domingo, 22 de noviembre de 2020

GUARISMOS CAPICÚA

 


Un problema colateral

Cuando le dije a Yael que debía frenar en seco a la Señora Ivet por su comportamiento irracional, ella se río de mí y juntando sus labios a los míos me convenció de que no era para tanto. Hacía varios meses que me había puesto paranoico con una de las pacientes de mi mujer. No entendía qué demonios hacía en el portal de nuestro apartamento esperando a que ella llegara. Para mis adentros cuando la veía le decía: “¡mujer vete a su consulta, pide otra cita y allí lo sueltas todo!”. Enseguida entendí que lo que hacía era algo fuera de toda lógica y que aún teniendo sesiones terapéuticas quincenales no le llegaban.  No sé cómo dio con nuestra dirección particular, pero por estar esperando a Yael no iba a mejor su situación. Una consulta en el peldaño de un portal y en la calle a altas horas de la noche qué podía aportar de mejora. El caso es que empezó a venir un día y después lo tomó como norma más de la cuenta.

 La primera vez que la vi, casi tuve que apartarla para meter la llave en la cerradura “¿Me disculpa, por favor?.” Ella emitió un gruñido como quién dice −“no me da la gana, déjame en paz”− y desconfiado mientras abría el portal le pregunté si esperaba a alguien. La verdad es que hubiera sido mejor no haberle dicho nada porque lo primero que me soltó fue un corte de manga y luego me enseñó una peineta con la que me acalló cualquier tipo de reproche. Yo no sabía que estaba esperando a mi mujer, pensé que era una trastornada que se había equivocado de lugar. Me sorprendió su buen aspecto y la luminosidad de su cara. Ese día Yael llegó tardísimo a casa y en la entrada ya no vio a nadie. La mujer debió irse por aburrimiento. Cuando le tendí una copa del Verdejo que le gustaba le conté atropelladamente el episodio de la “loca” y acabé diciéndole con voz en falsete “unas sesiones de terapia no le vendrían mal a esa, deberías tratarla”.

Mi mujer me iba describiendo a la persona con la que yo había tenido el encontronazo. Ojos azules y saltones, cara redondeada, una tez preciosa, media melena negra, altura media, bien vestida, en general buena presencia. Perplejo asentía a cada uno de los detalles y confirmaba uno a uno el perfil de sus rasgos. Ella iba hilvanando palabras de alivio. ”No te preocupes es una paciente inofensiva, me ha debido seguir algún día hasta aquí y ahora que sabe dónde vivo tratará de que siga haciendo terapia de barrio en la calle, una última oportunidad para decir algo más” y se río a carcajadas quitándole importancia al episodio. –“Tu ignórala, no nos va a relacionar, te dejará tranquilo, solo me busca a mí.  El próximo día en consulta lo soluciono y no volverá más”.

Yael se equivocaba y ya eran más de tres meses soportando sus visitas. Estaba por saludarla, casi entablar una pequeña conversación con ella, pero cuando hacía ademán de abrir la boca, asomaba el dedo corazón de forma tan tiesa que, recordando las palabras de mi mujer, la ignoraba para no entrar en relación ninguna. Reconozco que verla apostada en la puerta me ponía muy nervioso, y no me dejaba maniobra para reaccionar. Creo que yo sobreactuaba y me preparaba para una respuesta a la defensiva, pero nunca llegamos a decirnos nada fuera de miradas desafiantes.

A veces fantaseaba con devolverle el mal gesto y era yo el que la maldecía y en ese momento de insultos recíprocos la liábamos en la puerta y competíamos a ver quién la decía más gorda. En seguida aparté de mi mente esta visión tan negativa de mí. Reconozco que en situaciones raras como ésta no sé desenvolverme bien. Soy un tío al que  no le gusta polemizar y suelo desaparecer cuando se complica un momento comprometido de enfrentamiento verbal.

Le dije a Yael que me estaba agobiando, –“Pon remedio a esto porque si no apareceré yo en tu diván y será ella la que se adueñe de nuestra casa”. No entendía por qué no veía el peligro de una persona que no estaba bien psicológicamente y al final nos enzarzamos entre nosotros por ella.

Con voz seria y un tanto enfadada me preguntó qué quería decir con esa afirmación tan a la ligera. Torcí un poco el “morro”, me sentí cuestionado y solté:  –“¿no te parece que está desequilibrada, que no rige bien, que hace cosas anormales?”. No me atreví a decir la palabra “loca”, sabía que se iba a enfadar conmigo, pero en el fondo, lo era y me parecía que no había calificación más adecuada para una persona cuyo comportamiento era inusual. ­–“Te recuerdo que estoy de tu lado y no quiero entrar en tu terreno de trabajo, ni mucho menos hacer diagnósticos profesiones que no me incumben. Prefiero moverme, en un terreno más mundano, en el lenguaje de la calle para llamar a las cosas por su nombre, sin utilizar rodeos que nos lleven a tabúes lingüísticos, que tengan tantas matizaciones que lo que parece una cosa, puede convertirse en la contraria”. La verdad es que no había quien me ganara a enlazar una serie de subordinadas que no tenían mucho sentido. Yo lo que quería era borrar de mi vida a esa intrusa que pertenecía a otro mundo, que yo no quería ni conocer; qué mi mujer me entendiera y que su trabajo quedara fuera del ámbito familiar.

Varios vecinos me preguntaron si la conocía, por supuesto lo negué siempre. Cuando hablaron de llamar a la policía, los llamé exagerados e incluso disculpé su espera argumentando que no hacía mal a nadie y cuando uno se atrevió a mencionar a Yael y relacionarla con ella, negué fuertemente la afirmación y esa ponderación histriónica me costó la credulidad. Así que a partir de ese momento no solo tenía que encararme a la “loca” sino que tenía que lidiar el enfado y las malas caras con los que compartía en algún momento del día el ascensor.

Alguien debió amenazarla porque dejó de esperar a Yael o eso imaginaba yo. Lo cierto es que extrañaba la adrenalina de comprobar que ahí estaba de nuevo y estuve a punto de hablar con mi mujer de cómo había acabado el caso de la Señora Ivet. Por prudencia y miedo a reabrir algo zanjado, preferí no tocar el tema, dejarlo pasar y no saber absolutamente nada más.

Me relajé y aquel episodio incómodo se convirtió en una anécdota, hasta que una tarde sonó el teléfono fijo de casa, la singularidad de la llamada me sorprendió, pero jamás hubiera pensado que sería ella. Una voz descarada y borde preguntó por Yael y yo reconocí su voz.

Esa llamada llevó a otras y el sonido del aparato se volvió insistentemente habitual a ciertas horas. La Señora Ivet insistía incansable cada cuarto de hora hasta conseguir su objetivo, que no era otro que hablar con su terapeuta. No me atrevía a cortar el teléfono, no sabía hasta donde podía llegar la fijación de la paciente y quién sabe cuál sería el siguiente reto para contactar con Yael. Para mí esa obstinación obsesiva se llama, “Acoso”, y yo me sentía acosado. Por mucho menos había denuncias que tenían como consecuencia el alejamiento por orden judicial entre personas. Pero Yael seguía tranquila, la veía inofensiva, es cierto que se enfadaba con ella por llamar a nuestro teléfono privado, pero me aseguraba que el tratamiento le estaba funcionando. Por mucho que yo maldijera o levantara las manos enfadado queriendo salir de esa situación, buscando explicaciones, alternativas o soluciones a esa intromisión, ella más trataba de demostrarme que todo estaba controlado, que cuando hablaba con ella se calmaba y su drama conseguía sosegarse. Resulta que el problema iba a ser yo, que no sabía si podría controlar mis nervios por más tiempo. Así que proporcionalmente a la quietud que iba consiguiendo la paciente yo estaba cada vez más estresado, angustiado y fuera de mí. El día que me amenazó con que si no recibía en un par de horas la llamada de Yael la denunciaría ante el juez, fue cuando decidí plantarme y pensar que hasta aquí había llegado. Me enfrenté por el teléfono, no sé ni lo que le dije, posiblemente nada bueno, estaba demasiado irritable y atropellé las palabras en mi interlocución. Soy consciente que la provoqué porque ya no podía más y ambos acabamos chillándonos por el auricular. Del cabreo me temblaba todo el cuerpo, estaba demasiado malhumorado. Cogí mi móvil y hablé con Yael. No sé cuántas barbaridades le dije también, me había sacado de quicio la “señora esa” y ya estaba harto de aguantar su falta de límites “Tienes que solucionarlo o la denuncia ante el juez la pongo yo”.

Para mi esposa lo sucedido no era más que una crisis maníaca de atención,   “son así esta clase de pacientes, las amenazas forman parte de su tragedia, te repito que es inofensiva, no me va a denunciar nunca”, pero se olvidaba de mí y de mis salidas de tono por culpa de ella.

 

La Consecuencia de los Números

Estaba esperando la siguiente envestida de acoso, pero el teléfono dejó de sonar. A veces al volver a casa por la noche estaba aprensivo por si la veía en el portal, pero tampoco apareció. Yael me había convencido que no habría más llamadas ni aparecería más por el edificio. Aunque no le creí del todo porque seguía tratándola y sabía que ese momento de calma frágil se rompería con una nueva aparición. Y así fue, ésta vez los tres tuvimos un encuentro fortuito.

Yael es una obsesiva de los números. Su vida está marcada por la conjunción de guarismos capicúa y su destino se elabora diariamente en torno a ellos. Su despertador suena cada mañana a las 7:07 nunca antes o después y a partir de ahí va uniendo eventos consecutivamente en su agenda con la numeración deseada. Así el día se le va complicando con una maraña de cifras concatenadas que llegan a ser obsesivas. “Necesito números que me arropen, de la mayoría no me fío, aunque hay excepciones como el 17, lo soporto, pero no me preguntes por qué.” Para mí era gracioso verla en semejante lío y burlándome de su manía le animaba a que recibiera terapia para relajar su cerebro de tanto estrés numérico. No puedes dejar tu suerte al albur de tanto cálculo mental, necesitas ayuda”−. Ella se reía y continuaba con lo suyo”.

Hacía tiempo que planeábamos renovar el mobiliario del apartamento y  pensó que me vendría bien ocupar mi mente en planificar el cambio y dejar de estar involucrado en asuntos de su trabajo. Quedamos en La Vaguada a las 8:48 como no podía ser de otra manera. Habíamos visto en un catálogo de muebles, un sofá cama que nos encajaba perfectamente en la habitación de invitados e íbamos a comprarlo. El volumen del embalaje se dividía en varios paquetes así que cada uno cogimos un carro plano donde portar las estructuras. En la salida, antes de pagar vi a Yael elegir el puesto de pago con numeración 22. nos dará suerte para montar todo este mobiliario−”. Yo me asusté por la cola que tenía y traté de convencerla de ponernos en otros terminales con menos afluencia de público. Miró hacia el 11 pero no debió convencerle porque nos quedamos en el primero elegido.

Me reía de su elección, le besé la frente y allí mismo le di un abrazo. Me enternecía su manera de guiarse hasta en actividades insustanciales y  automáticas en las que yo jamás repararía, pero esas pequeñas cosas eran lo que me sorprendían de ella, lo que me gustaban de su manera de ser. No traté de convencerla porque no podía, ni quería cambiar su extravagancia obsesiva, así que nos quedamos en la caja 22, la que tenía más cola del establecimiento.

“Hola qué tal, qué casualidad, ¿cómo estás? “, Observé la mutación de la cara de Yael y me giré hacia el lado de mi espalda para comprobar de quién se trataba. Allí estaba la Señora Ivet, en la cola contigua a la nuestra con una cara más cortada que la que se me quedó a mí al verla. Con voz de compromiso saludó e intentó intercambiar con mi mujer unas palabras de alivio sobre su situación. Una voz potente pero tranquilizadora la paro al instante –“Aquí no, ya hablaremos en la consulta”. La Señora Ivet me miró a los ojos y debió comprenderlo todo. Yo era el marido de su terapeuta, el tío que veía entrar por el portal siempre que ella esperaba. A lo mejor me oyó hablar con Yael mientras bromeábamos por la elección de los números y reconoció que el que cogía el “puto” teléfono era yo, cuando entraba en esa “fase maníaca” de la que me hablaba Yael. Me miró a los ojos y yo le mantuve la mirada. Progresivamente fui separando mi carro hacia atrás, alejándome del de mi esposa, como si no tuviera que ver con ella, como si fuera otro cliente esperando por mi turno. –“¡Vaya reacción más absurda!”− Creo que el miedo a unas consecuencias inexistentes, jugaron en mi contra. Se me revolvió el estómago del disgusto y de la situación tan extravagante se me amargó la noche del viernes. Había quedado clarísimo que estábamos justos y yo ahora pensaba negativamente en lo que pasaría cuando volviera a sonar el teléfono o la viera en la puerta de la calle. Solo de pensarlo me entraban arcadas. Yael también estaba contrariada pero no consiguió ponerla de malhumor. Yo sin embargo quedé cabizbajo arrastrando el carro intentando mantener la compostura para poder pensar mejor. Estaba tan nervioso que olvidé donde había aparcado el coche y vagamos durante media hora hasta que Yael se dio cuenta que estábamos dando vueltas por la planta equivocada. Ahora que lo pienso con tranquilidad, toda la escena fue producto de la casualidad del malabarismo de los números 8:48 y después del 22 que no hicieron más que la extraña aparición de tres personas convergiendo en un mismo punto. Si lo hubiéramos planificado no habría salido tan bien, los tres estábamos lejos de donde solíamos encontrarnos y a última hora de la tarde “¿quién decide acercarse a un centro comercial, si están a punto de cerrar?. Pues por lo que se ve, los tres”.

 Yo solo quería salir de allí cuanto antes, borrar ese momento. Tenía ese malestar que momentáneamente no te deja respirar y te ahoga. Esa Señora tenía que salir definitivamente de mi vida. Le reproché a Yael tanto lío de cifras y traté de convencerla que en este caso los números nos habían llevado directamente al encuentro. Apesadumbrado no encontraba la suerte en la elección por ningún lado.

 Hicimos el camino de regreso en silencio, casi al llegar al garaje de nuestro apartamento, Yael me sonrió, trató de calmar mi ansiedad y con voz tranquila de convencimiento, me dijo: –“Se acabó, te lo prometo estoy a punto de finalizar el tratamiento”.

La Señora Ivet después de muchas horas de terapia, debió clarificarse y comprendió que era difícil recuperar la relación con sus padres, después de haber acabado con su paciencia y haberlos maltratado durante años debido al estado de enajenación por consumo de drogas. No aceptaba el desprecio de ellos, aunque les había dado suficientes motivos para que renegaran categóricamente de su cariño. La medicación y la terapia psicológica la estaban ayudando a encarar su nueva situación y Yael me confirmó su convicción más que evidente de mejoría.

Una última llamada constató la despedida de la Señora Ivet, al oírla me puse en modo defensivo y mi voz cambió de tono. Esta vez sólo quería hablar conmigo“Discúlpeme por todo, no era mi intención.  Quiero que se ponga en mi lugar y que comprenda mi angustia. Es duro aceptar el desprecio de mis padres, a pesar de que yo vaya mejorando mi carácter. Ahora que son mayores, más que nunca desearía recuperar su cariño, pero no quieren saber de mí y eso me ha enloquecido …” y colgó.

Cuando suena el teléfono fijo, todavía me pongo tenso y cuando regreso a casa, el corazón se me acelera por si estuviera esperando en el portal. Ha pasado tiempo desde que se despidió disculpándose, pero la sensación de inseguridad aun me persigue, parece como que echo de menos el miedo a enfrentarme a ella. Es extraño mi comportamiento, no sabría explicarlo bien, supongo es la anormalidad del que ve amenazado su territorio. Pude llegar a entender la desesperación de la Señora Ivet por el vacío de afección de unos padres que han perdido el apego con su hija. Ella los despreció y humilló y cuando quiso reparar el daño fue demasiado tarde y perdió el sentido de la normalidad.

No ha habido más visitas ni llamadas inoportunas. Esta mañana a las 8:08 Yael me dejó en la oficina como todos los días.  El abrazo de despedida nos fundió en un largo beso. Dando marcha atrás al coche, murmuró risueña a través de la ventanilla: “Te veo en casa… a las 21:12”.


jueves, 24 de septiembre de 2020

LOS SINÓNIMOS DE LA INVULNERABILIDAD




UNA PALABRA PAROXÍTONA

Prólogo…Como me atrevo yo a hablar de Resiliencia, siendo mi madre una de las teorizadoras más importantes en el panorama psicológico actual, donde para explicar el término se ha empleado a fondo y lo ha plasmado en varios libros lo suficientemente gruesos  como para decir todo lo necesario sobre esta capacidad de superación tan particular. Cuando le digo que después de tanta teoría y tantos ejemplos de pacientes,  no me queda muy claro cómo definir este concepto tan de moda entre terapeutas, teóricos de la psicología e investigadores de la conducta humana, entiendo su enfado, sé que soy desesperante y que despacho sus escritos, con una frase tan simple como “caerse y levantarse” no dejando que el trauma invada cada hueco de vida y empezando de nuevo sin un ápice de preocupación. ¿Podría ser algo tan simple como eso? Si fuera así, parece fácil desbloquear la situación vital del resiliente y en menos de un abrir y cerrar de ojos, vuelta a empezar con la vida. Sin mirar hacia atrás puedes llegar a convencerte de  tener una nueva oportunidad para alcanzar el éxito.  Lo que a ella le lleva horas de interminables sesiones terapéuticas con pacientes yo lo resumo en las casi 300 páginas de este libro partiendo de la premisa “Empezar de nuevo”. Ese va a ser el principio y el fin para ayudaros a canalizar el trauma y a que viváis sin sufrimiento y podáis afrontar nuevos retos. Al final de este libro te vas a sentir mucho mejor, tendrás una fuerza interior que te saque de toda la ansiedad que llevas dentro. Sigue mis consejos y en menos de una semana verás cumplidos tus objetivos".


Cerré el libro y lo tiré a un lado del sofá, no creía volver a abrirlo. Me parecía increíble que  yo pudiera estar leyendo este tipo de lectura de autoayuda. Siempre he echado pestes contra esta clase de autores. Me parecen zafios y mentirosos, que juegan con los sentimientos de personas vulnerables en un momento en que sus defensas anímicas están en horas bajas. En ese punto es donde estaba yo. Casi tocando fondo, inmersa en una tristeza que no se iba y fue entonces cuando Varda, mi vecina, me recomendó este libro. Supuso que me vendría bien y calmaría toda la angustia que llevaba dentro. Ella era una incondicional de este subgénero literario,  que yo consideraba menor y al que ella ensalzaba como el gran paradigma con el que se transportaba a un estado permanente de felicidad. Se puso tan pesada con que debía leerlo que por no hacerle de menos obedecí su consejo y accedí a echar un vistazo al libro de una de sus autoras predilectas, Renè Eloïse Morandé. Aunque yo no había oído hablar de ella, según Varda, “-era una eminencia”, “una salvavidas” que vendía millones de copias a un público, mayoritariamente femenino y que con su escritura  hábil, dinámica y parece ser que divertida, se había convertido en una autora de éxito que no dejaba de aparecer por los programas televisivos matutinos, vendiendo sus técnicas de salvación emocional. La verdad es que tampoco me interesaban esos programas, pero reconozco que la curiosidad me llevó a encender la televisión un día que Varda me dijo que la entrevistarían en el canal 9. Me daba vergüenza ajena estar viendo ese tipo de programa en el que todo eran chismes dirigidos a  “chicas”. Sabía que Varda, al acabar la conversación con la señora Morandé, a la que llamaban doctora sin tener ningún doctorado hecho, me iba a llamar por teléfono o lo que era más probable, se iba a presentar en mi casa para hacer  sesión coloquio. La tal Renè Eloïse no decía más que obviedades, mientras el público aplaudía una sarta de frases hechas que podrían ser dichas por cualquiera que la vida le hubiera golpeado y tragándose su dolor continuara su día a día. Veinte minutos de entrevista de una mujer que despreciaba la sabiduría de su madre y de todo un colectivo de terapeutas era como para echarse a temblar y pensar que realmente en su vida habían ocurrido cosas “feas” que estaba canalizando haciéndose “Coach Emocional” y dándole a su familia en los morros con todo el peso de una serie de teorías absurdas plagadas de ejercicios de autoayuda, para resolver “bloqueos emocionales”. No, rotundamente no iba a caer en el absurdo de sus consejos y cuando Varda llamó a mi puerta tenía varias respuestas preparadas para contradecir toda esa palabrería ajena a mi personalidad.  Varda puso en mis manos una colección de cinco libros y me dijo  - Ruth, te doy un par de semanas, después hablamos.-

No había sido capaz de acabar el primero de los panfletos que días antes me había prestado de Doña Renè  “Caer y Levantarse: diez pasos sencillos para seguir viviendo” como para continuar con el resto. Estuve a punto de decirle a Varda un  “ni lo sueñes”, pero estaba tan ilusionada con prestármelos que extendiendo mis brazos los tomé asegurándole hipócritamente que serían la solución a mi desánimo. Prometo que  lo hice para que ella se sintiera bien. Me había visto tan desvalida, desaliñada y sola que entendía que se presentara con todas sus armas para convencerme de que “la vida continuaba y solo yo tenía el poder de salir del bache en el que me encontraba” y lo iba a hacer gracias a su ayuda y a la súper motivadora y autora de grandes éxitos la señora Morandé.

Llevaba tiempo viviendo en una casa adosada de una urbanización cercana a la ciudad y mi vecina preferida, Varda,  vivía dos casas más allá. Cuando me mudé a esta casa mis hijos eran muy pequeños y ella estaba embarazada de su única hija Shana. Cuando ella nació yo ya tenía cuatro hijos, dos niñas preciosas y dos muchachitos aún más guapos. Así que ambas hicimos tantas horas de parque que acabamos siendo inseparables, dentro de un orden claro, porque entrar en mi casa, dependiendo de las horas, era todo un caos, un trajín de comidas o de baños que Varda quería evitar. Todo en ella era control, organización y orden. Por supuesto en esos momentos mi casa era una jauría divertida, llena de ruidos, de mucho alboroto, un guirigay de risas constantes, y una torre de babel con lenguajes en diferentes procesos formativos. Mi exmarido era un alemán recio, al que le gustaba todo lo que a mí más me disgustaba. La disciplina la llevaba por bandera, pero con cuatro criaturas  eso era imposible de mantener. Además a mí me encantaba ese desorden infantil que te hace sentirte vivo. Así que chocamos muy pronto en la manera de educar y cuando los padres no coinciden en las mismas órdenes, el sistema se vuelve caótico y el caos invade la vida familiar. Después de 15 años de matrimonio, un día dijo que se iba a su país y ya no le volvimos a ver más. Este fue uno de los primeros tumbos que recibí, la primera bofetada en frío que tuve que encajar desde que a los 22 años me hice adulta para vivir con El alemán. La parte más positiva es que mis hijos, aunque se habían convertido en huérfanos de padre por voluntad propia de él,  eran totalmente bilingües y eso les iba a abrir muchas puertas. Al igual que ellos, yo también lo era, y utilicé toda esa sabiduría para encontrar, a marchas forzadas, un trabajo que me permitiera mantener lo obtenido con Derek y que la zozobra, el desánimo o la carencia económica no nos alcanzara. Yo había estudiado filología inglesa, aunque nunca había ejercido como profesora, porque nada más terminar conocí al señor Klein que había venido a trabajar a mi facultad con un contrato de profesor lector de alemán. Nos enamoramos perdidamente y cuando quise buscar mi primer trabajo, estaba embarazada de gemelos y cuando pude empezar a preparar las aburridas oposiciones ya venía el cuarto hijo en camino, por un descuido tonto en el cómputo de los días fértiles. Los idiomas siempre se me han dado bien y después de ese sorprendente abandono, no tuve tiempo para pensar en lo desgraciada que me sentía. Me focalicé en lo prioritario para la familia: buscar un trabajo que nos diera al menos de comer. La verdad es que antes de que pasara un mes  me contrataron en el Colegio Internacional Alemán, eso sí como profesora de español. Maggi la subdirectora conocía a Derek y sabía la fatiga económica por la que estábamos pasando. Convenció al director del centro para que me diera una oportunidad. No me importó ponerme con la gramática española, me sentía feliz por obtener un sueldo a final de mes. Hubiera cogido cualquier cosa por mantener a flote a mis cuatro hijos. Años más tarde cuando ya era una veterana y el director del colegio comprobó mi gran capacidad para el trabajo y los idiomas llegué a dar alemán e inglés. Si no hubiera sido por mis padres no hubiera salido de ese bache, ellos me ayudaron con los niños y yo acepté que entraran en mi vida y en la de mis hijos para paliar la ausencia de ese cobarde e infame alemán que años después se convirtió en mi EX.

Varda fue para mí el escape fuera de la familia, a su hija Shana le encantaba estar en mi casa, porque era una continua fiesta y se convirtió en una más de los nuestros, aunque a su madre le molestaba tener que luchar con el desorden de ella una vez que volvía a su casa. Y si la pequeña se pasaba las tardes del fin de semana en mi casa yo me las pasaba con su madre. Varda y Tony eran una pareja estupenda y me acogieron emocionalmente siempre que lo necesité.

-RE-

Me costaba concentrarme en el libro de la tal Renè Eloïse, pero le había prometido a Varda leerlo y llegar al final. De lo que estaba segura es que iba a pasar de los otros cinco libros.

“…Seguir adelante, ese es el reto. Tú puedes no olvides que la fuerza está en ti, los demás no cuentan. Eres lo mejor que te ha pasado. Deja la pena y no pienses en los demás. Qué estás sola, perfecto, eres el valor que tienes. Tú eres el objetivo de tu vida. No olvides que la alegría está en ti. Adelante, abre tu corazón, anímate y dirígete a tu fin último que eres tú, lo mejor que te ha pasado”.

La lectura era insufrible, yo era una gran lectora pero no de estas bobadas, los párpados se me cerraban y no conseguía concentrarme en el contenido. Me llamó Varda para tomar un café y le puse en sobre aviso que me estaba costando pasar las páginas del libro. Con toda esa cadena de palabrería cursi, que no decía nada más que banalidades, que a mí ni me iban ni me venían, ni me resolvían ni me hacían sentir mejor. Soy de decir las cosas sin filtro pero se lo dije con delicadeza, porque en realidad me daban ganas de tirarlo a la basura. Ella por otro lado, me conocía bien y sabía que esa ayuda no me iba a funcionar, pero quería intentarlo por si acaso hubiera una mínima posibilidad de auxilio o apoyo. Y por mi amistad con ella hice una lectura rápida. Le prometí que le daría al libro la oportunidad de 30 minutos para acabar de una vez por todas con la autoayuda de la Señora Morandé. -Te tienes que tranquilizar, interiorizar lo que lees y llevarlo a la práctica-.

Una tarde me llamó la policía municipal hablándome con voz pausada de mi hija Orel, solo escuché dos palabras: moto y accidente. Un vacío frío de gritos y llantos cubrió nuestra familia de un luto negro que le llevó años aliviarse y del que algunos aún seguimos temblorosos por su pérdida. Mis padres me ayudaron de nuevo a sobreponerme de un segundo palazo que me quebró parte de la existencia y Varda se convirtió en la pomada necesaria para salir del socavón en el que me había metido, sin saber por qué Orel se había montado en una moto con un muchacho, del que nunca habíamos oído su nombre, y se habían salido del viaducto de la autopista, tomando el vacío como el último camino hacia la nada.

Nunca me he recuperado de la pérdida de mi hija, pero sí conseguí calmar mi tristeza con los años. Pude levantarme  a base de mucho esfuerzo, mucho cariño de mis hijos, de la presencia de mis padres y de la ayuda de mi vecina Varda. En esa temporada no había día que no nos viéramos. Me mandaba mensajes por la mañana, me llamaba por la tarde y aparecía en mi casa por la noche con cualquier pretexto. Un día le dije: -Si sigues así Tony te va a dejar, estoy bien, me da cosa que estés tan pendiente de mí -. Ella se reía y me contestaba que yo lo haría por ella también. Cuando los gemelos me dijeron que querían hacer un Erasmus en Alemania, no sé por qué supe que estaban planeando quedarse a vivir en Düsseldorf, la verdad es que las oportunidades laborales eran infinitamente mejores que aquí y supongo que les tiraba conocer la patria del sinvergüenza de su padre e incluso entendí que  tuvieran la curiosidad de intentar conocerlo a pesar de que él nunca había querido saber nada de ninguno de nosotros desde que se marchó. 

Se notaba el vacío de ellos en casa, sus habitaciones ordenadas, sin vida e inertes nos hacían echarles de menos. Mi padre siempre me decía que: “estando bien los niños, nosotros estaremos bien” y era verdad. Se instalaron en un apartamento cercano a la facultad de medicina y de biología y a los pocos días estaban tan adaptados que parecían  de allí de toda la vida. Así que el resto de la familia incluida Shana y por extensión Varda y Tony vivimos un momento bueno de calmada felicidad.

Tuve que empeñarme para retomar y acabar el libro, lo hice por ella y sólo por ella. Había párrafos que me provocaban la carcajada, sobre todo cuando era tan insistente en asegurar al lector que debía creer en sí mismo,  como la consecuencia de su curación. Me Tomé la lectura como los deberes que les mandaba a mis alumnos y la verdad es que algunos párrafos me hacía reír de malos que eran.

“Lo primero que debes hacer es creer en ti misma, solo tú sabes de tu problema y en el fondo de tu alma sabes salir, aunque no te lo creas sabes, sé que no lo ves claro, pero eres fuerte y lo sabes hacer. Déjame que te diga que puedes y que eres lo mejor que hay en el mundo. Eres la mejor de los humanos y nadie te va a parar en lo que sabes hacer.

 

-SI-

Cuando Bertha estaba pensando en irse a vivir a Sidney traté de convencerla de que había sitios más cercanos para poder emprender su futuro. No hubo manera de hacerle ver ninguna ciudad europea atractiva para desarrollar su proyecto artístico fotográfico. Un Sábado por la tarde nos reunió en el salón de casa, mis padres me miraron, como si yo supiera de que se trataba, para que les diera alguna pista, pero yo no tenía ni idea de que era lo que nos iba a decir la pequeña de la familia. Abrió su ordenador, nos enseñó unas magníficas fotografías de Sídney y haciendo una reverencia dijo: -Aquí está mi futuro.- Nos enseñó los billetes de avión hacía las antípodas y cinco días después estábamos los tres despidiéndola en el aeropuerto con la misma cara de sorpresa y circunstancia que teníamos desde el anuncio de su marcha.

A mi padre ya le habían diagnosticado un aneurisma y ante la gravedad de lo que significa ese pronóstico me hice la fuerte y no di importancia a la marcha de Bertha. Por dentro estaba que me corroían las vísceras y el pulso tomaba vuelo para traspasar los límites de una ansiedad incontrolada. Necesitaba hablar con Varda. Fui hasta su casa y no paré de llorar hasta que los ojos se me hincharon. Cuando regresé a la mía vi la cara de mi madre  y supe que había hecho lo mismo que yo. Pocos meses más tarde enterramos a mi padre. Los médicos habían predicho que le quedaba poco tiempo de vida y no se confundieron en calcular los meses hasta su fin. En aquel momento mi madre y yo conocimos la soledad en estado puro. Yo la apoyaba a ella  y ella no dejaba que yo me derrumbara. Había días que recordábamos momentos pasados y deseábamos que Varda y Shana nos visitaran para alegrarnos la tarde.

“Sería bueno mantener la calma ante situaciones adversas. Respirar y aprender a controlar las emociones es tu objetivo primordial. Cuando mi madre les habla a sus pacientes mantiene un tono sereno para llevar las emociones al terreno idóneo para que el paciente saque todo lo que tiene. Con mis indicaciones tú vas a gestionar la ansiedad que llevas dentro, la puedes controlar, vencer. Tú puedes levantarte y seguir adelante. Esfuérzate, trabajas para ti. Eres lo único bueno, lo relevante a cuidar para continuar sin miedo. Controla tus miedos, tú puedes con tu vida.

-LIEN-

Envidiaba a Varda y Tony, eran abuelos de tres nietos. Oía aparcar el coche de Shana e Isma todos los Domingo y los días festivos. Su casa se llenaba de vida y ahora que yo estaba sola, ella insistía para que comiera con ellos como un miembro más de la familia. Ante mi negativa Varda se ponía tan pesada que si no me unía se enfurruñaba hasta conseguir que me uniera a su clan. Acepté pasar con ellos varios Domingos pero no me sentía cómoda. Mi mente divagaba y pensaba en mis hijos, me entristecía que vivieran tan lejos y aunque nos veíamos en Navidad y verano no era lo mismo; el tiempo juntos, pasaba muy rápido y enseguida me volvía a quedar sola. Yo no tenía nietos, ellos no querían tener hijos, no era algo que me molestara, era una decisión de cada uno y sus parejas y estaba bien así.

Cuando el pasado marzo nos confinaron por  la pandemia del coronavirus Covid no tenía idea de que mi madre se iba a despedir tan pronto de mí. Yo le pegué la enfermedad, le contagié el microbio que le provocó el colapso pulmonar hasta dejarla sin vida, 30 días después de sus primeros síntomas.

Días antes del confinamiento, una tarde al llegar del colegio me encontré mal, tenía unas décimas de fiebre, me dolía el cuerpo como si hubiera hecho un ejercicio excesivo y parecía que me faltaba el aire. No le di mucha importancia me tomé un paracetamol, me fui a la cama y al día siguiente estaba mucho mejor. No dejé de asistir a mi trabajo porque aún con resfriado nunca había dejado de asistir a él y por tanto no dejé de estar en contacto  una y otra vez con una enfermedad que no tenía ni idea que existiera, pero de la que aprendí demasiadas cosas tan pronto como llegó a mi vida.  Mi madre se ahogaba y yo no sabía qué hacer. Varda nos llevó al hospital, las prisas no nos dejaron despedirnos de ella porque no sabíamos cómo iban a suceder los acontecimientos. No volví a ver a mi madre. Recogí sus cenizas 20 días después de su muerte. Solo Varda y yo le rendimos los honores en el cementerio, sin saber qué ocurrió exactamente con ella,  cómo lo pasó o cómo murió. Sí, fui yo, su hija, la que le llevó a ese abismo y lo que fue para mí un estado pasajero con un ligero dolor muscular y unas décimas de fiebre, en  ella se trasformó en un estado mortal.

“Ante el descontrol emocional debes tornar en control, calma y sosiego. Tú contigo misma, hay que superar las dificultades. Puedes llorar, saca lo que tengas para  dejar las penas, no te sientas víctima de nada. No eres culpable de tus desgracias, son parte de la vida. Si sigues los diez consejos que te he dado vas a ganar la partida. No estás sola. La actitud es tu aliada. No olvides que puedes con todo”.

 

Cerré el libro con la intención de dejarlo, ya no quería leer más.  Varda se iba a decepcionar por abandonar unos consejos que según ella eran útiles. Le mentí sobre mi estado anímico. Le hice ver que me sentía mucho mejor, después de haber acabado falsamente el libro y reconozco que lo hice para que ella no se sintiera decepcionada conmigo, realmente la convencí de que me iba a recuperar y que una mujer nueva estaba naciendo dentro de mí, después de leer los “grandes consejos de la Señora Morandé”. Era evidente que no tardaría mucho en darse cuenta de mi engaño y entonces no sé qué le diría.

Quería llorar y no podía, lo intenté varias veces con todas mis fuerzas. Mi estado era como una gráfica plana, sin oscilaciones. Abrí un armario lleno de álbumes y quise enfrentarme al pasado, eso me haría añorar y soltar emociones. Me alarmó la ausencia de lágrimas. Lo intenté escuchando a Purcell, Mozart y Händel pero tan solo una ligera emoción humedeció mis ojos.  Fue en la oscuridad de la noche cuando recapacitando sobre los sucesos de mi vida, entendí  que necesitaba la ayuda de un profesional.

 

-CIA

Había llegado a un estado que no era capaz de conectar en mi trabajo con nadie. Con los que consideraba amigos lo hacía como una autómata, sin pasión, ni interés. Tenía intención de continuar así hasta que me jubilara o hasta que me muriera, ambas cosas me parecían parte de una misma cara. Mis hijos trataban de consolarme desde las pantallas de sus ordenadores y aunque aparentaba estabilidad y equilibrio mental porque me mostraba divertida y podía “dar el pego” de una recuperación progresiva, la realidad es que yo sentía tanta pena por dentro que no veía la manera de salir de mi desgracia. Realmente estaba hundida y fácilmente un terapeuta podría diagnosticar lo que me pasaba con mirar mi cara.

Varda siguió ahí, soportando la pesadez de mi vida. Llegó a organizarme varias citas con compañeros divorciados de Tony, pero ninguna de ellas resultó buena.

Un día decidí que debía salir de esa zozobra que había cambiado mi humor y me había convertido en una mujer que lastraba una soledad profunda. Quería dejar de ser una huraña en un mundo de extraños y aunque parecía un tópico quería ser la mujer que había sido años atrás.

Varda se dio cuenta que necesitaba mucho más que los libros de Renè Eloïse Morandé para devolverme al mundo de los vivos y fue ella, una vez más, la que se empeñó en buscar a la persona que me podía ayudar. No sé dónde lo encontró, debió emplearse a  fondo para no fallar como lo había hecho con la didáctica de los libros.  Me consiguió una cita y aparecí en la consulta de terapia con una expectativa baja, más escéptica de lo que desearía y con poco ánimo de convencimiento porque alguien pudiera ayudarme.  Después de veinte sesiones desistí de sentirme víctima, dejé de darme pena, él me quitó la culpabilidad, me ayudó a canalizar las ausencias y a admitir duelos que no había hecho de manera adecuada. Me ayudó a llorar, hacía tiempo que no me emocionaba y por fin conseguí que las lágrimas se deslizaran por mi cara escuchando el Adagio de Pachelbel.  Hacía tiempo que yo me había arrancado las emociones y ahora era como si tuviera que aprender de nuevo a emocionarme. Cada dos semanas Varda me acompañaba hasta la puerta de la consulta, estaba convencida que la terapia me estaba sacando de tanto sufrimiento porque veía una mutación en mí. Un año después de mi primera visita, mi gesto era otro, había dejado de fruncir el ceño y no me pasaba los fines de semana tirada en un sofá ahogándome en mis miserias.

Fue Varda la que me enseñó el significado de la palabra paroxítona RESILIENCIA. Quiso enseñarme primero expresiones como adaptación, resistencia o invulnerabilidad y lo hizo con los medios con los que ella entendía, con palabras de otros, sin saber que la definición de todos esos términos estaba en ella misma. Su fuerza, su empeño, su ánimo incansable me enseñó todo lo que hay en las acepciones de esos vocablos. Varda me convirtió en una tímida resiliente tratando de salir de unas circunstancias traumáticas. Decidí agarrarme a ese estado para alcanzar una situación más o menos de atípica felicidad, en la que uno de los pilares de esa estabilidad no era otro que nuestra amistad.  


martes, 11 de agosto de 2020

CINCO HISTORIAS DE UN ENCUENTRO

 

 

A la salida de la academia

Siempre estaba bromeando con él,  las clases de refuerzo en la academia eran aburridas y no avanzaban en la mejora de conocimientos. Todos los días se despedían para volver a verse al día siguiente. Un día a él, le vino a  buscar su hermano y aunque eran gemelos,  a ella le pareció que su cara comunicaba de otra manera,  al mirarlo ambos se sonrojaron y tontearon con palabras sin sentido sorteando la situación un tanto incómoda.  Días después Hilario no dejaba de subir y bajar por la calle en bicicleta donde ella vivía para llamar su atención. Mirando a través del visillo de la ventana se dio cuenta que el muchacho le interesaba.  Durante una semana y siempre al atardecer, él repitió el mismo recorrido, casi agotado, con pocas esperanzas de que ella le hiciera caso y convencido de estar cayendo en el ridículo de los que lo observaban decidió abandonar la idea de seducirla. Con la velocidad del que enfila un giro hacia otra realidad, y dándose una última oportunidad, por el rabillo del ojo la vio asomarse al balcón.  A ambos se le aceleraron las pulsaciones del corazón y fue en ese segundo, justo  antes de doblar la esquina cuando cambió el destino de ambos. Quedaron para verse en el baile y de ahí pasaron juntos más de 50 años.


La escayola

“Solo un chico hace más de 30 años me ha agarrado así por la cadera para bailar conmigo, no estarías tú en el guateque del insti de Villorta,  ¿por casualidad no tendrías medio brazo escayolado?”.

 En el guateque del  instituto un chaval me pidió bailar, tenía escayolado el antebrazo, me cogió de la cintura de una manera muy sutil, de una forma respetuosa y noble, si tuviera que describir el gesto me sería difícil, porque tampoco tenía nada de particular. Después de ese baile desapareció y como la pista de baile estaba con luces de colores demasiado exageradas no puede recordar bien sus facciones. Me quedé con la postura de su brazo en mi espalda y el olor de su cuerpo pegado al mío. Volví varias veces al baile de los sábados para verlo pero desapareció de mi vida. Intenté buscarlo  durante  años pero obviamente sabía que idealizando a alguien de esa manera no iba a aparecer  jamás.

 Después de mi separación y de llevar varios años dando tumbos con varias relaciones y cónyuges,  dejé de pensar en aquel  muchacho con el que seguro hubiera sido feliz. Llevaba varios años de encargada del Restaurante Ardequim  y no tenía mucho tiempo para pensar en mi vida personal.  Un distribuidor  me llamó por teléfono para promocionar productos  Gourmet de categoría superior. Mi jefe harto de comerciales me dio vía libre para que lo atendiera. Su presencia no me dijo nada, tenía buen aspecto,  parecía un hombre formal con don de habla y convencimiento como la mayoría de su profesión. 

Se hizo nuestro proveedor principal y con tanto gasto organizó una jornada gastronómica como agradecimiento, esa jornada acabó a altas horas de la madrugada en una discoteca, es cierto que llevábamos tonteando unos meses pero sin llegar a nada en concreto.

Cuando salimos a la pista de baile sonaba  Play me de Neil Diamond  y él con su brazo derecho me cogió por la cadera y lo deslizó hacia la espalda, tuve la sensación de haberlo vivido antes, era una forma peculiar de atraerme hacia su cuerpo,  una tensión particular. Su olor me era conocido. Sufrí un escalofrío al pensar que pudiera ser él.

“Sí, hace años pinchaba en los guateques que se organizaban en el instituto, solo una vez dejé el puesto de “pincha” para bailar con una chica. Tenía el brazo escayolado me había roto el cúbito derecho empotrando mi bicicleta contra un muro.”

 Aún no salgo de mi asombro cuando despierto cada mañana a su lado, lo miro mientras duerme, lo acaricio y me agarro a él para no perderlo, para que no desaparezca como hace años.


Desde el mostrador

Todos los días era la misma “cantinela” detrás del mostrador de la ferretería de su padre,  un sin cesar de pedidos y encargos que no la dejaban vivir sus 17 años como ella quería, como lo hacían la gran mayoría de sus amigas. Era cierto que no le importaba ayudar  a su familia a diario para sacar adelante un negocio familiar heredado de sus abuelos y regentado ahora por sus padres con la ayuda de todos sus hermanos. Pero el sábado se ponía de malhumor, la jornada laboral se alargaba demasiado y cuando la dejaban salir por la tarde a eso de las 7, al  baile del centro cívico le quedaban dos horas de animación. Así no había tiempo de “hablar” con ningún chico y a sus amigas ya les había dado tiempo a emparejarse y hacían del baile lento una demostración de fidelidad para una relación duradera. Soñaba cada semana con esas dos horas e imaginaba que algún día alguien la estaría esperando  para invitarla a bailar.

A través de la cristalera de acceso a la tienda lo vio llegar, no era la primera vez que venía, se había fijado en sus ojos, en el gesto de sus manos, era simpático y amable.  Al abrir la puerta  ella empezó a sudar, sintió una alegría nerviosa en su estómago, titubeó varias veces al hablar con él, ni siquiera reconocía su timbre de voz,  siseaba y se comía las letras finales intentando hacerse la simpática. Se sintió ridícula pero esa felicidad que da la atracción le impulsó a seguir adelante. Sus gestos fueron torpes y desequilibrados en ese estado de trance amoroso, por eso no atinó a coger la caja de las tuercas y  los tornillos cayeron encima del mostrador llamando la atención de su padre y del resto de clientes. Su cara se volvió de un color rojo fuerte, si hubiera pasado en ese momento una apisonadora y la hubiera aplanado se hubiera sentido aliviada, pero tuvo que campear con su rubor aunque las piernas le flojearan y sintiera correr por su espalda un latigazo de atracción. Ziqui ni se dio cuenta de su presencia  en la ferretería.  Por lo menos le sacaba 10 años, era una niña para él. Bromeó con el estruendo de los tornillos en el mostrador de madera y por supuesto no  percibió el sonrojo, ni sintió el sofoco de la atracción de ella.

Fueron muchas noches soñando con él, muchos días esperándolo detrás del mostrador, muchas horas mirando a la puerta del Centro Cívico por si llegaba pero nunca llegó como ella quería. Un día lo vio por los jardines de Paseo Nuevo iba con una mujer y un par de niños, estaba cambiado, muy diferente a cómo ella lo había idealizado, un poco calvo, con una ligera barriga y un gesto más fruncido y apático.  Ese día dejó de pensar en él.  Dana encontró el amor que andaba idealizando con 24 años, aunque en la realidad nunca fue perfecto, no fue como ella se había imaginado.


En la boda de la prima

Yo iba a la boda de mi prima, el viaje en tren me había llevado unas cinco horas. Hacía unos años que ella había decidido probar suerte, buscando una vida mejor en la ciudad y abandonar el pueblo, éste se le quedaba pequeño, demasiados chismorreos y poca oferta laboral. No es que en la ciudad hubiera encontrado el trabajo ideal, pero limpiando podía pagarse el alquiler de un pisito a las afueras. Yo era su primo preferido, cuando venía en verano de vuelta al pueblo no nos separábamos y nos poníamos al día con nuestros “chismes”. Estaba ilusionado por su enlace con Pipe, parecía un tipo majo del que ella hablaba maravillas y con el que se sentía enormemente feliz.

Estaba impresionantemente guapa y después de los nervios primeros de la ceremonia religiosa comenzó el jolgorio del banquete, primero la comida para seguir después con la fiesta. Un Gin Tónic llevó a otro y la mezcla de bebidas no se hizo esperar.  En estos casos siempre pasa lo mismo unos empiezan a bailar, a mover los brazos hacia arriba y ya  el batiburrillo de los jóvenes copan el jaleo del baile.

Mi prima me había presentado a Mara, su futura cuñada. Una muchacha encantadora de tez blanca con pelo rojizo que llamaba la atención por la rareza de los colores de su vestido y la combinación tan extravagante de sus zapatos. Tenía una atracción especial. Desde la barra la estaba observando, me llamaba la atención su manera de moverse mientras sonaba una de esas canciones repetitivas que siempre se ponen en las bodas.  Nuestros ojos se cruzaron, de inmediato ambos desviamos la vista hacia otro lado, supe que me atraía e intenté mirarla de reojo varias veces para que no se notara mi interés. Refugiándome en mi bebida intenté calmar mi ansiedad por seguirla y traté de buscar fuerzas  para calmar mi timidez e intentar acercarme a ella. De dos brincos “la pelirroja” se acercó a mí, salió del centro de la pista sin dejar de mover su cuerpo, con una sonrisa cómplice, tiró de mi brazo y me obligó a seguirla en su ritual de danza desinhibida.  Casi exhaustos por el movimiento y después de varias horas moviéndonos,  pasando de una canción a otra, nos aislamos del resto en la terraza del jardín de la finca. Allí supe que la quería para siempre y ella me dijo que me seguiría a donde yo fuera.


En la Universidad

En ninguna de las ocasiones que han contado su encuentro han coincidido en la versión  de su historia, no es que sea motivo de discusión entre ellos sino más bien da para un buen rato de anécdotas  en la versión que recuerda cada uno de cómo se conocieron en la cafetería de la universidad. Se trata del relato de un  mismo suceso  recordado desde dos puntos divergentes donde el paso de los años  ha ido modificando la versión de sus recuerdos. Cuántas veces han rememorado ese momento tan absurdo, ese preciso instante ridículo que los unió en un bar, ese lugar donde ella se fijó en él y él pocas horas después recapacitó en la sorprendente despedida de ella  y no dejó de buscarla hasta que casi por arte de magia la encontró un día por la calle y ya nunca pudo separarse de ella.

La mayoría de los sábados, la cafetería universitaria se llenaba de estudiantes, ella estaba sentada en medio de un grupo numeroso, en un gran diván ovalado que estaba orientado hacia el interior del local. Él estaba con tres amigos, en medio del establecimiento sentado alrededor de una mesa redonda.  Su silla miraba hacia el diván ovalado de color rojo. Ambos estaban equidistantes en el mismo campo de visión. A él nada de lo que veía le llamaba la atención, estaba más pendiente de ojear el periódico y conversar con los que tenía a su lado y a ella le pasaba prácticamente lo mismo, estaba distraída hablando con los suyos. Pero de repente un pequeño detalle insignificante, un gesto tonto y nimio cambió el destino de sus vidas para juntarlos.

Ella vio claramente como el chico que estaba enfrente se estiró con todas sus ganas y al ser visto por ella, Natan levantó su mano derecha en señal de saludo, ella se sintió aludida y recibió el ademán con cara de circunstancias, pensando en que no tenía ni idea de quién era él. Así que contestó tímidamente con un gesto que no llegaba a la categoría de cumplido. En medio de ese rubor tan parco pensó que él  la había saludado para disimular el estiramiento  público y trató de rectificar como pudo. Pero él lo recuerda de otra manera,  y  tajantemente desmiente ese argumento  aduciendo  que no hubo tal reverencia ni cortesía.  Según él, se estiró desperezando sus brazos con un movimiento casi involuntario por cambiar de posición, mientras leía el periódico y  había sido ella la que le saludó respondiendo a la posición de sus extremidades. Es más intenta convencernos de que ni siquiera se fijó en ella y mucho menos  se avergonzó por estirarse, así que no pudo disimular saludando.

 Es en este punto de la historia donde cada uno tiene su versión atípicamente diferente, una interpretación irrisoria y sin importancia de un acto físico, pero donde el equívoco  fue la causa principal de la culminación de unas consecuencias  vitales enormes,  que marcaron para siempre sus vidas.

Ella preguntó a los suyos si lo conocían y le dieron hasta su nombre. A la hora de pagar la consumición, ella buscó al camarero que estaba al fondo del bar y al retroceder en busca de la salida, pasando paralelamente por la mesa donde él estaba sentado y ya solo, Yorit sin pensarlo y espontáneamente le dijo:  “Adiós Natan”. Él levantó la vista del periódico y sorprendido al oír su nombre le dijo: “Adiós”.

Han pasado muchos años de ese encuentro, treinta y tantos,  y ella aún se  sorprende de la fuerza de su atrevimiento, de cómo la energía y solidez de un saludo pudo cambiar el curso de unas vidas.

lunes, 15 de junio de 2020

EL VALOR DE PERMANECER EN EL REFUGIO



Antes de llegar a la redacción ya había estructurado en mi cabeza el contenido de la noticia, solo quedaba sentarme en la sala de prensa, abrir el ordenador y  escribir de manera coherente  toda la información que llevaba días recabando “sobre incertidumbre económica y  valor refugio”, iba a ser fácil echar la mañana preparando el texto definitivo. El titular ya estaba elegido desde hacía días, quería que fuera algo impactante, que generara motivación en el lector, no solo para que fuera leído sino para que hubiera debate e interacción en los comentarios. El artículo saldría en la edición digital de la tarde.  

En el atasco de camino al periódico me venían recuerdos de vocablos repetidos, distorsionados por el  sueño. “Volatilidad, incertidumbre, recesión”, era ahora cuando ponía en orden todos mis análisis y conectaba términos como “turbulencia, activos, exposición a pérdidas, contracción, porcentaje”.  En el coche me parecían absurdas todas esas imágenes oníricas, esas ideas que la noche deformaba, volviéndolas  repetitivas y agobiantes. En mi caso levantarme me devuelve a la realidad y casi siempre es mucho mejor que lo que veo en mis sueños.

Llevaba tantos días con este tema que me fue fácil hacer similitudes y comparaciones entre conceptos económicos y conceptos vitales.  Estar casi una hora en  un atasco cada mañana da para mucho y mi “cabeza” no deja de darle vueltas a las cosas, no puede “no pensar”. La importancia del  Valor Refugio no solo me dio por verlo en el terreno económico sino que busqué este gran valor en la vida real, en la existencia humana, en la que no se preocupa mucho de números,  porcentajes,  o inversiones.  Analizando estas dos palabras es fácil entender que es un gran concepto y que está presente diariamente en momentos tan cotidianos que me sorprende comprobar como  somos grandes consumidores del Valor Refugio. Un refugio es un lugar donde protegerse cuando algo no va bien. La palabra valor no es más que la importancia que damos a algo, en este caso es el activo más preciado que tenemos para refugiarnos. Si tenemos ese valor, es como estar salvados eludiendo todo aquello que no está funcionando, que va mal o que posponemos para otro momento.

En mi opinión, el origen de este Valor Refugio comenzó el día que a alguien se le ocurrió que la televisión se podía ver desde la cama. Y una amplia mayoría de personas se lanzó a comprar un televisor extra, con lo que abrió la brecha de la comunicación conyugal. Por supuesto que anteriormente ya existía este Valor,  aunque no tenía tanta fuerza como ha adquirido en nuestros días  y así uno se refugiaba en un libro, en un periódico, en un programa de radio o en un dolor físico para no tener que rendir cuentas de nada, escurrir el bulto o para eludir compromisos. Aunque estos activos no tenían la solidez de cortar en seco una conversación angular, no eran lo suficientemente potentes para despistar ese momento comprometido. Con el poder del gran aparato televisivo pareció llegar la “Era moderna” de la digitalización y de ahí hasta nuestros días, Modernidad 5.0 y esta nueva manera de entender el Valor Refugio ha ido copando momentos importantes de nuestra vida.  Cuando la economía no va bien, cuando hay indicadores de recesión e inflación, los inversores se refugian invirtiendo en un metal precioso como oro. Cuando la familia se tambalea o cuando una situación cotidiana se complica, el Valor Refugio es el mayor exponente  de los valores que tenemos a nuestro alcance y los activos a los que se acude para esconder la turbulencia del momento son objetos que van desde una máquina de juego como la X-Box al ordenador pasando por una tableta y llegando a un móvil de última generación. Éste último es el gran refugio del momento, es el oro del día a día, “el objeto oscuro de deseo” que te saca de enfrentarte a lo que sea. Siempre hay una lista de contactos esperando en la pantalla para enviarles un mensaje o incluso para comprobar los que has recibido, o mejor entrar en Internet para consultar las páginas de ventas o echar un ojo a toda la oferta periodística digital. Tocar la pantalla aisla rápidamente y deja para otro momento la situación ansiosa. Elegir ese gesto es apartarse, poner separación de por medio y crear un momento paralelo, un refugio de aplazamiento poniendo cara de “lo dejamos para más tarde o ya veremos” y es así como se genera una especie de aversión al riesgo de hablar, fobia al enfrentamiento real o antipatía al esfuerzo de querer mejorar. Cuando el miedo triunfa en la desaceleración económica, los inversores se refugian en valores como los Fondos cotizados, metales preciosos o monedas estables cuya credibilidad está fuera de duda. Cuando eso ocurre en la vida cotidiana, el fondo más cotizado, el activo defensivo utilizado para refugiarse es la tecnología en todas sus variedades y eso no deja de ser una barrera, o un mecanismo de evasión que más que un valor al alza es un valor defensivo, en este caso más volátil que la fuerza de la expresión y con una escasa cotización pero muy útil para librarse de un momento comprometido.

 El coche de atrás estaba impaciente por mi  lentitud y despiste al volante, no estaba en lo que tenía que estar y el sonido de su bocina me devolvió a la atención de la carretera.

La dinámica de la redacción es tan activa que no me queda más remedio que centrarme y redactar el artículo para la edición de la tarde. Me gusta el bullicio que se genera entre los redactores, me concentro con el ajetreo de la sala y me resulta fácil hilar las ideas en este ambiente. Aún me sorprendo cuando un artículo aparece en  primera plana con mi nombre, es extraño verlo plasmado debajo del título. A veces me resulta ilusorio que quien lo firma sea yo, es un momento espiritual de orgullo interior que me hace grande.

Ahorro, Bolsa e Inversión

Valores refugio, cuando el miedo triunfa en tiempos de turbulencia.

Ali Bounti

He abierto el ordenador para comprobar como ha sido maquetado finalmente. A la vez y casi  un acto reflejo he abierto el teléfono para comprobar cómo se ve el artículo en formato móvil. De repente he pensado que pinchar en mi reportaje más que atraer a un determinado público interesado en finanzas, pudiera estar sirviendo a alguien como refugio, como una inversión negativa para no afrontar lo que realmente importa. El antídoto está en actos tan simples como hablar para entenderse o para solucionar malos entendidos. Se trata de no obviar el cuerpo a cuerpo, desechar la protección de los elementos externos. El verdadero amparo está en nosotros mismos y en la fuerza de romper el miedo a la comunicación.


sábado, 9 de mayo de 2020

COVID-19 DIARIO DE UN ENCIERRO OBLIGADO-DÍA 57


Día 57 : Echar el cierre  9 de Mayo 2020
(262.783 infectados, 26.475+1 fallecidos, 173.157 curados, 45.924 sanitarios contagiados)

Tratar de desencerrar lo encerrado no es algo fácil ni baladí por muchas ganas de dejar atrás esta situación tan extraña a la que nombramos por el vocablo “confinamiento”, repetido hasta interiorizarlo mascando cada una de sus cinco sílabas para mentalizarnos que quedarnos en casa ha sido una opción obligada para librarnos del contagio de un coronavirus, que en principio se banalizó con su propagación, minimizando el riesgo de caer enfermos y que ahora se ha constatado como estábamos totalmente equivocados al comprobar cómo ha provocado demasiada afección, ausencia y duelo difícil de digerir. Así que salir se convierte en una tarea que requiere cierta puesta en marcha, un ligero grado de preparación sobre los peligros del más allá de dejar el encierro y la imposibilidad de conseguir una libertad plena al no tener pruebas diagnósticas que avalen nuestra seguridad. Lo mejor va a ser afrontar con gran motivación objetivos diferentes que no sean la compra o los fármacos, tomando de nuevo contacto con la calle. El sentimiento de conseguir una cierta felicidad por recuperar lo perdido va a ser gradual y de forma lenta de ahí que haya un choque fuerte entre lo que queremos hacer y lo que realmente se nos permite a día de hoy. Tenemos que poner en práctica lo aprendido en estos  casi 60 días, para obtener el equilibrio entre lo que empezamos a dejar y lo que podemos ir recuperando. Por tanto la paciencia se tiene que convertir en un sustantivo vital para poder hacer las cosas bien. He observado cómo ir asomando la cabeza al exterior, en estos primeros momentos, está siendo un acto de desconfianza, un rito ceremonioso de mirar a un lado y al otro para vigilar al que se tiene a un lado, al frente o al que aparece por detrás. Así el paseo se vuelve una acción heroica tratando de esquivar a corredores, ciclistas y viandantes abriéndose a lo desconocido dando por hecho que el peligro está en el otro y nunca en uno mismo. Llevar mascarilla nos tranquiliza y damos por bueno poder disfrutar al aire libre en esas condiciones. Ser recelosos de manera individual nos va librar de contagios, cada uno debe cuidarse para cuidar a los demás, amagando la enfermedad y venciéndola lo más rápido posible.
Después de la primera euforia por salir, de lo asombroso del encuentro entre conocidos desde la distancia del que se siente responsable y pasados unos días aprovechando estas horas extraordinarias como algo que va recuperando la normalidad, siento la necesidad de reflexionar sobre lo sucedido,  para que el tiempo no borre lo insólito, lo impropio y lo ajeno de este periodo que podría ser el guión de una película de ciencia ficción. Si vamos dejando atrás la machacona idea de “quedarnos en casa” para irnos enfrentando, aunque sea muy poco a poco, a lo que hacíamos antes de esta realidad tan inaudita, también tendremos que aceptar que esta hecatombe pandémica, ignorada en sus comienzos y devaluada en su magnitud, nos va a llevar a enfrentarnos a otra pandemia mucho mayor, al golpe económico de grandes pérdidas de puestos de trabajo, que va a tambalear nuestro entorno provocando endeudamiento, pobreza y devaluación como sociedad, donde la recuperación va a llevar más tiempo del que pensamos.
Por otro lado como colectividad no debemos subestimar el desconsuelo por la pérdida de tantas vidas, por el exagerado número de fallecimientos. Olvidemos la estadística, el recuento o el cómputo diario e intentemos ver en cada número a una persona, a un individuo. Visualicemos a sus familiares, a la soledad de enfrentarse a cada una de esas pérdidas sin la posibilidad de un adiós solidario, sin que nadie les expresase condolencias o palabras de ánimo para sobrellevar su falta o para aliviar el remordimiento por no poder despedirse de los suyos en esos momentos tan trágicos de ahogo final.
Hoy echo el cierre de este diario, de este monólogo de ideas surgidas en el enclaustramiento de mi casa, de esta representación de lo anómalo y atípico, con el que he pasado muchas horas distrayendo mi hastío, con el fin de buscar  la armonía necesaria para afrontar lo irregular y anormal de este encierro obligado. Seguro que con el tiempo echaré de menos este momento que ahora quiero desterrar e incluso me parecerá increíble  el que hayamos vivido tantos días un parón general doblegados por la fuerza de un virus extremadamente contagioso conocido como COVID-19 o SARS-CoV-2.
Va a haber que hacer muchos minutos de silencio a la memoria de cada uno de los fallecidos, ellos ya no tendrán un nuevo comienzo.

lunes, 4 de mayo de 2020

COVID-19 DIARIO DE UN ENCIERRO OBLIGADO-DÍA 52



Día 52: Nosotros mismos 4 de Mayo 2020
(248.301 infectados, 25.427 +1 fallecidos, 151.633 curados)

Casi echando el cierre a este diario, empezando muy lentamente a abrir la puerta del encierro y tomando el pulso a una nueva situación vital, no quiero todavía olvidar detalles que he ido observando del comportamiento de muchos de nosotros en esta situación tan extraña, y que  en muchos casos nos ha tenido al límite de nuestra capacidad de resistencia. Por lo que me llevo preguntando varios días, si nuestra conducta se ha modificado estando encerrados, o si nos hemos comportando de manera igual a como lo hacíamos hace casi dos meses. Es decir para no liarlo más, la cuestión es si nos hemos confinado como realmente somos. Sin pensarlo en profundidad creo que sí. Nos hemos comportado dentro, como somos fuera pero con ciertos matices exagerados producidos por la imposibilidad de ser libres. De ahí la necesidad de haber estado muy activos contribuyendo  constantemente realidades,  para poder sobrevivir y llevar todos estos días de la mejor manera posible. Todo esto viene porque hace unos días me ha llegado al móvil un vídeo de cómo varias personas estaban celebrando la feria de abril desde la terraza de su casa y éste me ha llevado a recordar otros con otras tantas celebraciones, escenificadas desde balcones o ventanas;  lo que me ha dado pie a pensar que incluso encerrados hemos mantenido la esencia de nosotros mismos, conservado costumbres, actividades o hábitos como emblemas que nos recuerdan quienes éramos y como lo estamos expresando dentro de la excepcionalidad. Así si se trata de celebrar algo, se festeja poniendo todo el empeño en que salga de la mejor manera posible, aunque los recursos sean limitados y sobrepasemos situaciones ridículas. Siendo ahora como éramos entonces, ¿hay alguna diferencia en nosotros? En mi opinión sí, lo dispar está en la manera de presentarnos a los demás comportándonos de forma exagerada y queriendo mostrar en todo momento qué es lo que hacemos con cierto empeño, actuando con pantomima, melodrama y mucha teatralidad.
Los medios de comunicación se afanan diariamente buscando situaciones particulares y no dudan en escribir o en grabar reportajes cómo es el día a día de gente anónima que exhibe cosas sorprendentes o de aquellos más populares y conocidos que muestran sus destrezas animándonos a seguir su ejemplo de “buen rollo”.  Lo que quiero demostrar es que nos hemos confinado tal como somos pero mostrándonos de una manera más exagerada,  a veces desmedida e incluso desproporcionada de lo que realmente somos. Obviamente mi estudio es una simple observación de una pequeña muestra vista a través de los medios gráficos, la televisión, llamadas telefónicas y  todo el material que me ha llegado por whatsapp como vídeos o fotos, que no han sido  pocos en todos estos días. Así por ejemplo: el extrovertido, el que es gracioso, sigue siéndolo en su casa, se pasa muchas horas manteniendo la atención de los demás a través de las redes sociales, tiene tiempo para memes. Está la mayor parte del día pendiente de seguir conectado enviando hasta la saciedad fotos y vídeos, es el animado del grupo. Por el contrario el tímido, el que pasa de implicarse, se ha cerrado más en banda, se ha centrado en sus cosas, no necesita mucho el contacto, le sobran los megas de su teléfono y hay que ponerse en contacto con él para que te haga caso, su finalidad es pasar inadvertido. Son malos tiempos para el hipocondríaco, desmesuradamente ha tenido varios síntomas del virus, no salir al exterior es su mayor objetivo aunque ya pueda hacerlo. Por otro lado al que le encanta ir de cañas o de tapeo lo ha hecho igualmente y desde el balcón se ha montado su terraza particular con la puesta en escena de bebidas y todo tipo de tapas han circulado por su mesa. Los que disfrutan bailando están pasando las horas aprendiendo coreografías y no han dudado en mostrarlas sin pudor grabándose para compartirlas. Los obsesionados con el trabajo, han tenido vía libre para poder realizarlo durante horas. El maniático del deporte se las ha ingeniado para crear su propio gimnasio aunque sea en pocos metros cuadros, no ha tenido problemas en conseguir artilugios como pesas, cintas o pedales. Los cocinillas, sí que se han realizado a gusto aunque a estas alturas los comensales pueden estar más que hartos de guisos y postres. Los lectores han tenido tiempo más que suficiente para devorar parte de lo que tenían pendiente para la jubilación. También he visto como los manitas han dado una vuelta a toda la casa, arreglando lo que tenían pendiente, no ha quedado tornillo por ajustar y el taladro lo tienen echando chispas. No me olvido de los apasionados del motor, mi vecino no ha parado en todo este tiempo de abrir el capó de su coche, además de arreglar un par de motos que tenía olvidadas en su garaje y ha tenido cola en su puerta para el cambio de aceite de los vehículos de un par de vecinos espabilados. Los locos de las series se han apuntado a varias plataformas para pasar de una a otra sin moverse del sofá. Los chavales que antes jugaban unas partidillas en sus máquinas durante unas horas controladas, en este momento están ya más que enganchados a ellas.  A las que conozco que les encanta la limpieza doméstica han dejado la casa como un jaspe. Los obsesos del jardín han mantenido el césped a ralla y las tijeras de podar han dejado las tuyas a nivel. A los que nos gusta escribir ya sabemos lo que es estar a solas aporreando las teclas del ordenador, y estos días no damos abasto con la imaginación. Los que escuchan la radio o ven la televisión han doblado las horas de atención a la emisión de programas, noticias y visionado de miles de datos. A Los músicos ya los hemos visto expresando su arte, amenizando al barrio cada tarde. Así que concluyendo esta descripción de las diferentes maneras de proceder en el encierro, y sin pretender elaborar una teoría sobre el comportamiento en este momento atípico, en mi opinión nos hemos confinado tal como somos, como éramos fuera, aunque la gran diferencia es que estando dentro hemos exagerado nuestra conducta sobre todo al exponernos ante los demás. Es así como se explica el gran esfuerzo celebrando fiestas, conciertos, procesiones, bailes o cumpleaños, por supuesto se ha hecho a nuestra manera, pero al grabarlo para compartirlo hemos hecho una representación desmedida y al hacerlo por ese fin es cuando hemos exagerado nuestra manera de ser.

Se han acabado los aplausos en las ventanas, hemos empezado a correr o a pasear y ya lo hacemos desde la calle.