Causas delictivas
A mi jefe no le gusta celebrar la comida de empresa previa a la Navidad, pero la que organiza extremadamente bien, es la que precede a las vacaciones de verano. Siempre las hace en el jardín de su casa, que es un espacio grande con piscina infinita, barbacoa de diseño y césped increíblemente cuidado, con parque infantil –pensado más para los hijos de sus empleados, que para los suyos que aún no tiene− A la comida no sólo vamos los que estamos diariamente con él, sino que se puede acudir acompañado de pareja, o grupo familiar. Con tan amplio número de invitados empezaba a organizar el festejo, a partir del tercer mes del segundo trimestre. El evento siempre ha sido, el último sábado de julio. No se trata de una simple comida antes del periodo vacacional, sino que lo que quiere resaltar y dejar claro, como motivo principal, es que fue a últimos de ese mes, cuando hace más de diez años, ideó el modelo de negocio, que puso en práctica, meses después, y que ha sido todo un éxito de mercado. Comenzó con seis empleados y al año y medio ya éramos unos 35. Ahora pasamos del centenar y no hay mes, que, desde recursos humanos, se busque a más profesionales para incrementar la plantilla.
Cuando entra por la mañana en la oficina, a eso de las ocho, lo hace con un espíritu muy positivo; mientras recorre el espacio entre el ascensor y su despacho, primero saluda con un gesto general moviendo su brazo derecho y a manera de reverencia inclina un poco su cabeza y luego junta las manos dándonos las gracias al estilo japonés por estar sacando adelante todo este entramado de ventas y transacciones.
Quiere ser un compañero más, y a veces consigue mucha cercanía, aunque no por ello sabe mantener la distancia con sus empleados. Es exigente, riguroso y estricto en la calidad de todos los acuerdos, intercambios y compromisos que se gestionan desde la oficina. La venta de maquinaria nueva, de ocasión o el alquiler −de tractores, trilladoras, cosechadoras de última generación, equipos de forraje, además de todo tipo de vehículos para el campo− a través de una red accesible vía web −fácil de manejar− ha hecho que su negocio, sea la gran tienda virtual a la que acceder, si se necesita cualquier maquinaria agrícola, a precios competitivos. Su truco: la confianza que da el vendedor y la calidad a buen precio del producto. La flexibilidad en la venta o alquiler es esencial. La gran tienda virtual ya es conocida en Europa y ha empezado a explorar otros mercados más alejados. Nos llegan pedidos desde Canadá, Argentina, Chile o Costa Rica. Las facilidades en las transacciones de la maquinaria por Internet, era algo impensable para este tipo de vehículos, sin embargo, su apuesta estrella era combinar la venta digital y el servicio personal con el cliente cara a cara. Con esos dos ingredientes el mercado se expande cada día, hasta donde él ponga el límite.
Éramos un grupo heterogéneo, con ideas y modos de vida totalmente diferentes: estaba el grupo de jóvenes informáticos –solteros−, el de los jóvenes −recién casados− expertos en ventas, los cuarentones −nóveles padres− técnicos en mecánica. Los que llegaban a la cincuentena −con hijos emancipados− que sabían del funcionamiento de cada motor. Había un ex-viudo sexagenario −especialista en análisis financieros− que había rehecho su vida con una cubana y luego estaba yo, la joven “Single” −dedicada a la planificación estratégica y de recursos, con rango de coordinadora− alcanzando la cincuentena con esperanzas de encontrar pareja. En todo el grupo había los extrovertidos, habladores y graciosillos, y los introvertidos, silenciosos y algo más raritos. En general había buena relación, sin profundizar demasiado en la vida privada de nadie. Una vez que salíamos por la puerta no nos considerábamos amigos, por lo que rara vez quedábamos para tomar una cerveza. Por tanto, la comida de julio −en casa del jefe− era la única oportunidad de reunirnos un gran número de nosotros fuera de la oficina. Ese día era como ir de boda, −sin ceremonia religiosa−, aunque había rituales que lo parecían: la forma de vestir casi de gala le daba rango de boato y solemnidad: el traje con corbata y los vestidos largos con gasas y sandalias hacían los honores de un gran acontecimiento donde no faltaban los discursos de alabanzas y agradecimientos. Por eso mi jefe lo llamaba:
-El banquete del Estío.
Y no le faltaba razón, había tanto despliegue de bandejas; se comía y se bebía tanto ese día que siempre había alguno que se ponía malo o daba la nota discordante y hacía el ridículo por el exceso de alcohol. Como cada año la música de Jazz –la preferida del anfitrión− era la protagonista del ambiente. Esta vez se trataba de un trío de saxo, contrabajo y piano que tocaba piezas clásicas de Bebop. Era su mujer, la que se ponía en contacto con una escuela de música −a la que había ido algún tiempo, cuando le entró la curiosidad de aprender a tocar el violín; práctica que abandonó pronto al darse cuenta que no tenía talento para ello− y contrataba a un grupo de jóvenes de la orquesta de jazz.
Después había un festivo bullicio de corrillos tomando las tapas que los camareros iban ofreciendo. Había muchos niños corriendo por el jardín, o montados en los columpios o preparándose para probar el agua salada y cristalina de la piscina. Me daba mucha alegría ver a tanta gente feliz, y lo mejor de todo era pensar que en unos días estaríamos, la mayoría, de vacaciones; era una buena manera de celebrar todo un año de esfuerzo y trabajo.
Me acerqué a los veteranos, así llamaba yo a los que llevábamos más tiempo en la empresa. Estaban impecablemente trajeados ellos y especialmente elegantes ellas con sus atuendos. Noté a Paco un poco más nervioso de lo habitual, −llevaba un par de meses irascible y malhumorado− dialogaba a la defensiva, hablaba atropelladamente y se defendía monologando como queriéndose proteger de algo sin precisar que le molestaba de nuestra actitud. Le noté disgustado y muy contrariado, supuse había tenido “movida” con Evelyn, su nueva mujer.
Hacía unos años que había hecho un viaje a Camagüey y se había enamorado perdidamente de una mujer bellísima, algo más joven que él. No paró hasta traerla a Madrid y el mismo día que llegó con ella al aeropuerto, un amigo piloto, los casó en la sala Vip, teniéndonos a un puñado como testigos de su compromiso. La ceremonia fue breve, emotiva, sentimental y conmovedora. Me hizo llorar la fuerza de su impulso y el arrojo de volver a empezar y dejar su viudedad por el momento. Después lo celebramos con unos Huevos Estrellados en Casa Lucio. Él adoraba ese restaurante y no había mejor manjar –que un par de huevos fritos− para festejar su boda.
Tuve buen contacto con Evelyn, fuimos varias veces de tiendas −y nos entendimos muy bien−. Nos encontrábamos los domingos en el Rastro y muchos viernes íbamos al cine a ver algún estreno. A los dos años de estar juntos empecé a notar a Paco irritado con ella. Solía contradecirla por cualquier cosa. Parecía molestarle todo lo que viniera de ella y me resultaba violento estar en medio de disputas banales que nada tenían que ver conmigo. Le observé celoso y especialmente preocupado por cómo vestía su mujer y me inquieté por su actitud. Un día en el trabajo le pregunté qué le estaba pasando y me contestó con evasivas:
− ¡No es cosa tuya!, no te incumbe, ¡métete en tus asuntos!
Me dejó un poco descolocada su contestación y ese fue el motivo por el que me empecé a distanciar de ellos. Era injusto para Evelyn, que, por él y su mal pronto, yo dejara de tener contacto con ella, pero en aquel momento me pareció que sería lo mejor para todos. Hoy me arrepiento por ello.
Cuando vi a Paco no tenía buen aspecto; el traje le quedaba escaso de mangas y unos calcetines blancos asomaban por debajo del dobladillo del pantalón, por el contrario, la camisa blanca le sobraba por todo el torso y las mangas sobresalían demasiado fuera de la americana. Agarraba fuertemente una copa y enlazaba varios tragos ansiosamente sin disfrutar del momento. Como estaba un poco faltón Saúl le dijo:
−Tranquilo ¡eh!, que no te hemos hecho nada, ¡qué te pasa tío! ¡Cálmate! ¿Vale?
Maldijo por lo bajo y nos hicimos los locos, disimulando como que no le habíamos oído para no tensar más el momento. Le agarré del brazo separándolo del grupo, colgué mi brazo sobre el suyo intentando empatizar y clarificar qué le estaba pasando y le dije cariñosamente:
− ¿Qué te pasa? ¿Has venido solo? ¿Dónde está Evelyn? ¡Tío, te veo nervioso! Te estás pasando con el grupo.
− ¡A ti que te importa! –Levantó la voz, recriminándome las preguntas.
Después de un silencio incómodo dijo:
−No ha venido, está enferma, pero a ti ni te va ni te viene y ¡déjame en paz, tía histérica y menopáusica!
Estaba excesivamente desagradable y maleducado; no se lo tuve en cuenta, el alcohol le estaba haciendo efecto y consideré que tres copas seguidas eran la causa de tanto desorden.
Me alejé un poco de él por si yo le molestaba por algo en especial y se podía tranquilizar sin mi presencia. Los músicos tocaban Will needn´t de Thelonious Monk e intenté relajarme yo también, mezclándome con los que escuchaban la composición. De vez en cuando le echaba un vistazo para ver qué hacía −me preocupaba que “la montara” e hiciera algo de lo que se pudiera arrepentir− los veteranos se habían desplazado hacia las mesas con comida, disimuladamente, dejándolo solo. Luego lo vi apoyado contra el tronco de un abedul, intentaba limpiarse impulsivamente la mancha rojiza del puño de la camisa. Yo me había fijado en ella cuando le cogí del brazo, pero no me atreví a decirle nada porque la mancha no era la prioridad y no parecía que sangrara por ningún lado. Rociaba la salpicadura con un sifón. Quería desesperadamente deshacerse de ella y frotaba el tejido contra la corteza del árbol. La escena era patética. Me dio lástima verlo así y me acerqué a él, para ayudarlo. Cuando me vio a su lado, me gritó tan fuerte y los insultos fueron tan exagerados que los músicos dejaron de tocar. Mi jefe, al ver que los que estaban a mi alrededor se alarmaron, me hizo un gesto en señal de auxilio y yo con otro, le contesté que no pasaba nada. Con mi mano derecha hice un remolino, queriendo decir que continuara la fiesta. Entonces el trío tocó So What de Miles Davis y pareció olvidarse el incidente. Me alejé de Paco y aunque me temblaba todo el cuerpo intenté evadirme de todo ese mal rollo; cogí un Martini de una bandeja y metí mis pies en la piscina para bajar el sofocón de semejante situación. Me concentré en el chapoteo de los niños y conversé con sus mamás como si fuera una más de ellas.
Miré varias veces de reojo hacia el abedul, Paco dormitaba, sentado con la espalda apoyada en él. De su muñeca se deslizaba una gota de sangre, provocada por el frotamiento de la piel contra el árbol −supuse se había hecho una herida– y el tejido lejos de limpiarse se había emborronado aún más con su propia sangre. La mancha era feísima ahora. Hice otro intento por socorrerle de nuevo −en el fondo lo estaba pasando mal y aunque no entendía el por qué, sentí lástima por él− di varios pasos en su dirección, pero de inmediato me volví. Tuve miedo por si su reacción fuera peor al verme y la tomara conmigo de nuevo; no había necesidad de estropear el ambiente.
Las mesas estaban llenas de raciones y tapas más o menos sofisticadas, jarras de cerveza, copas de vino, refrescos y agua; era una selección de lo que le habíamos dicho a nuestro CEO, que nos gustaría comer y beber y él lo organizaba todo con una empresa de comida especializada, para que estuviéramos representados con nuestros gustos en su fiesta. Cuando vi los “huevos estrellados”, me acordé de la boda de Paco y Evelyn. Cogí la bandeja con los dos últimos que quedaban y lo busqué para recordar con él, lo bonito de aquel día. Estaba convencida que eso iba a sacarlo de todo su malhumor; y volví a pensar que lo que pasara entre ellos, tenía solución y los problemas podían ser algo pasajero. Lo encontré, apoyado en la barra improvisada del bar, al fondo del jardín, pidiendo un güisqui con la voz quebrada por haber ingerido demasiado alcohol. Estaba sangrando por la herida del antebrazo y el puño de su camisa empapaba la supuración. Cuando estaba a punto de tocarle el hombro, para llamar su atención y ofrecerle cariñosamente su plato preferido, los del Jazz empezaron a tocar Better git it in your Soul haciendo una bonita interpretación de Charles Mingus. Paco se giró haciendo como si tocara el contrabajo y chocó conmigo, pero ignorándome, prosiguió su mímica al ritmo de la música y se mimetizó con los que levantaban los brazos y contoneaban la cintura bailando al son de los instrumentos. Me quedé mirando la escena y con el plato en la mano, moví mis caderas para disimular el corte que me acababa de dar. Algunos parecían estar en trance con sus manos alzadas, y como si se tratara de un ritual, ese góspel, los envolvía con su compás y cadencia. Según avanzaban los acordes, más gente se involucraba en la interpretación y cuando la mayoría había sucumbido al desarrollo de todos los instrumentos, hubo un despertar dramático con el sonido del saxofón final. Cinco policías irrumpieron, por la puerta trasera del jardín. Se desplegaron en semicírculo, avanzando rápido hacia el parterre donde estaba situada la barra libre. Cruzaron por el parque, dejaron atrás la piscina y se mezclaron con el público, sin perder su parábola en el camino. Venían directos hacia donde estaba yo. Me quedé perpleja mirándolos. Sus ojos estaban fijos en los míos. Los músicos dejaron de tocar y los que estaban cercanos a mí, siguieron con sus manos en alto, como esperando que la detención fuera con alguno de ellos. Se hizo un silencio de asombro y extrañeza por su llegada; cuando casi habían estrechado el círculo sobre mí; me sentí culpable sin saber la causa. Me temblaron las piernas y el pulso de las manos me jugó una mala pasada. Torpemente se me cayó la bandeja con los huevos rotos que se “estrellaron” salpicando los botas de uno de ellos. No fui capaz de emitir ningún sonido pidiendo disculpas. Estaba bloqueada. Paco, que estaba justo a mí lado, hacía como si tocara un saxo, finalizando la interpretación de los músicos. Estaba muy borracho y los sonidos que emitía eran obscenamente chabacanos. Uno de los policías dijo:
− ¿Francisco Gorane Lucena?
Paco levanto el dedo índice como si fuera un colegial, mientras que, con la otra mano cerrada, simulaba seguir tocando un instrumento; de su garganta salían sonidos burlones, queriendo disimular que la situación nada tenía que ver con él.
−Queda usted detenido por su presunta participación en un delito de asesinato. –Dijo el que dirigía la operación.
No vi en su cara asombro o negación. No había ni pasmo, ni extrañeza, tampoco sorpresa o estupor. Repetí su nombre varias veces como buscando una explicación a tanto desconcierto y buscando su mirada le dije:
− ¡¿Qué has hecho?! ¡¿asesinato?! ¿dónde está Evelyn? ¿por qué se quedó ella en casa? La has matado ¿verdad?
y con la voz desgarrada y llorando grité:
− ¡Desgraciado!¡Malnacido!¡Hijoputa!¡Cabrón!
No tuve respuesta de él. De ese jardín salió esposado, tarareando irreverentemente los últimos acordes de los músicos y de ahí fue directo a penitenciaría.
Evelyn recibió cuatro puñaladas en la mañana del 30 de julio, una de ellas fue en la femoral, causándole la muerte. Una vecina oyó los chillidos del forcejeo, pero no pensó que fuera para tanto, no era la primera vez que se enfrentaban de esa manera. Le pareció que la situación se calmaba y una hora después, oyó que la puerta del piso se cerraba con un fuerte portazo. Miró por la ventana y vio a un Paco muy alterado; primero cogió la calle hacia la derecha buscando su coche y unos metros después volvió sobre sus pasos y continuo hacia la izquierda hasta encontrarlo. Fue entonces cuando vio la mancha de sangre en el puño de su camisa, que le sobresalía exageradamente de la manga del traje. Le vio marcharse derrapando a toda velocidad con su Honda y fue entonces cuando ella, salió de su apartamento y llamó al timbre del piso de Evelyn; como no hubo respuesta, aporreó la puerta por si no lo hubiera oído bien. Allí nadie respondió; estaba convencida que Evelyn no había salido a la calle en todo ese tiempo transcurrido.
Desde su móvil llamó al 112 y diez minutos después la policía estaba derribando la puerta del 2ºC. Luego llegó una ambulancia y a los pocos minutos la Científica empezaba el proceso de investigación, una vez constatado su fallecimiento. Paco había consumado el asesinato de su mujer. Las causas delictivas para hacerlo solo las tiene él. No tengo ninguna explicación, no encuentro atenuante a semejante barbarie. Me siento mal por haberme alejado de ella y lloro por su pérdida.