Habíamos
decidido hacer ese viaje porque teníamos cuatro días de descanso.
Después de la tensión de colocar
en el maletero del coche todo lo necesario para una familia numerosa con
perro, y cargar como si no fuéramos a
volver en un mes, nos metimos en el coche, con
los nervios deshechos por el
jaleo de cuadrar todas las cosas como si se tratara de un rompecabezas
donde todas las piezas encajan en su sitio.
Esta es la historia de nuestro perro, Tizón, un pastor vasco, sin ser
genuínamente pastor, pero sí vasco, de
pelo largo y enredado, de tamaño pequeño con cara más bien fea pero a la vez simpática
y tierna, perro fiel, juguetón y alegre.
Al ver la indicación del Área de Servicio de la autovía, no dudamos en
coger la desviación y parar, dentro del
coche el barullo era insoportable, cada
uno gritaba más que el otro y estaba claro que debíamos hacer un alto en el
camino.
Tizón fue el que primero salió del coche, no necesitaba quitarse ningún
cinturón para coger la puerta y marcharse a
olisquear los arbustos de la zona verde, los niños no tardaron en correr
hacia el parque infantil y nosotros nos sentamos en una mesa exterior para ver como seguían chillando y vigilarlos a
todos incluido el perro. El buen tiempo hacía de esos cuatro días de vacaciones
una oportunidad para salir de la ciudad y me sorprendió la cantidad de gente
que había pensado lo mismo que nosotros, una escapada para relajarnos del día a
día.
Pagamos las consumiciones, casi dándonos pena el tener que volver a la
“grillera” de nuestro coche; cuando salimos del establecimiento los niños
seguían en el parque más ajetreados que antes de salir del coche pero un poco
más animados de entrar en él, aunque ya se sabe que esa calma dura menos que lo
que se tarda en recorrer un kilómetro, nos quedaba por delante unas 3 horas de viaje.
Nos pareció raro que Tizón no estuviera enredado con los niños, que no
acudiera con ellos al coche, que no se montara el primero, a la orden de” ¡Vamos!”
como siempre hacía.
Lo llamamos pero ni rastro de él. El encargado de la cafetería nos
ayudó a buscar por la zona ajardinada y por el interior del local y lo mismo
hizo el empleado que reposta la gasolina. Algunas personas nos dijeron que
Tizón había estado merodeando por la zona verde trasera del restaurante que
ahora estaba vacía.
Los niños lo llamaban dando voces, pero yo sabía que a él no hacía
falta que lo llamáramos insistentemente para que viniera de inmediato con solo
oír las palabras “ ¡Vamos, Venga al coche!”.
Había desaparecido. Estuvimos en el Área de Servicio una hora y media
más, esperando alguna respuesta. Llegamos a la conclusión que nos lo habían
robado. Continuar el camino con los tres niños llorando no fue fácil y pasar
tres horas en el coche sin ninguna explicación racional de lo sucedido fue
angustioso.
Nuestros cuatro días de descanso fueron tristes y los niños no paraban
de preguntarnos si habíamos recibido alguna llamada desde el lugar de la
pérdida que pudiera devolvernos la esperanza.
“La falta de un perro se cura
con otro perro” nos decían los dueños de la casa rural donde estábamos
hospedados, “mañana les buscamos uno por el pueblo y se lo llevan, por aquí lo
que sobran son perros.”
Tizón no era un perro, era nuestro perro y no queríamos otro, sólo
queríamos reencontrarnos con él.
Nos pusimos en contacto durante esos días y varias veces con el
encargado del Área de Servicio, allí nadie había dejado una nota para nosotros
y no había rastro de él por la zona.
De vuelta a nuestra rutina, sentimos su falta aún más, mirábamos hacia
nuestro jardín y parecía que lo veíamos correr,
que lo veíamos andar de aquí para
allá por la casa, pero no eran más que ilusiones ópticas.
A los 20 días los niños empezaron a interesarse por otras cosas de su
vida diaria y dejaron progresivamente de hablar y preguntar por él. Por
supuesto habíamos dejado de llamar al encargado amable que nos atendía con
cierta preocupación, ya no tenía
sentido, y además tenían todos nuestros teléfonos por si aparecía.
Escuchaba la radio en mi coche
yendo a trabajar, casi estaba olvidándome de lo ocurrido un mes antes, y sonó el teléfono móvil, sonó varias veces. Desde el aparcamiento del trabajo escuché el
buzón de voz “soy…por favor, llámame es importante”.
La farmacéutica de Torgás del Camino al ver al perro que había entrado
en su establecimiento había tenido indicios de que algo no iba bien con los que
creía eran sus dueños, dos chavales de unos 22 años que aparecieron asustados
pidiendo alguna pomada cicatrizante para calmar las heridas de varias
dentelladas profundas en la parte de la cabeza y lomo del animal. Los chavales
que habían aparcado su coche delante de la farmacia llevaban un remolque con
unos endiablados perros que no dejaban de ladrar, ”son tremendos no paran de
morderse y a este claro…” dijo uno de ellos.
Recomendar la visita al veterinario fue lo primero que se le ocurrió,
pero era tal el agobio de los chicos que les vendió un antiséptico, vendas y
una pomada cicatrizante, para que salieran del paso hasta ir al día siguiente
al veterinario que no estaba a más de 20 kilómetros de la farmacia, pero que
había cerrado unas dos horas antes.
Lina habló con su colega días después sobre el perro malherido, a su consulta no había llegado ningún perro
con las cicatrices de ninguna mordedura.
Así que dejó el tema y dio por hecho que el problema se habría
solucionado con los medicamentos que les había proporcionado.
Lina cada dos semanas al salir
de la farmacia se acercaba hasta el Área
de Servicio de la autovía, repostaba gasóleo y se tomaba un café, solía llevar
a Marcos, el encargado, los medicamentos que previamente le había encargado
para su madre, esta rutina, era deseada por ambas partes que no dejaban de
tontear desde el momento en que ella entraba por la puerta.
En uno de esos momentos Lina no sé cómo hablando de perros, le vino a
la cabeza el perro malherido que había visto con los supuesto dueños en su
farmacia, pero a pesar de lo sorprendente de la historia, el encargado no
relacionó el episodio de la gasolinera con la historia de este perro, al fin de
al cabo, eran unos chavales de la zona, unos cazadores a los que no les
serviría para su actividad un pastor vasco.
Lina tenía la última guardia de la semana, serían las doce de la noche
y el encargado del Área de Servicio la llamó por teléfono para ayudarla a matar
el tiempo de una noche más en vela.
Después de un buen rato de charla, él le preguntó “¿cómo era el perro herido
que llevaron los chavales a tu farmacia?”, sin mucho interés la farmacéutica lo describió sin entender por
qué él repetía la misma descripción. “Tengo el teléfono de los dueños” dijo
emocionado Marcos, pero pensaron que era irrelevante molestarlos sin tener
noticias del perro y sobre todo para no causar más dolor, lo mejor era que los
dueños aceptasen la pérdida sin saber que había pasado por allí.
Pedro, el veterinario de Valdemorillo está acostumbrado a ver de todo
con la cantidad de cazadores que hay por la zona y como traen malheridos a sus
perros. Oyó el frenazo de un coche que paró delante de su puerta, escuchó el abrir y cerrar del maletero con
mucha prisa y de repente la arrancada del coche sin dejar huella.
Salió para ver que “demonios
estaba pasando”, una sábana blanca envolvía el cuerpo de un perro en un estado
lamentable, mirada triste y perdida, ensangrentado por varias heridas, bastante
sucio y sin responder a ningún estímulo.
Consiguió limpiarle las brechas. Le llevó suturarle más de una hora.
Uno de los cortes estaba infectado iba a necesitar antibiótico y ser intervenido
quirúrgicamente. Llamó a Lina por teléfono; no había duda se trataba del mismo
perro del que ella le había hablado días antes. Los datos del microchip no
estaban actualizados y el número de teléfono que figuraba en él era erróneo. Marcos,
se había ido de vacaciones unos días “a la nieve” era el único que tenía los teléfonos de los dueños, pero se
encontraba fuera de cobertura. Debían esperar un par de días a que regresara,
además él era el que podía reconocer
mejor al perro, había visto merodear al pastor vasco en condiciones normales
por la mesa de sus dueños mientras les ponía las consumiciones.
Cuando el encargado del Área de Servicio lo vio, no supo que decir, el
perro no parecía el mismo, estaba afeitado por varias partes de su cuerpo,
estaba tumbado e inerte.
Lina se encargó de llamar a la familia, no había nada que perder y lo
más seguro era que se tratara del perro que había desaparecido.
Quedaron al día siguiente en el Área de servicio “Las Casitas”, esta vez las dos horas de viaje aunque
ruidosas eran una fiesta. Allí estaba Tizón con sus tres salvadores, casi no
reaccionó al vernos, lo que más nos impresionó fue su mirada triste, realmente
estaba convaleciente y necesitaba con urgencia entrar en un quirófano. Los niños no paraban de besarlo, movió un
poco su cola pero sin grandes aspavientos. Al despedirnos Lina lloraba, Pedro y
Marcos estaban emocionados. Ellos eran nuestros héroes y no sabíamos cómo
agradecérselo.
Dos meses después el herrero de Torgás había entrado en la
farmacia de Lina contando no sé qué
historia de una denuncia de alguien hecha en el cuartel de la Guardia Civil de
unos chavales que tenían encerrados unos
5 perros que no dejaban de ladrar todo el día y un par de ellos eran de razas “malas”,
unos pitbull que habían mordido ya a varios perros e intimidaban a más de uno.
Son esos chavales del “tí Espuelas” que vive ahí pegando al regato antes de la
desviación al Área de Servicio…
Tizón tuvo que ser intervenido con anestesia total dos veces, se curó
de sus heridas, aunque nunca se curó del
susto de haber sido atacado por unos Pitbull que sus dueños descuidaron en el
Área de Servicio. Nuestro perro solo sobrevivió un año más.