Un problema colateral
Cuando le dije a Yael que debía frenar
en seco a la Señora Ivet por su comportamiento irracional, ella se río de mí y
juntando sus labios a los míos me convenció de que no era para tanto. Hacía
varios meses que me había puesto paranoico con una de las pacientes de mi
mujer. No entendía qué demonios hacía en el portal de nuestro apartamento
esperando a que ella llegara. Para mis adentros cuando la veía le decía: −“¡mujer vete a su consulta, pide otra
cita y allí lo sueltas todo!”. Enseguida entendí que lo que hacía era algo fuera de toda
lógica y que aún teniendo sesiones terapéuticas quincenales no le
llegaban. No sé cómo dio con nuestra
dirección particular, pero por estar esperando a Yael no iba a mejor su
situación. Una consulta en el peldaño de un portal y en la calle a altas horas
de la noche qué podía aportar de mejora. El caso es que empezó a venir un día y
después lo tomó como norma más de la cuenta.
La primera vez que la vi, casi tuve que
apartarla para meter la llave en la cerradura −“¿Me disculpa, por favor?.” Ella emitió un gruñido como quién dice −“no me da la gana, déjame en paz”− y desconfiado mientras abría el portal
le pregunté si esperaba a alguien. La verdad es que hubiera sido mejor no
haberle dicho nada porque lo primero que me soltó fue un corte de manga y luego
me enseñó una peineta con la que me acalló cualquier tipo de reproche. Yo no
sabía que estaba esperando a mi mujer, pensé que era una trastornada que se
había equivocado de lugar. Me sorprendió su buen aspecto y la luminosidad de su
cara. Ese día Yael llegó tardísimo a casa y en la entrada ya no vio a nadie. La
mujer debió irse por aburrimiento.
Cuando le tendí una copa del Verdejo que le gustaba le conté atropelladamente
el episodio de la “loca” y acabé diciéndole
con voz en falsete −“unas sesiones de terapia no le vendrían mal a esa, deberías tratarla”.
Mi mujer me iba describiendo a la
persona con la que yo había tenido el encontronazo. Ojos azules y saltones, cara
redondeada, una tez preciosa, media melena negra, altura media, bien vestida,
en general buena presencia. Perplejo asentía a cada uno de los detalles y
confirmaba uno a uno el perfil de sus rasgos. Ella iba hilvanando palabras de
alivio. −”No te preocupes es una paciente inofensiva, me ha debido seguir algún
día hasta aquí y ahora que sabe dónde vivo tratará de que siga haciendo terapia
de barrio en la calle, una última oportunidad para decir algo más” y se río a carcajadas quitándole
importancia al episodio. –“Tu ignórala,
no nos va a relacionar, te dejará tranquilo, solo me busca a mí. El próximo día en consulta lo soluciono y no
volverá más”.
Yael se equivocaba y ya eran más de
tres meses soportando sus visitas. Estaba por saludarla, casi entablar una
pequeña conversación con ella, pero cuando hacía ademán de abrir la boca,
asomaba el dedo corazón de forma tan tiesa que, recordando las palabras de mi
mujer, la ignoraba para no entrar en relación ninguna. Reconozco que verla
apostada en la puerta me ponía muy nervioso, y no me dejaba maniobra para reaccionar.
Creo que yo sobreactuaba y me preparaba para una respuesta a la defensiva, pero
nunca llegamos a decirnos nada fuera de miradas desafiantes.
A veces fantaseaba con devolverle el
mal gesto y era yo el que la maldecía y en ese momento de insultos recíprocos
la liábamos en la puerta y competíamos a ver quién la decía más gorda. En
seguida aparté de mi mente esta visión tan negativa de mí. Reconozco que en
situaciones raras como ésta no sé desenvolverme bien. Soy un tío al que no le gusta polemizar y suelo desaparecer cuando se complica un momento
comprometido de enfrentamiento verbal.
Le dije a Yael que me estaba
agobiando, –“Pon remedio a esto porque si
no apareceré yo en tu diván y será ella la que se adueñe de nuestra casa”.
No entendía por qué no veía el peligro de una persona que no estaba bien
psicológicamente y al final nos enzarzamos entre nosotros por ella.
Con voz seria y un tanto enfadada me
preguntó qué quería decir con esa afirmación tan a la ligera. Torcí un poco el
“morro”, me sentí cuestionado y solté: –“¿no te parece que está desequilibrada, que
no rige bien, que hace cosas anormales?”. No me atreví a decir la palabra “loca”, sabía que se iba a enfadar conmigo,
pero en el fondo, lo era y me parecía que no había calificación más adecuada
para una persona cuyo comportamiento era inusual. –“Te recuerdo que estoy de tu lado y no quiero entrar en tu terreno de
trabajo, ni mucho menos hacer diagnósticos profesiones que no me incumben.
Prefiero moverme, en un terreno más mundano, en el lenguaje de la calle para llamar
a las cosas por su nombre, sin utilizar rodeos que nos lleven a tabúes
lingüísticos, que tengan tantas matizaciones que lo que parece una cosa, puede
convertirse en la contraria”. La verdad es que no había quien me ganara a
enlazar una serie de subordinadas que no tenían mucho sentido. Yo lo que quería
era borrar de mi vida a esa intrusa que pertenecía a otro mundo, que yo no
quería ni conocer; qué mi mujer me entendiera y que su trabajo quedara fuera
del ámbito familiar.
Varios vecinos me preguntaron si la conocía,
por supuesto lo negué siempre. Cuando hablaron de llamar a la policía, los
llamé exagerados e incluso disculpé su espera argumentando que no hacía mal a
nadie y cuando uno se atrevió a mencionar a Yael y relacionarla con ella, negué
fuertemente la afirmación y esa ponderación histriónica me costó la credulidad.
Así que a partir de ese momento no solo tenía que encararme a la “loca” sino que tenía que lidiar el
enfado y las malas caras con los que compartía en algún momento del día el
ascensor.
Alguien debió amenazarla porque dejó
de esperar a Yael o eso imaginaba yo. Lo cierto es que extrañaba la adrenalina
de comprobar que ahí estaba de nuevo y estuve a punto de hablar con mi mujer de
cómo había acabado el caso de la Señora Ivet. Por prudencia y miedo a reabrir
algo zanjado, preferí no tocar el tema, dejarlo pasar y no saber absolutamente
nada más.
Me relajé y aquel episodio incómodo se
convirtió en una anécdota, hasta que una tarde sonó el teléfono fijo de casa,
la singularidad de la llamada me sorprendió, pero jamás hubiera pensado que sería
ella. Una voz descarada y borde preguntó por Yael y yo reconocí su voz.
Esa llamada llevó a otras y el sonido
del aparato se volvió insistentemente habitual a ciertas horas. La Señora Ivet
insistía incansable cada cuarto de hora hasta conseguir su objetivo, que no era
otro que hablar con su terapeuta. No me atrevía a cortar el teléfono, no sabía
hasta donde podía llegar la fijación de la paciente y quién sabe cuál sería el
siguiente reto para contactar con Yael. Para mí esa obstinación obsesiva se
llama, “Acoso”, y yo me sentía acosado. Por mucho menos había denuncias
que tenían como consecuencia el alejamiento por orden judicial entre personas.
Pero Yael seguía tranquila, la veía inofensiva, es cierto que se enfadaba con
ella por llamar a nuestro teléfono privado, pero me aseguraba que el
tratamiento le estaba funcionando. Por mucho que yo maldijera o levantara las
manos enfadado queriendo salir de esa situación, buscando explicaciones,
alternativas o soluciones a esa intromisión, ella más trataba de demostrarme que
todo estaba controlado, que cuando hablaba con ella se calmaba y su drama conseguía
sosegarse. Resulta que el problema iba a ser yo, que no sabía si podría controlar
mis nervios por más tiempo. Así que proporcionalmente a la quietud que iba
consiguiendo la paciente yo estaba cada vez más estresado, angustiado y fuera
de mí. El día que me amenazó con que si no recibía en un par de horas la
llamada de Yael la denunciaría ante el juez, fue cuando decidí plantarme y
pensar que hasta aquí había llegado. Me enfrenté por el teléfono, no sé ni lo
que le dije, posiblemente nada bueno, estaba demasiado irritable y atropellé
las palabras en mi interlocución. Soy consciente que la provoqué porque ya no
podía más y ambos acabamos chillándonos por el auricular. Del cabreo me
temblaba todo el cuerpo, estaba demasiado malhumorado. Cogí mi móvil y hablé
con Yael. No sé cuántas barbaridades le dije también, me había sacado de quicio
la “señora esa” y ya estaba harto de
aguantar su falta de límites −“Tienes que
solucionarlo o la denuncia ante el juez la pongo yo”.
Para mi esposa lo sucedido no era más
que una crisis maníaca de atención, −“son así esta clase de
pacientes, las amenazas forman parte de su tragedia, te repito que es
inofensiva, no me va a denunciar nunca”, pero se olvidaba de mí y de mis salidas de tono por culpa
de ella.
La Consecuencia de los Números
Estaba esperando la siguiente
envestida de acoso, pero el teléfono dejó de sonar. A veces al volver a casa
por la noche estaba aprensivo por si la veía en el portal, pero tampoco
apareció. Yael me había convencido que no habría más llamadas ni aparecería más
por el edificio. Aunque no le creí del todo porque seguía tratándola y sabía
que ese momento de calma frágil se rompería con una nueva aparición. Y así fue,
ésta vez los tres tuvimos un encuentro fortuito.
Yael es una obsesiva de los números.
Su vida está marcada por la conjunción de guarismos capicúa y su destino se
elabora diariamente en torno a ellos. Su despertador suena cada mañana a las
7:07 nunca antes o después y a partir de ahí va uniendo eventos
consecutivamente en su agenda con la numeración deseada. Así el día se le va
complicando con una maraña de cifras concatenadas que llegan a ser obsesivas. −“Necesito números que me arropen, de
la mayoría no me fío, aunque hay excepciones como el 17, lo soporto, pero no me
preguntes por qué.” Para
mí era gracioso verla en semejante lío y burlándome de su manía le animaba a
que recibiera terapia para relajar su cerebro de tanto estrés numérico. −“No puedes dejar tu
suerte al albur de tanto cálculo mental, necesitas ayuda”−. Ella se reía y
continuaba con lo suyo”.
Hacía tiempo que planeábamos renovar
el mobiliario del apartamento y pensó
que me vendría bien ocupar mi mente en planificar el cambio y dejar de estar
involucrado en asuntos de su trabajo. Quedamos en La Vaguada a las 8:48 como no
podía ser de otra manera. Habíamos visto en un catálogo de muebles, un sofá
cama que nos encajaba perfectamente en la habitación de invitados e íbamos a
comprarlo. El volumen del embalaje se dividía en varios paquetes así que cada
uno cogimos un carro plano donde portar las estructuras. En la salida, antes de
pagar vi a Yael elegir el puesto de pago con numeración 22. −“nos dará suerte para
montar todo este mobiliario−”. Yo me asusté por la cola que tenía y traté
de convencerla de ponernos en otros terminales con menos afluencia de público.
Miró hacia el 11 pero no debió convencerle porque nos quedamos en el primero
elegido.
Me reía de su elección, le besé la
frente y allí mismo le di un abrazo. Me enternecía su manera de guiarse hasta
en actividades insustanciales y automáticas en las que yo jamás repararía,
pero esas pequeñas cosas eran lo que me sorprendían de ella, lo que me gustaban
de su manera de ser. No traté de convencerla porque no podía, ni quería cambiar
su extravagancia obsesiva, así que nos quedamos en la caja 22, la que tenía más
cola del establecimiento.
−“Hola qué tal, qué casualidad, ¿cómo estás? “, Observé la mutación de la cara de
Yael y me giré hacia el lado de mi espalda para comprobar de quién se trataba.
Allí estaba la Señora Ivet, en la cola contigua a la nuestra con una cara más
cortada que la que se me quedó a mí al verla. Con voz de compromiso saludó e
intentó intercambiar con mi mujer unas palabras de alivio sobre su situación.
Una voz potente pero tranquilizadora la paro al instante –“Aquí no, ya hablaremos en la consulta”. La Señora Ivet me miró a
los ojos y debió comprenderlo todo. Yo era el marido de su terapeuta, el tío
que veía entrar por el portal siempre que ella esperaba. A lo mejor me oyó
hablar con Yael mientras bromeábamos por la elección de los números y reconoció
que el que cogía el “puto” teléfono
era yo, cuando entraba en esa “fase
maníaca” de la que me hablaba Yael. Me miró a los ojos y yo le mantuve la
mirada. Progresivamente fui separando mi carro hacia atrás, alejándome del de
mi esposa, como si no tuviera que ver con ella, como si fuera otro cliente
esperando por mi turno. –“¡Vaya reacción
más absurda!”− Creo que el miedo a unas consecuencias inexistentes, jugaron
en mi contra. Se me revolvió el estómago del disgusto y de la situación tan
extravagante se me amargó la noche del viernes. Había quedado clarísimo que
estábamos justos y yo ahora pensaba negativamente en lo que pasaría cuando
volviera a sonar el teléfono o la viera en la puerta de la calle. Solo de
pensarlo me entraban arcadas. Yael también estaba contrariada pero no consiguió
ponerla de malhumor. Yo sin embargo quedé cabizbajo arrastrando el carro intentando
mantener la compostura para poder pensar mejor. Estaba tan nervioso que olvidé
donde había aparcado el coche y vagamos durante media hora hasta que Yael se
dio cuenta que estábamos dando vueltas por la planta equivocada. Ahora que lo
pienso con tranquilidad, toda la escena fue producto de la casualidad del
malabarismo de los números 8:48 y después del 22 que no hicieron más que la
extraña aparición de tres personas convergiendo en un mismo punto. Si lo
hubiéramos planificado no habría salido tan bien, los tres estábamos lejos de
donde solíamos encontrarnos y a última hora de la tarde −“¿quién decide
acercarse a un centro comercial, si están a punto de cerrar?. Pues por lo que
se ve, los tres”.
Yo solo quería salir de allí cuanto antes,
borrar ese momento. Tenía ese malestar que momentáneamente no te deja respirar
y te ahoga. Esa Señora tenía que salir definitivamente de mi vida. Le reproché
a Yael tanto lío de cifras y traté de convencerla que en este caso los números
nos habían llevado directamente al encuentro. Apesadumbrado
no encontraba la suerte en la elección por ningún lado.
Hicimos el camino de regreso en silencio, casi
al llegar al garaje de nuestro apartamento, Yael me sonrió, trató de calmar mi
ansiedad y con voz tranquila de convencimiento, me dijo: –“Se acabó, te lo prometo estoy a punto de finalizar el tratamiento”.
La Señora Ivet después de muchas
horas de terapia, debió clarificarse y comprendió que era difícil recuperar la
relación con sus padres, después de haber acabado con su paciencia y haberlos
maltratado durante años debido al estado de enajenación por consumo de drogas.
No aceptaba el desprecio de ellos, aunque les había dado suficientes motivos
para que renegaran categóricamente de su cariño. La medicación y la terapia
psicológica la estaban ayudando a encarar su nueva situación y Yael me confirmó
su convicción más que evidente de mejoría.
Una última llamada constató la
despedida de la Señora Ivet, al oírla me puse en modo defensivo y mi voz cambió
de tono. Esta vez sólo quería hablar conmigo−“Discúlpeme por todo,
no era mi intención. Quiero que se ponga
en mi lugar y que comprenda mi angustia. Es duro aceptar el desprecio de mis
padres, a pesar de que yo vaya mejorando mi carácter. Ahora que son mayores, más
que nunca desearía recuperar su cariño, pero no quieren saber de mí y eso me ha
enloquecido …” y
colgó.
Cuando suena el teléfono fijo,
todavía me pongo tenso y cuando regreso a casa, el corazón se me acelera por si
estuviera esperando en el portal. Ha pasado tiempo desde que se despidió
disculpándose, pero la sensación de inseguridad aun me persigue, parece como
que echo de menos el miedo a enfrentarme a ella. Es extraño mi comportamiento,
no sabría explicarlo bien, supongo es la anormalidad del que ve amenazado su
territorio. Pude llegar a entender la desesperación de la Señora Ivet por el
vacío de afección de unos padres que han perdido el apego con su hija. Ella los
despreció y humilló y cuando quiso reparar el daño fue demasiado tarde y perdió
el sentido de la normalidad.
No ha habido más visitas ni llamadas
inoportunas. Esta mañana a las 8:08 Yael me dejó en la oficina como todos los
días. El abrazo de despedida nos fundió
en un largo beso. Dando marcha atrás al coche, murmuró risueña a través de la
ventanilla: −“Te veo en casa… a las
21:12”.