensando mucho en él; en todos aquellos momentos felices de nuestra niñez. Hoy quiero contaros una breve anécdota. Un pequeño hecho curioso de hace años, una crónica simpática de un suceso intrascendente, pero importante para unos niños de barrio como lo éramos nosotros. Os voy a hablar de un concurso, no de un certamen poético, literario o fotográfico al que esperaríais que él se hubiera presentado, no. Esta es la historia de un desafío musical, de una apuesta por la superación y de un reto conseguido por la perseverancia de una madre.

La mañana del 28 de junio de 1967 mi madre se levantó con la fijación de que sus dos hijos mayores, tenían que presentarse al “I concurso de la Canción juvenil”, organizado en el barrio de Rectivía, certamen instaurado por primera vez para jóvenes aficionados y que, junto con la hoguera y la procesión de su patrón, San Pedro, figuraban en el escueto folleto informativo del programa de festejos. Hacía un par de meses que Sandie Shaw había ganado Eurovisión con su canción “Puppet on a String”. Fue tal el éxito de la canción, que mi madre pronto se hizo con un sencillo de Marionetas en la cuerda cantado en español por la cantante inglesa. Mis hermanos se la sabían de memoria. Yo no entendía mucho lo que se decía en ella; desde el principio se hablaba de unas marionetas, que no me fue difícil imaginar, eran las de Maese Villarejo, las únicas que yo conocía y que veía en el templete del jardín de la Sinagoga. Para mí la letra se refería a Gorgorito y Rosalinda bailando sobre una cuerda y haciendo equilibrios en ella para no caerse.

Así que mi madre no sólo se levantó esa mañana tarareando la balada, como lo llevaba haciendo días antes, sino que pretendía que esa fuera la canción que cantarían sus hijos en el concurso. No sé por qué ella estaba tan convencida que con la letra y música de Sandi Shaw ellos lo ganarían y sería un éxito que se recordaría varios años, entre los vecinos del barrio. Uno de los problemas con los que no contó, es que sus hijos o uno de ellos, Eloy, no quisiera subirse al escenario y a dúo cantar la canción ganadora de Eurovisión de aquel año.

Ese día el desayuno no acabó bien. Mi hermana Pura, aunque no muy convencida de que la cosa saliera adelante, no le importaba afinar su voz y cantar la canción delante de un público al que conocía bien. Por esa época ella comenzó a solfear y a estrenarse con el piano. Tenía sentido musical y no le iba a ser difícil la entonación. Así que a modo de ensayo probó su voz con la primera estrofa:

¡Ay! si me quisieras, lo mismo, que yo
Pero somos marionetas bailando sin fin
En la cuerda del amor

Mi madre se reafirmó en que lo harían perfecto, apostaba a que no habría nadie mejor que ellos dos. Eloy se negó en rotundo. Supongo se imaginó encima del escenario haciendo el ridículo, viendo como todos sus amigos se reirían de él y sintiendo como su afinación no había por dónde cogerla. Él no sabía de música, nada de armonía, no le interesaba cantar y mucho menos participar en un concurso de ese tipo. A él lo que le gustaba era subirse a las acacias de la Plazoleta y tirar piedras, o echar una partida a las canicas, o a las chapas o jugar al escondite. Pero de cantar no quería saber nada. Yo me propuse como voluntaria, nunca he sido tímida y estaba convencida que se me iba a dar bien todo ese jaleo del cante. Pero realmente mi voz no tenía la fuerza que mi madre estaba buscando para ese golpe final de emoción en el que todo el mundo aplaude de manera entusiasta.

Cuanto más se negaba Eloy a ser cantante por un día, más insistía ella en que tenía que cantar. Por eso ya no acabamos de tomar la leche con achicoria y pan migado del desayuno; porque ni uno ni la otra llegaron a ningún acuerdo, más bien llegaron a un punto de enfado un poco insoportable. Esa mañana de verano no salimos a jugar a la calle, el ambiente no era propicio para que nos dieran el permiso, así que desistimos de intentarlo. Hubo una calma tensa que se rompió en las primeras horas de la tarde cuando nuestra madre telefoneó a alguien que sabía cómo iba a ser el concurso. Supongo había hablado con el organizador del evento. Con voz nerviosa y hablando en alto para sí misma, pero con la intención de que la escucháramos dijo: −lo más urgente e inmediato es apuntarse, si no se hace no se participa. La hora límite las 7 de la tarde y el concurso empezará a las 10 de la noche, dos horas antes de encenderse la hoguera.

Así que mi madre se quedaba sin tiempo para convencer a su hijo de que tenía que estar en ese primer concurso. Ella confiaba en lo beneficioso del reto para él y no entendía su negativa y su timidez. Nos pidió a mi hermana y a mí, que lo convenciéramos para que se presentara a la competición.

Encontramos a Eloy en su cuarto debajo de la cama; su linterna apuntaba a un libro de Julio Verne. Estaba concentrado leyendo las aventuras de su personaje favorito, Phileas Fogg y nosotras aparecimos allí para interrumpirle. Nos escondimos con él en su “guarida” y después de unos minutos callados, Pura empezó a tararear la canción.

Un payaso de feria seré
Queriéndote siempre así
Dando vueltas de amor viviré
Siempre cerca de ti
No sé ni dónde vas
Ni dónde me llevarás

 

Normal que él se enfadara con nosotras, no quería saber nada del asunto y le estábamos agobiando con esa letra tan pegadiza. A él el concurso le estaba amargando y sólo quería que fueran pasando las horas; quedarse escondido, fuera de toda esa presión, y sobre todo que nos olvidáramos de que él tenía que cantar. Nos quedamos a su lado acurrucadas, para que nos sintiera cerca y se le pasara el enfado. Ya no queríamos convencerle de nada y después de unos minutos sin hablarnos, sorprendentemente, él empezó a tararear la canción e inventarse la letra, diciendo tonterías que nos hicieron reír y desdramatizar ese momento. La habíamos oído tantas veces que la tonada nos salía sola. No sé cómo pudo inventar esas estrofas tan alocadas y divertidas. Mi hermana hábilmente aprovechó, ese momento, tan gracioso y distendido, para animarle a que cantaran la canción en el concurso. La verdad es que no era para tanto la hazaña. Él nos dijo que no quería actuar porque no le gustaba cantar y porque le daba mucha vergüenza hacerlo delante de tanta gente. Relajados, allí debajo, en la oscuridad confortable del cobijo de su cama, los tres nos pusimos a cantarla ya en serio, como si estuviéramos ensayando. Pura subió el tono de su voz, nos guiaba a dónde ella afinaba y él le siguió con la templanza de un aprendiz que se convence de que puede siempre mejorar:

Esta angustia de estar sin saber
Cuándo tú me querrás
Es la cuerda que puede romper
Mucha felicidad
No sé ni dónde vas
Ni dónde me llevarás

Mi madre desde la galería escuchó el coro de nuestras voces. La oímos acercarse al cuarto, se quedó en silencio delante de la puerta para no estropear el momento. Quizá entendió que había una posibilidad de encarrilar la situación y que cuando saliéramos del escondite, sólo quedaba ir a anotar a los concursantes.

Con más dudas que certezas Eloy aceptó cantarla una vez más a modo de ensayo, aunque nos advirtió que aún no había dicho que sí. Mi madre antes de acabar la última estrofa de la canción ya había ido a inscribirlos. A mí me parecía que lo hacían muy bien, así que Eloy fue convenciéndose que su voz podía dar unas notas más o menos afinadas si seguía el ritmo de Pura, que era la que sabía llegar a las notas más agudas y pasar a las graves.

A las 10 de la noche estábamos delante de la espadaña de la Iglesia, el templete era enorme, a un lado estaba preparada la hoguera con restos de podas y maderas. Hacía una noche de principios de verano y aún se veía una pequeña claridad del atardecer.

Eloy y Pura actuaron en último lugar. No sabría decir cuántos actuaron antes que ellos. Yo sólo quería que lo hicieran bien y que todo acabara pronto, para quitarnos toda la tensión que habíamos acumulado ese día. El presentador dijo sus nombres, salieron al escenario, un foco amarillento y deslumbrante les iluminó. Eloy iba vestido con camisa blanca, pajarita negra, pantalón corto de rombos blancos y negros y sandalias marrones. Ella iba con un vestido corto entallado de “nido de abeja” con falda de volante y sandalias blancas. Ambos habían estrenado las galas del concurso, en invierno, el martes de carnaval en el Casino.

Tenían cada uno en sus manos un micrófono, lo acercaron a sus labios y a la vez comenzaron a cantar. Eloy estaba muy nervioso, enseguida consiguió acoplar su voz, de joven barítono, a la de ella y se fueron acompasando, se fueron afinando y armonizando; en el estribillo se habían ganado al público. Cuando acabaron la interpretación toda la plaza estaba cantando con ellos:

¡Ay! si me quisieras, lo mismo, que yo
Pero somos marionetas bailando sin fin
En la cuerda del amor

En la cuerda del a…mor.

Me abracé a mis padres y supe que ellos estaban muy orgullosos de lo que acababan de ver. Mi madre asintió y se contestó a sí misma dándose la razón de qué ella sabía que lo iban a conseguir.

Justo antes de prender la mecha de la hoguera. El jurado falló los premios por orden inverso. “El tercer premio es para la guapísima…, el segundo se lo lleva el grupo formado por… y el primero y por unanimidad es para los hermanos Rubio Carro con su interpretación de “Marionetas en la cuerda” y todos los asistentes aplaudieron con excesivo entusiasmo. Eloy estaba feliz por haberlo conseguido, ya había pasado el mal trago y encima habían ganado. Mi madre, había confiado en su habilidad, se habían superado al cantar los dos juntos. La canción tenía mucha fuerza y si había ganado una vez en Viena, por qué no volver a ganar aquí, en el primer certamen musical de Rectivía.

El premio fue una bolsa enorme, que casi medía tanto como yo, llena de cien paquetes pequeños de pipas Facundo. Al día siguiente Eloy y Pura la llevaron a la Plazoleta y esa tarde todos comimos las pipas del trofeo. Ese fue el gran momento de ovación que Eloy recibió con 9 años. Ese fue el premio que ambos obtuvieron por la tenacidad de una madre que creyó en ellos.


lunes, 29 de julio de 2024

LA CHUNGA

 



Una flamenca peculiar

Le pregunté a Esther que pensaba ella de la muerte, se lo pregunté así “a bocajarro”; yo sólo quería alguna respuesta de por qué viene por sorpresa, arrasa y se va llevando por delante al que le plazca; dejando a los que quedan con una maraña de sentimientos desordenados que sólo con el tiempo van organizándose de nuevo. No es que quisiera agobiarla con esa situación tan deprimente, con ese momento tan escalofriante que todos tratamos de situar en la lejanía; ese momento que estamos convencidos que no se refiere a nosotros, ese que, sólo les pasa a otros y que no vemos que sea el nuestro.

 Siempre he querido pasar de puntillas sobre el tema, mencionarlo lo mínimo, sin opinar demasiado, sin entrar en pensamientos o disertaciones filosóficas y respondiéndome, −eso ahora no toca.

Quizás tenía que haber rebajado el tono de mi pregunta a Esther, tal vez cambiar ese concepto tan aterrador por un eufemismo más amable, para no caer en la oscuridad de ese miedo o para no opinar demasiado de lo desconocido del más allá. Sí, el concepto Muerte en sí mismo, me da repelús, me provoca una especie de “yuyu” alérgico, un “aparta” de mí ese instante solitario de desconexión. Pero no me atrevía a cambiar el término en mi interpelación a Esther. Sin embargo, hacía varias horas, que había tomado la determinación tajante que para mí y a partir de ahora, la Muerte no sólo con letras mayúsculas y con el significado profundo de lo que representa, sino con la acepción más banal y expresiva, esa que tenemos siempre en la boca, iba a ser La Chunga. Había dado en el clavo con el vocablo. Era como cuando sueltas un taco en otro idioma, el exabrupto suena hasta bien, es pegadizo y no parece tan serio o trascendental; puedes hasta decirlo muchas veces y con ello relativizas la gravedad, aunque sea fuerte lo que estés diciendo.

Esther no salía de su asombro con mi pregunta, no se atrevió a decir mucho sobre lo que pensaba, tal vez pensó que aún había mucho que vivir para estar definiendo algo difícil de categorizar. Dejó de mirar sus apuntes y articuló un par de monosílabos e interjecciones, que más parecían sonidos onomatopéyicos que opiniones críticas sobre La Chunga.

Hacía un par de meses que me había enfrentado a la chunga de mis abuelos, primero se fue él y en menos de un mes ella le homenajeó siguiéndole también. Esas pérdidas me hicieron reflexionar sobre cómo se van sucediendo los días y como cuando menos te lo esperas te has ido. El silencio de la noche me estaba ahogando, me hacía enfrentarme en una especie de batalla fratricida contra la que parecía mi cantaora o flamenca favorita, o sea la tal Chunga. Al amanecer, me sentía viva, pero tenía tantas inseguridades que me estaba matando; o, mejor dicho −me estaba chungueando. Así que llamé tímidamente con los nudillos en la puerta de Esther, que sabía estaba despierta, estudiando sin descanso para no sé que oposición a la judicatura. Abrí la puerta tímidamente, ella me miró por encima de sus gafas, levantó un poco la ceja izquierda, queriendo decirme − A ver, ¿qué te pasa ahora?, sabes que estoy concentrada en esta marabunta de apuntes y vienes a distraerme con tus preguntitas. Con escepticismo y tímidamente yo esperaba hacerle la pregunta del día. Era temprano, lo sabía, pero ya no podía más. Siempre me ha gustado preguntar, pero suelo ser odiosamente pesada con tanta demanda, así que ya hace un tiempo que Esther creó la regla de una pregunta por día, los fines de semana eran tiempos muertos, o debería decir, “chungos”, no había ni pregunta ni respuesta, eran para descansar; yo decidí acatar la norma, como si se tratara de un medicamento, donde la prescripción era precisa y clara, si no quería sobre exponerme a una sobredosis oral por ingesta de interrogantes y perder su amistad; me fastidiaba un poco, porque a veces las horas entre consulta y consulta se hacían eternas y me era difícil sujetar mi ansiedad.

Hoy tocaba sobre La Chunga, era una pregunta profunda y la respuesta tenía muchas aristas, iba a ser un tanto complicada; a lo mejor Esther me mandaba a paseo; era comprensible, no es fácil opinar sobre algo que cada uno se enfrenta con un miedo diferente y posiblemente, como yo, no sabría definirlo. A veces le salía el genio de su padre y acabábamos discutiendo y nos pasábamos una semana cada una por su lado ignorándonos. Incluso una vez me propuse buscar otro piso, para olvidarme de ella y de todas sus exigencias. Supongo que ella pensó lo mismo, estaba harta de mí, con todas mis comeduras de tarro y las sucesivas dudas que siempre estaban asaltándome.

Para Esther, yo iba a trabajar mi media jornada y cuando volvía me tiraba en el sofá y no hacía más que pensar y preguntar, lo que ella consideraba como interpelar arbitrariamente, filosofar sobre conceptos curiosos y de difícil respuesta. Es cierto que no sabía cómo dejar mi mente quieta, no en blanco, no; eso no era lo que yo quería. Mi objetivo era dejar de pensar en el más amplio sentido de la palabra.

Lo de mis abuelos me estaba dejando tocada de la “olla”. Se me quedó grabado los dos momentos de su entierro, cada uno en el tiempo que le tocó afrontarlo, de colocar los ladrillos sellando la tumba por debajo de la lápida principal. Ese sonido hueco del roce del cemento, la paleta y el eco seco de un ladrillo con otro. Realmente me impresionó más que el llanto de mi madre y mis tías al asumir su orfandad definitiva.

Esther trataba de resolver fácilmente mis dudas, con un veredicto un tanto superficial por la rapidez de querer responder a mí única pregunta del día, lo antes posible y así ya estar tranquila el resto de la jornada. Lo hacía de manera didáctica, como si estuviera ensayando oralmente la solución correcta a una de las cuestiones del examen que tenía que pasar. Trataba de calmar mis miedos de manera cariñosa, pero resolutiva para que la dejara estudiar cuanto antes. Al fin y al cabo, nos podían quedar unos 50 años de vida o más, si todo iba bien y para que agobiarse, ahora que comenzaba un precioso día de primavera, aunque ella tuviera que estar encerrada ocho horas delante de unos libros aburridos memorizándolo todo y yo tuviera que coger el metro al aeropuerto para limpiar como un autómata, lo que otros ensuciaban.

Entonces yo buscaba la contestación en mi interior. Una reflexión que me calmaran ante la evidencia de La Chunga. Algo que consiguiera aferrarme aún más a mi mundo.  Sentirme viva sin tantos pensamientos tétricos y recurrentes sobre “la chunguedad”. Estaba tan obsesionada con ella que incluso empaticé con la idea de qué no era tan malo tocar el más allá. Casi me convencí qué si me pasaba algo y si La Chunga me atrapaba, la cosa ni tan mal. Generé hasta un pensamiento positivo, me animaba a mí misma gestando un ánimo inusitadamente gratificante. No era real lo que estaba proyectando. Tenía un desorden sentimental, una pena por entender que la vida iba pasando, superando etapas y que a los que quería esta Chunga se los iba llevando sin darles más oportunidad que cerrar los ojos, dejarles inertes, pálidos, sin expresión y sobre todo mudos para siempre. Pero lo peor de todo es que, a los que rodeaban al finado, este “prototipo constructivo” los dejaba atónitos, en medio de un caos finito, pero al fin y al cabo una hecatombe de sentimientos difíciles de encauzar hacia lo racional.

Esther se levantó de su silla, se acercó a mí, me acogió entre sus brazos y trató de calmar mis miedos con la experiencia del que sabe dar consejos caseros, de esos que valen para todo desde un conocimiento relativo. Con unos ojos llenos de ternura me contestó lo que pensaba sobre ella, hizo un alegato poco convincente de la profundidad de lo que La Chunga significaba para la humanidad y aunque no me persuadieron sus argumentos, sí me calmó la seguridad de sus palabras, la manera de mirarme, su comunicación corporal, su estado de ánimo y paciencia. Después de un buen rato de monólogo, Esther casi había conseguido que yo dejara de cavilar y entrara en una parcela terrenal más somera y aparente de objetiva realidad.

Cuando estaba a punto de salir de su cuarto, con la serenidad del que le ha hecho efecto un ansiolítico verbal. Volví a oír su voz −Quieres preguntarme algo más, hoy podemos romper nuestra regla. Hacer una excepción.

Desanduve mis pasos y casi sin pensar dije: − ¿Tú crees que La Chunga me ronda? Con una carcajada me respondió: − ¿La Chunga? ¿Esa quién es?, ¿una flamenca?...