domingo, 22 de enero de 2017

UNA LLAMADA INESPERADA

Cuando llamaron a la puerta, no podía imaginar que fuera mi marido, se encontraba esos días en la Universidad de Murcia impartiendo uno de los seminarios estrella del  Máster de Lingüística Aplicada. Estaba tan sorprendida por verlo ahí en la puerta con su maleta y su maletín de trabajo que imaginé que algo raro estaba pasando. No hubo más explicación que la de “adelanto del viaje” por pequeños problemas con su seminario. Su vuelta estaba prevista para las once de la noche de ese día, y eran algo más  de las dos de la tarde. Y claro su teléfono no había funcionado o no había tenido intención de llamar. Subió las escaleras y un “hola” general fue el único saludo que dirigió a sus hijos, que estaban como siempre enzarzados en sus peleas habituales. A ellos no les pareció extraño que su padre apareciera a esa  hora, lo vieron normal, como el repartidor de pizzas, cuando en medio de una película llama al timbre y se le despacha con un “hola, toma el dinero, adiós”. He dé reconocer que con los problemas de inestabilidad que yo estaba sufriendo a causa de mi tiroides, esta presencia inesperada me alteró las pulsaciones y el mareo de cabeza me dejó medio tirada en el sofá, pidiendo a uno de mis hijos una de esas pastillas que el internista, semanas antes, me había recetado para tranquilizar mi cabeza, volver el pulso a su sitio y tomar las riendas estables de mi vida.  Mi marido subió a la habitación para cambiarse, deshacer su maleta y colocar sus libros y ordenador en su estudio, como siempre lo hacía, era un hombre metódico, le gustaba ordenar todas sus cosas sin permitir que nadie le ayudara, supongo que era la única manera de tenerlo todo ordenado y que nadie se metiese en sus asuntos, no es fácil en una casa con cuatro hijos, donde la anarquía, en cuanto al orden, se había establecido sobre todo desde que tres de ellos eran adolescentes.
Los sábados siempre comemos paella, él bajo al comedor y se sentó al lado de su hija, después del primer impacto emocional y un poco más recuperada, titubeante, y con la irritabilidad característica de mi estado de salud le recriminé su falta de comunicación, el que no me hubiera llamado para recogerlo en el aeropuerto o la explicación de su regreso por algún problema con el curso... En fin lo normal de las parejas. Pero nada, prácticamente no obtuve respuesta él. Es cierto que parecía algo molesto con la situación, y despistado como si no supiera nuestras costumbres más básicas como el lugar donde se sienta cada uno en la mesa, o dónde encontrar los utensilios más habituales, por ejemplo. Explicó casi con monosílabos que su trabajo en el seminario había concluido, adelantado el vuelo  y sin más había regresado a casa, al llegar al aeropuerto no se le ocurrió otra cosa que coger un taxi. Sin preguntarle nada más nos dijo que tres días después se iría a dar un seminario al CERN,  ¿al CERN?, no tenía ni idea de que Leopoldo tuviera relación con el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear. Es cierto que yo llevaba un par de meses como ida, con mi inestabilidad y mal estar general, además de todo el trabajo que se había generado en la oficina por los buenos resultados de la Compañía y que me habían dejado agotada; es posible que a lo mejor me hubiera comentado algo de visitar ese laboratorio o de ir a Suiza, pero ¿para qué un Lingüista necesita dar un seminario a profesionales de la física de partículas? No salía de mi asombro y lo peor es que mis hijos ni se inmutaban con sus palabras, ni siquiera le preguntaron qué era eso del CERN. Yo seguía sin obtener respuestas de sus palabras y su comportamiento era para mí insólito.
Mientras recogía la mesa y los chicos hacían más jaleo  que de costrumbre, él prefirió subir a la parte alta de la casa, a la habitación imaginé, le gustaba descansar y adormilarse leyendo los periódicos en su iPad.
Le pregunté a mis hijos por cómo lo veían, pero ellos me dijeron que estaba como siempre "encriptado" o sea en su Mundo. Hacia las 6 de la tarde consideré que su descanso había sido más que suficiente y con mi estado anímico más relajado subí dispuesta a recibir todas las explicaciones oportunas. Para mi sorpresa estaba en su estudio concentrado y  sin parpadear mirando un folio cubierto de lo que parecía “problemas de matemáticas”, en su mano tenía un bolígrafo. Hacía años que no lo veía con un bolígrafo y menos aun escribiendo en un folio y lo primero que pensé es que su ordenador tenía algún problema, aunque por otro lado eso me extrañaba mucho, cada vez que le fallaba o no respondía en el tiempo adecuado o tardaba más de la cuenta en bajar sus correos, se removían todos los santos del cielo y de su boca salían maldiciones de fastidio que hacían temblar las paredes de la habitación. ¿Estás enfermo?¿te encuentras mal? Es lo primero que le dije al verlo en esa actitud de concentración y la verdad es que siguió escribiendo, haciendo unas operaciones matemáticas que nunca le había visto hacer. ¿Ecuaciones? ¿Qué era eso?, varios folios estaban tirados en el suelo llenos de números y borratajos. Oye y lo del CERN ¿de qué se trata? ¡qué interesante!, ¡no tenía ni idea! Con su dedo índice izquierdo me hizo el gesto de silencio y después abrió su mano y con un aspaviento me indicó que me fuera. ¡Qué raro era todo!, parecía un extraño sin serlo, era mi marido pero yo no  lo reconocía. Necesitaba tomarme otro betabloqueante, para calmar la inestabilidad que estaba teniendo. ¿No estaría yo delirando?,  un sueño, una alucinación, un delirio pasajero o un ataque de irrealidad, ¿tal vez? Estuve un par de minutos pellizcándome las mejillas, para ver si volvía en sí, pero nada cambiaba. Me asomé al estudio de nuevo y allí seguía como un poseso haciendo "cuentas" y pensando en ¿qué relación tendrían todos esos números con su trabajo de Lingüística Teórica? ¿ecuaciones y letras? No le veía el sentido a nada. ¿Leopoldo estás bien? Escuchaba a mis hijos reír en el salón y mi hija pequeña subía por la escalera negociando no sé qué de salir por la noche.
Sonó mi teléfono varias veces, lo oía en la sala, aunque a la vez su sonido estaba cercano a mí, no sé por qué  era incapaz de cogerlo, hice varios intentos de agarrarlo y hacer que dejara de sonar,  me di cuenta que la explicación de todas estas secuencias raras y de cómo mi marido se comportaba  estaba en esa llamada; me encontraba paralizada sin poder llegar a él. Alcé la voz para que me lo trajeran, pero con tanto alboroto que tenían mis hijos era imposible que  me escucharan. Antes de bajar a la sala a cogerlo yo misma, me asomé al estudio por si mi marido me concedía la oportunidad de que yo, me aclaraba con su manera de comportarse desde que a la hora de comer había aparecido por la puerta. Le escuché hablando emocionadamente  y mandándome marchar, hablaba de no sé qué “hadrones, protones, energía, luminosidad, bosón de H…” ¿estás bien?, ¿qué dices?, ¡no entiendo de qué hablas! ¿en qué estás metido?...
Volvió a sonar el teléfono cercano a mi oreja, di un sobresalto en la cama, noté mi pulso acelerado, me costaba respirar y mantener el ritmo vital y un temblor nervioso y frío recorría mi cuerpo, con esa sensación de irrealidad de no saber muy bien donde estaba, pulsé la tecla verde del teléfono para contestar. Desde el otro lado escuché la voz de mi marido " Me pongo en marcha cariño, llegaré en 5 horas, tengo ganas de verte, te quiero".

 Al colgar el teléfono pude tomar conciencia de lo que me acababa de pasar, había vuelto a tener uno de esos episodios de “parálisis de sueño” que tanto odiaba y que me había perseguido angustiosamente años atrás.

lunes, 2 de enero de 2017

LA PUERTA DE ATRÁS DE LA NAVIDAD

En este cuento no hay pista de hielo, no hay reencuentro de dos jóvenes que después de besarse sienten como la nieve les acaricia las mejillas y les viene la carcajada y dan vueltas con los brazos abiertos de felicidad. Tampoco los niños  bajan por ninguna escalera  a coger sus regalos perfectamente envueltos. En este relato falta  también el piano y los que cantan villancicos a su alrededor. Falta la llegada de los que están fuera y aparecen de repente en la puerta principal cargados con bolsas llenas de fantásticos regalos. No hay muérdago en la puerta y el abeto es un simple pino de plástico.
Alguien me ha dicho que esas “vidas” sólo aparecen en las películas americanas, ¡pero son historias tan bonitas, son situaciones tan maravillosas!, que te dan ganas de ser uno de esos personajes de la película que acaban de echar en “la tele” el sábado por la tarde, previo al comienzo de las vacaciones navideñas.
Pero la realidad, en muchos casos es diferente, hay un precipicio entre lo que nos gustaría que ocurriera  y lo real.  Hay  Navidades que son otra película, y que dejan las casas sin decorar: es la historia de una mujer llena de soledad, recién estrenada su viudedad, es aquella que ha sufrido la pérdida del hijo, es la narración del que se ha enterado de una enfermedad grave, de los hijos que han perdido a su madre horas antes de preparar las uvas del año que iba a comenzar, es el llanto del que se desespera por la pérdida de trabajo, es la angustia del padre que no encuentra cómo sacar un poco más de dinero para llevar a casa, es el cuento del que recibe la noticia de que su familia estaba de vacaciones en el lugar donde un asesino ha cometido un atentado. Es la historia del que se siente solo sin saber cómo decorar el perímetro de su casa para tener un poco más de calor. Es la del joven enamorado que no es correspondido, la del menor acosado y humillado que no sabe cómo encender las velas que decoran la cena familiar. Sí, nos faltan muchas historias bonitas incluso hasta parece imposible que todo esto pueda ocurrir mientras miramos al cielo para ver caer ese copo de esperanza y sonreír a la suma de copos que empapan nuestra cara mientras damos vueltas en la pista de hielo, abrazados, deseando quedarnos para siempre en ese momento de felicidad…
Pero esas historias que forman parte de la vida cotidiana, aunque tristes, también son como la puerta de atrás de un paréntesis que se llama  Navidad.