domingo, 14 de agosto de 2022

AUF WIEDERSEHEN, BYE BYE, ADIÓS!!

 

El augurio del Lagarto

Estaba cansado de haber “pateado” tantas horas por Madrid. Entré en la estación de Chamartín, tenía un par de horas de espera antes de coger el AVE de regreso a casa. Había demasiada gente allí, y me daba pereza estar metido en todo ese jaleo histérico del que corre a tomar un tren en busca de su destino. Por otro lado, tenía que reconocer que el frescor del aire acondicionado de la sala de espera, hacía de la estación un lugar agradable para descansar antes de comenzar el viaje.

Me alejé un poco del “mogollón bullicioso”. Me fui hacia las butacas del fondo, hacia la izquierda, enfrente, pero suficientemente alejado de una de las puertas de entrada. Vi dos sitios vacíos y uno más, ocupado por una cazadora negra con capucha de pelo del mismo color. Con el calor que hacía fuera, era raro ver esa prenda medio tirada en el asiento. Supuse que era de alguien que la había utilizado para pasar la noche a la intemperie, tenía manchas como de haber estado tirada por el suelo.

Yo sólo quería sentarme, estaba agotado. Descansar un rato y coger fuerzas antes de mi vuelta. Tan rápido como tomé asiento, observé que la capucha tomaba vida y que lo que parecía pelo era un cachorro peludo. Acababa de moverse asomando la cabeza fuera del cono de la caperuza. El perro se mimetizaba con la prenda, lo que le hacía pasar inadvertido.

En seguida se acercó “un tío” y nerviosamente le dije: −¡Qué susto me ha dado el cachorro”, ¡Qué bonito es!−.

 –Sí, se llama Zor−. El hombre no tenía muy buen aspecto, no llevaba equipaje, ni bolsa alguna que hiciera pensar que iba a coger un tren. Tenía buen trato, estaba un poco nervioso, pero fuera de eso nada hacía sospechar algo raro en su manera de actuar. Miraba constantemente a una de las puertas de salida de la estación. Me explicó que venía del sur con el perro, había ido a buscarlo a un criadero cercano a Sevilla.  Después había tomado un autobús en dirección a Madrid y desde las 4 de la madrugada, que las puertas del recinto se habían abierto, estaba con el Terranova dentro de la estación; primero para no pasar frío y luego para no pasar calor.

Me estaba dando demasiadas explicaciones sin preguntarle yo nada. Me pareció raro que no quisiera coger ningún tren, a lo mejor no tenía suficiente dinero para un billete, pero tampoco me pidió ayuda para conseguirlo. Eso sí, empezó a aclarar demasiadas cosas sobre lo que había hecho con el perro desde que lo había recogido en el refugio. –Voy para Pontevedra, pero me dicen que no hay billetes para el tren que tengo que coger−. Se hizo un silencio y en seguida continuó su monólogo:−ya avisé a unos amigos y me vienen a recoger. Están a punto de llegar−.

Zor estaba tranquilo, me preguntaba qué sería de él. No veía a su dueño tener la responsabilidad necesaria para cuidar del perro, pero tal vez me equivocaba y estaba interpretando mal la manera de ser de su dueño. De vez en cuando, yo introducía mi mano en el interior del pelo del cachorro. Sentía que se tranquilizaba y yo apaciguaba mi desconfianza hacia su propietario, que no sé por qué, intuía que quería abandonarlo allí mismo.

−Voy a comprar un bocadillo−, me dijo con voz impaciente. Tardó unos 15 minutos en volver. A mí todo esto se me hacía muy extraño. Actuaba compulsivamente y de forma acelerada. No estaba quieto y según venía hacía donde estábamos sentados Zor y yo, se volvía a ir con la excusa del que tiene que hacerse ver para que le recojan en un punto determinado.

Con voz de circunstancias le dije: −Aquí sigue muy tranquilo. Sí−, me dijo y se fue hacia la puerta mascullando algo así como: −están a punto de llegar−. Le sonó el móvil y aceleró el paso de manera nerviosa, yo no entendía bien que me quería decir con tanto bailecito de ir y venir, pero sonaba a que Zor se iba a quedar sin dueño en breves momentos y yo podría ser el mejor candidato “acogedor” del animal, en la estación de Chamartín.

Por un momento fantaseé con la idea de que pudiera quedarme con el Terranova, pero era una locura. En mi casa ya teníamos dos perros y uno más, sería añadir estrés y tensión a mi familia. En el fondo sentía un cosquilleo de emoción como si realmente quisiera quedarme con él. De inmediato desterré la idea de la adopción, cuando el dueño apareció con una bolsa de golosinas. Nos ofreció a ambos un puñado de diminutos ladrillos de gelatina, como si fuéramos niños.  Estaba claro que no era normal la situación y traté de distraerme mirando a otros pasajeros que pasaban por delante de donde nos encontrábamos. Nadie se fijaba mucho en el asiento donde estaba adormilado Zor.

−Oye−, me dijo, después de unos minutos callados, −voy a ver, que parece están mis colegas cerca, échame un último ojo al can−

Asentí con cierta desconfianza y pensé: este tío está a punto de pirarse y no sabe cómo decirme: “colega has aparecido por aquí, te has fijado en el perro, he visto cómo le has acariciado y a Zor le ha gustado, así que te lo quedas, ahí lo tienes, todo para ti. Lo dejo en tus manos”.

Las puertas automáticas de doble hoja se abrieron para dar la bienvenida a un 205 rojo con abolladuras. Su combustión llamaba la atención por el ruido y el humo negro que había dejado al estacionar. Mirando hacia mí, el tío abrió la puerta derecha trasera. Guiñándome un ojo y llevándose el dedo índice y anular hacia la frente, le oí decir: Auf wiedersehen, bye bye, adiós…¡Buena suerte con Zor, es ya tuyo!−

En ese momento no sabía si era suerte o todo lo contrario tener a mi lado al cachorro. Estaba un poco confundido, a pesar de que había pensado en la posibilidad de quedármelo. Recordé que antes de viajar a Madrid, había tocado, casi sin querer, el Lagarto de bronce, situado encima de la mesita del descansillo de la escalera. Mi padre era un fanático de todo tipo de supersticiones y fetichismos para la buena suerte y siempre nos animaba a tocarlo antes de salir por la puerta de casa. Reconozco que para mí, era toda una obscenidad el pensar que tocando una pieza inerte decidiría mi futuro para bien. Yo estaba convencido que siempre era mejor invocar la ayuda de mis familiares fallecidos. Pero no sé por qué, ese día decidí que mi mano se deslizara por el réptil, quizá buscaba todo tipo de amuletos que me ayudaran a aprobar el examen MIR. Sin embargo, creo que más bien parecía como si el “saurio” hubiera puesto todas sus fuerzas en que yo me encontrara con Zor como señal de su buen augurio.

Las dudas y el miedo de la responsabilidad me hicieron entrar en una especie de pánico irracional. No tenía correa, no tenía una caja especial para portarlo, posiblemente no me obedeciera y no sabía si admitirían perros en el AVE. Lo mejor sería dejarlo acurrucado como estaba; pero de inmediato vi que yo era incapaz de hacer eso.

Zor llevaba dormido desde hacía una hora. Cuando despertó, saltó de la butaca, rozó su cabeza entre mis piernas, y se sentó observándome como si quisiera decirme algo. Quizá fuera una señal de confianza, una especie de reclamo para que definitivamente lo adoptara.

Até a su cuello las mangas de la cazadora que había hecho de edredón y a modo de correa comencé a tirar por él.

Tuve que comprar un billete adicional y una bolsa de viaje para poderlo subir al tren. Montamos los últimos para que nadie se sintiera molesto con el perro. Al pasar el revisor, me hizo un gesto como si quisiera comprobar que el animal estaba dentro de la bolsa y cuando yo creía que me iba a recriminar algo, me dijo que lo mejor era que lo sacara de la bolsa para que se estirara un poco y descansara en el suelo, al lado de mis pies.

Después de 5 horas de viaje Zor se estableció definitivamente en mi vida, como si nada extraordinario hubiera cambiado su suerte.