Con siete años conocí a Gorgonio y Jacinto, dos hombres
enjutos y recios de aspecto amable y excesivamente parecidos. Lo que me llamó
la atención en ellos, no era sólo que uno fuera el calco del otro sino lo raro
que eran sus nombres. Nunca había oído nombrar a alguien así.
Mi abuelo quería contratar a unos aprendices para que le
ayudaran a sacar adelante el trabajo de varios meses de retraso y estos no eran
otros que los hermanos Gorgonio y Jacinto. Habían venido con su padre, el Sr.
Tomás, a la carpintería para que mi abuelo los conociera y por “unas perras” enseñarles el oficio de
artesanos de la madera.
Me gustaba estar con mi abuelo en su taller. Había un
ajetreo constante de trabajadores y clientes. Un ambiente de ruido y voces, que
curiosamente, daban sentido y confianza a mi vida. Estar entre el serrín y la
montaña de virutas que había por el suelo era una experiencia maravillosa.
Repetí en voz baja sus nombres y cuantas más veces lo hacía,
más raros me parecían. Era difícil visualizar el momento en que sus padres decidieron
elegir esos nombres tan “feos” para
sus gemelos. Suponía que habrían hecho una lista y entre todos los nombres
habían elegido los dos que más les gustaban.
Días después mi abuelo me explicó que era una cuestión de
suerte, el que algunos se llamaran de una manera o de otra, se carcajeó cuando
le hablé de la lista y me dijo: −es mucho más sencillo de lo que tú te crees.
Lo más probable es que su madre cogiera el almanaque y escogiera para sus hijos
los nombres de los santos que tocaran ese día y sin pensarlo mucho más, los
registró como Gorgonio y Jacinto−.
No tenía ni idea de que existiera esa costumbre, por eso me
entró curiosidad por saber si Omer aparecía el 29 de febrero y si mis padres lo
habían elegido para mí por nacer ese día. En un cajón del bargueño situado en
la sala de estar de la casa de mis abuelos, mi abuela guardaba las hojas de los
calendarios con la fecha de mi cumpleaños, tenía la mala suerte de no
celebrarlo todos los años. En las pocas hojas que tenía con mi fecha, no había
ningún Omer sino Dositeo, Salustiano o Segismundo. Me alegré que no hubiera
santos judíos que se celebraran ese día. Cuando le dije a mi abuelo lo que
había descubierto no paró de reírse en un buen rato y cuando pensaba en ello,
volvía a carcajearse con una risa contagiosa, de la que todos, en el taller,
compartíamos. −¡Ay que chaval éste, qué cosas tiene!−.
Gorgonio estaba recién casado, tenía la ilusión del amor
marcado en su cara y mientras trabajaba cepillando tablones no dejaba de silbar
y tararear canciones. Jacinto por el contrario no quería saber nada de
compromisos con mujeres, era algo más reservado y serio. Se concentraba en
sacar lo mejor de sí mismo con la gubia.
Mi abuelo lo consideraba un artista con mucho potencial. Yo prefería a “Gorgo”, que era como lo llamábamos
porque su nombre era demasiado largo como para estar pronunciándolo
constantemente, porque me hacía reír con sus bromas y chistes. Siempre estaba
de buen humor.
Muchos días Elvira, la joven esposa, pasaba por la
carpintería a la hora de cerrar, unas veces entraba para saludarnos y otras lo
esperaba fuera −para no molestar_,
decía ella. Daba gusto ver a los enamorados marcharse al finalizar la tarde. No
me acuerdo que pasaba con Jacinto, supongo que cuando llegaba la hora se iba
sin llamar mucho la atención.
Un día Gorgonio llegó más contento de lo habitual, iba a
ser padre y su felicidad la compartimos todos. Mi abuelo abrió una botella de
vino, gran reserva, y lo celebramos como si el niño fuera un bien de todos. Yo
mismo me abracé a él mostrándole mi alegría sin entender muy bien tanto
alborozo.
Cuando Valeria nació,
mi abuelo le regaló una cuna con su nombre tallado en “pan de oro” y el Sr. Tomás llevó al taller rosquillas de aceite
para celebrar la llegada de su primera nieta. Ese día poco se trabajó y la
carpintería se transformó en un local social donde los vecinos compartieron la
alegría de los recién estrenados padres.
El teléfono de la carpintería sonaba muy a menudo, pero la
mayoría de las veces nadie le hacía caso, demasiado trabajo y ruido como para
oírlo y descolgarlo. Esa mañana no paraba de hacerlo, y nadie se inmutaba como
de costumbre. Algo me hizo pensar que tanta llamada seguida no podía ser nada
bueno. Me subí a un cajón, estiré el brazo para descolgar el teléfono, situado
en una de las columnas de la ebanistería y conseguí que alguien al otro lado me
escuchara. Era la Sra. María. No entendí nada de lo que me decía, hablaba
atropelladamente y daba gritos de angustia. Hice que “Gorgo” viniera a hablar con ella, seguro que él iba a entender lo
que estaba pasando.
El Sr. Tomas había sufrido un infarto, cuando llegó al
hospital estaba en parada cardíaca, el pronóstico no era nada bueno y su mujer
esperaba la peor de las noticias. Gorgonio salió del taller corriendo, con el
mono de trabajo a medio quitar, dando voces nos dijo que cuando viniera
Jacinto, le avisáramos de lo de su padre. Ese día dio la casualidad que su
hermano y mi abuelo estaban en un pueblo, restaurando el retablo de la iglesia
y cuando eso ocurría nunca regresaban pronto.
Esa fue la última vez que vi a Gorgonio. Las prisas, el
nerviosismo y el riesgo de ir a más velocidad de lo que podía dar su coche en
la carretera le hicieron perder la vida. El Sr. Tomás sobrevivió al infarto,
pero el susto por la pérdida de su hijo no le devolvieron las ganas de vivir.
Fueron unos días difíciles para todos, en la carpintería
había un silencio triste que me resultaba incómodo y deseaba que pasaran esos
momentos de duelo cuanto antes. Sólo se escuchaba el ruido de la sierra de
disco, el estruendo de los martillos, el torno o el ir y venir de los cepillos
de lijado. No había chistes, ni tarareos de canciones, ni se oía silbar, no
había conversaciones, sólo silencio y ruido de máquinas. El taller tardó tiempo
en recobrar su pulso emocional, aunque poco a poco se fueron “cerraron las heridas” por su pérdida.
Elvira y la pequeña Valeria seguían viniendo al taller con
cierta frecuencia, lo hacían a última hora, cuando la carpintería estaba a
punto de cerrar y Jacinto estaba casi listo para salir del trabajo. La pequeña
era tan alegre como su padre y su visita siempre me generaba ternura. Jugaba
con ella a tirarle virutas como si fueran serpentinas y ella no paraba de reír
y de enredar con el serrín del suelo. Se convirtió en una rutina ver a Jacinto,
Elvira y su hija irse juntos como si fueran una familia. Mi abuelo sabía que
algo estaba cambiando en ellos y yo también me di cuenta que había un
sentimiento de complicidad. Había atracción entre ellos. Era una mezcla entre
dolor y amor lo que los atrapaba y los atraía, y esa fuerza que les salía de lo
más profundo de sus sentimientos los mantenía unidos.
Jacinto, consiguió el título oficial de ebanistería, había
aprendido todo lo que un buen maestro enseña a sus “pupilos”. Ahora era un profesional de primera con una creatividad
excepcional. Estaba listo para irse y dejar atrás la ebanistería del Sr. Elías.
En mucho tiempo no volví a saber más de ellos.
Alguien se acercó a mí para darme las condolencias por el
fallecimiento de mi abuelo: −¿me conoces?−. Cómo olvidarme del pasado, cómo
borrar de mi memoria su historia. Èl y su familia eran parte de mis recuerdos y
de mi niñez. Me vino a la cabeza el día que se despidieron los tres en la
puerta del taller. Emocionados, con lágrimas en los ojos y apretando los labios
para no hacer la marcha más difícil siguieron calle arriba, sin mirar atrás. Yo
busqué el cobijo de mi abuelo. Demasiada presión en el pecho, necesitaba llorar.
− soy yo, Jacinto y
esta es Elvira. ¿Te acuerdas de Valeria? Pues ésta es ella; ahora te presento a
Leonor, nuestra hija−.
Llevaba varias horas angustiado por lo extraño de la
combinación entre la pena y los preparativos del sepelio de mi abuelo Elias,
estaba abrumado por la cantidad de gente que se había presentado a sus
exequias. Los recuerdos se precipitaban en mi cabeza haciendo que me sintiera
aún más triste de lo que debería estar. Sin duda encontrarme con Jacinto y
Elvira me habían cambiado el humor tan decaído y deprimente en el que estaba
sumido. Volví a pensar en “Gorgo”, y cómo
su tragedia se transformó drásticamente. Como del llanto por su pérdida surgió
la alegría de un encuentro involuntario, cuyo mayor exponente fue la cohesión
de una nueva familia.