domingo, 22 de noviembre de 2020

GUARISMOS CAPICÚA

 


Un problema colateral

Cuando le dije a Yael que debía frenar en seco a la Señora Ivet por su comportamiento irracional, ella se río de mí y juntando sus labios a los míos me convenció de que no era para tanto. Hacía varios meses que me había puesto paranoico con una de las pacientes de mi mujer. No entendía qué demonios hacía en el portal de nuestro apartamento esperando a que ella llegara. Para mis adentros cuando la veía le decía: “¡mujer vete a su consulta, pide otra cita y allí lo sueltas todo!”. Enseguida entendí que lo que hacía era algo fuera de toda lógica y que aún teniendo sesiones terapéuticas quincenales no le llegaban.  No sé cómo dio con nuestra dirección particular, pero por estar esperando a Yael no iba a mejor su situación. Una consulta en el peldaño de un portal y en la calle a altas horas de la noche qué podía aportar de mejora. El caso es que empezó a venir un día y después lo tomó como norma más de la cuenta.

 La primera vez que la vi, casi tuve que apartarla para meter la llave en la cerradura “¿Me disculpa, por favor?.” Ella emitió un gruñido como quién dice −“no me da la gana, déjame en paz”− y desconfiado mientras abría el portal le pregunté si esperaba a alguien. La verdad es que hubiera sido mejor no haberle dicho nada porque lo primero que me soltó fue un corte de manga y luego me enseñó una peineta con la que me acalló cualquier tipo de reproche. Yo no sabía que estaba esperando a mi mujer, pensé que era una trastornada que se había equivocado de lugar. Me sorprendió su buen aspecto y la luminosidad de su cara. Ese día Yael llegó tardísimo a casa y en la entrada ya no vio a nadie. La mujer debió irse por aburrimiento. Cuando le tendí una copa del Verdejo que le gustaba le conté atropelladamente el episodio de la “loca” y acabé diciéndole con voz en falsete “unas sesiones de terapia no le vendrían mal a esa, deberías tratarla”.

Mi mujer me iba describiendo a la persona con la que yo había tenido el encontronazo. Ojos azules y saltones, cara redondeada, una tez preciosa, media melena negra, altura media, bien vestida, en general buena presencia. Perplejo asentía a cada uno de los detalles y confirmaba uno a uno el perfil de sus rasgos. Ella iba hilvanando palabras de alivio. ”No te preocupes es una paciente inofensiva, me ha debido seguir algún día hasta aquí y ahora que sabe dónde vivo tratará de que siga haciendo terapia de barrio en la calle, una última oportunidad para decir algo más” y se río a carcajadas quitándole importancia al episodio. –“Tu ignórala, no nos va a relacionar, te dejará tranquilo, solo me busca a mí.  El próximo día en consulta lo soluciono y no volverá más”.

Yael se equivocaba y ya eran más de tres meses soportando sus visitas. Estaba por saludarla, casi entablar una pequeña conversación con ella, pero cuando hacía ademán de abrir la boca, asomaba el dedo corazón de forma tan tiesa que, recordando las palabras de mi mujer, la ignoraba para no entrar en relación ninguna. Reconozco que verla apostada en la puerta me ponía muy nervioso, y no me dejaba maniobra para reaccionar. Creo que yo sobreactuaba y me preparaba para una respuesta a la defensiva, pero nunca llegamos a decirnos nada fuera de miradas desafiantes.

A veces fantaseaba con devolverle el mal gesto y era yo el que la maldecía y en ese momento de insultos recíprocos la liábamos en la puerta y competíamos a ver quién la decía más gorda. En seguida aparté de mi mente esta visión tan negativa de mí. Reconozco que en situaciones raras como ésta no sé desenvolverme bien. Soy un tío al que  no le gusta polemizar y suelo desaparecer cuando se complica un momento comprometido de enfrentamiento verbal.

Le dije a Yael que me estaba agobiando, –“Pon remedio a esto porque si no apareceré yo en tu diván y será ella la que se adueñe de nuestra casa”. No entendía por qué no veía el peligro de una persona que no estaba bien psicológicamente y al final nos enzarzamos entre nosotros por ella.

Con voz seria y un tanto enfadada me preguntó qué quería decir con esa afirmación tan a la ligera. Torcí un poco el “morro”, me sentí cuestionado y solté:  –“¿no te parece que está desequilibrada, que no rige bien, que hace cosas anormales?”. No me atreví a decir la palabra “loca”, sabía que se iba a enfadar conmigo, pero en el fondo, lo era y me parecía que no había calificación más adecuada para una persona cuyo comportamiento era inusual. ­–“Te recuerdo que estoy de tu lado y no quiero entrar en tu terreno de trabajo, ni mucho menos hacer diagnósticos profesiones que no me incumben. Prefiero moverme, en un terreno más mundano, en el lenguaje de la calle para llamar a las cosas por su nombre, sin utilizar rodeos que nos lleven a tabúes lingüísticos, que tengan tantas matizaciones que lo que parece una cosa, puede convertirse en la contraria”. La verdad es que no había quien me ganara a enlazar una serie de subordinadas que no tenían mucho sentido. Yo lo que quería era borrar de mi vida a esa intrusa que pertenecía a otro mundo, que yo no quería ni conocer; qué mi mujer me entendiera y que su trabajo quedara fuera del ámbito familiar.

Varios vecinos me preguntaron si la conocía, por supuesto lo negué siempre. Cuando hablaron de llamar a la policía, los llamé exagerados e incluso disculpé su espera argumentando que no hacía mal a nadie y cuando uno se atrevió a mencionar a Yael y relacionarla con ella, negué fuertemente la afirmación y esa ponderación histriónica me costó la credulidad. Así que a partir de ese momento no solo tenía que encararme a la “loca” sino que tenía que lidiar el enfado y las malas caras con los que compartía en algún momento del día el ascensor.

Alguien debió amenazarla porque dejó de esperar a Yael o eso imaginaba yo. Lo cierto es que extrañaba la adrenalina de comprobar que ahí estaba de nuevo y estuve a punto de hablar con mi mujer de cómo había acabado el caso de la Señora Ivet. Por prudencia y miedo a reabrir algo zanjado, preferí no tocar el tema, dejarlo pasar y no saber absolutamente nada más.

Me relajé y aquel episodio incómodo se convirtió en una anécdota, hasta que una tarde sonó el teléfono fijo de casa, la singularidad de la llamada me sorprendió, pero jamás hubiera pensado que sería ella. Una voz descarada y borde preguntó por Yael y yo reconocí su voz.

Esa llamada llevó a otras y el sonido del aparato se volvió insistentemente habitual a ciertas horas. La Señora Ivet insistía incansable cada cuarto de hora hasta conseguir su objetivo, que no era otro que hablar con su terapeuta. No me atrevía a cortar el teléfono, no sabía hasta donde podía llegar la fijación de la paciente y quién sabe cuál sería el siguiente reto para contactar con Yael. Para mí esa obstinación obsesiva se llama, “Acoso”, y yo me sentía acosado. Por mucho menos había denuncias que tenían como consecuencia el alejamiento por orden judicial entre personas. Pero Yael seguía tranquila, la veía inofensiva, es cierto que se enfadaba con ella por llamar a nuestro teléfono privado, pero me aseguraba que el tratamiento le estaba funcionando. Por mucho que yo maldijera o levantara las manos enfadado queriendo salir de esa situación, buscando explicaciones, alternativas o soluciones a esa intromisión, ella más trataba de demostrarme que todo estaba controlado, que cuando hablaba con ella se calmaba y su drama conseguía sosegarse. Resulta que el problema iba a ser yo, que no sabía si podría controlar mis nervios por más tiempo. Así que proporcionalmente a la quietud que iba consiguiendo la paciente yo estaba cada vez más estresado, angustiado y fuera de mí. El día que me amenazó con que si no recibía en un par de horas la llamada de Yael la denunciaría ante el juez, fue cuando decidí plantarme y pensar que hasta aquí había llegado. Me enfrenté por el teléfono, no sé ni lo que le dije, posiblemente nada bueno, estaba demasiado irritable y atropellé las palabras en mi interlocución. Soy consciente que la provoqué porque ya no podía más y ambos acabamos chillándonos por el auricular. Del cabreo me temblaba todo el cuerpo, estaba demasiado malhumorado. Cogí mi móvil y hablé con Yael. No sé cuántas barbaridades le dije también, me había sacado de quicio la “señora esa” y ya estaba harto de aguantar su falta de límites “Tienes que solucionarlo o la denuncia ante el juez la pongo yo”.

Para mi esposa lo sucedido no era más que una crisis maníaca de atención,   “son así esta clase de pacientes, las amenazas forman parte de su tragedia, te repito que es inofensiva, no me va a denunciar nunca”, pero se olvidaba de mí y de mis salidas de tono por culpa de ella.

 

La Consecuencia de los Números

Estaba esperando la siguiente envestida de acoso, pero el teléfono dejó de sonar. A veces al volver a casa por la noche estaba aprensivo por si la veía en el portal, pero tampoco apareció. Yael me había convencido que no habría más llamadas ni aparecería más por el edificio. Aunque no le creí del todo porque seguía tratándola y sabía que ese momento de calma frágil se rompería con una nueva aparición. Y así fue, ésta vez los tres tuvimos un encuentro fortuito.

Yael es una obsesiva de los números. Su vida está marcada por la conjunción de guarismos capicúa y su destino se elabora diariamente en torno a ellos. Su despertador suena cada mañana a las 7:07 nunca antes o después y a partir de ahí va uniendo eventos consecutivamente en su agenda con la numeración deseada. Así el día se le va complicando con una maraña de cifras concatenadas que llegan a ser obsesivas. “Necesito números que me arropen, de la mayoría no me fío, aunque hay excepciones como el 17, lo soporto, pero no me preguntes por qué.” Para mí era gracioso verla en semejante lío y burlándome de su manía le animaba a que recibiera terapia para relajar su cerebro de tanto estrés numérico. No puedes dejar tu suerte al albur de tanto cálculo mental, necesitas ayuda”−. Ella se reía y continuaba con lo suyo”.

Hacía tiempo que planeábamos renovar el mobiliario del apartamento y  pensó que me vendría bien ocupar mi mente en planificar el cambio y dejar de estar involucrado en asuntos de su trabajo. Quedamos en La Vaguada a las 8:48 como no podía ser de otra manera. Habíamos visto en un catálogo de muebles, un sofá cama que nos encajaba perfectamente en la habitación de invitados e íbamos a comprarlo. El volumen del embalaje se dividía en varios paquetes así que cada uno cogimos un carro plano donde portar las estructuras. En la salida, antes de pagar vi a Yael elegir el puesto de pago con numeración 22. nos dará suerte para montar todo este mobiliario−”. Yo me asusté por la cola que tenía y traté de convencerla de ponernos en otros terminales con menos afluencia de público. Miró hacia el 11 pero no debió convencerle porque nos quedamos en el primero elegido.

Me reía de su elección, le besé la frente y allí mismo le di un abrazo. Me enternecía su manera de guiarse hasta en actividades insustanciales y  automáticas en las que yo jamás repararía, pero esas pequeñas cosas eran lo que me sorprendían de ella, lo que me gustaban de su manera de ser. No traté de convencerla porque no podía, ni quería cambiar su extravagancia obsesiva, así que nos quedamos en la caja 22, la que tenía más cola del establecimiento.

“Hola qué tal, qué casualidad, ¿cómo estás? “, Observé la mutación de la cara de Yael y me giré hacia el lado de mi espalda para comprobar de quién se trataba. Allí estaba la Señora Ivet, en la cola contigua a la nuestra con una cara más cortada que la que se me quedó a mí al verla. Con voz de compromiso saludó e intentó intercambiar con mi mujer unas palabras de alivio sobre su situación. Una voz potente pero tranquilizadora la paro al instante –“Aquí no, ya hablaremos en la consulta”. La Señora Ivet me miró a los ojos y debió comprenderlo todo. Yo era el marido de su terapeuta, el tío que veía entrar por el portal siempre que ella esperaba. A lo mejor me oyó hablar con Yael mientras bromeábamos por la elección de los números y reconoció que el que cogía el “puto” teléfono era yo, cuando entraba en esa “fase maníaca” de la que me hablaba Yael. Me miró a los ojos y yo le mantuve la mirada. Progresivamente fui separando mi carro hacia atrás, alejándome del de mi esposa, como si no tuviera que ver con ella, como si fuera otro cliente esperando por mi turno. –“¡Vaya reacción más absurda!”− Creo que el miedo a unas consecuencias inexistentes, jugaron en mi contra. Se me revolvió el estómago del disgusto y de la situación tan extravagante se me amargó la noche del viernes. Había quedado clarísimo que estábamos justos y yo ahora pensaba negativamente en lo que pasaría cuando volviera a sonar el teléfono o la viera en la puerta de la calle. Solo de pensarlo me entraban arcadas. Yael también estaba contrariada pero no consiguió ponerla de malhumor. Yo sin embargo quedé cabizbajo arrastrando el carro intentando mantener la compostura para poder pensar mejor. Estaba tan nervioso que olvidé donde había aparcado el coche y vagamos durante media hora hasta que Yael se dio cuenta que estábamos dando vueltas por la planta equivocada. Ahora que lo pienso con tranquilidad, toda la escena fue producto de la casualidad del malabarismo de los números 8:48 y después del 22 que no hicieron más que la extraña aparición de tres personas convergiendo en un mismo punto. Si lo hubiéramos planificado no habría salido tan bien, los tres estábamos lejos de donde solíamos encontrarnos y a última hora de la tarde “¿quién decide acercarse a un centro comercial, si están a punto de cerrar?. Pues por lo que se ve, los tres”.

 Yo solo quería salir de allí cuanto antes, borrar ese momento. Tenía ese malestar que momentáneamente no te deja respirar y te ahoga. Esa Señora tenía que salir definitivamente de mi vida. Le reproché a Yael tanto lío de cifras y traté de convencerla que en este caso los números nos habían llevado directamente al encuentro. Apesadumbrado no encontraba la suerte en la elección por ningún lado.

 Hicimos el camino de regreso en silencio, casi al llegar al garaje de nuestro apartamento, Yael me sonrió, trató de calmar mi ansiedad y con voz tranquila de convencimiento, me dijo: –“Se acabó, te lo prometo estoy a punto de finalizar el tratamiento”.

La Señora Ivet después de muchas horas de terapia, debió clarificarse y comprendió que era difícil recuperar la relación con sus padres, después de haber acabado con su paciencia y haberlos maltratado durante años debido al estado de enajenación por consumo de drogas. No aceptaba el desprecio de ellos, aunque les había dado suficientes motivos para que renegaran categóricamente de su cariño. La medicación y la terapia psicológica la estaban ayudando a encarar su nueva situación y Yael me confirmó su convicción más que evidente de mejoría.

Una última llamada constató la despedida de la Señora Ivet, al oírla me puse en modo defensivo y mi voz cambió de tono. Esta vez sólo quería hablar conmigo“Discúlpeme por todo, no era mi intención.  Quiero que se ponga en mi lugar y que comprenda mi angustia. Es duro aceptar el desprecio de mis padres, a pesar de que yo vaya mejorando mi carácter. Ahora que son mayores, más que nunca desearía recuperar su cariño, pero no quieren saber de mí y eso me ha enloquecido …” y colgó.

Cuando suena el teléfono fijo, todavía me pongo tenso y cuando regreso a casa, el corazón se me acelera por si estuviera esperando en el portal. Ha pasado tiempo desde que se despidió disculpándose, pero la sensación de inseguridad aun me persigue, parece como que echo de menos el miedo a enfrentarme a ella. Es extraño mi comportamiento, no sabría explicarlo bien, supongo es la anormalidad del que ve amenazado su territorio. Pude llegar a entender la desesperación de la Señora Ivet por el vacío de afección de unos padres que han perdido el apego con su hija. Ella los despreció y humilló y cuando quiso reparar el daño fue demasiado tarde y perdió el sentido de la normalidad.

No ha habido más visitas ni llamadas inoportunas. Esta mañana a las 8:08 Yael me dejó en la oficina como todos los días.  El abrazo de despedida nos fundió en un largo beso. Dando marcha atrás al coche, murmuró risueña a través de la ventanilla: “Te veo en casa… a las 21:12”.


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