sábado, 26 de abril de 2025

INSTANTÁNEA RETRO

 


A Elena R-Iglesias

“Quién es quién”

Orel esperaba pacientemente en la terraza del bar. Era la primera mañana soleada después de una decena de borrascas encadenadas que habían ocultado el sol con lluvias intensas durante más de un mes. Había quedado con Mara para tomar unas tapas, y ponerse al día después de una larga temporada sin verse. A su lado las mesas comenzaban a llenarse y un agradable sonido de voces envolvía el ambiente que parecía primaveral. Se sintió bien y pensó en lo largo que había sido el invierno; dio un largo sorbo a su botellín de cerveza y se llevó a su boca un trozo de la tapa de tortilla española que el camarero había dejado en la mesa. En ese estado de felicidad intrínseca, saboreó solitariamente el momento positivo que estaba viviendo; se quitó las gafas que hacían de diadema y se las puso delante de sus ojos. Tan solo un par de días antes las había comprado en una óptica y las estaba estrenando, justo el primer día que la luz del sol incidía en su cara como anuncio de un cambio de estación. Aunque nadie lo sabía, se estaba haciendo a su nuevo estilo. Hasta ahora siempre había usado un tipo de gafas más convencional y éstas eran una apuesta más arriesgada y lujosa. Su forma cuadrada, le daban un aire de sofisticación y elegancia atemporal; la montura de pasta de carey beige con lentes marrones, patillas anchas y planas, con incrustaciones circulares doradas, cercanas a las bisagras de cierre, hacían de sus gafas Gucci un complemento novedoso y refinado acorde con toda la estética de su traje chaqueta, confeccionado en un impecable lino crema. Escondía su cara tras ellas con la gracia de llevar algo que la hacía diferente a los demás. Ese modelo y la manera de llevarlas causaban muy buena impresión y cuando las llevaba puestas se sentía muy segura de sí misma; a la vez le daban la distinción de las personas que saben vestir bien y que tienen el don de ponerse los complementos necesarios para ser observadas. Después de un segundo trago a su cerveza se recolocó la melena, varias veces, y con sus dedos a manera de tridente, ahuecó su pelo y lo recompuso lo suficientemente bien para que la brisa marítima lo moviera como un anemómetro midiendo el flujo de su fuerza.

Mara llevaba un retraso de más de veinte minutos. Abrió el móvil por si tenía algún mensaje de ella que explicara su demora, pero no obtuvo respuesta. No supo bien que hacer y dudó si tenía que contactar directamente con ella para ver que le había pasado o si era mejor esperar y fijar su vista en el malecón y la playa disfrutando del paisaje.  A esa hora, la bahía estaba llena de transeúntes, principalmente familias con niños que desafiaban un oleaje que todavía se resistía a permanecer en calma. Había consumido el botellín y casi para esconder el sonrojo del que se siente solo tomando algo, alzó su brazo izquierdo, buscó la atención del camarero y expresando con su boca, sin emitir ningún sonido, pidió otra cerveza. Miró su reloj analógico de pulsera y calculó el tiempo que llevaba sentada en la misma silla; se estaba impacientando por la tardanza y una sensación extraña, casi rozando la exasperación, le hizo sentirse incómoda, como si estuviera fuera de lugar e incluso tuvo un ligero momento de abandono y falta de respeto por parte de Mara. Después de consumir dos tercios de la nueva consumición, sopesó la idea de irse. Había un grupo de gente que esperaba que alguien se levantara para ocupar la mesa y pensó que no era plan de pedir otra bebida y que al final no pudiera coger el coche de regreso a su casa por no estar del todo sobria. Dos cervezas eran suficientes y más de una hora de retraso sin explicación eran la excusa perfecta para largarse. Acarició inconscientemente la esfera de su reloj de pulsera viendo la hora exacta que era, para decidir los minutos de más que se quedaría allí plantada. Esa madrugada se había adelantado la hora en toda Europa y aún estaba algo despistada con el cambio. Sin embargo, era muy partidaria de la nueva variación. Le gustaba mucho más experimentar que el atardecer se alargara más allá de las diez y no que la noche fuera antes de las seis de la tarde. Teniendo aún perdida la vista en su Guess, oyó el sonido de varias notificaciones en su móvil.

−A ver qué ha pasado, espero que venga ya. –Dijo susurrando.

Había recibido varios mensajes en cadena; ninguno era de Mara. Antes de leerlos, pinchó sobre el nombre de ella, para ver cuando había sido su última conexión, pero había desactivado esa información, así que seguía esperándola sin tener ningún tipo de información. Puso sus gafas, de nuevo, como diadema para sujetar la melena y que no le viniera todo el pelo hacia los ojos mientras leía los mensajes recibidos y casi simultáneamente los contestaba con monosílabos, con emoticonos e incluso compartió un par de fotos de la ensenada, superponiendo delante el botellín medio vacío, como queriendo dar a entender lo a gusto que estaba en ese preciso momento. Pasó unos quince minutos entretenida, enredando en el teléfono y cuando justo se estaba levantando de la silla para marcharse −ya había decidido con determinación que pasaba de Mara− escucho una notificación acústica y vio en la pantalla del móvil, el logotipo verde de recibir otro mensaje. Se volvió a sentar por si esta vez hubiera explicación al retraso.

 ­−Se ha hecho demasiado tarde para el aperitivo, le voy a decir que me tengo que ir, ya no quiero estar más tiempo, esperando por ella aquí sola. ­−Pensó con cierta indignación y enfado.

Desde un número desconocido le enviaron una fotografía con un escueto mensaje que decía: mayo 1973. No tenía registrado al remitente por lo que estuvo a punto de bloquearlo de inmediato por si fuera una equivocación o peor aún, un mensaje trampa.

−A ver si es uno de esos que son una estafa. – aseveró bisbiseando.

De un golpe de vista pareció reconocerse en el centro de la imagen y la curiosidad le hizo pinchar en la fotografía y ampliarla con sus dedos pulgar e índice a la vez, para ver claramente quienes eran los fotografiados que aparecían a su lado. La calidad no era buena y la foto estaba algo deteriorada. Sin embargo, ella se sintió conmovida y ligeramente conmocionada. Se estremeció y a la vez se enterneció trasportada al mismo momento de esa instantánea retro que acababa de recibir. Con una sonrisa emocionada y sintiendo que los ojos se le humedecían por el impacto y la impresión de recordar su adolescencia, los nombró uno a uno de izquierda a derecha. Lo hizo muy despacio como queriendo adivinar qué habría sido de cada uno de ellos y como si jugara a “Quién es quién” fue describiéndolos mentalmente como ella los recordaba.

−Raquel, Judith y Ana. –repitió sus nombres varias veces para sentirse más cerca de aquel instante. En la fotografía las cuatro estaban en el centro y las tres se escoraban ligeramente por ambos lados hacia ella que se mantenía esbelta con los brazos entrecruzados en una posición relajadamente espontánea. A diferencia de sus ropas, su falda estampada y su chaqueta marrón no parecían haber pasado de moda y se podía extrapolar su imagen y ponerla en una fotografía actual y notar poco la diferencia del paso del tiempo. Su melena lisa tenía una longitud muy parecida a la que llevaba habitualmente y aunque el color de su pelo había variado considerablemente pasando de un castaño oscuro a un castaño claro con reflejos caramelo, se reconocía perfectamente en esa joven de la imagen.

Haciendo cuentas con los dedos, calculó que habían pasado cincuenta y dos años.  Se sorprendió de no haber tenido, en todo ese tiempo, más contacto con todos ellos. Se convenció de que una de las razones principalmente era porque nunca volvió a aquel lugar donde había sido tan feliz. En aquella época a su padre lo trasladaban cada dos años de ciudad, por lo que estuvieron una larga temporada, sin poder asentarse en ningún sitio concreto, hasta que consiguió una plaza de guarda agujas definitiva en el sur.

−Así no había manera de conservar amigos. Ninguna ciudad parecía la mía; no me sentía de ningún sitio y quizá, con tanto traslado, me convencí que era mejor perder contacto con todos ellos. − Se lamentó con cierta pena.

Amplió más la imagen para reconocer el lugar exacto donde había sido tomada la fotografía y aunque el fondo estaba velado por el paso de los años supo que había sido tomada cerca del parque infantil al lado del jardín de la Sinagoga. Luego los nombró a ellos; se tomó un tiempo con cada uno, imaginando dónde estarían ahora o qué habría sido de ellos.

−Román, Carlos, Samuel, Jero, Diego y Ángel. Sus ojos iban pasando de uno a otro, observando cómo iban vestidos. Una mueca de hilaridad le hizo decir:

− ¡Vaya pintas! Vestían como señores, cuando eran unos críos.

Señaló a Román, en un intento de acercarse al pasado, añorando lo que, en aquel momento, había sentido por él y no había tenido nunca la oportunidad de expresárselo. Llegó a pensar en cómo hubiera sido su vida a su lado, sin llegar a una conclusión certera. Movió la cabeza a ambos lados como queriendo despejar ese pensamiento e intentó centrarse en los que estaban fotografiados. Mayo del 73, no le decía nada, el remitente no concretaba día exacto, pero quedaba claro, por cómo iban vestidos, que podía haber sido tomada en un día festivo o en uno de los cuatro domingos del mes. Orel preguntó a su móvil −acercando el altavoz a su boca− que le mostrara en un calendario el mes de mayo de ese año y de inmediato se desplegó una imagen con los doce meses de 1973; al verlo siguió sin tener referencia alguna de por qué se hicieron esa fotografía.

− ¡Ah! puede que nos viéramos el uno de mayo, jueves, casi seguro que se hizo puente. −Trató de aclararse la duda.

Poco sabía de Raquel y Judith, aunque se acordaba mucho de ellas cuando tenía un día melancólico y le venían momentos del pasado. No tenía muchos recuerdos de Jero, Samuel o Carlos. Alguien le dijo que Ángel y Ana se habían casado, pero hacía tiempo que les había perdido la pista. Con los años se olvidó de la mayoría. Cuando tuvo Facebook –sólo lo tuvo abierto un par de semanas− intentó buscar a las chicas, y claro que las encontró, pero siempre acabó reprimiendo sus ganas de contacto, convenciéndose que habían sido relaciones pretéritas y su vida, ciertamente, había dado muchas vueltas.

Quién había captado la imagen era una incógnita para ella y por mucho que pensó en quién estaría detrás del objetivo no llegó a una deducción certera. Hizo un esfuerzo por repetir los nombres de todo el grupo, que era más grande, que los que aparecían en la foto, pero eso no le aclaró quién podía estar detrás tomando la instantánea. Fue entonces cuando tuvo el impulso de escribir al remitente.

− ¿Quién eres?

Lo escribió de un tirón, y lo borró de inmediato, le pareció muy autoritario empezar así; lo que le hizo pensar en escribir una respuesta más elaborada.

−No serás…

Y cuando escribió el nombre Román, lo borró rápidamente y volvió a escribir otro mensaje.

−Hola Raquel, estaba deseando saber de ti. Seguro has encontrado la foto en algún álbum. Me encanta, me ha emocionado. Aunque no me acuerdo de ese día.

Una y otra vez borraba y volvía a reescribir. Tenía mucha curiosidad de saber el por qué ahora del envío de esa imagen, pero no daba cómo referirse a ello, sin saber quién le había escrito a ella.

−Judith, ¿eres tú? … ¡Cuánto nos reíamos! ¿Has llegado a hacerte?

Y otra vez daba al cursor de borrado y censuraba lo escrito. Le venían recuerdos de muchas conversaciones de entonces cuando soñaban qué serían en un futuro. Cómo serían sus vidas más allá de la adolescencia. Cuando volvía en sí, desechaba de nuevo sus palabras y volvía a empezar y se reprobaba de nuevo para volver a escribir.

−Dime si eres Samuel o puedes ser Jero. Me divertía las cosas tan raras que contabais, tenías muchas ocurrencias.

Según acababa de poner la última consonante pinchaba en borrar y criticaba el enunciado descartándolo.

De Ángel casi no se acordaba, aparecía en la foto por ser amigo de Carlos, pero nada más. Estaba convencida que él no iba a ser quien le había enviado el archivo.

−Oye Carlos si eres tú, dímelo, aunque solíamos discrepar en muchas cosas, yo te apreciaba.

Volvió a rectificar lo escrito. Le dio rabia no encontrar las palabras adecuadas para la respuesta.

−Ana ¿te acuerdas cómo nos gustaba hacernos fotografías con mi cámara

Y antes de escribir el signo de interrogación final, corrigió de nuevo la frase; solo estaba expresando recuerdos, y eso no era lo que quería escribir. Se recompuso en su silla. Necesitaba redactar un mensaje algo más impersonal, directo y aclaratorio. Dejarse de vaguedades y preguntar al remitente de manera franca y sincera quién era y despejar lo enigmático de su mensaje.

−Una fotografía, con una fecha no es suficiente, si no va acompañada de una explicación. –Dijo tajantemente.

Escribió dos líneas nada ambiguas y respetuosas. Le dio a la flecha de envío y unos segundos después comprobó que los tres puntos del remitente estaban activos, se estaban moviendo, lo que significaba que quien fuera le estaba escribiendo de nuevo.

Justo en ese momento apareció Mara.

−Hola lo siento, lo siento, lo siento de veras. Disculpa Orel. Es que no me arrancaba el coche, me dejé las luces puestas anoche y hoy cuando lo he ido a coger, no me arrancaba, no encendía el contacto. Vi que tenía poca batería en el móvil también, pero no imaginé que se me agotaría cuando hice varias llamadas a mi vecino por si me podía ayudar. Decidí avisarte la última, cuando supiera algo más, o cuando el coche ya me funcionara, pero ya no pude contactar contigo.

Repitió muchas veces las expresiones “no me arrancaba, no pude avisarte” y pidió demasiadas disculpas por la demora y por no avisar de su retraso.

−El del 5º, que tiene unas pinzas me lo arrancó, pero claro, todo eso nos llevó más de media hora. En el coche no tenía cargador y por no volver al piso a por él, decidí venirme cuanto antes. Lo siento. Qué te parece si te invito a comer, hace un día precioso y tenemos toda la tarde para estar juntas.

Ella salió de su ensimismamiento, estaba tan concentrada en el mensaje, que tuvo poca reacción a sus explicaciones, era como si no oyera nada, su mente se había quedado congelada en la fotografía del pasado y ahora sólo quería saber quién se estaba acordando de ella. Le dio un par de besos a la recién llegada y aunque no empatizó con lo que le estaba contando, la invitó a sentarse.

La pantalla de su móvil se cerró y un negro intenso dejo el mensaje del remitente en suspenso. Mientras Mara hablaba y la ponía al día de lo ocurrido desde la última vez que se habían visto, ella consideró que, tal vez y con disimulo, pudiera pinchar en la pantalla una vez escuchara la notificación de haber recibido el mensaje y comprobar de quién se trataba exactamente y desenmascarar al remitente sin nombre. Como no hubo respuesta decidió guardar el teléfono en el bolso, para no impacientarse más de lo que estaba y prestarle atención a Mara, ahora que había venido. Cerró la cremallera de su bolso y colocó “la bandolera” en el respaldo de su silla. Se puso las gafas de sol, para que su amiga no notara en el gesto de su cara cualquier expresión de desasosiego, y trató de concentrarse en la conversación. Fue entonces cuando oyó la notificación y el terminal vibró varias veces. Movió nerviosamente su mano derecha palpando el móvil a través del bolso como queriendo ver más allá del material con que estaba hecho. Tuvo el impulso de abrir la cremallera y mirar de inmediato el móvil en la oscuridad de su interior; pero el camarero se acercó a su mesa al ver que ella ya no estaba sola y tomó nota de lo que querían tomar. Orel respiró profundamente y con resignación pensó con toda lógica:

 –Prefiero ver el mensaje cuando esté sola, será mejor que lo haga en un momento más privado e íntimo.

Se le hizo largo estar con Mara. Estaba deseando llegar al coche y ver el mensaje. Con el mando a distancia abrió el vehículo antes de llegar a él. Sin quitarse la chaqueta del traje, ni colocar el bolso, −que llevaba cruzado por el hombro y apoyado en la cadera−  en el asiento del copiloto, se sentó de inmediato y apoyando sus brazos delante del volante, con el móvil entre sus manos, lo elevó ligeramente hacia su cara para desbloquearlo y ver de inmediato quién le había contestado y enviado la fotografía.

−¡Lo sabía! Tuve el presentimiento que eras tú y efectivamente lo eras.


 


sábado, 22 de marzo de 2025

LA SONORIDAD FRÁGIL Y DELICADA DE UNA “DOUDOUNE”

 



A Sara que me enseñó el significado de esa palabra

Historia de lo absurdo

Ella estaba sentada en el sofá con las piernas estiradas sobre la mesa auxiliar, en el medio una vela tintineaba junto a unas tazas con manzanilla. En ese momento pensó que sería más atractivo saborear una copa de vino blanco, brindar con su marido por cualquier cosa, pero no le gustaba el alcohol, le agriaba la garganta y le producía una sensación ácida y desagradable. Por el contrario, a él no le convenía por su salud. A veces bromeaban chocando las dos tazas de infusión y teatralizaban como verdaderos maestros catadores el “caldo” amarillento de la tisana. La chimenea de peles había puesto la temperatura de la sala de estar a unos 24 grados, se sentían confortablemente muy a gusto. Él se dormía por momentos y ella cariñosamente estiraba su brazo para tocar suavemente la mano de Isaías, y al hacerlo se despertaba de un sobresalto y se recomponía con la entereza del que no es consciente de haberse dormido. En la pantalla del televisor se oía de fondo el pronóstico del tiempo. Desde el mando a distancia Dalia pinchó en el logotipo de la “casita” y automáticamente la pantalla desplegó las 8 plataformas a las que estaban suscritos. La serie sueca que estaban viendo en su segunda temporada se abrió en el punto justo donde lo habían dejado la noche anterior. Ella pensó que casi le daba igual lo que sucediera en la serie, no le enganchaba mucho la historia, pero tampoco dejaba de verla. No quería irse a la cama; por eso acomodó su cuerpo al respaldo del sofá para que la noche no acabara tan pronto o para alargar un poco más el día y no tener esa sensación de que se le escapaba la vida sin poder disfrutarla. Inclinó su cabeza un poco hacia atrás y unos segundos más tarde fue consciente de la relajación de sus párpados; trató con fuerza de no cerrar del todo sus ojos y continuar el episodio. Para despertarse, cogió la taza y a sorbos bebió la manzanilla; fijó su vista a la pantalla y siguió la acción de los personajes. Le miró de reojo a él, girando un poco su cabeza, por si estaba dormido y él la miró a ella, por la misma razón; automáticamente voltearon su cuello a la posición inicial y siguieron mirando a la pantalla. Hacia la una de la madrugada, medio adormilados, consideraron que ya era hora de apagar todo y acostarse. Sin embargo, muchos días al lavarse los dientes solían activarse y a veces se desvelaban y les costaba conciliar el sueño. Él la abrazó besándola con tanto cuidado y apego que le fue difícil no emocionarse. Isaías solía preguntarle:

− Del uno al cincuenta ¿cuánto me quieres?

 La respuesta de ella era muy por encima de sus expectativas y cariñosamente le respondía: −Ciento uno.

A él le gustaba que ella siempre contestara con un número capicúa; la suerte o la mala suerte de él se basaba en la elección de este tipo de guarismos, así que ella los elegía conscientemente para complacerle. Se fundieron en un gran beso y consideraron que era un poco tarde para hacer “los deberes”, acepción que empleaban como código particular para referirse a “echar un polvo”; era una manera de hablar más graciosa y amable. Les sonaba mucho mejor.

Él se quedó dormido después de leer varios párrafos en su libro electrónico; el aparato se deslizó de sus manos y ella cuidadosamente, para no despertarlo, se lo colocó junto con sus gafas en la mesilla; le apagó la lámpara de sal y él giró todo su cuerpo hacia la izquierda. Ella tenía los ojos muy abiertos, estaba más despierta que una hora antes. Hacía dos días que había terminado el libro de Steven Brownpitcher sobre los asesinatos en el bosque Lester y todavía no era capaz a desengancharse de la novela que la había tenido entretenida un par de semanas. Se había quedado sin lectura y le iba a costar conciliar el sueño. Así que se puso a contar del cien al uno, para relajarse y dormirse; lo hizo varias veces, y como seguía muy despierta decidió que lo haría primero en inglés:

−One hundred, ninety-nine, ninety-eight, eighty-two, thirty-three, fourteen, seven and one.

Luego lo intentó también en francés, para que la dificultad la agotara por el cansancio mental que suponía decirlos a la inversa y le viniera el sueño de una vez.

–Cent, quatre vingt dix neuf, quatre vingt dix huit, cinquante sept, quarante-deux, trente-neuf

En ese momento se acurrucó, acoplándose al cuerpo de su marido, sentía la respiración profunda de él, le relajaba tener su calor corporal pegado al suyo y en ese estado de ternura confortable, siguió contando una y otra vez hasta que dejó de ser consciente de hacerlo. −Trente-deux, vint cinq, vint-deux, dix-sept, quatorze, treize, dix, six, quatre, trois…

 

En la oscuridad de la madrugada pedaleaba a buen ritmo y montada en la bicicleta continuaba contando números; de repente se oyó recitar una larga lista de palabras que las oía en su cabeza como una “sopa” de vocablos aprendidos en la última clase particular que había tomado esa misma semana. Movía sus brazos haciendo círculos por encima de sus hombros y cuando se cansaba los movía como si estuviera corriendo, pero sin avanzar del metro cuadrado que ocupaba su elíptica. Sintió una presencia, un ligero movimiento cercano a su mejilla desprendió uno de los mechones de su coleta. Giró su cabeza hacia un lado por si Isaías se había levantado. Allí no había nadie. Casi cuando se había tranquilizado, le pareció oír un susurro justo detrás de su espalda y la goma que ataba su coleta se rompió disparando su pelo hacia el techo como si por un fenómeno no conocido se hubiera puesto al revés. Gritó intensamente y el cristal de la ventana vibró. Se bajó de la bicicleta e intentó salir de la habitación, pero algo la impedía hacerlo. No comprendía bien qué estaba pasando. Se fue hacia el ventanal; con las luces de las farolas de la calle, distinguió una sombra enorme apoyada en el marco de la puerta. Notó que su boca seguía abierta chillando con todo lo que le daba el roce de sus cuerdas vocales. Nadie la escuchaba, ella tampoco se oía. El extraño la saludó con unos monosílabos irreconocibles y ella aterrada, se escurrió hacia la estantería que estaba a la derecha de la ventana; se agachó para protegerse de esa extraña aparición y mientras lo hacía, cogió de uno de los estantes el libro de Brownpitcher, que, por casualidad, había dejado sin colocar, con el resto de la fila de libros milimétricamente ordenados. Lo dobló como si fuera un cilindro, lo agarró con su mano izquierda como si fuera un puñal y lo blandió amenazando al espectro.

 –Me llamó Saturnino –dijo él.

Ella aún se espantó más cuando se dio cuenta que era alguien que había entrado en su casa e irracionalmente le preguntó:

– ¿Qué es lo que quieres? ¿Has venido a robarnos?

Y señalando hacia el armario le dijo:

−Ahí tienes mis joyas, lo más valioso es un anilló con dos diamantes, me lo regaló Isaías cuando nos casamos. ¡Cógelo, es tuyo!

Su silueta era una masa enorme, que gesticulaba como un autómata, pero con movimientos que lejos de dar miedo desprendían confianza. La trataba como si la conociera, pero realmente nunca la había visto, aunque sabía de su existencia. Dalia se puso de pie, sin perderlo de vista y sin desprenderse de su cuchillo improvisado.

 –Tienes nombre de pájaro, ¿de dónde sales? −Se atrevió a decirle.

Le temblaban las piernas y no sentía que las plantas de los pies tocaran el suelo. El hombre quiso acercarse y ella enarboló el estilete cortándole todas las posibilidades de aproximarse hacia el fondo de la habitación. Sabía que tenía el teléfono encima del sillón cercano a la bicicleta, sólo tenía que ser más rápida que el “fantasma”. Sabía que una vez cogiera el terminal, iba a ser difícil apuntar su dedo hacia la huella y llamar a Isaías, que, hasta ese momento, con todas las voces que había dado, no había dado señales de estar despierto. Intentó concentrarse y hacer toda esa operación por telepatía. Cerró los ojos y apretándolos fuertemente intentó que el teléfono le llegara a su mano derecha, pero el aparato, seguía en el mismo sitio. Tenía una sensación rara de estar sola ante un peligro que no podía explicar bien. Fue entonces cuando se vio en medio de la habitación protegida por la bicicleta como si fuera un escudo entre esa gigantesca sombra y ella. Se hizo un silencio tenso y unos segundos después, entre sollozos le oyó decir:

–Ésta era mi casa hace tiempo. Mi madre la vendió cuando nos fuimos a Argentina y hace muchos años que no la piso.

Balbuceó lo que parecían unas disculpas y se quedó callado. Ella tuvo fuerzas para contestarle con voz bronca. Se sintió un poco más fuerte e incluso se encaró con su manera de asustarla. Saturnino siguió conversando solo, lo hacía para sí. Ella creyó escucharle hacer mención a muchos recuerdos y momentos duros en la emigración. Dalia se había quedado helada y decidió coger la cazadora que había dejado, el día anterior, colgada en uno de los pomos de los cajones de la cómoda, en vez de en el perchero de la entrada. Ahora le había venido bien que estuviera ahí. Aprovechando que él estaba a lo suyo con sus memorias del pasado, dio varios pasos hacia su derecha y cogió el móvil. No consiguió desbloquearlo porque le temblaban en exceso las manos, sin embargo, curiosamente había dejado de tener miedo y parecía darle igual estar desconectada. Empezó a hablar de cosas sin mucho sentido, gesticulando incontroladamente con el libro en la mano, apuntando hacia un lado y a otro de la habitación y de repente se puso en guardia amenazando al intruso si daba un paso hacia adelante, mientras seguía charlando ensimismada.

−Esta “doudoune” la compré en París hace un mes, aunque no te lo creas me dejé olvidado el abrigo en un asiento del aeropuerto y lo primero que hice nada más tocar tierra fue ir a comprarme una al Uniqlo, que sepas que es de la marca Caroll-París, me costó más de cien euros. Mira lo delicada y frágil que es su textura ¿A que me queda bien? –Dijo emocionada.

Se había comprado el plumífero porque le había gustado como sonaba la traducción en francés para la prenda, y repetía una y otra vez el vocablo imitando la sonoridad suave y ligera del roce de ese anorak, tan particular, en su piel.

 − ¡Doudoune, doudoune, doudoune, doudoune.

 Desde luego era mejor que pedirle a la vendedora un “manteau s'il vous plaît” que era una acepción menos sonora y más difícil de articular. Las voces de ambos se solapaban murmurando casi a la vez conversaciones independientes y ni siquiera ellos sabían bien de qué estaban hablando exactamente. Ella seguía parloteando sobre su viaje a París y pronunciando como si hiciera un paréntesis en la narración:

−Doudoune, doudoune, doudoune.

Y él continuaba explicándole la razón de su marcha, repitiendo la historia de su partida con las mismas frases. Sin embargo, lo que quería Saturnino es que ella entendiera el porqué de su regreso.

−He venido a tener un nieto, pero como eso nunca va a ocurrir porque no tengo hijos, he pensado que lo mejor sería tener un hijo, aquí, contigo, para hacer como que sea mi nieto.

Soltó de un tirón todo ese enunciado con tanta pedantería que cuando ella lo oyó, le dio un ataque de risa y le costó parar de reír. Saturnino decidió entrar en la habitación y ella se puso en guardia blandiendo su libro, haciendo unos movimientos de arriba-abajo, doblando sus rodillas como si estuviera haciendo unas flexiones y sin dejar de moverse parecía estar bailando grotescamente una danza africana.

Con cierta voz histérica por lo que acababa de oír y alzando la voz le dijo:

−Tío, ¡estás loco!, ¿en serio piensas tenerlo conmigo?, sabes que sería violación y te mataré si me tocas un pelo. Ella siguió intimidándole con el ejemplar de su autor favorito. Él retrocedió lo andado y con voz de súplica, se lo pidió varias veces por favor y acabó diciéndole:

−Que sepas que tengo dinero y propiedades y te puedo beneficiar. Mi madre siempre que hablábamos de la venta de nuestra casa, se refería a lo guapa que recordaba a la joven compradora del inmueble, pero no se acordaba de tu nombre y yo siempre he pensado en ti sin conocerte.

Con su mano derecha Dalia hacía círculos sobre su sien, dando a entender que su interlocutor no estaba bien de la cabeza.

 –Si te parece podemos ir preparando el “baby shower”, pásame tu lista de invitados que voy haciendo las compras de la fiesta –Le dijo con ironía y con cierto descaro le hizo ver su enfado con un mal gesto de dedos.

Fue entonces cuando le dieron ganas de tirarle el libro que tenía en su mano izquierda como si fuera una daga y segundos después lo hacía a manos llenas cogiendo los que tenía más cercanos de la estantería. Escuchó el ruido sordo de los textos estrellándose, no sólo contra la pared, sino también contra el marco y el dintel de la puerta. Allí ya no había silueta de nadie que hiciera de diana y el polvo de los libros se difuminaba como una nebulosa por una habitación vacía que comenzaba a recibir las primeras luces del amanecer.

Se desplazó como si patinara hacia el vestíbulo y miró por el hueco de la escalera, por si el intruso, sibilinamente, la estuviera bajando para largarse, pero no vio a nadie. Oyó como la manilla de la puerta de la calle se abría y un portazo estridente la asustó. Ella siguió con la mirada fija en la oscuridad de la escalera por si podía distinguir algo más que le diera pistas de lo que estaba ocurriendo. Bajó a la primera planta deslizándose por el pasamanos y unos segundos después el timbre de la puerta sonó insistentemente y pensó que era de nuevo el foráneo.

–Esta vez se va a enterar –Dijo cabreada.

Sus manos blandían una escoba con el cepillo en alto, la había cogido en la cocina y como si montara a un caballo se dejó caer, resbalándose por la barandilla, a la planta baja. Se disponía a que ese timbre dejara de sonar y que ese −metomentodo− la dejara en paz.

 

Inconscientemente deslizó su dedo índice por la pantalla del móvil y apagó la alarma de las siete y lo volvió a hacer a las siete y media, esta vez oyó un poco la vibración del aparato sobre la mesilla de noche y no tardó más de dos segundos en volver a tocar la pantalla para silenciar la estridencia. A las 8 menos diez cuando volvió a sonar la alarma y no oyó el zumbido, Isaías, le llamó varias veces por su nombre para que se despertara. Ella abrió los ojos, incorporó medio torso de la cama y sin saber muy bien dónde estaba, miró hacia su mano izquierda, que la vio fuertemente cerrada como si agarrara algo con una fuerza sobrenatural y con un quebranto de voz, le dijo a Isaías:

− ¿Tú también lo has visto? ¡sabes que venía a tener un hijo o era a un nieto, no le entendí muy bien!

E indignada y mucho más irritada de lo habitual dijo:

−¡A ver si para ya de sonar ese timbre y deja de llamar el tal Saturnino…!

Ese sonido insistente salía de su móvil; de un manotazo apagó de nuevo la alarma del despertador y se quedó mirando al vacío de la habitación intentando comprender lo sucedido. Se dio cuenta que hablaba de cosas que no habían ocurrido. Isaías la miró con extrañeza, sin entender bien de quién o de qué le hablaba e intuyó que Dalia estaba despertándose de un sueño.

martes, 25 de febrero de 2025

FÉNIX

 


NO EL AVE, SINO EL GATO

−Hoy he decidido hablaros de mi gato. Hace unas semanas fui a la protectora de animales municipal a adoptar un perro y a la media hora de estar allí salí con un gato ¿Cómo me hice con él?, o mejor dicho, ¿por qué decidí adoptarlo si hasta ese día no me interesaban los felinos? −Les dije a mis alumnos, −con voz misteriosa y expresión de asombro−. Volví a recalcar aún más mis palabras para llamar su atención − ¡Estáis oyendo bien! me quedé con un gato y lo llamé Fénix.

Pensé que podría ser un buen comienzo para la clase de hoy sobre “sintagmas y enunciados”, hablar del nuevo inquilino que llevaba un tiempo haciéndose con los enseres de mi casa.

Se hizo un silencio inusual en la clase, y todas esas miradas que acostumbraban a perderse en lo que consideraban un aburrimiento explicativo, un hastío curricular, y una tediosa manera de aprender la sintaxis de las oraciones, ahora permanecían atentas a mi persona y a mis palabras que hilaban una narración más atractiva, que la pura gramática que debían aprender.

Había pensado muchas veces en estrategias para hacer que me escucharan inventando juegos y maneras de trabajar en grupo o individualmente, pero no obtenía los resultados de atracción que yo quería y era un suplicio cada mañana enfrentarme con ellos, al libro de texto. Hasta yo misma había días que quería gritar − ¡basta ya de núcleos, modificadores y objetos indirectos! Mi clase era un caos, no conseguía acallar nunca los murmullos o los ruidos innecesarios y sus bostezos, me deprimían haciendo que acabara aborreciendo, como ellos, todo lo que les quería enseñar. Hacía tiempo que no me imponía y por tanto no me tomaban muy en serio.

 Entendí que había perdido la batalla contra toda atención al Tiktok. Estaban deseando que mi rollo se acabara para salir cuanto antes por la puerta y mirar que había de nuevo en sus pantallas. Por eso me convencí qué si empezaba a contarles algo nuevo, algo más personal, podían hasta hacerme caso, incluso podría poner en práctica todo tipo de ejemplos de oraciones en mi historia para que de una vez por todas las entendieran y permanecieran en silencio y atentos un buen rato. Lo único que había cambiado mis costumbres, fue la llegada de Fénix, así que decidí utilizarlo, para que por lo menos yo pudiera experimentar una hora de máxima atención sin que se tratara del día del examen, que era el único donde podía ejercer mi poder.

No sé cómo se me metió en la cabeza, que ahora que acababa de comprar un adosado, me faltaba un perro que me quitara esa falta de algo al llegar a casa. Siempre que recordaba momentos de mi pasado con mi familia, había un perro, y echaba de menos su cariño y felicidad; también cuando fallecían se me hacía un mundo su ausencia y ahora dudaba si volver a pasar por todo lo que se les quiere y lo mucho que se sufre cuando se van.

Me habían educado en la idea de que no hay que comprar animales, hay que adoptarlos, aunque estos no fueran cachorros y tuvieran sus taras y manías bien asentadas. Así fueron todos nuestros perros, unos adoptados con extravagancias y neuras, pero siempre fieles y leales. De las razas que más me gustaban había que pagar bastante dinero y cuando pensaba en hacerlo oía la voz de mi padre diciéndome:

−Ya sabes que no hay que pagar por un animal, hay muchos ahí fuera que te están esperando. Por lo que no me atrevía ni a mirar las ofertas de criadores porque todos los perros, que tenían eran de raza para la venta y pensando en mi padre, me sentiría fatal si me decidía por adquirir uno de ellos. Me metí en Internet para ver que ofrecía la “perrera municipal”, pero ese día no vi nada que me interesara. Durante varios días mi teléfono sólo recibía notificaciones de posibles ventas privadas y ofertas de nuevos animales recién llegados a la protectora. − ¡Qué pesadez!, miras algo en Google y ya te atrapan con anuncios. Como seas algo adicto, te lo haces más−.

Me incluyeron mis compañeras del centro en un grupo de WhatsApp llamado “las Compis”, −soporífero, lo que me faltaba, no supe decirles que odiaba los grupos y que no quería pertenecer a él. –Pero a ver quién se atrevía a irse una vez me habían incluido, con toda su buena intención−.  Lo que más me molestaba era ese nombrecito, tan ridículo e infantil. − ¡Madre mía, que bochorno! −, se me volvía el estómago del revés viendo la foto de perfil; unas cuantas caras de ellas, las Compis, tapadas en su parte inferior por los libros de 2º de la ESO. Me molestaba tanto todo ese lío de “dimes y diretes” que lo archivé de inmediato para no escuchar el ruido de sus mensajes. Como no contestaba a nada, Lupe me abordó en la sala de profesores para ver si me apuntaba a la cena del viernes.

 –Sí claro, allí estaré a las 10 ¿no?

No sé qué disculpa puse para salir del paso de los mensajes no contestados y me apunté al tanto de “los raros” en el manejo con el móvil, de esos que nunca contestan, aunque no fuera cierto.

En esas cenas se habla de cosas poco trascendentales y el tema “perros y gatos” es fácil para desinhibir y tener momentos más espontáneos fuera de la tensión diaria del instituto. Recibí tantos consejos que parecía una novata en animales, cuando era toda una experta en el cuidado de los perros. Como siempre surgió el dilema de –yo soy más de perros, ¡ay no! yo prefiero los gatos−. Nunca se llega a una conclusión tajante que incline la balanza más a favor de uno u otro. Es un tema de preferencias y las mías eran por los chuchos.

Al llegar a casa, vi que tenía en el móvil varios avisos de la “perrera” con una foto de un cachorro. Sólo había entrado una vez en su página y ahora me “bombardeaban” con información.  Daba la sensación como si alguien hubiera estado escuchando las conversaciones con las Compis, dentro del terminal y llamaba mi atención de un posible adoptado, − ¡era increíble, la IA que empezaba a utilizar diariamente me escuchaba! −. Como estaba desvelada, se me ocurrió pinchar sobre las primeras fotografías que aparecían en la página y leer las descripciones que, por cierto, −estaban muy bien escritas− y eso me enganchó mucho a curiosear por su página. De inmediato un mensaje parpadeaba sobre la pantalla invitándome a visitar las instalaciones y conocer a mi posible mascota.

Casi me arrepentí de haber ido a la protectora porque me perdí con el GPS que no sé a dónde −demonios me envió− para volverme a dar una vuelta de media hora hasta llegar a la verja de entrada. Con tanto ladrido, casi no oía a la veterinaria. −Puedes echar un vistazo y si tienes dudas me dices; han entrado unos cachorros que a lo mejor te interesan.

Me sentí fuera de lugar. Tenía ganas de irme, el viaje hasta allí se me había hecho largo y pesado. Estaba de malhumor, ya no me apetecía ver a ningún animal más. En mi corto paseo no me interesó ninguno de los perros que ladraban exasperadamente al acercarme a sus jaulas. A la media hora de llegar me estaba despidiendo de Olga que estaba intentando alimentar a un gatito.

–¡Qué bonito!

 Me salió decirle, aunque sin mucha emoción, fue por hablar algo antes de marcharme y por eso de no irme tan bruscamente.

− ¿Lo quieres?, −me dijo con la rapidez del que busca refugio para alguien desesperadamente. –¡Es tuyo, hago los papeles y te lo llevas! Está totalmente desparasitado y vacunado; le pongo el chip en un “periquete”. Aquí donde lo ves, fue rescatado de una casa ruinosa que se incendió la semana pasada. Estaba con su madre y el resto de la camada. Sólo sobrevivió él. Surgió de las cenizas como el Ave Fénix –se carcajeó −buscando mi complicidad− y la policía nos lo trajo hace un par de días. Si no aparece alguien pronto que lo adopte, tendremos que sacrificarlo –dijo con un tono mucho más serio.

Conecté de nuevo el GPS para regresar por dónde había venido y una vez que me puse en carretera fui consciente del lío en que me había metido. −Si a mí me gustan los perros, ¿qué hago yo con un gato? Una sensación de remordimiento me hizo dudar de lo que acababa de hacer. Estornudé varias veces, −que yo supiera no era alérgica a ellos, pero a saber−. Miré de reojo la caja donde Fénix se había recostado, traté de acariciarlo, pero mi mano no llegó al fondo del cartón, así que supuse estaba tranquilo, arropado por una toalla que Olga le había echado encima. Durante el viaje llamé a mi hermana, que adoraba a los gatos, ella sí que no podía tenerlos sin una inyección de adrenalina al lado y después cuando colgué decidí dar la sorpresa a mis padres.

 –Pero si a ti no te gustan los gatos, ¿cómo así? ¿¡Qué raro!? Acabé cabreándome con ellos y tuve una reacción un poco a la defensiva; les hice ver que eso era una percepción suya y nada que ver con mi manera de ser. –Que no hubiera tenido nunca un gato no significaba que no me gustaran. Fue en ese momento cuando me alegré de mi decisión, aunque sólo fuera por llevarles la contraria a ellos.

Los primeros días fueron una locura. No sabía muy bien qué hacer con él. Estaba acostumbrada a mi perro, pero Fénix, era diferente. No obedecía órdenes, no respondía a todos los Noes que le decía, se mostraba un poco arisco y desconfiado e iba por libre en sus decisiones, por supuesto nunca se giraba cuando le llamaba por su nombre. Al principio sólo lo encontraba efusivo y apasionado, cuando oía el clip de la tapa de la lata de comida, se relamía concentrado, y miraba fijamente sin perder de vista todos mis movimientos, hasta que vaciaba el contenido en el recipiente metálico; sabía entonces que iba a comer. Me obsesioné con los consejos de YouTube sobre gatos; me pasé varias semanas leyendo a cerca del comportamiento de los felinos, −qué hacer y no hacer con ellos−. La de la tienda de animales ya me conocía, en mi primera semana con Fénix, me pasé por el establecimiento unas diez veces y la que me atendió supo que padecía de inseguridad extrema, mis obsesiones la llegaron a molestar e incluso me di cuenta que le caía mal y no quería que volviera con más preguntas –de esas raras que yo le hacía−. Por eso, el último día que pasé por allí le compré todos los artilugios que me parecieron buenos para él, y no tener que volver al establecimiento por una buena temporada. El gato me había rasgado las cortinas y el sofá tenía unos buenos arañazos, así que con los reclamos que acababa de comprar suponía que dejaría de emprenderla con mis cosas.

Fénix dormía por el día y tenía una actividad frenética por las noches.  Como consecuencia yo tampoco pegaba ojo intentando calmar la actividad del cachorro. Él estaba histérico y yo más. Cuando se dejaba, le pasaba mi mano sobre su lomo para amansarlo, pero él solía huir rápido hacia el alfeizar de la ventana, arañaba el cristal en un intento de querer salir fuera. Cuando menos lo esperaba, escalaba por los muebles de la cocina o se tumbaba en un diminuto hueco entre las banquetas situadas debajo de la mesa, para después saltar al sillón y tumbarse en la manta que cubrían mis piernas. A veces lo sentía como un agobio, pero era un estrés que me calmaba mis ansiedades, me quitaba el pensar constantemente en el sentido de mi vida y todos esos miedos que siempre me estaban atormentando.

Olga me aconsejó que había que esperar más de ocho meses para que descubriera la calle, por supuesto debía estar esterilizado, pero no era necesario esperar a que alcanzara su edad adulta para que saliera; casi sentía un cierto alivio porque todavía no pudiera "largarse" y me inquietaba el día que se alejara más allá de la puerta del jardín, porque era capaz de decidir no volver. Esto nunca ocurría cuando la mascota era un perro y esa actitud de los gatos, en general, me molestaba mucho.

Había varias manos en alto, reclamando mi atención, supe que a mis alumnos les estaba interesando mi relato. Alguno espontáneamente mezcló la vida de su gato con la del mío y hubo mucha interacción compartiendo las experiencias de los que tenían animales en sus casas. Elevé un poco más mi voz y continué hablando de Fénix, casi levitaba con mi discurso, enseñándoles mi destreza y maestría con el animal, así como proporcionándoles todo tipo de definiciones gramaticales. Notaba que todos estaban pendientes de mí, y eso me hacía más grande de lo que solía sentirme con ellos.

 Fénix tenía reacciones tan graciosas, impulsivas y naturales que enseguida me encariñé con él. Mi carpeta de fotos y vídeos se llenó con su cara, sus movimientos y sus juegos. No podía parar de grabarle o captarle con la cámara del móvil; cada cosa que hacía me sorprendía más que la anterior y de ahí a compartirlo era un simple movimiento, un juego de dedos que lanzaba todo ese material a mis contactos en cuestión de segundos. Me puse tan pesada que muchos me bloquearon y otros dejaron de responderme. El grupo de las Compis parecía haberse silenciado con todos mis mensajes y mi familia ya me había advertido que lo mejor era una foto por día y me abstuviera de tanto vídeo.

Notaba que Fénix escuchaba mis órdenes sin hacerme caso; le hacía partícipe de mis pensamientos que verbalizaba en voz alta cuando ambos estábamos relajados, con mi única intención de recibir su respuesta, que siempre era nula y no dejaba duda a la más somera interpretación de su espectro autista. − ¡Era una pena que no pudiera hablar! Sin embargo, se estaba haciendo querer y yo lo empezaba a echar de menos cuando me sentaba en el sillón y no escuchaba sus ronroneos acurrucado en mi regazo. Curiosamente me estaba ayudando a ser menos maniática y obsesiva, menos antipática e intratable, que eran calificativos que siempre me acompañaban. Yo me estaba empeñando en que él fuera algo más dócil, menos agreste y arisco y creo que ambos estábamos consiguiendo cambios. Ambos progresábamos adecuadamente.

−Profe a mi gato le gustan mucho las cajas, siempre se esconde en una que tengo en la habitación. –Dijo Samu

Eso me recordó que el martes cuando llegué a casa no lo encontré por ningún lado, −me estresé por su ausencia−. A veces se quedaba dormido en cualquier recoveco y hasta que despertaba no daba señales de vida. De repente sentí que la bolsa de papel del súper que había dejado en la cocina a mediodía cobraba vida, se debía haber echado allí una buena siesta. La había convertido en su refugio. Fue simpático ver como batallaba intentado salir de su guarida improvisada. No paré de reír en un buen rato y por supuesto ese momento quedó grabado en mi teléfono y automáticamente todos mis contactos vieron el momento.

Hubo que ponerle un gran cono para que no se lamiera los puntos por la esterilización, ese día me hubiera gustado marcharme de casa, abandonarlo, olvidarme de él para siempre. Fue imposible que no se diera de cabezazos con semejante pantalla en su cabeza chocando con los muebles. Protestaba maullando desesperadamente y abría su boca enseñando los dientes como si me quisiera recriminar lo que le había hecho y después sacaba sus uñas lanzando zarpazos al aire dirigidos a mí. Tuve miedo de él y me escondí en la habitación por si me atacaba. Mi reacción fue demasiado exagerada –reconozco que me gusta generar dramas−. De vez en cuando entreabría la puerta y comprobaba que se encontraba mejor. Cuando le quitaron los puntos hubo que volver a empezar nuestra relación y eso me dolió mucho.

Yo detestaba el robot de limpieza, no me entendía con esa máquina, era un dolor de cabeza y una pérdida de tiempo intentar que funcionara desde la aplicación del móvil: si apretaba el botón de encendido, no arrancaba, cuando le daba al de parar decidía aspirar por su cuenta, cuando aporreaba desesperadamente el de pausa regresaba al cargador, chocaba con él y volvía a empezar un recorrido de limpieza hasta agotar la batería, y luego no había manera de hacerla llegar al centro de carga y que se auto-limpiara. Hablaba sola indicándome lo que tenía que hacer y aunque yo lo hacía, ella seguía y seguía hasta agotar mi paciencia. Me daban ganas de estrellarla precipitándola por las escaleras y que dejara de funcionar de una vez por todas. Pensaba que me la habían vendido averiada, no había otra explicación a su libre albedrío; − ¡fue una mala compra! − y aunque había pensado en devolverla, lo cierto es que me daba pereza llevarla al establecimiento. Prefería coger la escoba y barrer yo misma, −acababa antes que ella− y mis nervios me lo agradecían. Sin embargo, el robot, se convirtió en el juguete preferido de Fénix; según se ponía en marcha la aspiradora, él se tiraba en plancha hacia ella, la seguía rodeándola, la intentaba empujar con sus patas, y acababa por abordarla subiéndose a su base circular. En el acoplamiento hacían un recorrido en línea recta como si se tratara de un desfile, hasta que el robot percibía el peso de un objeto extraño y se paraba en seco; entonces Fénix se bajaba del aparato y de un salto se subía a la encimera de la cocina, observando desde allí el suelo como si fuera todo su reino. Yo abría la aplicación y volvía a encender el aparato que giraba sobre sí mismo intentando reconocer el terreno donde lo había dejado; la máquina se deslizaba con la delicadeza de una bailarina; era entonces cuando Fénix se lanzaba de nuevo planeando como un pájaro hacia donde estaba y caía justo en su base; el aparato se paraba de nuevo y el gato volvía a su posición elevada con la agilidad de un contorsionista y así vuelta a empezar, yo con el mando activaba el funcionamiento y todo ese circo de reacciones volvía a arrancar hasta que el robot dejaba definitivamente de querer actuar y ya no había manera de moverlo. Noté que esta parte de la narración les gustó mucho y dio mucho que comentar.

Estaba eufórica y me sentía protagonista y poderosa controlando con mis palabras a toda la clase. En ese estado y, para terminar, me escuché decir con un exagerado tono teatral y recalcando con mucho énfasis la descripción de mi gato Fénix comparándolo con la mitología del ave y sin venir a cuento me salió declamar: −Él con su plumaje inigualable de color escarlata y cuerpo dorado se sintió como el ave Fénix, siendo un felino, superando desafíos y dificultades−, y con todo lo que daba mi voz, casi gritando continué: −para emerger más fuerte y renovado−. Alcé mis brazos mirando al techo del aula, y cuando tocó la campana, oí el tumulto que se levantaba recogiendo sus mochilas y corriendo hacia la salida del aula.

−Profe ya he entendido los tipos de oraciones y sus nexos –dijo Noa al salir.

Me quedé allí sola, un tanto avergonzada por la escenificación. En ese momento de trance no tenía claro de quién o de que había estado hablando –puede que de Fénix o de mí o simplemente les había explicado las reglas de la concordancia.

 Me bajé de la tarima del aula y vi que en la puerta estaban las Compis aplaudiendo mi soliloquio.

− ¡Bonita clase de mitología Naza! hemos oído el final y tenías a todos escuchándote sin decir palabra–dijo Lupe entre risas

−Sí, estaba con la clasificación de las oraciones y se me ocurrió ponerles algún ejemplo para que las entendieran mejor. 


lunes, 27 de enero de 2025

LA VERDAD VARIABLE

 


Un tropiezo accidental

Mi madre mentía con tanta sinceridad que era difícil no creerle…

La edad que yo tenía no era la biológica sino la que ella había decidido que podía tener, supongo que la había elegido por mi estatura, apariencia o complexión. No creo que tuviera nada que ver mi madurez para determinar una fecha u otra. Fue difícil sortear la falsedad de un año menos; vivíamos en una ciudad pequeña donde casi todos éramos conocidos y además había que tener en cuenta que las otras madres recordaban perfectamente, no sólo cuando habían nacido sus hijos, sino que no se les escapaba las fechas de los de sus vecinas, aunque sólo fuera para comparar, a lo largo del tiempo, a unos con otros. Recuerdo su determinación para convencer de mi nueva edad, a quien sabía de mí, incluso a aquellos que me habían visto nacer. Les despojaba de su verdad y acababan asumiendo que estaban totalmente equivocados. Llegó a tal punto de exageración que tuve que repetir primero de primaria porque mi nivel madurativo, según la maestra del segundo curso, necesitaba un año más. No me consideraba una superdotada para avanzar, así que no podía estar en ese nuevo curso si tenía un año menos; por tanto, era mejor volver a cursarlo, porque tendría una mejor experiencia de lo aprendido y -nada que perder, sentenció la profesional con un cierto tono de sorna y suspicacia. Mi madre consintió el agravio, sin decir nada, se mordió los labios y tiró para adelante, no iba a permitir desmentir su mentira por un curso académico. Después de este bochornoso y perjudicial momento yo también fui abducida por su mentira y adopté como mía una fecha ajena, al fin y al cabo, yo ni me acordaba de haber estado en mi año de nacimiento, y lo acontecido conmigo aquellos primeros años, me era ajeno, lo que me daba igual, tener uno más que uno menos.

La madre de Noé quiso venir conmigo al juzgado a buscar mi partida de nacimiento, imprescindible para casarme con su hijo. No me atreví a decirle que prefería ir sola, que no era necesaria su presencia, pero por temor a que le pareciera mal, dejé que me acompañara. La decisión se convirtió en fracaso que yo sabía iba a ocurrir. Ese día, el oficial no encontró nada sobre mí: ni un registro, ni una inscripción a mi nombre con la fecha de nacimiento, que yo le aseguraba firmemente era la mía. Al salir del juzgado sentí que Ruth estaba abrumada. Supe cómo sortear el engaño, era toda una experta en afianzar el embuste. Dos días después aparecí exultante en su casa con la partida de nacimiento en la mano recreando una buena dosis de descaro, cinismo y mentira. −Al final el oficial la encontró. ¡Listo!, ya no hay nada por lo que preocuparse Ruth.

Fueron tantas veces las que tuve que enfrentarme a falsificar la verdad que realmente no sé cómo he podido llegar hasta aquí sin que me pillaran en semejante burla.

No me considero una persona mentirosa, simplemente he falsificado un dato relevante de mi vida, porque mi madre decidió esto sobre mí hace mucho tiempo y yo lo adopté y lo hice mío. Podría definir este acontecimiento como una nueva verdad variable de mi edad.

Muchas veces tuve la oportunidad de revertir la invención, pero no lo hice. Tampoco encuentro una explicación a este arduo trabajo de mantener tanto fingimiento. Supongo me aterraba que Noé se enfadara y acabara con nuestra relación, lo que me ponía muy nerviosa y en un grado de estrés insoportable. Así que el infundio seguía avanzando como una bola de nieve, aunque a veces me costara demasiado soportar todo su peso. Llegué a la conclusión que lo mejor era dejar las cosas tal como estaban.

Decidí darme una ducha antes de cenar, no es que me apeteciera mucho, pero era una decisión que tomaba muchos días por quitarme la pereza de hacerlo a las 6 de la mañana, antes de ir a trabajar. No había cosa que más me fastidiara que esperar a que el agua caliente se pusiera por lo menos templada y la idea de tirar tanta agua y perderla por el sumidero me molestaba y me ponía de malhumor. Casi siempre acababa duchándome con agua casi fría y por eso prefería hacerlo a otras horas menos intempestivas. Entré en la bañera pensando que estaría bien probar la mascarilla que Mary, mi peluquera, me había colado en la cesta mensual de productos cosméticos; un nuevo bote “milagro”, para reforzar esa especie de estropajo en que se había convertido mi pelo. Ya había discutido con ella sobre no cortarme la melena y si ella reforzaba insistentemente el uso de la tijera, proporcionalmente yo defendía la longitud de mi cabellera probando todo tipo de productos. Al final ella entendió que le salía a cuenta probar toda clase de potingues conmigo, más que raparme la pelambrera. Esperando que el agua fuera un poco menos gélida y a manera de ritual coloqué en la tarima de la bañera el champú, el suavizante, la última innovación en mascarillas que solucionaría mi encrespamiento y la esencia de árbol de té. Sin mis tres gotas de este oleo australiano no pasaba por ningún tratamiento rejuvenecedor de pelo. Olía a “rayos”, pero sus beneficios reducían el picor y la ansiedad irritativa de mi piel. Cuando nuestros hijos eran pequeños y estaban infectados de piojos y me los contagiaban a mí también, fue el único remedio que desterró a estos parásitos de nuestra cabeza.

Esta vez decidí que me tomaría todo el tiempo necesario para seguir las normas del prospecto de la mascarilla y paso por paso llegar hasta el final, no como otras veces que lo hacía apresuradamente y no obtenía ningún resultado beneficioso. Primero me lavé con el champú; pacientemente estuve minuto y medio amasando la espuma entre los mechones mojados; después el suavizante. Tuve la paciencia de friccionar cada filamento y esperar más de dos minutos a que hiciera su efecto. Mentalmente, como si fuera el minutero de un reloj, fui contando los segundos. Se me hizo larga la espera antes de aclarar toda la mezcla; cogí medio puño de crema reparadora con la mano izquierda y la puse sobre la derecha; me froté ambas manos con el mejunje y lo esparcí, con leves masajes circulares, por la cabeza impregnando hasta la última punta abierta de mi melena. Como se trataba de una crema viscosa, se me deslizó una porción de ella, estampándose contra al suelo de la bañera. Con los ojos semi-abiertos, intenté frotarme repetidamente la espuma para que sus aditivos no me escocieran tanto, me agaché para recoger la crema y añadirla a la que ya me había puesto. El agua había arrastrado el pegote hasta el desagüe. No sé por qué decidí limpiar el sobrante de producto con mi pie derecho y cuando fui a coger la esencia de árbol de té, giré mi torso unos 180 grados, y mis pies se deslizaron como si estuvieran patinando sin control. Sentí dos golpes fuertes que me inmovilizaron en el suelo de la bañera. Me di cuenta que el grifo me había abierto una brecha en la parte superior de la nariz. La sangre fluía rápido mezclándose con el agua caliente. Intenté apoyar mis brazos sobre el borde de la bañera, pero no se movieron como yo quería. Un intenso dolor me dejó paralizada a la altura de la clavícula. Traté de levantarme; era tanta la molestia del tobillo izquierdo y tenía tan mal aspecto que no me atreví a arrastrarme e intentar salir de la bañera.

Grité para que Noé me rescatara. Él estaba en la planta baja, escuchando a Oscar Peterson. Le acaba de regalar unos auriculares, los mejores según el vendedor. Eran unos de esos que reducen todo sonido externo que pueda interferir entre el cerebro del escuchante y el intérprete. Noé era un melómano y sentir la música desde dentro en perfecta comunión con el músico le transportaba a un estado de emoción tan vital, que las lágrimas le salían fácilmente con ciertos acordes. Estaba tan conmovido por el sonido de la melodía que yo le imaginaba en un estado de trance. Lancé un grito intenso y desgarrador. La onda sonora no produjo efecto en Noé, pero sí en Zor, le oí gemir en el pasillo a la altura de las escaleras. No se atrevió a pasar del primer escalón. Era un perro bien educado, yo me había empeñado en ello. −Vivir dentro de casa sí, pero con límites y prohibiciones. Una de ellas era subir a la planta de arriba y otra mucho más drástica era no tumbarse en las alfombras. Siendo cachorro tuvo una gran infesta de pulgas que luego pasaron a la alfombra del salón y de ahí a picarnos a todos. Fui yo la única que tuve que ir al médico, las ronchas en mi piel fueron tan grandes y el picor tan intenso e imparable que el tratamiento con antihistamínicos duró más de un mes. Así que generé una buena fobia y me declaré una víctima alérgica a todos los restos extraños de nuestro perro. Por eso desde el principio puse mis condiciones para criarlo y de ahí la limitación de no estar en cualquier estancia, o de no tumbarse en ninguna alfombra, excepto la suya, o de esperar la orden para comer y por supuesto prohibido subirse a las personas para mostrar su cariño, no había cosa que más rabia me diera que estar vestida impecablemente y tener la marca de sus patas en mi falda. Zor aprendió rápido y era sorprendente verle sortear el perímetro de los objetos prohíbidos, o esperar la orden de sus dueños para lo que fuera. Desde la bañera le grité que viniera, pero él había sido un buen alumno de todas mis enseñanzas, por eso no pasó del primer peldaño. Noé notó al perro nervioso e interpretó que quería salir al jardín, le abrió la puerta y la cerró sin dejar de escuchar “Better git it in your Soul”.

–¡Noé, Noé, Noé! Grité y chillé todo lo que pudieron mis cuerdas vocales y oí como tarareaba siguiendo acompasadamente el contrabajo de Charles Mingus. Sentí al perro ladrar fuera de la casa tan desesperadamente como vociferaba yo dentro de la bañera. Noé volvió a dejar entrar a Zor; se dio cuenta que ladraba demasiado, no porque lo oyera, sino porque veía sus gestos a través del ventanal. Entró a toda prisa y se apostó al comienzo de la escalera sin acceder a ella, ladrando desesperadamente. Noé le siguió para tranquilizarlo, sin dejar de escuchar una versión de “Take five” a través de sus auriculares. Creyó ver una sombra minúscula pasando por uno de los peldaños y se imaginó que era un ratón; el topillo, que hacía una semana, estábamos buscando por todos los rincones de la casa. Les tenía pánico a los roedores y fue eso lo que le hizo quitarse uno de los cascos y ponerse en alerta. Para protegerse se escondió detrás de la puerta de la sala, esperando que Zor abordara al animalillo y se lo ofreciera como trofeo.  El perro estaba más pendiente de lo que estaba sucediendo en el ático que en ver lo que no había sucedido. Fue entonces cuando Noé me oyó gemir, ya no tenía fuerzas para gritar y simplemente lloraba de dolor. Pronunció mi nombre varias veces, mientras subía las escaleras de dos en dos. Cuando me vio tirada como un despojo en un estado lamentable y quejumbroso intentó explicarse mi "tropiezo accidental". Al ver el agua teñida de rojo, le vi palidecer; con la palma de su mano le dio un porrazo al mono mando y el agua caliente, que había limpiado mi herida, dejó de caer. Intentó moverme, pero se dio cuenta que le flojeaban las piernas, no podía con mi peso; tuvo la necesidad de sentarse y lo hizo sobre la taza del baño. Sacó de su bolsillo el teléfono y casi con la vista borrosa buscó el distintivo de emergencia que hacía unos días había activado en la aplicación Alert Corps. No llegó a apretar el botón, se desplomó dejando su cuerpo inerte deslizándose hacia el suelo en una accidentada caída. Sentí el golpe seco de su frente contra el lavabo. Cuando despertó le dolía la cabeza a la altura de la ceja derecha, hizo ademán de tocarse para ver el alcance del golpe y se dio cuenta que tenía una buena brecha. Ya éramos dos los heridos. Él estaba aturdido, yo inmovilizada por varias partes de mi cuerpo y el perro ladraba alocadamente sin poder hacer nada por nosotros dos.

−Por favor tranquilícese, no toque a su mujer, podría lesionarse más de lo que está. La ambulancia estará en menos de 10 minutos en la puerta de su casa. Escuché al profesional del 112 darle indicaciones. Le temblaba todo el cuerpo. Se sentó en el suelo por si se volvía a desmayar y me agarró la mano. Cuando le pregunté cómo estaba me respondió: −Inestable. Era un buen síntoma en él. Quería decir no estoy bien, pero voy mejorando puedo superar la situación.

Tenía frío, ahora que el agua había dejado de mojar mi cuerpo. No podía moverme bien, el dolor de hombros se había extendido al cuello y la cabeza. Sentía calambres en los brazos y mis manos no tenían la fuerza necesaria para agarrar nada. El tobillo estaba hinchado y no podía girarlo a su posición correcta. Le dije a Noé que buscara una camiseta y una braga en el cajón del armario. No quería que me vieran desnuda y tirada así tal como estaba. Fue imposible vestirme. Le convencí para que buscara el bikini que mis hijos me habían regalado hacía unos meses, por mi cumpleaños. −Era muy mono, pero no era para mí, estaba pensado, como mucho, para una treintañera. Tres triángulos con múltiples cordones para anudar en cuello, espalda y cadera me hacían parecer una mujer de esas que no quieren envejecer y, a pesar del buen tipo que tenía para mi edad, no me veía con él; pero tampoco hice nada por devolverlo a la tienda. En realidad, me gustaba mucho, por eso lo guardé en el compartimento de mi ropa interior, me hacía recordar que aún me podía poner ese tipo de prendas, aunque estaban fuera de lugar.

Cuando llegaron los técnicos de emergencias, tenía a medio poner la parte de abajo del bikini, a Noé le fue imposible anudar las dos partes diminutas de la prenda y lo mismo había ocurrido con los dos triángulos minúsculos que debían cubrir mi pecho.

Me sentí ridícula y desnuda con mi bikini color teja intenso, un bikini que había sido hecho para llamar la atención y sin embargo ahora, estaba colocado en mi cuerpo como si fuera un trapo sin ninguna gracia. Los camilleros ni se inmutaron al verme. Hicieron bien su trabajo, supieron cómo sacarme de la bañera. El dolor hizo que perdiera el conocimiento y no volví a tener conciencia de mi estado hasta que el ajetreo y la sirena de la furgoneta me despertaron. Estaba cubierta por una sábana y en un estado más presentable que la última vez que había hablado con ellos. Ya no sentía tanto dolor, supongo me habían inyectado algún analgésico de amplio espectro para paliar tanto sufrimiento. Noé agarraba fuertemente mi mano y me la besaba insistentemente como rezando para que volviera en sí y me dolieran menos las fracturas. Le noté muy nervioso y alterado. Su ceja tenía tres parches de sutura. Era buena señal, le habían curado en el trayecto. Por lo menos estaba bien después de su caída.

Cuando entré por la puerta del hospital, un traumatólogo y una enfermera me estaban esperando en una de las salas de urgencias. Noé se dirigió a la recepción, que estaba al lado de la sala, para dar mis datos.

 –Nombre de la paciente y fecha de nacimiento, por favor. La recepcionista tecleó mis datos y después de un silencio incómodo se dirigió a Noé: −Disculpe señor, no nos consta ningún historial con esos datos, no coinciden nombre y fecha de nacimiento. ¿Sería tan amable de dejarnos el DNI de ella?

Estábamos como para coger documentos en casa. Yo ni me acuerdo como entré en la cabina de la ambulancia y Noé tenía las pulsaciones más altas de lo normal, ni se le pasó por la cabeza buscar mi bolso y coger la cartera con mi documentación.

−No se preocupe, voy acceder a su historial médico. Sus dedos se movieron rápidos por las teclas del ordenador y al final dijo: −Nos aparece con ese nombre una mujer que ha nacido un año antes del que usted dice, con este DNI. En la pantalla apareció una fotografía con mi DNI. Supongo que con tantas pruebas diagnósticas de prevención que había hecho en mi vida, mi historial no sólo tenía registrada mi tarjeta sanitaria, sino que también estaba mi carné de identidad. Reafirmándose y casi aliviado por el hallazgo Noé afirmó: − Sí es ella. En esa imagen aparecía muy claramente mi fecha de nacimiento. Casi tartamudeando mi marido le dijo: −pero mi mujer nació en 1959, no en 1958 como pone ahí. Debe ser un error ¿no? –No, señor, aquí aparece que Mara Lima nació el 7 de mayo de 1958

El traumatólogo me estaba haciendo muchas preguntas, me sentía tan dolorida que contestaba automáticamente sollozando cuando apretaba cada una de mis lesiones. A pesar de tanto trastorno, mis oídos estaban atentos a la conversación que se estaba librando a un par de metros de mi camilla.

Supuse que algo no iba bien con mi admisión hospitalaria, yo sabía cuál era el problema y la razón de tantas dudas sobre mi fecha de nacimiento. Escuché la voz grave de Noé; estaba subida de tono, incriminando a la enfermera de falsedad documental. Pero no había más verdad que la que se mostraba en aquella pantalla. No sabía cómo le iba a explicar a Noé el porqué de quitarme un año y de no decir la verdad todos estos años que había pasado con él.

Mientras el anestesista me informaba amablemente de mi cuenta atrás para la sedación, y sin recordar lo que me dijo que hiciera, yo me atreví a decir: −La edad puede ser variable y cada uno  utiliza esa verdad como le venga en gana. Después se hizo un negro y ya no recuerdo nada más.


 

 

 

miércoles, 25 de diciembre de 2024

LAS NARANJAS DE HANUKKAH


 



Dos “Naranjas chocolate”

A mi abuelo Tito

Cuando me acerqué al lineal de la frutería del súper, llamó mi atención una caja de fruta. Parecía tratarse de naranjas, sin embargo, su aspecto y textura era diferente. Podían considerarse, por lo apagado de su pigmento, una variedad más pobre que las de siempre. Su color entre verde oscuro y marrón convertían la fruta en algo poco atractivo a mi vista y por tanto a mi paladar. Aun así, me quedé delante de la cesta pensando si comprar o no, un par de ellas y probar esa variedad desconocida y tosca. Sin embargo, su nombre me era atractivo; Entendí que ese color tan peculiar era lo que daba nombre a la variedad y fue el que me dio el empujón para meter en la bolsa de papel un par de Naranjas chocolate.

En casa de Elvira, hacía tiempo, había probado gajos de naranja Navel untados en chocolate, pero ninguno era de la variedad que ahora estaba conociendo. Soy una verdadera amante de los cítricos y del chocolate. La mezcla no me entusiasmó y no la he vuelto a probar, soy más de cada fruto con su sabor primario, sin miscelánea alguna. Prefiero empezar saboreando unos gajos ácidos y acabar el postre con unas dulces onzas de chocolate.

Como si se tratara de un ritual, busqué la más atractiva de estas naranjas, en realidad cogí la primera al alcance de mi mano con buena presencia. La olfateé, −sin que produjera ninguna percepción olfativa diferente a las de su especie originaria−  y la metí cuidadosamente en la bolsa de estraza, que previamente había cogido en el dispensador. Sin quitar la vista del innovador canasto con el preciado fruto, busqué otra que me dijera algo más que la anterior y allí había una, con un brillo algo forzado e impostado, que supongo tenía que ver con la necesidad del productor en origen de hacer que el color amarronado no fuera tan somero, ordinario y algo basto, y pudiera llamar la atención de clientes como yo, que me consideraba una vulnerable de la fruta, sucumbiendo a probar las nuevas variedades de otras latitudes; aunque la mayoría de las veces prefería quedarme con los sabores tradicionales míos, esos que uno recuerda que los tienes desde niña.

Cuando cerré la bolsa me acordé de mi abuelo Ilai. Él solía ir, en temporada de cítricos, a la frutería de su amigo Elías Monrás, antes de abrir el taller de ebanistería. Eran amigos de infancia y no había día que no se vieran. Solían discutir mucho, pero no podían pasar uno sin el otro. Mi abuelo le compraba una naranja y sólo una por día. Esto cabreaba a Elías que no entendía el porqué de su rutina, a pesar de conocer la historia por la que lo hacía. Le llamaba roñoso y cicatero delante de todos los clientes; a mi abuelo no le parecían mal los calificativos viniendo de su amigo, le dedicaba una sonrisa y con las mismas salía de la tienda. Para Ilai, la compra tenía un sentido entrañable. Recordaba gratamente a su madre cuando le regalaba una naranja por Hanukkah. Eran tiempos de escasez y no había dinero para más.

Águeda una vez al año, por Hanukkah, se esforzaba por conseguir una naranja para cada uno de sus ocho hijos; era el único regalo que podía permitirse hacerles. No era fácil juntar el dinero para los dos kilos de fruta que necesitaba para ellos. Por eso ella estiraba el regalo, abriendo cada día de la fiesta de las luminarias, una naranja y ofrecía a sus hijos un gajo a cada uno. Según Ilai, sorprendentemente, las ocho naranjas tenían ocho gajos, así que con abrir una por día era suficiente para que sus hijos saborearan ese pequeño manjar. Mi abuelo decía que esas naranjas eran un prodigio, un fenómeno o un milagro y lo comparaba con el milagro que se celebraba en Hanukkah.

 Águeda se ponía muy contenta en diciembre preparando esta fiesta. Sentía que en ese momento era más feliz que el resto del año. Era una festividad que sus hijos adoraban, estaba pensada para los pequeños de la casa, que recibían un pequeño agasajo cada día, después del encendido de las velas. Águeda se empeñaba en que todos sintieran que era una época especial, compartiendo buenos momentos, entorno al candelabro encendido.  Ella colocaba, en el alfeizar de la ventana, la hanukkiah y después todos se apiñaban muy juntitos a la mesa, comiendo las exquisitas croquetas de cebolla y patata, el pollo a la cazuela y de postre las rosquillas, de la caja de lata, que a todos gustaba picotear. Los más pequeños jugaban al dreidel y convencían al resto para que se unieran a lanzar la peonza y ganar como recompensa unas farraspas de chocolate que su madre les daba excepcionalmente en esa ocasión. Mi bisabuela sentía, por Hanukkah, una especie de ansiedad positiva; una felicidad desmesurada y esas sensaciones las tenía estando al cobijo del calor del brasero y de los olores que desprendía la cocina económica de carbón. Estaba convencida que esas candelas de aceite, que encendían cada noche, y que compraba en el convento de las Clarisas, protegían sus vidas los ocho días que duraba la festividad. Águeda se gastaba los pocos ahorros que iba apañando mes a mes para comprar las pocas viandas, de esa cena conmemorativa, que hacía lentamente en la olla de barro y que sus hijos rebañaban hasta la última gota de salsa pegada en ella.

Ilai, suspiraba por la estrechez y pobreza que pasaban en aquella casa. Demasiadas bocas que sacar adelante, y poco sueldo de la herrería de su padre. Con voz quejosa siempre acababa sus historias con un –¡Ay cuánta hambre pasábamos! Sin embargo, sus ojos le brillaban añorando el bienestar de aquella fiesta. No se consideraba desgraciado o infeliz, muy al contrario, sus valores eran de total agradecimiento por la familia que había tenido.

Su madre cada año encarga en el colmado, que había al doblar la esquina de la calle, ocho naranjas, una por cada hijo. −Habían sido 9 hermanos, pero la pequeña Orel no había sobrevivido al tifus y antes de Pesaj, con 7 años recién cumplidos, les había dejado para siempre−. A mediados de noviembre Águeda, encargaba las naranjas a la señora Sabina. Solían llegar a cuenta gotas a partir de octubre y ella le iba seleccionando de una en una o de dos en dos, de la cesta que el almacenista le traía cada 15 días. Mi bisabuela quería tenerlas para una fecha muy concreta de diciembre. Por eso Águeda pactaba el día exacto con la tendera, la recogida de su mercancía, y así no tener problemas la mañana del primer día de Hanukkah. Águeda entraba nerviosa en la tienda y sólo le bastaba un gesto para que la señora Sabina fuera de inmediato al almacén situado detrás del mostrador, a por su encargo. Traía las naranjas en una caja de madera, −donde se guardaban las sardinas escabechadas−cada una de ellas estaba envuelta en papel cebolla blanco con logotipo de color anaranjado que revelaba el sello del productor alicantino. La caja estaba cubierta por unos hilos entrelazados de virutas blanquecinas que hacían la función de conservante y además estaban protegidas por una tapa circular que las aislaba de la luz. Con la caja en el mostrador, mi bisabuela destapaba todo el envoltorio para comprobar el estado del género y su sonrisa le indica a la dueña del ultramarinos, su agradecimiento y orgullo por conseguirlas un año más. También compraba unas onzas de chocolate para cortarlas en pequeños terrones y usarlos como ganancia del dreidel. Mi abuelo contaba que Águeda era mucho de rituales, le gustaba recrearse en ese momento mágico de tener en sus manos un tesoro –las ocho naranjas- que, según él, estaba valorado en dos reales.

Ya en casa, guardaba la caja en el aparador de la despensa, un lugar bastante fresco, preservado de la humedad y la cubría, a mayores, con un trapo limpio de cocina, para que la pulpa no sufriera los efectos de cualquier resquicio de luz y malograra la fruta. Casi cuando empezaba a oscurecer, cogía una naranja de ese cesto improvisado –No dejaba de ser una caja de sardinas−y sentada al calor del hornillo, la pelaba cuidadosamente con la navaja de las patatas. Casi no quería tocarla, era para ella un objeto emocional casi rozando lo espiritual. La acidez de su piel primero le roció la cara y después sintió el dulzor de su jugo en los labios y esa sensación agridulce le hizo salivar. Con sus dedos desgajó delicadamente la naranja; tenía 8 gajos, como lo eran sus hijos, ocho. Fue colocando el fruto, uno a uno en el paño de lino que había bordado meses antes para estrenarlo el día de la celebración. Luego tomó las cuatro puntas del trapo, las unió en el centro, hizo un pequeño nudo y se lo guardó en uno de los bolsillos del mandil. Cuando llegó la hora de encender la primera vela del candelabro, le dio la shamash a su hija mayor y con ella, Débora encendió la primera candela de Hanukkah. En silencio, quedaron hipnotizados por la luz del pequeño cirio, hasta que Águeda llevó la hanukkiah a la repisa de la ventana bisbiseando una oración; mientras se iba consumiendo su luz, sacó del bolsillo del delantal, el pequeño muñón de paño; lo extendió en la mesa y le dio a cada uno de sus hijos el gajo de naranja que cuidadosamente había desmembrado de ese fruto tan preciado. Hacía el mismo ritual los días sucesivos hasta completar los ocho días de la festividad. Curiosamente, igual que el milagro de Hanukkah, mi bisabuela encontraba ocho gajos en cada una de las naranjas que pelaba cada día. Ilai se refería a ese momento como el milagro de Águeda.

Era una bonita y entrañable historia de Hannukah, que mi abuelo me contaba todos los años. A veces, le añadía algún matiz que la hacía más inverosímil, pero no por ello menos atractiva. Me la sabía de memoria y aunque desde pequeña le cuestionaba que el mismo número de gajos en las naranjas de su madre era un poco raro y casi imposible creer, sin embargo, me gustaba escuchar esa historia que envolvía el portentoso misterio de mi bisabuela. Ilai siempre repetía lo mismo: −las que Águeda compraba en el colmado de la señora Sabina, sí los tenía. Él decía que se trataba de un milagro y no se podía explicar cómo sucedía tal cosa. Así que cada vez que nos felicitábamos por Hanukkah, cuando era niña, acabábamos diciendo al unísono y como felicitación familiar: −Las de ella si los tenía y después ya pronunciábamos la tradicional –Un gran milagro ocurrió allí recordando el milagro de la Menorah del templo de Jerusalén.

−Señora, ¡oiga! Hola, ¿se encuentra bien? ¿quiere que le pese la bolsa?

Alguien me tocó el hombro y automáticamente me disculpé − ¡Ay perdón!, estaba pensando en qué más llevar y se me “ha ido la cabeza”. Era una disculpa para no parecer ridícula. Me había quedado embobada pensando en mi abuelo Ilai y había perdido toda noción de la realidad de donde estaba.

Le pregunté a la frutera del súper si las Naranjas chocolate, que acababa de coger eran una variedad nueva de naranjas, una especie de fruta transgénica de última generación. Me miró con cara escéptica y me dijo: −Ni idea. Ya las tuvimos el año pasado. La encargada dice que son más dulces. Para mí son feas y poco atractivas. No sé más. ¿Se las peso? –Sí, por favor, quiero probarlas a ver a qué saben.

Nathan me dijo que estaría en casa al oscurecer. Nos gustaba el ritual de encender la hanukkiah juntos. No teníamos hijos, lo habíamos pospuesto en varias ocasiones y ahora ya era tarde para intentarlo. –Mira lo que he traído para celebrarlo. Al ver las naranjas puso cara rara; enseguida las relacionó con la historia de Ilai y entendió que como Águeda las íbamos a pelar en su honor para comenzar la celebración de Hanukkah. Le di la razón a Nathan; eran un poco feas, pero en temas de alimentación hay que estar abiertos de mente, −quién sabe que llegaremos a comer. Le dije.

Imaginé a mi bisabuela pelando la naranja y a Ilai esperando su gajo. Pelé lentamente mi Naranja chocolate; lo hice con espiritualidad, como me imaginaba que ella lo había hecho. Gesticulando con mis manos sutilmente, deseché la pulpa hasta llegar al fruto. Fui separando los gajos unos de otros y los conté, como si se tratara de un prodigio natural por descubrir. Uno, dos, tres…Los levantaba sobre mi cabeza y los dejaba reposar suavemente sobre un paño de lino, lo mismo que hizo Águeda con los suyos. Nathan miraba sorprendido la representación que estaba haciendo; sonreía siguiendo la ceremonia, aunque él peló la suya de manera habitual, sin tanto miramiento y teatralidad como lo había hecho yo. Ambos observamos que el color de los gajos era el normal, el de siempre, el usual de una naranja. No tenía toques amarronados o terrosos que es lo que se esperaría de esta nueva especie y que definirían su novedoso nombre de pila.  Cuando acabé de colocar los gajos en el paño, los conté varias veces por si estuviera equivocada porque se trataba de ocho pedazos y me di cuenta que Nathan repetía la misma operación que yo; con su dedo índice contaba una y otra vez los gajos. Con un grito histérico dije en voz alta –OCHO. Y Nathan tan asombrado e impactado como yo repitió –Ocho también, ¿cómo puede ser? Vaya casualidad, no me lo puedo creer. ¿Qué está pasando? Y respondí: él espíritu de Águeda, el milagro de sus ocho naranjas.

A manera de oración y felicitación, de Hanukkah, y recordando las palabras de Ilai sobre las naranjas de Águeda, a los dos nos salió decir: −LAS DE ELLA SÍ LOS TENÍA como las nuestras también. Parecía que la historia se repetía y que esas dos naranjas de nombre Chocolate se habían cruzado en nuestro camino para recordar a mi abuelo Ilai y los ocho gajos de las naranjas de la bisabuela Águeda.

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