sábado, 25 de agosto de 2018

CINCO MICRORRELATOS DE VIDA



                                           Última hora en la clínica

Hacía meses que el pestillo de la puerta del servicio en la sala de espera se quedaba trabado dejando a los pacientes encerrados “cada dos por tres”. Lía ese viernes decidió alargar su jornada y quedarse en la clínica cumplimentando expedientes para adelantar trabajo, le gustaban esos momentos de soledad en su mesa de trabajo. Estando en la puerta para marcharse pensó en el atasco de entrada hacia la autopista, comenzaba un fin de semana de tres días, y sin dudarlo corrió hacia el servicio de la sala de espera, cuando quiso salir, ya no pudo. El pestillo se bloqueó y ella entró en pánico. “Golpes, chillidos, cólera, llanto, ansiedad, miedo, sollozo, rabia, ira, desesperación, espanto…aceptación”. Allí no había nadie que le pudiera oír, nadie para ayudarle, nadie que le esperara en ningún sitio. Después de tres días y medio de encierro y con la facilidad del que está a salvo al otro lado de la puerta, se forzó el pestillo con la ganzúa de siempre, y ésta se abrió. Lía no era capaz de emitir ningún sonido, estaba tumbada y su cuerpo parecía no responder, en sus ojos había pavor. Al ver a su compañero de trabajo se emocionó y  comprendió que estaba viva.

                                               Suena el móvil

“¡Estoy orgullosa de mi abuela Fina! Me encanta verla tan positiva. ¡Quiero ser como ella! ¡86 años y vaya marcha que tiene!”
A las 12 del mediodía aún no había abierto la puerta de su habitación; la noche anterior se quedó hasta las dos y media cosiendo los bajos de unas cortinas, al recordarlo se me humedecen los ojos “¡me siento tan feliz de tenerla a mi lado!” Pero de repente una sensación extraña recorrió mi cuerpo, y comencé a preocuparme: “¿estaría dormida todavía? ¿un ictus, un derrame, un infarto?...¿le pasaría algo?”
Con un ligero tembleque abrí la puerta, la vi tapadita, ojos cerrados y cuerpo inerte. El Mundo se me vino encima, sentí que me iba con ella, ciertamente parecía no respirar, estaba muerta…y casi cuando de mi garganta salía las primera sílabas “¡Abu!” Sonó estrepitosamente su móvil, ella abrió los ojos, resopló, se incorporó repentinamente y parecía como si llevara despierta horas.
“¡Hola, Sí, ah estaba durmiendo! pero ¿qué hora es? ¡Madre Mía! Si yo creía que serían las 8 o las 9 de la mañana”…
Me abracé a ella “¡Ay abuela cuánto te quiero!”

                                               Una tormenta de verano

Subir y bajar era el objetivo de los tres amigos. Cuatro horas de subida y otras tantas de bajada. No era una montaña complicada, la conocían bien. Coronaron el punto más alto en el tiempo previsto, allí hicieron sus rituales de siempre: unos momentos de reflexión, unas fotos, unas risas, los bocadillos, las bebidas isotónicas y para abajo.
Hacía demasiado calor y no tardó en formarse una tormenta, aunque aligeraron el paso, era imposible guarecerse, allí sólo había piedras. La lluvia dejó paso a un granizo exagerado y las rachas de viento les desequilibraba . Emma resbaló a través del liquen húmedo de los guijarros, rodó varios metros y se oyó un golpe seco y un grito de dolor. Estaba tendida e inconsciente, era imposible acercarse a ella sin resbalarse, aun así Mario no dudó en intentar llegar hasta ella. Un rayo y el estampido del trueno le dejó aturdido, intentó incorporarse, perdió el equilibrio y cayó de bruces entre las piedras doblándose un tobillo. Media hora después Samu vociferaba sus nombres, él se había adelantado unos metros  cuando les sorprendió la tormenta, había decidido aligerar el paso montaña abajo, y tuvo más suerte que ellos, consiguió no caerse.
El sol salió tímidamente de aquellos nubarrones y Samu llegó hasta ellos, estaban en un estado lamentable: Emma tenía una brecha en la cabeza, le dolía la rodilla izquierda y se encontraba magullada por todo su cuerpo. Mario no se podía mover, tenía el tobillo derecho roto y una herida muy fea en el hombro, le era imposible apoyar el pie y continuar el descenso. Ninguno de los tres teléfonos móviles funcionaba, estaban mojados y si servicio. Samu llegó al pueblo, de donde habían partido a media mañana, hacia las 8 de la tarde. Consiguió contactar con el 112, estaba desesperado, tenían que rescatarlos antes de que se hiciera de noche y quedaba poco tiempo. Se puso en marcha el GRS de la Comunidad, enviaron un helicóptero,  era la única posibilidad de no dejarlos allí solos, de no abandonarlos a su suerte en medio del frío de la noche.  
Samu al verlos desde el aire respiró…

                                               Se quedó allí dormida

Sabía que tenía que poner la lavadora, llevaba demorando ese momento varios días, así que consideré que era la ocasión de hacerlo, no necesitaba cargar la máquina más, tenía toda mi ropa dentro. Cerré la puerta, elegí el programa y listo, solo quedaba esperar. Me tumbé en el sofá, encendí la tele y me puse a ver “la bobada” que echaban en ese momento.
No había sentido a Mina, era raro que no viniera a tumbarse conmigo en el sofá, la llamé un par de veces, sin obtener respuesta, seguro estaba encima de mi cama aprovechando el último rayo de sol de la tarde, era una gata un poco comodona de más y no hacía caso cuando se la llamaba.
Oía moverse el tambor de la lavadora, primero para un lado, después para el otro, y me fastidió tener que levantarme a cerrar la puerta de la cocina, con lo a gusto que estaba tumbada en el sofá pero realmente me estaba molestando el ruido.
Cuando vi a Mina a través de la portezuela circular, me eché las manos a la cabeza y nerviosamente paré la lavadora. Se me hizo eterna la espera del retardo de la apertura, al oír el “clak” abrí la puerta, y no pude más que zarandearla para reanimarla, parecía mareada, las patas no le respondían, el cuerpo se deslizaba hacia el suelo y no conseguía equilibrarla…pasados unos minutos ella sola se incorporó, se sacudió el agua que la había sacado de su modorra y empezó a lamerse.
Ambas nos tumbamos en el sofá, como si nada hubiera pasado hasta acabar el ciclo de lavado…


                                               Ola de calor

“Lo sé, me lo repito una y otra vez, ¿cómo ha podido ocurrir?¿En qué estaba pensando? ¡Casi la mato!, ¡no puede ser! no, no, no”…
Yo solo quería parar un momentito a recoger un vestido en la modista y “largarme cuanto antes”.
El aire acondicionado del coche nos mantenía fresquitas a mi nieta y a mí. Nati jugueteaba con las llaves de plástico de colores, no paraba de morderlas ansiosamente, le estaban saliendo los dientes. En la radio informaban de las altas temperaturas “¡Qué barbaridad 41 grados!”...
“Nati es un momentito, recojo el vestido y me vengo corriendo, te dejo aquí fresquita para que el calor de fuera no te agobie, ¡¿vale, cariño?! ¡Estoy ahí en la tienda, me ves desde aquí!”.
La modista estaba agobiada con no sé qué pedido de una boda, y además tenía cinco personas delante de mí. “Vaya calor, es insoportable, es mejor no salir de casa” comenté con las que estaban de espera en la tienda. “Oye Geli, ¿tienes lo mío?” le pregunté mientras ella iba y venía por el mostrador, “sí, sí enseguida te traigo el vestido”. Le llevó más de un cuarto de hora atenderme, de vez en cuando miraba a través del cristal y me pareció que Nati seguía mordisqueando sus llavecitas.
“Pruébatelo”, me ordenó Geli, “no vaya a ser que tengas que volver y con el jaleo que tengo me retrase en la entrega”. En el probador hacía un calor insoportable y no sé cómo me vino a la cabeza que a lo mejor no había dejado encendido el coche, tengo la manía de apagar el motor siempre que me paro en doble fila, “entonces si no lo había hecho, Nati se estaría ahogando”… salí medio desnuda de la tienda y vi a la niña bañada en sudor dormidita como un “pajarín”…
“¡Ayuda, por favor! Grité con todas mis fuerzas” Saqué a la niña del coche y corrí con ella sin saber muy bien por dónde tirar, una mujer que pasaba por allí  me auxilió, “soy médico”.
 Nati se puso a llorar segundos antes de que llegara la ambulancia, si no es por esa mujer la niña estaría…

miércoles, 2 de mayo de 2018

CINCO MICRORRELATOS DE MUERTE


                                         En el cementerio

¡Hola Papá, te echo de menos!
Te daría un beso y te abrazaría, como aquella vez que te sentiste sólo y yo te susurré unas palabras de alivio, aunque claro ¡no sé dónde estás ahora! Vengo a verte de vez en cuando y te traigo unas flores pero no es lo mismo…


                                            Vuelo Chárter
                                                              
La fiesta de soltera de Adelaida iba a ser el acontecimiento más importante previo a su boda. Lo había organizado todo, pasaría tres inolvidables días en Cagliari con cinco amigas, había convencido a su padre para que le dejara el avión privado, sería una escapada breve, alocada, divertida e intensa...el día de regreso los radares del aeropuerto de Turín controlaron con normalidad su paso por territorio italiano… hora y media después los servicios de emergencia de Grindelwald  en Suiza dieron la voz de alarma sobre una humareda incontrolada cercana a la zona del Eiger… desde el campamento base de la montaña se pedía con nerviosismo,  la asistencia de equipo de rescate, médicos y ambulancias… 12 horas después el médico forense certificó 9 fallecimientos:  Adelaida y sus cinco amigas y otras tres mujeres: la piloto, la comandante y la azafata.


                                          Simca 1200

Se fue a comprar  el “cabás” que estaba de moda y que aún no había tenido oportunidad de conseguir. Los padres de su amiga no le habían invitado a  la “Primera  Comunión” de su hermana pequeña y aunque apenada por no asistir a la celebración pensó que podría ser un buen momento para hacer algo con su madre y sus dos tías. Hacía unos días que les había oído que irían de compras y éste era el día apropiado para ello. La ciudad siempre era divertida, se hacían cosas diferentes y sobre todo su madre hacía muchas compras.  Estaban a tan solo 57 km así que el trayecto no llevaba más de hora y media.  Los cinturones de seguridad se quedaron sin enganchar en la parte delantera y los traseros no existían en los coches de la época… La quemazón de un cigarro, la gravilla de la carretera, una mala decisión de frenado y un chopo, fue el destino  trágico de las cuatro ocupantes. El Simca quedó para el desguace. Ellas no llegaron a la ciudad y el “cabás” nunca se compró…


                                         Un destino diferente

 “Tres hermanos pierden la vida al estrellarse un helicóptero en la Sierra del Rincón,  el suceso ha ocurrido sobre las 12:30 del mediodía”   
Valeria escuchaba  la radio,  mientras estaba de acá para allá, atareada con los preparativos de la comida. Hoy iba a ser un día muy especial, había logrado reunir a toda su familia para despedir a su hijo pequeño  que en dos días iba a tomar un avión rumbo a Senegal  como voluntario de una ONG. A través de los cascos de su radio oía la noticia,  en su rostro una mueca de estupefacción y asombro paralizó el ritmo frenético  que tenía esa mañana pero en seguida continuó con lo que estaba haciendo, era un día muy feliz, estarían todos juntos, ella estaba  especialmente eufórica, habían quedado para comer hacia las 3:30. Sonó el timbre, estaba todo preparado,  llegaban puntuales…al abrir la puerta vio a dos agentes de la Guardia Civil y ya no escucho nada más…


                                                         Slackline

Después de ver varios vídeos en Youtube, Martina convenció a sus padres de que le compraran una Slackline, ellos no tenían ni idea de qué era eso y cuando se informaron lo vieron peligroso.  A los tres meses de tenerla era una experta en mantener el equilibrio en la cuerda.  La sintonía entre cuerpo y mente era perfecta y ella se dejaba llevar por una total concentración que la hacía creer que podía volar. Aquel pantano era el ideal para sentirse la “reina del mundo”, sólo ella, el agua, la vegetación y su Slackline… siete días después de su desaparición se encontró la cuerda tal como ella la había amarrado… 

domingo, 11 de marzo de 2018

NECESITO AYUDA, ME LLAMO...


Elisa Crespo tenía dos hermanas, pero como si no las tuviese, los celos de Elvira la mantenían en un rencor  permanente y  la ira de Amalia hacía muy difícil la relación entre la familia, esto era así desde niñas y por mucho que Elisa hubiera intentado remediar la situación familiar buscando soluciones, pasando de las discusiones, cediendo en las cosas que más daño podían causar a sus hermanas, la situación después de 25 años de convivencia era insostenible. Ni siquiera habían cambiado  casándose, al contrario todo había empeorado y el mal talante se extendía ya a sus cónyuges, así que la relación entre todos ellos era un “infierno”
Elisa había conocido al que creía el hombre de su vida en la “cantina” de la estación de ferrocarril, tenía que esperar al tren de cercanías. Su madre estaba en fase crítica por una enfermedad degenerativa  en el hospital comarcal y el frío del invierno le había hecho entrar en esa tasca lúgubre, asquerosa y decadente. El café la reanimaba, le hacía sentirse algo más feliz, un pequeño manto de calor sobre sus hombros,  el olvido de sentirse sola entre tanto malestar, le hacía recobrar la paciencia y el tesón para seguir  conviviendo con su familia, y ahí estaba él esperando que ella fijara sus ojos en su mirada; varias vueltas con la cucharilla en la taza de café, el murmullo de los que estaban dentro resguardándose de lo mismo que ella, la situación absurda de la espera y sobre ese instante de soledad Elisa Crespo lo vio.
Acuarela Sara Escudero
Román el “Barítono” como le llamaban sus amigas por su tipo de voz.  A Elisa, en un principio, no le dieron calambres, ni sonrojos, ni emociones que le hicieran cambiar de humor por su presencia, se saludaron sin más y  después de un rato él empezó a hablarle.  Román Guillén le había hecho reír unos minutos antes de coger el tren, se había dado cuenta que había gente que disfrutaba de la vida, que no la sentía como algo tan triste y lúgubre como  ella creía, pensó que aún había esperanza de salir a flote y una pequeña sonrisa le había cambiado el gesto de sus labios, aunque pronto iban a volver a su estado hermético y apretado.
Su madre murió antes que ella llegara al hospital. Elvira y Amalia discutían sin importarles el momento trascendental que estaban viviendo, los celos y el resquemor de lo vivido en el pasado las perseguía y no podían estar ni una hora sin que al final acabaran peleando. Esto mismo ya había sucedido año y medio antes cuando a su padre le había dado un infarto en plena calle y había fallecido sin que nadie lo esperase, en ese momento ellas también habían dado la “nota” sin derramar una lágrima por él.
Se sentía sola en medio de ese vacío que produce la muerte y pensó en la sonrisa de Román, no había dejado de hablar y de derrochar energía y felicidad desde que tímidamente ella le había saludado hasta que se despidieron en la estación. Ese corto espacio de tiempo le reconfortaba ahora que los momentos eran duros.  Resonaba en su cabeza una y otra vez su  voz grave y viril pero a la vez era cautivadora y  ligera,  mientras velaba a su madre. Con la mirada perdida se  maginaba una bonita vida al lado de ese muchacho con el que había compartido una pequeña sonrisa.
El “Barítono” había cumplido 32 años cuando le pidió matrimonio a Elisa Crespo, dos años más joven que él. Los ojos de ella se iluminaron y no dudó en decir el Sí más liberador que había pronunciado “Sí, sí y mil veces sí” le había dicho. La situación con sus hermanas desde la muerte de su madre lejos de arreglarse había empeorado, a parte de los rencores de siempre,  la desafección  que sentían era cada vez más profunda y ahora se sumaban los celos por la herencia y los pequeños objetos que sus padres les habían dejado. El ambiente familiar era irrespirable y ella estaba asqueada de tanta discusión.
Por fin Elisa podría liberarse de toda esa angustia y no sentir más la ansiedad por la ira constante de Elvira, Amalia y sus maridos.  Estaba feliz por poder vivir su propia vida con el hombre al que amaba. Iba a dejar atrás toda la amargura vivida. El mundo se le presentaba amable, el sol ahora brilla en su cara, se sentía segura de sí misma, era una mujer imparable al que la vida le iba a empezar a sonreír.
La primera mala cara apareció en el viaje de  boda después de beber varias copas de vino, el segundo encontronazo fue un cambio de humor repentino que la empujó contra la pared de la cocina, aunque Elisa pensó que había sido un accidente fortuito y que quizá ella no había interpretado bien sus forcejeos.   Luego llegaron las faltas de respeto,  los gritos, una bofetada inesperada, el desprecio. Elisa Crespo no entendía  la violencia y el abuso que ejercía sobre ella así que se quedaba paralizada por el miedo y se dejaba hacer.  Era incapaz de compartir lo que le pasaba con las pocas amigas que tenía, él no le dejaba señales visibles y se las arreglaba para ser “un tío simpático, agradable con el que se pasaba un buen rato”.  Elisa sabía que ellas no la iban a creer; además se sentía “sucia”, indeseable, un deshecho y por ello estaba avergonzada. Era mejor callar para que no la señalaran por la calle, era preferible aguantar. Román sabía bien como disimular y cómo hacer que los golpes, los gritos y las humillaciones los recibiera no sólo de manera física, sino que se encargaba de anularla psicológicamente. Con su voz de barítono le vociferaba, “tú no vales un carajo” “eres un estorbo” “no sabes hacer nada”, “quítate de ahí puta cerda” “si te cojo te arranco esos pelajos de mierda”, “guarra”, “quítate de mi vista” y así hasta que se creyó cada uno de los improperios que le lanzaba como puñales.
Elisa Crespo  más que confundida, estaba perdida, sin saber reaccionar a la violencia del “Barítono”, es cierto que éste bebía, pero no llamaba la atención por ello, algunas tardes al finalizar el trabajo se reunía con sus amigos pero no pasaba de unas cuantas cervezas, no era un borracho pero al llegar a casa  por cualquier tontería podía montar en cólera, estaba convencida que algo de su presencia le hacía cambiar el humor y toda su rabia la estampaba contra ella, no sabía cómo agradarlo, hiciera lo que hiciera siempre había un crítica y estaba mal.
Pensó seriamente en hablar con sus hermanas pero descartó esta posibilidad enseguida, hacía tiempo que la relación con Elvira y Amalia era escasa y cuando se juntaban acababan echándose en cara los reproches del pasado y los celos siempre aparecían como una lanza punzante casi tan dolorosa como los golpes que Román Guillén le propinaba un día sí y otro también.  Además recordaba que cuando les dijo que se casaba con él “pusieron el grito en el cielo” y le dijeron “no es buena su familia” “su padre está en la cárcel  por no se sabe qué, pero algo raro con su madre y sus hijas, tú ya sabes que puede ser”,“ los hijos se han criado en la calle”, “no lo hagas Elisa” ”es un tío simpático, pero es un randa, no es de fiar” . Así que todo su sufrimiento y lo que le pasaba con su marido eran cosas que se quedarían para ella.  Recordaba a Román en la “cantina” de la estación de tren, las imágenes  se sucedían repetidamente, su voz, su amabilidad, su sonrisa y no entendía en lo que se había convertido, “un monstruo” para ella.
Ahora que estaba embarazada de Claudia las cosas estaban mejorando,  o eso le parecía, porque las humillaciones, los gritos, los golpes, incluso los abusos  no eran a diario.  Era un momento  en el que Elisa consiguió convencerse de que él estaba cambiando, de que podía mejorar. Román  le había contado la violencia que su padre había empleado con él, sus hermanos y su madre.  Un sentimiento de pena y cariño se apoderaban de ella cada vez que lo veía así tan vulnerable, así que Elisa pensó que lo mejor era seguir adelante, perdonarle sus abusos y con el tiempo seguro que mejoraría, de hecho le justificaba cada mal gesto, dejaba de darle importancia, al fin y al cabo él era una víctima como ella. En su estado de gestación llegó a sentir ternura por él,  incluso olvidó todos sus desmanes, faltas de respeto, gritos, golpes y violaciones. Román la había anulado como persona y no veía su realidad.
Claudia, era una niña preciosa,  que vino para ayudar a Elisa a encontrar la felicidad que le faltaba. Era normal que en los primeros días de su vida llorara por los cólicos típicos de los recién nacidos y requería de todos los cuidados de su madre, pero él comenzó a decir que no soportaba esa situación, que se sentía “un don nadie” en su propia casa y que “una diminuta mindundi” no le iba a reemplazar.
Román no tuvo paciencia, perdió los nervios,  y regresaron las faltas de respeto, las humillaciones, los gritos. Escuchar meter la llave en la cerradura de la puerta  instantes antes de entrar él en casa, le producía taquicardia, se moría de miedo, todo el cuerpo le temblaba  y pedía a sus muertos que Claudia no llorase.
Un día le reventó el labio y le partió el párpado derecho, se sintió ninguneado por su hija cuando ésta reclamaba la atención de su madre  y a él le pareció un abuso insoportable, se puso histérico y se le fue la mano con Elisa. Él le pidió perdón cuando la vio tirada en medio del salón, le prometió que no lo volvería hacer, y sollozando le curó sus heridas.  Ese acto de contrición no le era nuevo, siempre repetía el mismo patrón.
En ese estado de dolor físico se dio cuenta que debía coger a su hija y largarse,  sacar fuerzas por ella y aunque estaba sola sin ayuda de familia, amigos o vecinos, tenía que  encontrar una salida a todo ese “horror”. El “Barítono” le había destrozado su vida pero no iba a permitir que destrozara la de su hija Claudia.
Hacía unos meses que había escuchado en la radio un anuncio de un número de teléfono que ayudaba a mujeres en situación de violencia, se sintió identificada y memorizó el número, aunque sólo con pensar que él se enterase de ese servicio y creyese que ella podría llamar le daba pánico, le temblaban las piernas y un estado de ansiedad le quitaba la idea de ponerse en contacto.
Pero ahora era diferente, casi la había dejado inconsciente y se había prometido que por Claudia lo haría. Estaba dispuesta a llamar, a pedir ayuda, sólo necesitaba recuperarse un poco y disimular que todo seguía igual con Román Guillén. Lo más importante de su vida era su preciosa niña, la protegería.

016 ¿EN QUÉ PUEDO AYUDARLE?….


sábado, 3 de marzo de 2018

SOLO UNO


Sé que estás solo
dónde los lugares
pierden su nombre.
Apartado de mi ruido,
lejos de nuestra vida.

Viajas por los Sueños
que envuelven lo desconocido.
Me miras en la distancia
de tu deseo; estás solo…

Y solo un día vuelves
de esa niebla que inunda tu ausencia.
Y las franjas de luz se proyectan
en el continuo de los días.

La fría soledad se diluye
en la silueta del abrazo,
se convierte en viento y lluvia,
en fuerza imparable

y somos de nuevo uno…

viernes, 17 de noviembre de 2017

VENÉFICA

Atanasio Masana Simón se había tropezado con una lámpara de pie  situada en la sala cercana a su habitación, una madrugada sin luna del mes de noviembre. Estaba en la casa familiar y tuvo la mala idea de no encender la luz de su cuarto o la del pasillo, para avisar a sus padres, que estaban en el dormitorio contiguo, de que tenía miedo no sólo de los ruidos que se oían entre los muros de su alcoba sino también de esa oscuridad que tanto asusta cuando con los ojos abiertos no ves absolutamente nada. Era un niño de nueve años cuya orientación espacial no estaba muy desarrollada y en  vez de torcer hacia la derecha en dirección al pasillo donde se encontraba la habitación de sus progenitores torció a la izquierda empotrándose con la inmensa y exagerada lámpara de pie que días antes la madre había traído como premio a su primer sueldo.
La lámpara de tulipas vidriadas con láminas metálicas doradas y cobrizas al caer provocó un estruendo con chispazo incluido y  Atanasio Masana Simón sintió el dolor de haberse clavado varias filigranas y el corte de los cristales rasgando la fina piel de su cara. Varias brechas fueron el resultado de que un líquido viscoso  empezara a resbalar entre sus ojos, nariz y boca. Aún mudo por el susto comprendió que ese líquido era Sangre, pura sangre roja y casi rozando el desmayo pudo  balbucear un grito de estupor, lanzar una señal de auxilio, e intentar correr hacia la nada antes de caer al suelo y perder la noción de la vida.
Atanasio Masana Simón entró en un estado de desmayo somnolencia y aunque oía levemente las voces de sus padres y sentía los zarandeos de su cuerpo para despertarlo, parecía no volver en sí. Irracionalmente se encontraba bien, estaba flotando por un mar de nubes  con una mueca de placer en sus mejillas y de repente algo enturbió su semblante como si  “Venéfica” le persiguiera y el pavor de verla se apoderara de su existencia.
Dibujo Sara Escudero
Días antes del encontronazo con esa lámpara,  la tía Eduviges Simón le había regalado un libro precioso con letras doradas, dibujos en relieve e imágenes sorprendentes.  Muchas brujas con nombres raros, cometidos dispares y hacedoras de pócimas extrañas, ogros empoderados, gruñones y feos, duendes enanos, sabios y encantadores. Sobre todos ellos destacaba  VENÉFICA  la bruja venenosa.  Aún con mucho temor  por la imagen tan fea y pavorosa de Venéfica siguió leyendo y supo de sus maldades  conspirando con pócimas dañinas infectando a todo aquel que le viniera en gana. Ésta no era una bruja como las demás, perseguía a sus presas sin mostrar sus intenciones y sin parecer preguntona, arrogante, sabelotodo, o una de esas brujas feas con pañuelo y granos. A primera vista se mostraba con una apariencia afable, educada y buen aspecto para posteriormente dar el sobresalto, volverse tremendamente fea y terrible e inyectar el veneno que cambiaría la vida de los que se encontraban en su camino.
Venéfica procedía de los lugares oscuros del firmamento, de la parte más negra de los agujeros negros, de esos lugares innombrables  de la oscuridad más oscura de la Tierra, y aunque Atanasio Masana Simón no sabía dónde podría estar ese lugar tan negro, sentía escalofríos sólo con leer “la oscuridad más oscura de la Tierra”, paraba de leer y  se escondía entre la almohada y las sábanas de su cama, respiraba profundamente intentado tranquilizarse.  Un cierto nerviosismo cargado de inquietud le devolvía a la curiosidad de meterse  de nuevo en las historias del libro y en concreto en la de Venéfica,  aun con la dificultad de estar leyendo hasta bien entrada la madrugada con una linterna, sus padres le habían prohibido encender la luz del cuarto más allá de las 10 de la noche.
El veneno que inoculaba Venéfica era una masa viscosa infausta, fabricada con restos de naturaleza muerta, bichos fantásticos y especímenes disparatados.   Su textura era inmunda y asquerosa, emitía un hedor soporífero  y era tan negro como el lugar de dónde procedía  la malvada mujer del país Oscuro. Sin embargo la astuta Venéfica sabía cómo hacer para inyectar en sus presas el vomitivo veneno y caer así en sus manos para siempre sin que ningún hechizo pudiera rescatar a la víctima.
Atanasio Masana Simón no podía parar de leer, a pesar de los sobresaltos de la narración. La malvada hechicera se fijaba en una presa y poco a poco la iba haciendo suya. Con engaños y sutileza le inyectaba a través de sus uñas el veneno, unas veces eran pequeños roces en la piel, otras pequeñas rasgaduras y al final se convertían en verdaderos cortes donde la criatura se ponía a disposición de ella convertida ya en un peón más de su negro mundo.
En ocasiones Venéfica se sentía benévola con los seres en los que se fijaba para sus maldades, quizá era un punto de debilidad o misericordia, una atención que tenía con algunos de ellos  y entonces  su capricho era crear manías, fobias insulsas, dolor provocado por el nervio trigémino en grado ínfimo constante que provocaba la locura. Su imagen posando sus asquerosas garras en la espalda de una lechuza asustada e inoculándole su veneno  con los ojos ensangrentados y el  gesto alargado, tremendamente rugoso, lúgubre y tétrico fue el detonante para que Atanasio Masana Simón se volviera a meter entre las sábanas; el libro y la linterna cayeron al suelo y una oscuridad terrorífica se apoderó de él. Fue cuando comenzó a escuchar los ruidos raros en la pared y cuando sus ojos intentando ver en la oscuridad no vieron absolutamente nada.  El miedo le hizo levantarse pidiendo auxilio a sus padres saliendo de la habitación hacia el lado contrario al que debía.
Atanasio Masana Simón volvió a la vida gracias a un vaso de agua fría que le lanzó a la cara su querida madre. Temblaba incontroladamente, no sabía dónde estaba o qué había pasado. Un frío le recorría la espalda como si las uñas de Venéfica hubieran inoculado en él su veneno y se susurró a sí mismo “ojalá la Bruja venenosa haya estado de buen humor para que el daño que me ha provocado sea de los leves”.
Los síntomas comenzaron días después. Primero fueron apareciendo en determinadas situaciones que le iban provocando malas pasadas, una pequeña herida le producía taquicardia y necesidad de tumbarse para no caer redondo en el mundo negro negrísimo de Venéfica. Otras veces con sólo hablar de una situación médica, una visita al hospital, una película con cierta trama sanguinolenta, se convertía para él en una estancia sin aire, un lugar de ahogo y angustia difícil de solventar en ciertos momentos. En su edad madura las garras de la bruja fueron más evidentes y la fobia a la Sangre que desde niño le había inoculado se hizo más fuerte.  Esa edad en la que tienes que visitar a los médicos cada dos por tres fue la prueba  definitiva para saber que ella había ganado la batalla. Atanasio Masana Simón no podía hacerse una revisión anual médica sin tener a un equipo de profesionales a su lado por si un colapso le sorprendía en la lucha diaria contra su aversión.  Tampoco fue un hombre de hacerse muchas pruebas  diagnósticas porque ir al dentista era un ejercicio de convencimiento que podía durar  meses, una analítica o una ecografía años; ir al cirujano impensable y por supuesto las adversidades triviales del día a día como una caída, un rasguño, un golpe fuerte o débil con incisión  o sin ella eran para él un trauma insalvable.
Atanasio Masana Simón murió a la edad de 97 años,  se murió de mayor, sin enfermedad aparente,  simplemente le dejó de funcionar el corazón y se fue. Se encontraba en su casa de siempre, estaba en su cama de siempre, bien tapado como resguardándose de algo irracional. Sus manos agarraban fuertemente  un libro, ese libro no era otro que aquel que la tía Eduviges Simón le regalara cuando niño y que contaba las veleidades antiguas de Brujas, Ogros y Duendes, pero sobre todo contaba  la historia de aquella que tanto le había impactado,  VENÉFICA, la bruja venenosa, esa hechicera que le cautivó provocándole la fobia de la que nunca se pudo desprender.

domingo, 24 de septiembre de 2017

BUSCANDO RESPUESTAS

Miro las fotografías del álbum
buscando respuestas,
algo que me haga volver,
volver la vista para comprender,
para poder recuperar el momento
ese instante anterior
al que se produjo el cambio.
Una página, otra situación
una vez y dos más,
observo cada detalle
y aún una vez más…
Entro en bucle sin encontrar la salida,
sin llegar a una explicación lógica.
Siento un mundo de fractura y desgarro en mi interior.
Te busco pero ya no estás,
dónde tu sonrisa, tu alegría infantil,
dónde la inteligencia y las ganas de crear.
Tus diferencias están anuladas
y no sé cómo recuperar tu genialidad.
Has dejado que te consuman tus debilidades,
has sucumbido a los fantasmas de tu madurez.
Sé que ahí, en ese álbum, está la respuesta,
está la solución, sólo hay que llegar a la instantánea perdida
para rectificar los miedos de tu existencia
y volver a Empezar,
sí, Empezar, “empezar el día de nuevo” como solías decir,
para encontrar el alma de la que fuiste

en aquel último instante antes de caer…

sábado, 19 de agosto de 2017

GIGANTES Y CABEZUDOS

Cómo me iba a imaginar que saldríamos en el periódico….
Ese verano habíamos decidido que lo haríamos, ¿por qué no?, ¿qué demonios nos lo iba a prohibir? Así que días antes ya estábamos planificando cómo serían nuestras carreras…. Lo cierto es que cuando llegamos a la ventanilla del ayuntamiento a anotarnos para llevar a los cabezudos el primer día de la fiesta de Torgás del Camino, el conserje “con cajas destempladas” nos echó de un plumazo y con humor de viejo “cascarrabias”  murmuró unas frases en las que sólo entendimos una serie de maldiciones que nos parecieron terribles blasfemias y por supuesto nos olvidamos de replicarle por temor que nos diera un par de “guantazos”. Minutos antes en la cola, que daba media vuelta al edificio público, todos los rapaces se habían burlado de nosotras, sí nosotras, dos niñas intrépidas, que no entendían por qué les parecía tan extraño que nos anotáramos  para portar cabezudos e ir repartiendo escobazos a todo el que pillásemos por delante.
Salimos enfadadas y un poco avergonzadas, como si hubiéramos hecho algo malo, prohibido o impropio de dos “rapacinas” de 10 años. Pero ninguna de las dos nos dimos por vencidas. Aunque indignadas, nos propusimos seguir con nuestra idea de salir llevando cada una un cabezudo y pasarlo también como lo hacían nuestros amigos.
Dio la casualidad que el padre de Gela, ingeniero mecánico  dedicado al mundo de los coches de carreras, decidió patrocinar, ese año, la competición de “Karts” y elevarla a categoría de puntuación nacional, trayendo a conocidos pilotos para dar renombre, no sólo a la competición sino a la ciudad. Le contamos de forma atropellada lo que nos había sucedido, era un hombre moderno, avanzado para su época y por ello los demás lo veía como un “raro”, nos entendió enseguida y con una mueca y un gesto de cejas nos preguntó:
_¿Vosotras queréis salir? Pues eso está hecho.
No le tomamos en serio y nos fuimos a jugar a la plazoleta con los que estaban allí, algunos nos habían visto en la cola, se rieron un poco de la humillación que habíamos sufrido con el conserje, pero nos pusimos a jugar al “brilé” y  se nos pasó la tarde.
Por la noche lo comenté en casa y mis hermanos mayores, intentaban convencerme de que era imposible que pudiéramos salir,  ”_nunca habían salido niñas y menos pegando escobazos a diestro y siniestro”, además los niños que salían eran un poco más mayores, así que ellos estaban convencidos que íbamos a recibir más de lo que nosotras íbamos a dar. Pero sólo queríamos pasarlo bien y experimentar esa sensación de emoción que era llevar a un cabezudo; correr y asustar a los más pequeños y dar escobazos a los que te tiraran del vestido o te llamaran “boquiabierto, cabeza lobo, enanito, pelao  o bruja Ciriaca”…
El padre de Gela nos fue a buscar a la piscina, lo estábamos pasando genial, no salíamos del agua con tanto calor.  Lo vimos en el quiosco de los refrescos, estaba tomando una cerveza, pletórico y risueño, él nos buscó a golpe de vista, casi nervioso con ganas de encontrarnos rápidamente.
_Esta tarde os vais a anotar, está todo arreglado, el sábado salís con los cabezudos.
No había otra expresión mayor de felicidad para nosotras, nos sentíamos grandes, emocionadas, nerviosas con ganas de salir ya en el desfile.
Cuando nos vio el conserje, emitió un gruñido leve y frunció el ceño pero no le quedó otra que anotarnos en la lista del primer día de las fiestas, el día más codiciado para los chavales, y allí íbamos a estar nosotras. _¡Madre mía!
 El padre de Gela sí que tenía influencia, pensaba yo, _¿Cómo lo habría conseguido? Le abrazábamos agradeciéndole su proeza y él se reía quitándole la importancia que nosotras le dábamos. Deseábamos que llegara el día y las horas se nos hacían interminables, todo nos aburría esperando el momento. Y ese día y momento llegó…allí estaba de nuevo el conserje con su cara de amargado repartiendo los cabezudos y las ropas. Los chavales que nos vieron se quedaron atónitos, pero ahí estábamos nosotras para correr como ellos.
Nos dieron “dos boquiabiertos”, son los cabezudos por los que más se puede reconocer a los que van dentro y el conserje lo hizo “a posta” estoy convencida de ello. Después del Pregón y de que la banda municipal de música tocara el himno español, salimos corriendo detrás de lo que fuera y pronto estábamos corriendo nosotras delante de todos ellos; así que nos vieron los chavales que provocaban a los cabezudos y vieron que éramos dos niñas, ¡la que se montó!, nos quitaron la escoba, nos daban en la cabezota  con los nudillos, nos tiraban del vestido, algunos mal hablados nos insultaban. Íbamos de un lado a otro intentando recuperar nuestra vara de atizar, pero era imposible, salíamos atizadas nosotras. La organización del desfile era como eran las cosas antes, desorganizada, sin saber hacia dónde tirar y sobre todo espontánea, el caso era tirar por las calles. Algún mayor intentó ayudarnos en alguna parte del recorrido pero el trayecto era de locos y corre que te corre por las calles siguiendo al “tamboril” entre pescozones y varapalos así hasta  llegar de nuevo a la plaza mayor y allí cayó la más grande, todos contra nosotras, ahora ya se habían unido los propios cabezudos. Era agobiante.
El padre de Gela nos rescató metiéndonos al ayuntamiento.
_¿Qué tal la experiencia?
Estábamos sofocadas, yo no sabía si reír o llorar, me dolía todo y a Gela le pasaba lo mismo. Resoplamos descargando nuestra emoción o quizá nuestra angustia, ¡qué locura! ¡Lo hemos conseguido! ¡ha sido duro, pero lo hemos hecho! Nos abrazamos emocionadas de nuestra hazaña que desde luego no la imaginábamos así pero habíamos conseguido hacer lo que queríamos y eso nos bastaba para estar satisfechas.
Al día siguiente, se firmaba un artículo en el periódico de la localidad relatando lo que dos niñas habían hecho, las primeras en llevar dos “boquiabiertos”, las primeras en abrir la brecha… se ha tardado años en volver a ver niñas llevándolos. Sin embargo hoy he podido comprobar el mismo desfile y he visto que la mayoría de los cabezudos eran llevados por niñas, “la bruja, el lobo, el ogro, el enano”, no he visto ningún boquiabierto descubriendo la identidad de alguien, los escobazos no eran tales y ya no había carreras alocadas. Gigantes y Cabezudos iban ordenados siguiendo una pauta establecida. Ninguna de las niñas que hoy los llevaban se podría imaginar que en 1971 hubo dos niñas que fueron las primeras y que gracias a ellas se rompió lo establecido hasta el momento. Es cierto que el desfile de hoy ha perdido gracia y espontaneidad pero ha ganado en que quien quiera pueda llevar los cabezudos el primer día de fiesta y todos los demás días también.