Arrojé mi piedra sobre
las cenizas de Débora Espinosa
Mi madre quedó viuda una tarde de diciembre cuando mi padre
se desplomó al salir de una brasería en Oäwsetzan. En ese momento yo tenía 9
años, un hermano adolescente y una madre joven que debía tirar por nosotros sin
permitirse más que unos días de duelo, concedidos por el supervisor del departamento
de administración de “la Amstel”, donde
ella trabajaba. Mi madre no superó la pérdida de Leo Cohen a lo largo de su corta
vida y nosotros fuimos educados con el drama de sus ausencias. Bathia, que así
se llamaba mi madre sobrevivió pocos años a Leo, mi querido y desconocido padre.
Siempre he creído que se había dejado morir, con tan sólo 39 años al no poder
soportar la falta sobrevenida de la persona que amaba y ni mi hermano ni yo
pudimos hacer nada por recuperar su felicidad. Por entonces ya teníamos la
costumbre de visitar, cada fin de semana, a nuestros tíos Isaac y Anath, que
era la hermana mayor de mi padre y a nuestros cinco primos: Yael, Arlet, Levi,
Boaz y Hania, y con nosotros dos, cuando murió mi madre, nos convertimos en 7
hermanos.
Cuando íbamos al barrio de Niuwsmarkt con mi madre para
celebrar con ellos el Shabat o las fiestas de Rosh Hashanah, Hanukkah, Pesah o
Sukkot sentía una emoción de bienestar tan grande, que no quería que se acabara
nunca nuestra visita, pero siempre terminábamos regresando a casa, en el barrio
de Zeändam, y volvía a sentir la presión de vacío, soledad y tristeza que mi
madre imponía, en una casa excesivamente silenciosa. Recuerdo un calendario de
cartón colocado en la parte trasera de la puerta de la habitación, donde dormía
con Nathan; en él iba tachando cada día que pasaba hasta llegar al viernes, día
de celebrar el Shabat y, por tanto, visitar a nuestra familia de nuevo. En el
hueco destinado a ese día anotaba las palabras “Vida loca” que yo definía como ese estado que me permitía vivir sin
tanta pesadumbre haciendo cosas extraordinarias que para mis primos eran tan
normales y simples como reír, hablar sin parar, gritar, cantar o jugar en la
calle.
Cuando mi madre nos dejó, mi tía Anath se convirtió en nuestra
madre y lo mismo el tío Isaac, que cumplió las veces de padre. En esa época fui
inmensamente feliz.
Me admitieron en la Universidad de Groninga, y antes de
acabar el máster ya estaba trabajando para la Syntel Techniek como ingeniero junior de proyectos. Con Nathan, mis
tíos y mis primos nunca he perdido el contacto, pero de adultos ya sólo nos juntábamos
para celebrar el Rosh Hashanah. El resto del año cada uno iba a casa de Anath e
Isaac cuando podía. Ella nos mantenía
unidos a través del WhatsApp familiar y no había día que se olvidara de
enviarnos un mensaje de cariño al que todos contestábamos sin excepción. Era
una matriarca estupenda que lo dejaba todo por ayudar a aquel que lo
necesitara.
Le dije a mi jefe que necesitaba un tiempo. Quería parar, dejar
de trabajar unas cuantas semanas y coger energía e ideas para nuevos proyectos.
Casi con 37 años no había disfrutado ni un mes completo de vacaciones en toda
mi vida laboral. Estaba saturado de tanta responsabilidad. No tenía tiempo para
mí y colapsé por agotamiento.
Mi amiga Lotte había obtenido una beca de investigación por
año y medio en un laboratorio médico en Minneapolis y a su vuelta se había
hecho totalmente americana. Ella fue la que me metió en la cabeza la idea de
visitar Estados Unidos, y recorrer varios estados del norte y alejarme de La
Haya por un tiempo corto.
Lotte me ayudó a
programar el viaje por Michigan, Wisconsin y Minnesota. Estaría fuera 40 días y
el programa turístico estaba pensado para ser inolvidable. A mi regreso diez
días más tarde de lo previsto, yo también me había hecho americano, pero un
americano de España. Me había enamorado de Mara Cohen, una odontóloga española
que vivía en Dassel.
Lotte me había trazado una de las últimas rutas posibles desde
Minneapolis a Fergus Falls pasando por Dassel. En toda la guía manuscrita que
ella había hecho para mí, la palabra “posible”
se repetía demasiadas veces. Es decir, que no se trataba de una ruta rígida y
podía variarse en cualquier momento. Todo se basaba en unos consejos de lo que ver
y cómo llegar de la manera más rápida o lenta según las paradas que quisiera
hacer. Yo decidí no salirme de las directrices principales que me había marcado
Lotte en la libreta de viaje. Era demasiado perezoso para cambiar el trayecto.
Hacía días que había notado una molestia en una muela, cada
vez que echaba sirope en los pancakes del desayuno, acababa tomándome un
ibuprofeno para aliviar el malestar que acababa en un fuerte dolor punzante,
que iba desde la encía hasta el centro mismo de mi cabeza. En Dassel, la fiebre
me dejó adormilado varias horas en el hotel y al despertar no reconocí mi cara.
Ya no podía comer nada y al hablar mi voz sonaba muy diferente a la mía. En el
móvil busqué “dentistas en Dassel”. Aparecieron
4 profesionales. Sólo una clínica llamó mi atención. Era una casualidad que yo
tuviera el mismo apellido que la Dra. Cohen. Le mandé un mensaje a tía Anath,
por si ella conocía a algún Cohen de nuestra familia en Minnesota. De inmediato
me confirmó que no había nadie de los nuestros en América y menos aún que fuera
dentista.
Salí como un autómata desde el Staystar inn directo a encontrarme con la Dra. Cohen. Solo quería
que se apiadara de mi dolor y lo aliviara con lo que fuera. Mi tía no dejaba de
contactarme con mensajes preocupándose por mi situación. No tenía fuerzas para
escribirle que estaba en ello, así que le mandé unos emoticonos imprecisos que
no parecían tener mucho sentido, pero calmarían su ansiedad.
Mara Cohen no tenía nada que ver con mi familia, no procedía
de los Países Bajos y su aspecto era todo lo que yo sabía de España. No dudó en
curar mi infección y yo según la vi me enamoré de ella. Fue tanto lo que me
gustó que llamé a Lotte para decirle que Dassel era la última ciudad de mi
viaje. No necesitaba conocer o ver ningún lugar más. Fue ella la que me animó a
que le enviara una caja de bombones, en agradecimiento por atenderme, con una
tarjeta donde escribiera mi número de teléfono por si podíamos quedar para
tomar algo, antes de mi marcha. Era un poco arriesgado y atrevido. Yo nunca
había hecho esas cosas, pero tampoco había sentido ese sentimiento de atracción
tan fuerte por una mujer. Tenía muchas dudas de enviarle algo, aunque no hacerlo
me provocaba una ansiedad incómoda. En un arranque de valentía y afección
decidí enviarle el regalo.
Cuando quedamos en el Roasting Co. Vi a una mujer tan bonita,
y tan sensible que mi deseo fue quedarme a su lado para siempre. Estuvimos en
aquel café varias horas. Ella estaba a gusto con nuestra conversación y ninguno
queríamos que llegara la hora de marchar. Fue curioso comprobar como entre nosotros
había muchas coincidencias habiendo nacido en lugares diferentes. Ambos
compartíamos dolor en nuestra infancia por la ausencia de algún ser querido. Un
conjunto de números primos parecía envolver nuestros orígenes. Fue entonces
cuando descubrimos que el número común en ambos era el 5, aunque no
compartíamos el mismo mes y año de nacimiento.
Llamé a Lotte para que
prepara mi despedida en La Haya. Anath e Isaac se disgustaron mucho, Minnesota
estaba muy lejos de casa, sin embargo, mi hermano Nathan y mis primos lo
tomaron como una oportunidad para conocer el “nuevo mundo”.
A la tercera entrevista de trabajo conseguí un puesto en la Thornthon Engineering, Inc. y siete
meses después, me ofrecieron unas buenas condiciones en la Emtons and Liever Resources y las acepté sin pensarlo mucho. Ya por
esa época en Dassel, me llamaban el Holandés, por la misma razón que Mara era
la Española. Me gustaba la distinción porque se trataba de un apodo que hacía
referencia a mi origen. Para Lotte yo ya era el americano.
No pasaron más de 6 meses desde mi primera cita con Mara,
cuando empezamos a preparar nuestra boda. Fue divertido organizarla y contratar
a actores para amenizar una velada de escasos familiares y decenas de amigos
imaginarios. Mara estaba preocupada por si su madre sentía que en la boda no
estábamos suficientemente acompañados por familiares de los dos lugares a los
que pertenecíamos. Desde Ámsterdam vinieron 10 personas: mi hermano Nathan, mis
5 primos, tía Anath, tío Isaac, Lotte y Gerrit su pareja por entonces. De la
familia de Mara la única persona que nos acompañó fue su madre, Débora Espinosa.
Entendí perfectamente que Mara quisiera llenar el vacío que podría sentir su
madre y posiblemente el suyo, con toda esa gente divertida y extraña que
formaba parte del “teatro” de la
ceremonia y el banquete. Sus hermanos declinaron la invitación a nuestro evento,
con excusas más que discutibles por la distancia entre países. Tan sólo
coincidí con estos Cohen en un par de ocasiones y no fue muy agradable la
situación.
Débora Espinosa y
Anath Cohen supieron cómo hacerse entender desde el momento que se conocieron,
el día de nuestra boda, y eso a pesar de que ninguna hablaba la misma lengua.
Ese hecho no fue nunca un impedimento para las otras tres veces que se vieron en
Saint Paul, cuando mis tíos nos visitaron para disfrutar de sus “nietos” los Cohen Cohen.
Cuando la enfermera puso en mis brazos a Abigail sentí tanta
emoción que me eché a llorar. Me acordé de Bathia y Leo y aún me emocioné más.
Me juré que me iba a cuidar para que no me pasara lo que a mi padre y sería tan
cariñoso con mi hija que no existiría entre ella y yo ningún sentimiento de
tristeza como el que mi madre estableció, como norma, entre ella, Nathan y yo. Cuando
nacieron los gemelos Ian y Ariel ya nos habíamos mudado a Saint Paul. El éxito
del trabajo de Mara en Dassel le animó a abrir otra clínica dental en la
capital del estado. Surgió una oportunidad comercial y no dudamos en lanzarnos
en el reto de comenzar ella un nuevo proyecto.
Fue con la llegada de los gemelos, cuando llegó desde España
Débora Espinosa y lo hizo para quedarse para siempre. Su pretexto fue ayudarnos
con el trabajo de los tres niños. Madrid estaba demasiado lejos y aunque su
cultura era diferente a lo que había por Minnesota, no dudó en dejarlo todo y
venir a Saint Paul para no perderse nada de la vida de los pequeños y también
estar cerca de Mara. Se instaló en una cabaña anexa a nuestra casa, al fondo del
jardín. Era un pequeño granero o pajar. Los antiguos dueños tenían ahí
herramientas oxidadas, muebles viejos y colecciones de revistas roídas por los
ratones. Ella no sólo la limpió, sino que con todo aquel barullo de materiales
y objetos consiguió reciclar no sólo algunos muebles retro, sino también objetos decorativos interesantes, que hacían de
su cabaña un lugar confortable y maravilloso para vivir. Nuestros hijos no
salían de allí.
Cuando escuché a Mara sollozando por el teléfono, supe que
Débora había muerto. Esperamos a que llegara Abigail de Mombasa, Ian de Polonia
y Ariel de Massachusetts, para comenzar sus exequias. Media hora después de
montar en la barca por el río Mississipi, Mara arrojó sus cenizas pausadamente
al río y después tiró suavemente una piedra sobre ellas, provocando una pequeña
onda. Un diminuto agujero en el agua por donde se hundió definitivamente su
rastro de ceniza. Yo hice lo mismo, mientras veía como se desvanecía en el agua
por el peso de mi piedra. Recordé el momento de abandono y soledad que sentí,
primero cuando murió mi padre y después cuando mi madre nos dejó y coloqué una
piedra sobre su tumba. Ahora también sentía la añoranza por la pérdida de esta
buena mujer. Sin poder controlar el llanto Abigail, Ian y Ariel tiraron una
piedra cada uno. Ella siempre iba a estar en ese Río para ellos. Cuando terminó
la travesía fúnebre, sentimos un alivio entristecido y nos unimos en un único
abrazo.
Dos días después nuestros hijos se marcharon y nosotros
tuvimos que aprender a estar sin Débora Espinosa. Nathan acababa de ser abuelo por
tercera vez en París, mi tía Anath ya era viuda, Lotte era madre de dos niñas y
seguía en La Haya con Gerrit y mis primos tenían tanta familia que me resultaba
casi imposible conocer a toda su prole.