Cómo empezar lo que voy a contar, es difícil describir
sucesos aparentemente increíbles sin que provoquen incredulidad o efímera locura, pero yo los he
vivido como ciertos, y he visto como mi familia ha experimentado el descenso
frente al ascenso, el declive a la
gloria, la enfermedad que todo lo nubla frente a la salud plena. Ahora desde mi
retiro, desde la posición que me da la edad, encajando unas piezas con otras he
comprendido el mecanismo de cómo una familia se ha convertido en una sola
persona, Yo misma, la única, la superviviente y la pregunta que me hago es: “¿para
qué?” Hubiera sido mejor no ser tan fuerte, irme con ellos y no quedarme aquí
sola con todos sus recuerdos…
Mi nombre es Noa, tengo 86 años y estoy sola. Desde hace 7
años vivo aislada por voluntad propia en una residencia para “gente mayor” sí
para gente como yo. Tengo mucho tiempo para pensar, y solo lo hago para hacerlo
sobre mi familia. Yo solita con mis recuerdos y de vez en cuando me involucro
en la conversación de los que me rodean en esta residencia y obligada por los
profesionales participo en alguna actividad programada.
He comprendido como cada uno fue forjando su destino y como
fueron pasando los años tan rápidamente y creo que es injusto que yo haya
quedado aquí y ninguno de ellos esté aquí conmigo.
Siempre he sido una mujer enérgica, delgada como un fideo
pero fuerte como una piedra, cuando cumplí 60 años decidí que había que ponerse
en forma, mi cuerpo empezaba a dar alguna señal de fatiga y aunque sin dejar de
ser activa tenía que poner remedio a las arritmias que mi corazón experimentaba
. No tenía ya edad para contratar los servicios de un gimnasio que me ayudara
con el aerobic o ponerme al lado de algún jovencito pedaleando en la bicicleta
estática o sudando en la elíptica, imaginaba que si aparecía por alguno de esos
locales se burlarían de mí, así que lo mejor era buscar por Youtube alguna página que me sirviera para
realizar unos ejercicios aeróbicos que me sacarían de la rutina del trabajo
y sobre todo harían que me sintiera bien conmigo misma, más ligera
y sobre todo adiestraría los latidos de
mi corazón.
Llevaba un par de años haciendo bicicleta estática a las 7 de
la mañana, me ponía los cascos
conectados a una radio analógica y mientras los tertulianos opinaban sobre el
devenir de la política yo pedaleaba hasta completar 10 kilómetros, eran unos 35 minutos de gloria, el resto de mi día
era organizar, trabajar y estar con mi familia. Fue una mañana cuando decidí
que podía hacer algo más, poner algo de ejercicio en mi vida, era lo suficiente
mayor para no considerarme joven pero aún no tenía la edad de ser una anciana y
la verdad nunca he aparentado la edad
que tengo, algo que siempre me ha alagado, ahora que estoy en este momento de
soledad extrema me molesta que piensen que tengo diez años menos.
Por supuesto encontré infinidad de páginas que me ayudaban
cada día a realizar movimientos funcionales durante una hora, si quería podía
navegar por la aplicación sin repetir monitor, pero como soy muy metódica tenía
tres o cuatro que eran mis preferidos y de ahí no me movía para mis tablas
aeróbicas, día a día iba forjando mi cuerpo, que lo sentía como una pluma y se iba
esculpiendo con ciertas formas musculadas aparentemente jóvenes, no hay nada
mejor que pasados los sesenta años te sientas como una joven de 40 o incluso de
menos.
Fue por esa época cuando a mi marido le diagnosticaron una
enfermedad degenerativa que le iba agotando de una manera proporcional a mi
buen estado de salud, mientras yo mejoraba con los días él se fue consumiendo hasta que nos dejó. No supe ver, que tal vez, debía haber abandonado mis clases
interactivas de ejercicios, quizás él se hubiera estabilizado y ahora estaría a
mi lado, es un peso que acarreo y que no me deja vivir, en sentido metafórico porque
aquí sigo esperando algún cambio de salud que me permita descansar e irme con
él.
Cuando Nathan nos dejó nos inundó una tristeza depresiva,
vimos caer el universo, todo el día era de noche para nosotros, el llanto nos consumía y la pena por su
pérdida nos anulaba como si ya esta vida no fuera con nosotros. Varios años
después y aplicándome una terapia de choque decidí retomar mis clases
gimnásticas, con una cierta pena por recordar aquel tiempo pasado en el que
había sido muy feliz. Esta vez la salud de mi corazón me daba igual, pero sí necesitaba
fortalecerme de tanta tristeza que llevaba a mis espaldas. Cuando retomé los
vídeos, los primeros días no dejaba de llorar al ver a mis monitoras que ahí
seguían en el ordenador sin envejecer y eso me hacía pensar que era un poco
ridículo volver a danzar rítmicamente según los pulsos de una canción moderna,
vestida con unas mallas y una camiseta estilizada pegada a mi cuerpo. Quizá lo
mejor era volver a sentir la ausencia de Nathan mientras escuchaba diariamente
nuestra canción “Have I told you lately
that I Love you”. Después de muchas dudas y para salvar el
estado en el que me encontraba volví a desengrasar todos mis músculos y era
capaz de cantar nuestra canción sin retorcerme de dolor.
Aunque no lo crean volví a sentirme bien, no estaba tan
ligera pero conseguí estar en forma pasados unos meses. Cuando creía volver a sonreír otro miembro de
mi familia iba mermando en salud mientras yo proporcionalmente iba
mejorando. A mi hijo Ben le encontraron
unas manchas en el pulmón y mientras yo me movía entre clase y clase de armonía
muscular él nos iba dejando poco a poco hasta que un día cerró los ojos y yo
maldije mi buen estado físico, y me recriminé que todo era por mi culpa, regalé
mi bicicleta estática y arrojé al suelo mi ordenador pateándolo hasta
machacarlo y hacerlo inservible. No paré
de llorar en varios años, no quería dejar de hacerlo, quería morirme y decidí
no salir de mi tristeza y nadie de mi entorno me convenció de que yo no era la
causa de tanta desgracia. Me abandoné, no veía la necesidad de luchar por nada
y todos me dejaron por imposible.
Raquel se preocupaba
por mí, era lo único que me quedaba en esta vida. Ella me intentaba convencer que volviera a hacer
mis ejercicios, me iban a venir bien, iba a mejorar.
No, por supuesto que no, sólo me quedas tú, y no puedo
perderte. Pero pensé que lo mejor era convencerla a ella que hiciera ejercicio, ya tenía una edad para
cuidarse e imaginé gratamente: “seguro que esta vez seré yo la que caiga, la
que me vaya”. Traté con todas mis fuerzas de que fuera a un gimnasio, pero ella
no se veía yendo a “esos lugares”. Le
propuse hacerlo en casa como lo hacía yo en otro tiempo. Compramos una
bicicleta estática y la convencí para que empezara a hacer ejercicios aeróbicos
y funcionales, lo que fuera, era igual con tal de que yo fuera empeorando. Me
había quedado clara la relación entre ejercicio y muerte. Ahora me tocaba a mí
irme y lo iba a hacer proporcionalmente a que ella se sintiera en forma y en un
buen estado de salud. Deseaba con todas mis fuerzas que empezara cuanto antes y
lo hizo. Como yo, ella también disfrutaba, se divertía y cada vez su cuerpo era
más equilibrado. Cuando consideré que era tiempo suficiente para que mi declive
comenzara, me hice unos análisis, deseaba que me dijeran los días que me
quedaban por vivir, estaba emocionada por saber los resultados de mi inminente
enfermedad. Cuando entré por la puerta de la consulta el médico me recibió con
los brazos abiertos y con una sonrisa me
comunicó que todos los marcadores estaban en su justa medida para la edad que
tenía. Vaya decepción, “¡no puede ser!”, no había por ningún lado atisbo de
empeoramiento, insuficiencia o falta de vida. Cómo podía ser si mi hija estaba
estupenda y lo peor es que yo lo estaba también sin hacer ni un mínimo
levantamiento de brazos o piernas.
A Raquel le salió una oferta de trabajo y se mudó a otra
ciudad. Me quedé sola, sin ella, pero contenta por su ascenso. Fueron pasando
los años y un día me volví a subir a la bicicleta que había dejado mi hija,
esta vez no iba a ver ningún vídeo de aquellas jovencitas monitoras que tanto
me enseñaron, solo iba a mover un poco las piernas y un kilómetro me llevó a
otro y así hasta conseguir aquellos 10 con los que empezó todo.
Me llamaron por la noche y se hundió mi vida para siempre,
cómo poder morir, cómo dejar este mundo y no quedarme aquí. Un desgraciado se
empotró con su coche y se la llevó por delante, primero entró en parada
cardiaca, en coma inducido y se fue sin despedirse en un largo proceso que duró
medio año.
La desolación no me dejaba parar y entré en pánico
permanente, en locura abismal, quitarme la vida es lo que quería pero fue
imposible.
Con 79 años vendí todo lo que tenía y decidí traer mi desgraciada
vida a esta residencia, y aquí sigo, lloro todos los días, no tengo consuelo y
vivo en la tristeza más absoluta.
En la residencia hay Programas de animación, memoria o
rehabilitación, nos ayudan a mantenernos aunque no tengamos ganas. Los martes y
los jueves tenemos “movilidad” y toca hacer estiramientos. Nazareth, la instructora, se admira de lo
elástica que soy y me reta pidiéndome que haga algún movimiento extra. A veces
le regalo una mueca de agradecimiento y le digo:
“Ahora nadie de mi familia corre peligro, no tengo a nadie más a quien perder”…