El camino de la Culebra
Puse un pie en el polvo del camino y después el otro se
tropezó con las piedras que apuntalaban la senda hasta la ermita donde el santo
celebraba su día. Que mala suerte de herida en la rodilla. La quemazón en los
nudillos y la piel rasgada de las palmas de las manos me escocían tanto que me
hicieron llorar. Se oía el eco del tamboril y las castañuelas. Quería estar allí,
bailando con todos y que Tito se fijara en mí. Era un día importante en el año,
era la fiesta principal.
Mi aspecto era lamentable. Me quedé en el suelo maldiciendo
mi suerte. El vestido de gasa se había rasgado, haciéndose un girón
considerable en la parte izquierda, dejando así al descubierto la braga de
encaje negro. Con rabia me recriminaba a mí misma por haber tardado tanto en
prepararme, y por haber elegido ir por mi cuenta al encuentro de los “pendones”
que acompañaban la procesión. El camino de la Culebra no era el más indicado
para andarlo con cuñas y aparecer como “una reina” en medio del gentío. Decidí
desandar lo andado y volverme a mi casa con cierta vergüenza y pudor. Escuchaba
en mis oídos la reprimenda de mi madre y las carcajadas de mi hermano pequeño,
burlándose de la tontería que acababa de hacer. Realmente si sabía lo complicado
y tortuoso del camino, era difícil entender por qué ese día yo había decidido
ir por ahí y no coger por la carretera rural como el resto.
Era un fastidio aparecer de esa manara en la fiesta y que
todos murmuraran sobre lo que me había pasado, pero escuchar burlas y riñas de
los míos no iba a ser más agradable. Así que pensé que era buen momento para
perderse un par de horas entre encinas, robles y campos de trigo. Más tarde, buscaría
una excusa a mi ausencia. No era muy cómodo estar tumbada encima de las espigas
y los terrones de tierra. El tiempo pasaba muy lentamente. No sabía muy bien
que hacer, no era divertido mirar todo el tiempo al cielo azul y esperar que
algo ocurriera. Intenté agarrar las dos partes rasgadas del vestido, pero no
había manera de cerrar la abertura que llegaba casi hasta la cintura. Cuando
estaba con la espalda girada, intentando hacer un nudo para disimular la parte
de mi cuerpo que quedaba al aire y no parecer tan pornográfica; sentí casi a
unos palmos de mí, la presencia de un corzo. Di un suspiro de susto y él
retrocedió de inmediato perdiéndose entre los arbustos y lo hizo tan rápido que
no me dio tiempo a tener miedo. No pasaron más de dos minutos cuando oí unos
disparos intermitentes. Eso me asustó mucho más porque no quería que me
dispararan a mí. Me agaché involuntariamente y enseguida, sin pensar en las
consecuencias, asomé la cabeza y después la mitad de mi cuerpo se levantó por
encima del trigo. Supongo que lo hice para que me vieran y no me confundieran
con ninguna presa. No estaban tan cerca como creía. Allí no había nadie. Se oía
mucho jaleo de perros y crepitar de hojas. No conseguía ver bien en qué
dirección se estaban moviendo. Volví a oír varios disparos e instintivamente
volví a agacharme. Quería gritar socorro y levantar mis brazos para ser vista,
pero quién sabe si eso hubiera sido mi perdición. Podría ser confundida con
cualquier animal moviéndose entre las espigas y un disparo rápido y nervioso de
uno de los cazadores me hubiera alcanzado, hiriéndome o lo que hubiera sido
peor: matándome.
El miedo eligió por mí. Me quedé acurrucada como un ovillo
tocando las raíces de las plantas, inmóvil y aterrada, sin decir nada. Cerré
los ojos y pensé: −Lo que tenga que pasar, que pase.
En esa situación límite entendí que lo mejor era no escoger,
aunque sin hacer nada estaba escogiendo y mi decisión era más que crucial. Dos
disparos impactaron no lejos de donde estaba. Cruce los dedos para que no
hubiera caído el corzo y sobre todo para que los siguientes no fueran contra mí.
Si él hubiera sido el herido, no era difícil pensar que la próxima presa que
podría caer sería yo.
En la posición que estaba el sol impactaba directamente en mi
espalda, pero de repente dejó de hacerlo. Con la variación térmica, me
incorporé despacio para ver que me hacía sombra. Lo primero que pensé era que
sería el cuerpo del cazador apuntándome y sorprendiéndose de mi presencia en
ese lugar. Estaba claro que yo no era ningún animal. Pero no, la sombra
era producida por unos nubarrones de tormenta que amenazaban con descargar en pocos
minutos. No volví a escuchar ninguna detonación y ya sólo a lo lejos oí la
agitación de los perros que se replegaban con aullidos de miedo por la descarga
repentina que estaba a punto de caer. Siempre me había asustado el estruendo de los
truenos y la luz tan inquietante de los rayos sobre todo de noche. Ese sonido
tan fiero, esos destellos en el horizonte, esa manera de caer agua tan dañina.
Levanté los brazos como dando las gracias a ese “pedazo” de nube, a esa manera
tan espontánea y fácil de salvar mi pellejo. Bendita agua cayendo por mi cara y
dejando mi cuerpo casi al desnudo por las trasparencias de la ropa mojada.
No encontraba palabras para tanto alivio. Ya no me dolía el cuerpo magullado y me puse a danzar dando vueltas sobre mi misma como si fuera
un indio alrededor de una hoguera. Volví a coger el camino de la Culebra para
llegar cuanto antes a mi casa. Ya tenía la disculpa perfecta para el regreso
repentino. Entre las encinas unos ojos empataron con los míos. Supe que eran
los del corzo. Estaba vivo, como yo. Me incliné ante él como si fuera mi
salvador y al incorporarme de nuevo ya había desaparecido.
La tormenta había hecho correr por la Culebra a los que
animaban la procesión con sus castañuelas. En la campa de la fiesta o junto a
la ermita no había cobijo para semejante chaparrón. Así que tomar la misma
senda que yo, era en ese momento, la opción más rápida para llegar cuanto antes
al pueblo. Entre todo ese bullicio que bajaba despavorido también venía Tito.
En cuanto me vio me susurró al oído: −te he echado de menos ahí arriba.
Me tapó con su chaqueta, echó su brazo por mis hombros y yo automáticamente extendí mi brazo a través de su cintura. En ese momento sentí una felicidad ansiosa recordando todo lo que me había pasado. Si no hubiera sido por mi empeño en subir sola a la ermita del Quero y el tropezón en el camino de la Culebra, posiblemente nada de lo que vino después me hubiera ocurrido…era una mujer afortunada.
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