miércoles, 1 de noviembre de 2023

EL HOLANDÉS

 



Arrojé mi piedra sobre las cenizas de Débora Espinosa

Mi madre quedó viuda una tarde de diciembre cuando mi padre se desplomó al salir de una brasería en Oäwsetzan. En ese momento yo tenía 9 años, un hermano adolescente y una madre joven que debía tirar por nosotros sin permitirse más que unos días de duelo, concedidos por el supervisor del departamento de administración de “la Amstel”, donde ella trabajaba. Mi madre no superó la pérdida de Leo Cohen a lo largo de su corta vida y nosotros fuimos educados con el drama de sus ausencias. Bathia, que así se llamaba mi madre sobrevivió pocos años a Leo, mi querido y desconocido padre. Siempre he creído que se había dejado morir, con tan sólo 39 años al no poder soportar la falta sobrevenida de la persona que amaba y ni mi hermano ni yo pudimos hacer nada por recuperar su felicidad. Por entonces ya teníamos la costumbre de visitar, cada fin de semana, a nuestros tíos Isaac y Anath, que era la hermana mayor de mi padre y a nuestros cinco primos: Yael, Arlet, Levi, Boaz y Hania, y con nosotros dos, cuando murió mi madre, nos convertimos en 7 hermanos.

Cuando íbamos al barrio de Niuwsmarkt con mi madre para celebrar con ellos el Shabat o las fiestas de Rosh Hashanah, Hanukkah, Pesah o Sukkot sentía una emoción de bienestar tan grande, que no quería que se acabara nunca nuestra visita, pero siempre terminábamos regresando a casa, en el barrio de Zeändam, y volvía a sentir la presión de vacío, soledad y tristeza que mi madre imponía, en una casa excesivamente silenciosa. Recuerdo un calendario de cartón colocado en la parte trasera de la puerta de la habitación, donde dormía con Nathan; en él iba tachando cada día que pasaba hasta llegar al viernes, día de celebrar el Shabat y, por tanto, visitar a nuestra familia de nuevo. En el hueco destinado a ese día anotaba las palabras “Vida loca” que yo definía como ese estado que me permitía vivir sin tanta pesadumbre haciendo cosas extraordinarias que para mis primos eran tan normales y simples como reír, hablar sin parar, gritar, cantar o jugar en la calle.

Cuando mi madre nos dejó, mi tía Anath se convirtió en nuestra madre y lo mismo el tío Isaac, que cumplió las veces de padre. En esa época fui inmensamente feliz.

Me admitieron en la Universidad de Groninga, y antes de acabar el máster ya estaba trabajando para la Syntel Techniek como ingeniero junior de proyectos. Con Nathan, mis tíos y mis primos nunca he perdido el contacto, pero de adultos ya sólo nos juntábamos para celebrar el Rosh Hashanah. El resto del año cada uno iba a casa de Anath e Isaac cuando podía.  Ella nos mantenía unidos a través del WhatsApp familiar y no había día que se olvidara de enviarnos un mensaje de cariño al que todos contestábamos sin excepción. Era una matriarca estupenda que lo dejaba todo por ayudar a aquel que lo necesitara.

Le dije a mi jefe que necesitaba un tiempo. Quería parar, dejar de trabajar unas cuantas semanas y coger energía e ideas para nuevos proyectos. Casi con 37 años no había disfrutado ni un mes completo de vacaciones en toda mi vida laboral. Estaba saturado de tanta responsabilidad. No tenía tiempo para mí y colapsé por agotamiento.

Mi amiga Lotte había obtenido una beca de investigación por año y medio en un laboratorio médico en Minneapolis y a su vuelta se había hecho totalmente americana. Ella fue la que me metió en la cabeza la idea de visitar Estados Unidos, y recorrer varios estados del norte y alejarme de La Haya por un tiempo corto.

Lotte me ayudó a programar el viaje por Michigan, Wisconsin y Minnesota. Estaría fuera 40 días y el programa turístico estaba pensado para ser inolvidable. A mi regreso diez días más tarde de lo previsto, yo también me había hecho americano, pero un americano de España. Me había enamorado de Mara Cohen, una odontóloga española que vivía en Dassel.

Lotte me había trazado una de las últimas rutas posibles desde Minneapolis a Fergus Falls pasando por Dassel. En toda la guía manuscrita que ella había hecho para mí, la palabra “posible” se repetía demasiadas veces. Es decir, que no se trataba de una ruta rígida y podía variarse en cualquier momento. Todo se basaba en unos consejos de lo que ver y cómo llegar de la manera más rápida o lenta según las paradas que quisiera hacer. Yo decidí no salirme de las directrices principales que me había marcado Lotte en la libreta de viaje. Era demasiado perezoso para cambiar el trayecto.

Hacía días que había notado una molestia en una muela, cada vez que echaba sirope en los pancakes del desayuno, acababa tomándome un ibuprofeno para aliviar el malestar que acababa en un fuerte dolor punzante, que iba desde la encía hasta el centro mismo de mi cabeza. En Dassel, la fiebre me dejó adormilado varias horas en el hotel y al despertar no reconocí mi cara. Ya no podía comer nada y al hablar mi voz sonaba muy diferente a la mía. En el móvil busqué “dentistas en Dassel”. Aparecieron 4 profesionales. Sólo una clínica llamó mi atención. Era una casualidad que yo tuviera el mismo apellido que la Dra. Cohen. Le mandé un mensaje a tía Anath, por si ella conocía a algún Cohen de nuestra familia en Minnesota. De inmediato me confirmó que no había nadie de los nuestros en América y menos aún que fuera dentista.

Salí como un autómata desde el Staystar inn directo a encontrarme con la Dra. Cohen. Solo quería que se apiadara de mi dolor y lo aliviara con lo que fuera. Mi tía no dejaba de contactarme con mensajes preocupándose por mi situación. No tenía fuerzas para escribirle que estaba en ello, así que le mandé unos emoticonos imprecisos que no parecían tener mucho sentido, pero calmarían su ansiedad.

Mara Cohen no tenía nada que ver con mi familia, no procedía de los Países Bajos y su aspecto era todo lo que yo sabía de España. No dudó en curar mi infección y yo según la vi me enamoré de ella. Fue tanto lo que me gustó que llamé a Lotte para decirle que Dassel era la última ciudad de mi viaje. No necesitaba conocer o ver ningún lugar más. Fue ella la que me animó a que le enviara una caja de bombones, en agradecimiento por atenderme, con una tarjeta donde escribiera mi número de teléfono por si podíamos quedar para tomar algo, antes de mi marcha. Era un poco arriesgado y atrevido. Yo nunca había hecho esas cosas, pero tampoco había sentido ese sentimiento de atracción tan fuerte por una mujer. Tenía muchas dudas de enviarle algo, aunque no hacerlo me provocaba una ansiedad incómoda. En un arranque de valentía y afección decidí enviarle el regalo.

Cuando quedamos en el Roasting Co. Vi a una mujer tan bonita, y tan sensible que mi deseo fue quedarme a su lado para siempre. Estuvimos en aquel café varias horas. Ella estaba a gusto con nuestra conversación y ninguno queríamos que llegara la hora de marchar. Fue curioso comprobar como entre nosotros había muchas coincidencias habiendo nacido en lugares diferentes. Ambos compartíamos dolor en nuestra infancia por la ausencia de algún ser querido. Un conjunto de números primos parecía envolver nuestros orígenes. Fue entonces cuando descubrimos que el número común en ambos era el 5, aunque no compartíamos el mismo mes y año de nacimiento.

 Llamé a Lotte para que prepara mi despedida en La Haya. Anath e Isaac se disgustaron mucho, Minnesota estaba muy lejos de casa, sin embargo, mi hermano Nathan y mis primos lo tomaron como una oportunidad para conocer el “nuevo mundo”.

A la tercera entrevista de trabajo conseguí un puesto en la Thornthon Engineering, Inc. y siete meses después, me ofrecieron unas buenas condiciones en la Emtons and Liever Resources y las acepté sin pensarlo mucho. Ya por esa época en Dassel, me llamaban el Holandés, por la misma razón que Mara era la Española. Me gustaba la distinción porque se trataba de un apodo que hacía referencia a mi origen. Para Lotte yo ya era el americano.

No pasaron más de 6 meses desde mi primera cita con Mara, cuando empezamos a preparar nuestra boda. Fue divertido organizarla y contratar a actores para amenizar una velada de escasos familiares y decenas de amigos imaginarios. Mara estaba preocupada por si su madre sentía que en la boda no estábamos suficientemente acompañados por familiares de los dos lugares a los que pertenecíamos. Desde Ámsterdam vinieron 10 personas: mi hermano Nathan, mis 5 primos, tía Anath, tío Isaac, Lotte y Gerrit su pareja por entonces. De la familia de Mara la única persona que nos acompañó fue su madre, Débora Espinosa. Entendí perfectamente que Mara quisiera llenar el vacío que podría sentir su madre y posiblemente el suyo, con toda esa gente divertida y extraña que formaba parte del “teatro” de la ceremonia y el banquete. Sus hermanos declinaron la invitación a nuestro evento, con excusas más que discutibles por la distancia entre países. Tan sólo coincidí con estos Cohen en un par de ocasiones y no fue muy agradable la situación.

 Débora Espinosa y Anath Cohen supieron cómo hacerse entender desde el momento que se conocieron, el día de nuestra boda, y eso a pesar de que ninguna hablaba la misma lengua. Ese hecho no fue nunca un impedimento para las otras tres veces que se vieron en Saint Paul, cuando mis tíos nos visitaron para disfrutar de sus “nietos” los Cohen Cohen.

 

Cuando la enfermera puso en mis brazos a Abigail sentí tanta emoción que me eché a llorar. Me acordé de Bathia y Leo y aún me emocioné más. Me juré que me iba a cuidar para que no me pasara lo que a mi padre y sería tan cariñoso con mi hija que no existiría entre ella y yo ningún sentimiento de tristeza como el que mi madre estableció, como norma, entre ella, Nathan y yo. Cuando nacieron los gemelos Ian y Ariel ya nos habíamos mudado a Saint Paul. El éxito del trabajo de Mara en Dassel le animó a abrir otra clínica dental en la capital del estado. Surgió una oportunidad comercial y no dudamos en lanzarnos en el reto de comenzar ella un nuevo proyecto.

Fue con la llegada de los gemelos, cuando llegó desde España Débora Espinosa y lo hizo para quedarse para siempre. Su pretexto fue ayudarnos con el trabajo de los tres niños. Madrid estaba demasiado lejos y aunque su cultura era diferente a lo que había por Minnesota, no dudó en dejarlo todo y venir a Saint Paul para no perderse nada de la vida de los pequeños y también estar cerca de Mara. Se instaló en una cabaña anexa a nuestra casa, al fondo del jardín. Era un pequeño granero o pajar. Los antiguos dueños tenían ahí herramientas oxidadas, muebles viejos y colecciones de revistas roídas por los ratones. Ella no sólo la limpió, sino que con todo aquel barullo de materiales y objetos consiguió reciclar no sólo algunos muebles retro, sino también objetos decorativos interesantes, que hacían de su cabaña un lugar confortable y maravilloso para vivir. Nuestros hijos no salían de allí.

Cuando escuché a Mara sollozando por el teléfono, supe que Débora había muerto. Esperamos a que llegara Abigail de Mombasa, Ian de Polonia y Ariel de Massachusetts, para comenzar sus exequias. Media hora después de montar en la barca por el río Mississipi, Mara arrojó sus cenizas pausadamente al río y después tiró suavemente una piedra sobre ellas, provocando una pequeña onda. Un diminuto agujero en el agua por donde se hundió definitivamente su rastro de ceniza. Yo hice lo mismo, mientras veía como se desvanecía en el agua por el peso de mi piedra. Recordé el momento de abandono y soledad que sentí, primero cuando murió mi padre y después cuando mi madre nos dejó y coloqué una piedra sobre su tumba. Ahora también sentía la añoranza por la pérdida de esta buena mujer. Sin poder controlar el llanto Abigail, Ian y Ariel tiraron una piedra cada uno. Ella siempre iba a estar en ese Río para ellos. Cuando terminó la travesía fúnebre, sentimos un alivio entristecido y nos unimos en un único abrazo.

Dos días después nuestros hijos se marcharon y nosotros tuvimos que aprender a estar sin Débora Espinosa. Nathan acababa de ser abuelo por tercera vez en París, mi tía Anath ya era viuda, Lotte era madre de dos niñas y seguía en La Haya con Gerrit y mis primos tenían tanta familia que me resultaba casi imposible conocer a toda su prole.  


jueves, 21 de septiembre de 2023

LA ESPAÑOLA

 


Una descendencia de números primos

Yo era la mayor de cuatro hermanos y la responsabilidad que recayó sobre mí por todos ellos me hizo perderme en estas tierras de Minnesota.

Un día mi madre nos dijo a Orel y a mí, que estaba embarazada de mellizos. No entendí muy bien que quería decir “mellizos”. Imaginé por su tono serio que lo que le venía no era nada bueno. En la cena mi padre me riñó exageradamente por el ruido que hacía al masticar un pedazo de carne que no podía tragar y mi hermana acabó llorando por la tensión que había entre mis padres.

Meses después ya éramos cuatro hermanos y los dos que llegaron fueron unos “diablillos” insoportables. No había quien los domase. Se metían en todo lo malo que uno podía imaginar, así que acabaron por minar la convivencia entre todos nosotros. Con el accidente de Orel, y como consecuencia de su pérdida, el matrimonio se rompió. El alcohol se apoderó de mi padre y mi madre se quedó como ida durante varios años. Con el tiempo el dolor de las heridas se fueron calmando y la vida de cada uno fue yendo, sin grandes acontecimientos y emociones.

Después de graduarme conseguí una beca para completar mi formación en la Universidad de Minnesota, Twin-Cities. No sé de dónde saqué el valor para irme tan lejos con 24 años y despojarme de la carga familiar que había soportado hasta ese momento. Necesitaba desvincularme del mal rollo de mis hermanos y de la tristeza perenne en la que vivía mi madre. De mi padre había dejado de tener noticias, desde hacía varios años.

Ahora que estaba a punto de irme, recordaba con nostalgia que cuando era pequeña jugaba con Orel a apuntar con el dedo índice en un mapa, cuál sería el lugar a donde nos iríamos a vivir; imaginándonos tener una vida sorprendente allí donde habíamos elegido. La verdad es que nunca pensamos que eso fuera a ocurrir.

Cuando acabé mi formación en la Twin-Cities, me despedí de mucha gente valiosa que me había ayudado a superar todos los obstáculos que tuve en mi vida universitaria. Iba a comenzar una nueva etapa y la idea de regresar a España me daba pereza, ahora que me había acostumbrado a esta cultura, aquella, que era la mía, empezaba a ser extraña. Así que, acordándome de Orel, busqué en Google un mapa de Minnesota, y volví a cerrar los ojos como cuando lo hacía con ella y elegí un lugar al azar del estado número 32. Convalidé mis estudios y Dassel fue el punto de inicio geográfico para abrir la consulta odontológica. Empezar en un sitio pequeño podía tener más beneficios que inconvenientes. En ese momento sólo había un dentista y las fotos que aparecían de su consulta en el Google, eran anticuadas, y el local parecía en decadencia; sus valoraciones no eran nada buenas.

Los comienzos no son fáciles para nadie, pero gracias a la herencia de mi padre, pude montar una modesta clínica dental en uno de los locales del centro, no lejos de Parker Ave.

Para no entrar en conflicto con el único colega que había en Dassel  y ya que me había especializado en odontología pediátrica, decidí sólo tratar a niños y ya vería si en años sucesivos podía ampliar la consulta y ver al resto de sus familias.

En el pueblo era conocida por La Española, un apodo por mi procedencia, para unos cariñoso y para otros pronunciado con cierto tono racista, pero tengo que decir que en cualquier caso me gustaba la distinción. En mi país era La Americana y tampoco me molestaba cuando me lo llamaban.

Conseguí que mi madre me visitara en varias ocasiones. Aunque siempre decía que no era país para ella y se marchaba pronto. Estábamos en permanente contacto por WhatsApp y nuestro Facetime echaba humo todas las semanas. Mis hermanos sólo vinieron una vez y los dos juntos. A las pocas horas de llegar acabamos discutiendo por cosas del pasado, así que era mejor que cada uno se mantuviera al margen para no confrontar. Por esa razón, no volvieron más.

Después de unos años me compré el coche que me gustaba y no escatimé en gastos en la compra de una casa, que mi madre la llamaba “La Mansión”. De la Clínica a casa, de casa al gimnasio y de aquí al supermercado o al centro comercial, un poco de ocio, quedar de vez en cuando para tomar unas copas y nada más. Tenía que reconocer que vivía bien sin grandes sobresaltos.

Mi madre estaba muy pesada con recriminarme mi rutina diaria en Dassel, la consideraba insulsa y aburrida, sin embargo, yo la veía sin tiempo para el aburrimiento porque no me sobraban horas y posiblemente trabajaba de más, al tenerme yo como única familia.

Había tenido pareja un tiempo, nada importante para mí. No me preocupaba lo más mínimo estar sola. Estaba acostumbrada a hacer mi vida tal como yo la quería sin dar explicaciones a nadie. Hasta me consideraba afortunada por no tener que divorciarme como lo hacía un elevado porcentaje de la población aquí.

Me llegó un mensaje de mi madre, que decidí obviarlo, era demasiado tarde para abrir el teléfono e iniciar una conversación. Pocos minutos después un bombardeo de “mensajitos” reflexionando sobre mi vida amorosa y las ganas de experimentar ser abuela. Estaba especialmente pesada con estos dos temas. Le envié un emoticono de sonrisa, un corazón y dejé pasar la conversación porque sabía a dónde podía llegar y no me apetecía empezar una discusión sobre un deseo de ella, que por ahora yo veía difícil de alcanzar.

El Sr. Cohen llegó a la consulta muy dolorido, era una urgencia relativa que no se podía dejar pasar y le hice un hueco al final del día para aliviar toda su queja. Me sorprendió que compartiéramos apellido y que yo no me hubiera enterado de su existencia en esta pequeña localidad de Minnesota. Su acento no era el mío y su aspecto distaban mucho de parecerse a los Cohen que yo conocía. Era un holandés de Ámsterdam que estaba de visita, recorriendo los estados americanos del norte. Cuando llegó a Dassel ya no podía más con el dolor y la fiebre. Quedó inhabilitado para continuar el viaje. Entre los pocos odontólogos que ahora trabajábamos en la ciudad, le fue fácil escoger la clínica de la doctora Cohen. Yo hubiera hecho lo mismo si me hubiera encontrado en su situación en un lugar desconocido y totalmente ajeno.

Días después recibí una caja de bombones. En la tarjeta que los acompañaba, un deseo de invitación al finalizar mi jornada, por el favor de la cura. Era mi trabajo, no había hecho más que ayudarle a reparar un molar en mal estado, le había cobrado y eso era todo, no había necesidad de más con un paciente.

Se lo comenté a mi madre, sobre todo por la anécdota de compartir apellido y no sé por qué lo hice, porque ya no paró de hablar del tema del holandés, tan pesada se puso que acabé prometiéndole que le llamaría. A mí lo de quedar me daba reparo, me consideraba un poco mayor para empezar a “tontear” con alguien. Al final accedí, sólo para que ella dejara de molestarme, con tanto mensaje y que nuestras conversaciones telefónicas no llegaran al mismo punto siempre. Era un estrés escucharla diariamente. Supongo, pensó que una oportunidad como esa no se me iba a presentar dos veces y quizá yo acabé convenciéndome de lo mismo.

No sólo compartía con Adam Cohen el apellido, sino que los números impares estaban en el día, el mes y el año de nacimiento de ambos. Aunque no éramos ni del mismo mes, ni del mismo año. El 5 era nuestro día común. Con tanto número primo a nuestro alrededor, parecía difícil que no encajáramos. Así que lo apostamos todo a nuestras coincidencias. Teníamos el presentimiento de que nada podía salir mal.

Adam había estudiado una ingeniería mecánica en su país y no le fue difícil conseguir una visa para poder mudarse a Dassel. Él se convirtió en El Holandés.

Medio año después estábamos preparando una boda que a mi madre le hizo mucha ilusión. Mis hermanos tenían pareja, pero ya habían dejado claro que así estaban muy bien. No tenían ganas de contratos matrimoniales ni de “saraos” familiares. Era curioso que sus vidas fueran tan iguales.

Queríamos algo sencillo, una boda civil, nada de multitudes. Sin embargo mi madre quería todo lo contrario. La casi totalidad de nuestros familiares cercanos declinaron la invitación por ser un viaje costoso, así que sólo un grupo de 11 personas “cruzó el charco” para celebrarlo.  Pensando en ella y en la decepción que podía generarle el escaso reclamo de nuestro enlace, contratamos unos “amigos,” que no teníamos, para que la ceremonia tuviera buen ambiente en las siete horas de celebración que habíamos pagado. La fiesta resultó muy divertida con tanto desconocido y tanta sobreactuación. Eran unos magníficos actores y nada podía salir mal, porque para eso nos habíamos gastado unos buenos puñados de dólares. No hubo discusiones ni malos rollos entre los míos porque mis hermanos y sus parejas decidieron celebrar nuestro enlace en sus casas respectiva. A pesar del disgusto de mi madre, por el feo de sus dos hijos, se quedó más que contenta por el cariño que notó en la red de amigos americanos, que nosotros habíamos alquilado. En ningún momento sospechó que fueran falsos y ni por asomo podía imaginar que eso se podía contratar como parte del “evento” y del número de horas a celebrar.

Una mañana al levantarme no me encontré nada bien, el café me revolvió el estómago y el olor de mi ropa limpia me dio asco.

Cuando le dije a Adam que estaba embarazada fuimos a celebrarlo. A mi madre le mandé por WhatsApp una animación con un chupete haciendo equilibrios a derecha e izquierda y lo entendió a la primera. No pasaron más de tres segundos y mi teléfono ya estaba sonando. Era ella organizando su maleta para visitarnos. Fue tanta su alegría y su nerviosismo, que tuve que frenarla un poco para que me dejara respirar. No era el único bebé que iba a nacer y no iba a ser ella la única abuela de la tierra. Es cierto que por fin sintió que después de tener cuatro hijos, la descendencia de su estirpe estaba garantizada.

Ese día mi teléfono no dejó en ningún momento de notificar su agradecimiento y gratitud. Eran monólogos de felicidad y alegría superlativa, que yo contesté pacientemente con emoticonos, sin muchas ganas de conversar y no porque no quisiera celebrar mi nuevo estado, sino para rebajar un poco la importancia del suceso y que ella, se olvidara un poco de la idea de que su hija era la única en el mundo de la que dependía la continuidad de la especie humana, y que únicamente viera la continuidad de la familia Cohen-Espinosa. Acabé poniendo el teléfono en modo avión porque mi madre estaba imparable con sus mensajes.

Con 41 años tuve a Abigail Cohen-Cohen y dos años después volví a sentir nauseas mientras Adam se perfumaba con su colonia favorita de un diseñador muy exclusivo español. Supe que estaba embarazada de lan y Ariel que también serían Cohen-Cohen.

Mi madre con 67 años, aborrecía visitarnos. Cuando lo hacía se pasaba horas quejándose del ajetreo de los aeropuertos, lo pesado que se le hacía el viaje y el no adaptarse a las costumbres americanas. Sin embargo, con la llegada de los gemelos decidió que sería mejor mudarse definitivamente cerca de nosotros, que, aunque decía que era única y exclusivamente para disfrutar de sus nietos, nosotros creíamos que lo hacía también por la convicción de no vernos capaces de la crianza de tanto niño pequeño.

No le faltaba razón, era todo un lío de organización familiar, que no tenía muy claro si Adam y yo estábamos preparados para ello.

Antes de la llegada de los gemelos, habíamos decidido mudarnos a una lujosa casa en Saint Paul, muy cerca de Dyton Av. Después de mi buena reputación con la clínica de Dassel, pensamos que era hora de moverse y ampliar el negocio montando una nueva clínica en la capital del estado. Parecía una locura con Abigail pequeña, pero se presentó una oportunidad comercial y no la dejamos pasar. Adam hacía tiempo que trabajaba para Emtons and livier Resources, una compañía de ingeniería civil, como ingeniero jefe de la sección áreas metropolitanas del estado. Por fin dejaría de viajar para estar más tiempo en casa con nosotras.

Mi madre se instaló en la cabaña apartamento que formaba un conjunto perfectamente coordinado con nuestra casa de arquitectura colonial. Vino para quedarse y hacer de abuela y yo le agradecí ese gesto, porque los padres éramos nosotros. Nos veíamos como una familia perfecta. Todavía no habíamos entrado dentro de la elevada estadística de divorcios. Ya habíamos pasado la estricta barrera de los 7 años, que los expertos indicaban como crucial. En este tiempo habíamos tenido algunas discusiones serias por cómo educar a nuestros hijos, pero nada que no pudiéramos arreglar.

Ya éramos los Cohen-Cohen, y mi madre había cumplido su deseo de tener y sobre todo de disfrutar y cuidar de sus nietos.

Cuando tiramos las cenizas de Débora Espinosa al río Misisipi, casi había cumplido 87 años, un infarto la sorprendió trabajando en el jardín de casa. Nada se pudo hacer por ella. Llamé a mis hermanos para informarles. No percibí gran interés por su sepelio y me quedó claro que no iban a venir a su funeral.

 Abigail estaba con su brigada en la base americana de Mombasa; Ian estaba entre Polonia y Ucrania con la ONG World Central Kitchen y Ariel comenzando su grado de matemáticas y estadística en la Williams College. Los tres lo dejaron todo por ella. Alquilamos un yate y con todo el ceremonial del duelo dejamos caer sus cenizas lentamente sobre el río. Saqué del bolso mi piedra amuleto. Una piedra de color ámbar que la había tenido conmigo desde mi adolescencia, en aquellos momentos en los que todo me había sido difícil. La arrojé para que la acompañara en su viaje. Adam también tiró una piedra y lo mismo, Abigail, Ian y Ariel.

Dos días después de despedir a mi madre, Abigail se volvió a Kenia, Ian tomó un avión hacia Odessa y Ariel continuó sus estudios en las Berkshires.

Pero ellos, los Cohen-Cohen ya son otra historia….


miércoles, 23 de agosto de 2023

DÍA DE FIESTA




El camino de la Culebra

Puse un pie en el polvo del camino y después el otro se tropezó con las piedras que apuntalaban la senda hasta la ermita donde el santo celebraba su día. Que mala suerte de herida en la rodilla. La quemazón en los nudillos y la piel rasgada de las palmas de las manos me escocían tanto que me hicieron llorar. Se oía el eco del tamboril y las castañuelas. Quería estar allí, bailando con todos y que Tito se fijara en mí. Era un día importante en el año, era la fiesta principal.

Mi aspecto era lamentable. Me quedé en el suelo maldiciendo mi suerte. El vestido de gasa se había rasgado, haciéndose un girón considerable en la parte izquierda, dejando así al descubierto la braga de encaje negro. Con rabia me recriminaba a mí misma por haber tardado tanto en prepararme, y por haber elegido ir por mi cuenta al encuentro de los “pendones” que acompañaban la procesión. El camino de la Culebra no era el más indicado para andarlo con cuñas y aparecer como “una reina” en medio del gentío. Decidí desandar lo andado y volverme a mi casa con cierta vergüenza y pudor. Escuchaba en mis oídos la reprimenda de mi madre y las carcajadas de mi hermano pequeño, burlándose de la tontería que acababa de hacer. Realmente si sabía lo complicado y tortuoso del camino, era difícil entender por qué ese día yo había decidido ir por ahí y no coger por la carretera rural como el resto.

Era un fastidio aparecer de esa manara en la fiesta y que todos murmuraran sobre lo que me había pasado, pero escuchar burlas y riñas de los míos no iba a ser más agradable. Así que pensé que era buen momento para perderse un par de horas entre encinas, robles y campos de trigo. Más tarde, buscaría una excusa a mi ausencia. No era muy cómodo estar tumbada encima de las espigas y los terrones de tierra. El tiempo pasaba muy lentamente. No sabía muy bien que hacer, no era divertido mirar todo el tiempo al cielo azul y esperar que algo ocurriera. Intenté agarrar las dos partes rasgadas del vestido, pero no había manera de cerrar la abertura que llegaba casi hasta la cintura. Cuando estaba con la espalda girada, intentando hacer un nudo para disimular la parte de mi cuerpo que quedaba al aire y no parecer tan pornográfica; sentí casi a unos palmos de mí, la presencia de un corzo. Di un suspiro de susto y él retrocedió de inmediato perdiéndose entre los arbustos y lo hizo tan rápido que no me dio tiempo a tener miedo. No pasaron más de dos minutos cuando oí unos disparos intermitentes. Eso me asustó mucho más porque no quería que me dispararan a mí. Me agaché involuntariamente y enseguida, sin pensar en las consecuencias, asomé la cabeza y después la mitad de mi cuerpo se levantó por encima del trigo. Supongo que lo hice para que me vieran y no me confundieran con ninguna presa. No estaban tan cerca como creía. Allí no había nadie. Se oía mucho jaleo de perros y crepitar de hojas. No conseguía ver bien en qué dirección se estaban moviendo. Volví a oír varios disparos e instintivamente volví a agacharme. Quería gritar socorro y levantar mis brazos para ser vista, pero quién sabe si eso hubiera sido mi perdición. Podría ser confundida con cualquier animal moviéndose entre las espigas y un disparo rápido y nervioso de uno de los cazadores me hubiera alcanzado, hiriéndome o lo que hubiera sido peor: matándome.

El miedo eligió por mí. Me quedé acurrucada como un ovillo tocando las raíces de las plantas, inmóvil y aterrada, sin decir nada. Cerré los ojos y pensé: −Lo que tenga que pasar, que pase.

En esa situación límite entendí que lo mejor era no escoger, aunque sin hacer nada estaba escogiendo y mi decisión era más que crucial. Dos disparos impactaron no lejos de donde estaba. Cruce los dedos para que no hubiera caído el corzo y sobre todo para que los siguientes no fueran contra mí. Si él hubiera sido el herido, no era difícil pensar que la próxima presa que podría caer sería yo.

En la posición que estaba el sol impactaba directamente en mi espalda, pero de repente dejó de hacerlo. Con la variación térmica, me incorporé despacio para ver que me hacía sombra. Lo primero que pensé era que sería el cuerpo del cazador apuntándome y sorprendiéndose de mi presencia en ese lugar. Estaba claro que yo no era ningún animal. Pero no, la sombra era producida por unos nubarrones de tormenta que amenazaban con descargar en pocos minutos. No volví a escuchar ninguna detonación y ya sólo a lo lejos oí la agitación de los perros que se replegaban con aullidos de miedo por la descarga repentina que estaba a punto de caer.  Siempre me había asustado el estruendo de los truenos y la luz tan inquietante de los rayos sobre todo de noche. Ese sonido tan fiero, esos destellos en el horizonte, esa manera de caer agua tan dañina. Levanté los brazos como dando las gracias a ese “pedazo” de nube, a esa manera tan espontánea y fácil de salvar mi pellejo. Bendita agua cayendo por mi cara y dejando mi cuerpo casi al desnudo por las trasparencias de la ropa mojada.

No encontraba palabras para tanto alivio. Ya no me dolía el cuerpo magullado y me puse a danzar dando vueltas sobre mi misma como si fuera un indio alrededor de una hoguera. Volví a coger el camino de la Culebra para llegar cuanto antes a mi casa. Ya tenía la disculpa perfecta para el regreso repentino. Entre las encinas unos ojos empataron con los míos. Supe que eran los del corzo. Estaba vivo, como yo. Me incliné ante él como si fuera mi salvador y al incorporarme de nuevo ya había desaparecido.

La tormenta había hecho correr por la Culebra a los que animaban la procesión con sus castañuelas. En la campa de la fiesta o junto a la ermita no había cobijo para semejante chaparrón. Así que tomar la misma senda que yo, era en ese momento, la opción más rápida para llegar cuanto antes al pueblo. Entre todo ese bullicio que bajaba despavorido también venía Tito. En cuanto me vio me susurró al oído: −te he echado de menos ahí arriba.

Me tapó con su chaqueta, echó su brazo por mis hombros y yo automáticamente extendí mi brazo a través de su cintura. En ese momento sentí una felicidad ansiosa recordando todo lo que me había pasado. Si no hubiera sido por mi empeño en subir sola a la ermita del Quero y el tropezón en el camino de la Culebra, posiblemente nada de lo que vino después me hubiera ocurrido…era una mujer afortunada.



 

miércoles, 5 de julio de 2023

DEFINIR LA AMISTAD

 



EL CÍRCULO

Cuando entré en la sala de terapia y vi a esa gente haciendo un círculo, sentí que aquello no iba conmigo, que no tenía nada que ver con ellos. Parecían tal cual “unos personajes” sacados de las series americanas. Al pasar el umbral de la puerta se hizo un silencio molesto con mi presencia.

Siéntese por favor, considérese bienvenida, le hemos dejado esa silla para usted al lado de Emmet y  Lena.

Me quedé inmóvil sin saber cómo avanzar. Me sentía ridícula y un tanto avergonzada. Se me pasó por la cabeza salir huyendo y olvidar mi impulso de nuevos experimentos terapéuticos. Realmente lo que me pasaba no era para tanto, sólo era una cierta molestia por algunas actitudes que me incomodaban y sentía el vacío de los que en otro tiempo no dejaban de contactar.

Por favor, Olivia, sin miedo. Pase, tome asiento, verá como entre todos sacamos algo en claro que la pueda ayudar a ver las cosas desde otra perspectiva.

Cuando contacté con el terapeuta por teléfono para pedir una cita, me sugirió la posibilidad de formar parte de un grupo de terapia en el que todos estaban dolidos por lo mismo que yo. O sea, “la puñetera” falta de amistad y su silencio. Me sugería, que poniendo en común, lo que nos pasaba, es decir, nuestras miserias, podría haber esperanza para todos y juntos podríamos llegar a definir qué era La Amistad. Aunque no me había quedado claro hacia dónde me llevarían las opiniones de unos cuantos “chalados” que se sentían solos. Cómo convertir sus palabras en válidas para paliar mi enfado, por ser la parte ignorada de los que creía mis amigos y no por falta de poner ganas por mi parte, sino por la “nada” de todos ellos. Yo no me sentía sola. No tenía las ganas de lamentar la soledad en ningún momento del día. Lo que me fastidiaba era no estar en los planes de nadie. Me sentía desamparada como cuando era niña y jugaba al escondite con mis amigas. Ellas se escondían tanto que al no encontrarlas me iba a casa desolada,  con la sensación de que habían desaparecido a propósito para no estar conmigo. Eso sí que era una puñalada de abandono, como la siento ahora también.

Por eso dudaba de que lo que me proponía el terapeuta, podría llevarme a un cambio de situación. Porque estaba convencida, que yo no era la que había dejado al resto. Nunca lo había hecho y sin embargo prescindían casi por completo de mí. Vamos que me decían a la cara: –pasamos de ti, tía. Era como jugar de nuevo al escondite con una panda de adultos.

Por eso, que lo más normal, era darle, al terapeuta, la lista de mis contactos y que él les llamara para que fueran ellos los que asistieran a la terapia grupal. Esto sería una excentricidad y raro “de cojones”, pero divertido. Como le dije a él: − Yo no tengo problemas y a la vez pensé dándome una palmada en la frente −y entonces ¿para qué le llamas?

El terapeuta se río con mis ocurrencias y casi me convenció para que asistiera sólo a una cita y probara por una vez. Con mis inseguridades de toma de decisiones, no me atreví a concertar la cita que me proponía. Al colgar me quedó una sensación de malestar. Ese tipo de rollos me dan “alergia”. No me van bien las terapias grupales. Aunque no haya ido a ninguna en mi vida. Seguro que ahí no iba a encajar. Además, ¿Por qué unos desconocidos me explicarían la razón de mi inestabilidad? si yo tenía unas pautas claras, un esquema diferenciado de lo que era “la Amistad”, con mayúscula, sobre otros valores. Era una forma de Vida, aunque en estos momentos sólo era mera teoría, “papel mojado”. Más bien me estaba convirtiendo en una experta del valor de la Enemistad.  Vamos que no me quedaba nada para comprender este sentimiento, que me había llevado directa a una gran decepción. Yo misma me repetía –¡No digas bobadas y pasa página!

Volví a marcar el número de la clínica terapéutica y unos segundos después ya tenía la fecha anotada en el calendario del frigorífico.

Qué podría decir al grupo, -qué me siento perdida, desconectada, aislada, abandonada. Los nuevos gurús que escriben en “los Semanales”, sobre cómo hacer que nuestra vida sea óptima y longeva, dicen que las relaciones sociales son el mejor pasaporte para conseguir pasar la franja de los 80. En mi caso estoy perdida. Me quedan pocos años de vida, cero relaciones amistosas. Por tanto, resto cero.

Por favor Olivia, siéntese, la esperábamos. Puede presentarse y decirnos que le ha llevado a venir hoy aquí.

¡Qué pregunta tan directa! Tragué saliva, y balbuceé mi nombre, después tartamudeé un par de obviedades. Si hubiera podido meter la cabeza bajo tierra, lo hubiera hecho sin dudarlo y si hubiera tenido fuerzas para correr y “pirarme”, desde luego que hubiera puesto mis pies en las antípodas de ese lugar. Un calor sofocante me subió de la cintura hasta la frente y supe que mi timidez me iba a jugar una mala pasada. Al final de mi ridícula disertación llegué a decir: −“lo mío es un problema de no entender bien la Amistad. He llegado a la conclusión de ser una experta en enemistades”. Me sentía tan resabiada con lo que acaba de decir, que para rematar aún más mi cursilería añadí:      Pero nada serio. Lo puedo arreglar sin necesidad de estar aquí…esto les dejaba más que claro mi idiotez. Me levanté de la silla con intención de salir de aquel círculo.

El terapeuta superpuso su voz a mis últimas palabras: −la amistad es una palabra fácil de decir, compleja de entender. Es parte de la vida, las relaciones y sus dificultades. No se vaya Olivia, podemos ayudarle y entre todos explicarle en que consiste ese concepto tan usado y tan complicado de llevar a la práctica. Todos tenemos nuestra visión de lo qué es y la mayoría somos expertos buscadores de ella, no siempre la encontramos y muchas veces la perdemos. Denos la oportunidad de conectar con usted, de comprobar si alguno de nosotros puede hacerle entender de qué va y de explicarle lo complejo que es llegar a conservar un solo amigo a lo largo de toda una vida. Toda su disertación me sonó a una oración religiosa. Podría repetirla las veces que fuera y siempre me sonaría igual.

Alguien dijo: −Total ya has venido, no vas a perder nada por estar aquí una hora y contarnos tu historia. La mayoría nos sentimos desvalidos, tristes y solos. Si no estuviéramos tan angustiados ¿tú te crees que estaríamos aquí? Así que, ¿qué diablos te pasa a ti con la amistad?

Me abrumó tanta atención, y preferí sentarme de nuevo en la silla que me habían asignado. Tenían razón, si estaban allí, no era por gusto sino por la falta de algo.

Yo sólo quería respuestas, pero no a la soledad que no padecía de ella, sino a la decepción, al desprecio y al desinterés. A esa especie de acoso psicológico al que estaba sometida por los que habían estado a mi lado.

Una mujer levantó la mano, llamando la atención del resto.  Con voz estridente dijo: –La amistad está sobrevalorada.

 Hacía unos días que yo me había repetido esa misma frase casi cien veces, e incluso pensé en tatuármela en el antebrazo, para leerla siempre que mi ánimo decayera. Pero no era más que un autoengaño, un empoderamiento ilusorio. Una frase sin más, totalmente hueca y sin mucho sentido.

Casi con monosílabos y hablando más bajo de lo normal les dije: −Creo que para mis amigos ya no soy necesaria. Ese era el núcleo de mi pérdida: NO-SER-NECESARIA.

Alguien dijo: −¡vaya pues sí que das lastima, sí! Yo también me quedé sin nadie, claro que lo mío fue culpa del alcohol, que se llevó por delante lo poco que me quedaba.

Un murmullo de experiencias alentó al grupo a contar pedazos amargos de sus vidas, pero creo que ninguno se sentía tan “tirado” como yo en ese momento.

El terapeuta me ayudó a salir de mi parálisis mental. Ciertas preguntas me activaron y la rabia me hizo poco a poco soltar toda la angustia que me oprimía.

_Yo sólo quería tener una llamada de ánimo, un cómo estás.., un quedamos…, un no te preocupes, te ayudo en lo que necesites… Te invito a cenar…, o salimos por…, vamos de compras…, sabes la noticia de mi hija, pues que se ca… o mira lo que me ha pasado… te voy a visitar… A la vuelta de mis vacaciones te llamo… Y lo peor de todo es que nada de eso ocurrió.

_¿Tú qué has hecho para…esas cinco palabras del terapeuta fueron suficientes para que estallara. Es que no le dejé ni pronunciar la última palabra de la frase y salté como un muelle. _Que qué hecho…pues cansarme de intentar quedar una y “mil veces más”. Pasar horas mirando el móvil por si alguien se acordaba de mí o enviando mensajes que no han sido vistos y menos aún contestados. Todo esto no hace más que ahondar en un sentimiento de desprecio o mejor percibir el maltrato del que te ignora. Para mis adentros le decía: -¿Te parece poco trabajo invertir en todo eso y toda esta energía por no perder la amistad?

El terapeuta trató de reconducir el sin sentido de opiniones y consejos que se habían generado con la “frasecita”.

Con voz grave, por encima de todo ese ruido me preguntó:_¿En quién te apoyas ahora Olivia?

A mí sólo me salió decir pausadamente: _Yo, en nadie. Hubiera estado bien llorar y aflojar toda mi tensión.

Lo de llorar era otro tema, no era capaz de hacerlo, no me salía ni una gota, incluso me había propuesto escuchar música que me evocara un sentimiento de llanto y que por fin surgieran las ganas de hacerlo hasta hartarme y echar todo el dolor que llevaba dentro. Pero sólo había conseguido una ligera lágrima escuchado a Burke en “Don’t give up on me”. Su tristeza era tan contagiosa que me sentía como él, rogando que “no renunciaran a mí”, pero de ahí a llorar desconsoladamente había un gran camino que aún no había recorrido. Aunque por esta vez casi agradecí no hacerlo. Me hubiera dado mucha vergüenza ponerme en esa situación, tan vulnerable, delante de unos desconocidos. Estaba claro que necesitaba ayuda para arreglar algunas cosas de mi vida, pero llorar en la terapia, no estaba dentro de mis planes.

Como nadie dijo nada, supuse que todos los del círculo estaban como yo, faltos de alguien, así que deduje que lo que me pasaba a mí, le pasaba en cierta manera a todos ellos.

–El terapeuta se empeñaba en preguntarnos: −¿Queda algo en sus relaciones sociales, que aún les una a alguien?, ¿algo a lo que puedan agarrarse?, aunque sólo sea un hilo. Pero un simple hilo del que poder tirar y empezar de nuevo.

Sentí como alguno se angustiaba con esa idea de no tener a nadie. Cabizbajos, sin decir ni una palabra más, le escuchamos decir: −Piensen en esto, puede ser interesante. Siempre hay algo de lo que poder tirar. Hablamos en 15 días. y con las mismas se levantó de su butaca y nos invitó a salir de la sala.

¡Cómo!, ¿ya ha terminado la terapia? ¿ya han pasado los 60 minutos? Ahora que empezaba a animarse la sesión se había acabado. ¡Qué fastidio!

Yo quería haber dicho que no tenía hilo al que sujetarme, no era la primera vez que había intentado empezar de nuevo con mis amistades. En mi caso la hebra a la que me agarraba se soltaba de su  bobina con facilidad y por eso estaba como estaba.

De esa sala salí con la idea que ninguno de los que estábamos allí, excepto el terapeuta, sabía definir la amistad, no porque no supiéramos qué era, sino porque no la habíamos sabido manejar.  Éramos especialistas en no conocerla y sobre todo parecíamos expertos en perderla. Quizá no era yo la única en sentir que el vacío de “los otros” no me era ajeno.

Me despedí con la sensación de no volver más, a pesar de que la terapia se había pasado sin darme cuenta.

Dos semanas después estaba llamando al timbre para quedar con ese puñado de desconsolados, deprimidos y afligidos.

 ¿Serían ellos, los de ese círculo, otro tipo de amistad?

martes, 28 de febrero de 2023

DIME QUIÉN TE AYUDÓ A TI

 


“Un "kamikaze" fue interceptado, por la guardia civil de tráfico, a las 21:45 del jueves 25 de febrero en la autopista AP203 dirección La Silva, después que una mujer extremadamente nerviosa llamara al 112 y, diera la voz de alarma. Sorprendentemente ella y su marido salieron ilesos del suceso, gracias a la calma y pericia de él, que era quién conducía en ese trayecto. El joven triplicaba la tasa de alcoholemia y aunque confesó que no buscaba el choque frontal, sí admitió sentir la excitación de hacer algo prohibido al entrar en dirección contraria por la autopista…” La Gazeta del Rontel

He puesto en riesgo mi vida tres veces. Más bien me han puesto en riesgo a mí y en las tres aquí sigo bien. Aunque de esta última vez, aún llevo el susto en el cuerpo, sigo con el vello erizado imaginando lo que podría haber pasado. En ese momento tan peligroso y tan perjudicial para nosotros, no me dio tiempo a pensar que podía morir. Que podíamos morir. Sólo vi que venía un coche de frente. Fijé mi vista en sus luces de cruce y no recuerdo mucho más. No me percaté de la marca del vehículo o del color de su carrocería y mucho menos memoricé su matrícula. Haciendo un gran esfuerzo de memoria podría decir que era un coche plateado, pero no lo podría certificar ante un juez. En los instantes posteriores, al minuto mismo de suceder, sentí que podríamos haber muerto y que todo ese “Mundo” organizado en torno a nosotros se hubiera desplomado y colapsado si hubiera habido un choque frontal. Ya sé, que tengo que desterrar esos pensamientos tan tremendistas, pero soy incapaz de ver la situación con cierta positividad y menos aun banalizando los daños que podríamos haber sufrido o el profundo dolor que hubiéramos causado a los nuestros, sin provocarlo. Esta vez, como las dos anteriores no he visto pasar mi vida por delante de mis ojos. Es curioso, porque hay gente que afirma ver en instantes, años y años de vida. Yo creo que eso es muy de las películas, que no pasa en realidad. El cerebro te ayuda sin más, a gestionar el trance y a reaccionar sin pensarlo mucho. En décimas de segundo, la suerte o la desgracia se mide en una balanza donde el equilibrio entre salvarse o perecer pende de un hilo. En mi caso tú conseguiste que lo contáramos como una anécdota más en nuestra historia familiar. Ya a “toro pasado” repasamos una y otra vez lo sucedido, invocando a los “cuatro vientos” la suerte de salir ilesos de esa autopista, que pudo convertirse en un suceso letal para nuestra integridad física.

Tienes razón cuando dices que ya no me gusta conducir como antes. Todo esto es porque veo muchas cosas raras por la carretera. Demasiadas imprudencias y lo peor de todo es que me surgen más percances de los que puedo soportar. Hemos estado en varias situaciones con mucho riesgo. Y no te digo las veces que los coches, que normalmente conduzco, me han dejado tirada. − ¡¿Tú me dirás?! me dejas tu coche y se me para, sin más ni más, en carretera. Unas veces por unas cosas del motor, otras por las ruedas o por no sé qué problema con el cigüeñal. O cojo el mío, que es nuevo, y le fallan varios sensores o lo que es peor, se para, porque la batería no quiere funcionar y una y otra vez me pongo a esperar a la grúa. Siento como si fuera un imán atrayendo al peligro. En serio, creo que yo solita subo las estadísticas de siniestralidad. Es demasiado.

Tú te ríes y me alegro de que te tomes así las cosas. A mí me cuesta más, ya sabes que hay situaciones que me angustian y el tema coches es ahora una marca mía de estrés e inseguridad que me hace vulnerable. ­-Pero, venga, te voy a hacer caso. ¡Fuera miedos! Tienes razón, ponme un Macallan como el tuyo y olvidemos lo sucedido.

Lo último que voy a decirte sobre esto, es que yo sé quién me ayudó a mí a estar hoy aquí a tu lado. ¡Fuiste Tú! 

Lo que no sé, es quién te ayudó a ti…