miércoles, 25 de junio de 2025

CONFUSIÓN TRANSITORIA

 




                                    


La inseguridad del miedo de Elsa

La ansiedad en ella era un síntoma de algo que no lograba entender. Tal vez se trataba de un daño acumulado, al que le había prestado poca atención y ahora que estaba llena de inseguridades se manifestaba en forma de miedo, susto o sobresalto. No llegaba al extremo de sentir pánico, pero pasaba por momentos en los que le faltaba la respiración y sentía que la vida se le iba por colapso cardíaco. Esa sensación de estrés causada por el terror a quedarse sola por la noche, en su casa, le estaba haciendo mucho daño y las consecuencias de su pavor deterioraron poco a poco su salud mental.

Cuando abrió los ojos, medio despertándose, no reconoció la habitación dónde estaba; parecía un habitáculo aséptico, sin decoración y con un orden que ella no había establecido. Los músculos no le respondían con la agilidad que esperaba y lo mismo su intelecto parecía adormecido por la ingesta de un ansiolítico. Le faltaron fuerzas para incorporarse de la cama; sus pupilas se movían lentamente de derecha a izquierda y volvían a repetir el movimiento hacia la dirección contraria, buscando los objetos que ella identificaba, pero no lograba distinguir ninguno conocido. No tenía el impulso de comprender qué le estaba sucediendo, se sentía tranquila y esa calma que le proporcionaba bienestar, la mantenía en posición horizontal sin alarmarse por no saber interpretar qué hacía en ese lugar. Se adormeció y despertó varias veces simultáneamente. Cuando los efectos del fármaco se disiparon trató de explicarse qué le habría llevado hasta allí, para llevar ese pijama, −más bien parecía una bata− que la hacía sentirse ridículamente desnuda por su espalda. De su dedo índice izquierdo le colgaba un sensor que enviaba la información de su pulso y oxígeno, a un monitor que emitía unas señales acústicas y describía unas parábolas repetitivas con valores cambiantes. Se puso muy nerviosa y gritando dijo:

−¡¿Qué demonios hago aquí?!

Se incorporó a la vez que se quitó bruscamente la pinza del dedo, lanzándola hacia la puerta de entrada de la habitación −como si el artilugio le diera miedo o fuera algo dañino para su salud−; el sistema de control vital empezó a pitar, y antes que llegaran las dos enfermeras −que estaban de guardia en la planta−, ya había tirado fuertemente de la camisola y quedándose parcialmente desnuda, buscó su ropa en una taquilla metálica situada en un rincón de la habitación. Las dos jóvenes trataron de devolverla a la cama, utilizando estrategias que habían aprendido sobre “calma y eficacia” empleando una fuerza determinada, sin hacer daño a sabiendas que la paciente iba a resistirse. Era difícil que Elsa interpretara, −con tanta angustia y agitación−, la lógica de lo que estaba ocurriendo. No era el momento de explicarle el estado de enajenación con el que había llegado a la clínica, sino de convencerla que para su curación debía alcanzar unos niveles de tranquilidad y estado anímico con los que verse fuerte y afrontar el día a día sin ninguna señal que la descontrolara. Cuando escuchó que le hablaban de equilibrio emocional y estabilidad psicológica, su reacción fue aún más exagerada y se rebeló contra todo lo que le decían. Se puso más histérica, violenta y por tanto, más peligrosa para ella misma y para la integridad de las que estaban tratando de calmarla. El efecto de la inyección que le pusieron, no se hizo esperar y se desplomó encima del colchón como un saco inerte de patatas. El detonante de toda esta situación, −que desde fuera se veía como una sobreactuación enfermiza−, era difícil de concretar.

Que estuviera en ese estado tan lamentable, era por haber sufrido un ataque de espanto y aprensión a algo desconocido; tal vez se imaginó algo que no existió y el miedo le hizo comportarse anormalmente padeciendo una agresión de terror inusitada. Estaba asimilando, −ahora que se habían ido sus hijos de la casa familiar y que su marido seguía pasando varios días al mes fuera de casa por trabajo−, enfrentarse a la inseguridad que le producía sentirse sola en la oscuridad de la noche y eso la convertía en una persona vulnerable, la hacía frágil y emocionalmente débil e indefensa para soportar esas horas de falta de luz y silencio.

Su casa no es que estuviera aislada, pero tampoco estaba cercana o pegada a ninguna otra. Por la noche podía ver las luces de las casas colindantes de sus vecinos, aunque la distancia de 70 metros a la más cercana no le ayudaba a sentirse suficientemente protegida. Tenía la sensación de vivir sola en un hogar que había estado siempre lleno y cuando su marido tenía que irse, −como lo había hecho durante años−, ahora se contagiaba de miedos e incertidumbres irracionales que boicoteaban su estabilidad vital, y entonces era cuando sufría ligeros ataques de ansiedad, que inexplicablemente iban subiendo de tono, a medida que el miedo se apoderaba de su intelecto, hasta llegar al ahogo, las palpitaciones y al delirio de lo absurdo.

Se le metió en la cabeza que, si contrataba una alarma, sus temores se iban a atenuar, y un cerco de protección a lo largo del perímetro de la vivienda iba a funcionar como cortafuegos de toda su zozobra. Se obsesionó con estudiar lo que ofrecían las distintas compañías, que se anunciaban repetidamente en diferentes medios de comunicación. Después buscó una estrategia para convencer a Hilario, que no era partidario de contratar ningún tipo de instalación de ese tipo.

–¡¿Quién va a entrar aquí!?, además si entran yo te defiendo y te protejo, no te preocupes. –Le decía socarronamente, y le mostraba su fuerza con los brazos, empuñando sus manos, como si él fuera un hombre que intimidara al agresor con su presencia.

Estaba convencida que, si eso ocurría, sería ella la que plantara cara al agresor y posiblemente diera golpes más fuertes que su marido, para defender ella sola a ambos. Lo que la atemorizaba era ese momento de ruidos inciertos, de sorpresa sigilosa cuando no se espera a nadie y alguien aparece, por sorpresa, con voz amenazante y violenta intimidando con un arma. Esto nunca había ocurrido, pero en estos momentos de su vida, creía ciertamente que había muchas probabilidades que ocurriera. Quejosa insistió:

−Ya, pero pueden entrar a robar y si lo hacen conmigo dentro, cuando tú no estás, no sé cómo reaccionaría –Se paró a pensar en ese momento y soltó tan certeramente lo que creía que podía hacer, que Hilario se asustó.

−Y si me da por cometer un crimen –Teatralizó la escena y como se dio cuenta que él se había interesado por lo que estaba diciendo añadió:

−O incluso pueden llegar a matarme o violarme y ese momento, con tanto sufrimiento, realmente me está atemorizando. ¡No me deja vivir!

Llevaba tiempo que cuando se quedaba sola su cuerpo se tensaba exageradamente llegando a tener dolores musculares. Estaba en alerta incluso con sonidos que conocía bien. Cuando crujía la madera del pasillo, agarraba uno de sus zapatos de tacón por la punta y esperaba a que el pomo de la puerta girara; abría mucho los ojos como si al hacerlo escuchara mucho mejor y con su brazo derecho en alto, se preparaba para clavar a alguien, su improvisada navaja. Pasados esos segundos de terror sin que pasara nada, cuando ya la dilatación, de las juntas del tablado cesaba, ella volvía a recostarse en la cama intentando recobrar una respiración armoniosa. Con ese ajetreo tan exagerado no pegaba ojo y su sufrimiento se volvía extremo contra ella; su mandíbula estaba demasiado rígida, los dientes se mantenían tan apretados unos contra los otros que le costaba abrir la boca; las articulaciones no le flexionaban bien y a los músculos les costaba recuperar su estado debido a la gran amenaza que creía estar sufriendo. Todo ese momento era innecesario, ella misma creaba esa situación pavorosa sin existir amenaza alguna.

 Había quedado a las diez de la mañana con un comercial de alarmas; no había pasado ni un minuto, cuando sonó el timbre y en la puerta no sólo apareció, el que le había contactado telefónicamente, sino que eran dos. Días antes en el buzón habían dejado, un folleto explicativo de una de las compañías de alarmas que ella había estudiado minuciosamente. En un negro intenso e impreso por varias caras, aparecía un número 900. Cuando lo marcó, estuvo a punto de cortar la llamada, en ese momento le pareció una tontería contratar ese servicio. Sin darle tiempo al arrepentimiento alguien al otro lado de la línea estaba ya concertando con ella una entrevista informativa, dejándole claro que no tenía compromiso de contratación. No pasaron más de diez minutos cuando David –el vendedor asignado− la llamó para quedar y fue así como a los dos días de la primera llamada estaba sentada en la mesa del comedor, escuchando las explicaciones que le ofrecían los dos profesionales especializados. El primero y más hablador, −David− abrió un desplegable con toda la oferta del sistema de seguridad y fue explicando paso a paso en qué consistían todos los artilugios de la oferta. El otro introducía ciertas frases que corroboraban o aclaraban la explicación del comercial para que ella no tuviera ninguna duda en la contratación.

Eran unos tipos peculiares; el más callado medía casi dos metros, hacía a su compañero bajo cuando no lo era. Si Elsa hubiera tenido que describirlos, le habría salido el retrato de dos delincuentes de buen aspecto, perfectamente identificados, dejando fuera de duda su reputación. Al verlos le llamó la atención sus facciones que delataban un pasado incierto, quizá solo fuera una primera impresión que la mantuvo distraía maquinando sobre sus apariencias. Así que más que escuchar todo el rollo que David traía aprendido −y soltaba de carrerilla como un papagayo−, ella se imaginó que, quizás fueran malhechores, o drogadictos rehabilitados y qué mejor sitio que –una compañía de éstas− para darles una segunda oportunidad, insertándolos en la sociedad, trabajando en un ámbito que ellos conocían bien, pero del otro lado de la ilegalidad. Se perdió en las explicaciones, aun así, asentía como si todo lo explicado lo tuviera claro. Mantenía la mirada fija hacia las páginas del folleto y levantaba la vista para ratificar una y otra vez, haciendo como que estaba concentrada sin estarlo.

 En realidad, no le preocupaba que le robaran. No tenía joyas valiosas que perder, a ella le interesaba más los muebles y la decoración, en general; aunque sí tenía algunos objetos de oro de su madre, como unas sortijas, un par de cadenas y poco más, nada por lo que pudieran arriesgar entrar y desvalijarle. Sin embargo, su casa era ostentosa y de un buen gusto moderno, −había sido la primera construcción de la zona, hecha con dos cubos rectangulares a distinta altura en hormigón y madera− eso la convertía en foco de miradas y lo que era peor atractiva para ser agredida y romper su intimidad.

No le costó mucho convencer a Hilario, de contratar una alarma, después de la escenificación tan pasional que le había hecho sobre un posible suceso criminal en su propia casa; al fin y al cabo, el precio mensual de la instalación por todo el servicio de seguridad, era algo muy asequible, nada que resintiera su economía. Además, pensó que ella iba a sentirse segura y todos los temores y miedos irracionales se iban a disipar, eso le merecía más la pena que el coste del producto.

Llegaron los instaladores, y tuvo la misma sensación que con los dos agentes comerciales del día anterior; su aspecto era un tanto raro, su cara delataba cierto aire de trapicheros; no había hueco en su piel para un tatuaje más; uno de ellos tenía unas cicatrices muy feas en la cara y eso no le gustó nada y la desestabilizó emocionalmente poniéndola muy nerviosa. Mientras colocaban el panel general, los diferentes tipos de detectores y las cámaras inteligentes, ella se obsesionó con su físico y empezó a imaginar cosas que no eran ciertas.

−Y si son estos los que me van a entrar, al fin y al cabo, saben dónde está todo, como conectar y desconectar, saben cómo controlarme a través de las cámaras. Han visto por dentro nuestra casa y les será fácil expoliarnos.

No estaba atenta a las indicaciones del técnico cuando le pidió que se bajara la aplicación al móvil para manejar la alarma más fácilmente. Cuando tuvo que crear una clave de acceso se mostró torpe y la falta de previsión le hizo crea una combinación de siete números consecutivos fácilmente reconocibles. Asintió con la cabeza a toda la explicación de armar y desarmar la alarma a través de su teléfono o del panel general, pero en realidad, no se había enterado de mucho. Elsa estaba bloqueada imaginándose la escena cuando le aparecieran éstos personajes, por la noche, asustándola.

Cuando se fueron los operarios, habló por teléfono con Hilario −justo le quedaban dos días de trabajo antes de su regreso− le dio demasiadas explicaciones sobre la “súper seguridad” que habían contratado; estaba atropelladamente agitada. Él sintió que había algo que no la convencía del todo y conociéndola entendió que le iba a dar muchas vueltas al tema, posiblemente llegando a cancelar la contratación y volviéndola a contratar con otra compañía. Esa inseguridad que mostraba le era malsana y perjudicial; dijera lo que dijera él, nunca servía para ayudarla y atajar tanta indecisión.

Elsa estuvo viendo la televisión, casi hasta las dos de la madrugaba, iba demorando el tiempo de marcharse a dormir, le daba miedo todo, incluso hasta conectar la alarma, pero al mismo tiempo ya quería hacerlo para sentirse mejor. Apagó las luces de la primera planta, empezó a subir las escaleras, miró por el hueco entre plantas; se estremeció por lo oscuro que estaba y subió los peldaños rápido para encerrarse, cuanto antes, en el refugio de su cuarto. Una vez allí, abrió la aplicación y deslizó su dedo hacia la izquierda para conectar el sistema −había varias formas de protegerse, la total, que era la opción para cuando la casa estuviera vacía y la parcial para cuando se estuviera en casa y poder moverse libremente, sin que, por ello, sonaran los sensores−. Decidió que lo mejor sería una conexión total, −haciendo caso omiso e ignorando la mejor opción en cada caso− estar perfectamente segura, que era lo que necesitaba en ese momento. Observó que el sistema Wi-Fi no funcionaba todo lo rápido que ella quisiera, −llevaba un retardo y el dispositivo se puso en modo búsqueda de señal, por lo que lo seleccionado estaba esperando a ser configurado correctamente−. No escuchó los 3 pitidos iniciales de haberse armado el sistema y, por tanto, entendió que estaba desprotegida. Decidió salir de la habitación para comprobar qué estaba pasando. Entró primero en la cocina y después continuó por el salón; unos flases captaron sus pasos considerándola intrusa y potencialmente objetivo advenedizo en la vivienda. Su teléfono empezó a enviarle mensajes; en segundos vio que había recibido varias fotos en las que se veía la silueta de una persona −que era ella misma−; e inmediatamente –pasarían unos 30 segundos− una sirena en la zona de la entrada emitió un ruido tan alarmante y ensordecedor que la dejó paralizada y agarrotada. Le pareció ver al fondo del jardín a una persona y se dio cuenta que era David cortando los cables de la luz de los luminosos con unas tijeras de podar, le acompañaba el grandullón, que de repente corrió hacia ella, y se puso a aporrear la cristalera del salón con tanta fuerza que sintió como el impacto resquebrajaba el vidrio. Una voz al teléfono le indicó que le diera el código pactado para poder acudir al domicilio y protegerla. No salió ni una palabra de su boca, estaba tan sorprendida que había enmudecido.

−Por favor Elsa, díganos el código que pactamos con usted.

Sólo se le ocurrió decir su nombre, no sabía de qué código le estaba hablando y le pareció lo más lógico repetir su nombre, varias veces para que le entendiera bien.

-Elsa, Elsa; sí, Elsa ¿es eso lo que necesitas?

Empezó a dar vueltas sobre sí misma como si eso la ayudara a pensar dónde estaba el panel general y poder desconectar manualmente la alarma apagando el dispositivo sonoro y silenciar el estruendo. Fue entonces cuando se acordó que se lo habían colocado en la entrada. Bajó las escaleras aturdida por el ruido, y al llegar se sobresaltó al encontrarse al instalador, que, justo en ese momento, abría la puerta de entrada con un gancho enorme y poniendo su mano en el panel, lo bloqueó para que ella no pudiera silenciar semejante escándalo. El de las cicatrices apareció sin saber cómo y la empujó para que se callera al suelo; mientras caía, le asestó un zapatazo que lo dejó mareado, al clavarle el tacón de su zapato en el final de una de las costuras de su mejilla; eso le dio unos segundos para levantarse y huir. Subió despavorida por las escaleras, escapándose de los atracadores, con la intención de llegar a su habitación y encerrarse. Cuando llegó al primer distribuidor sintió que el portón del garaje se abría, miró por el hueco de la escalera y vio como accedían a la casa los dos que antes estaban en el jardín. Ahora los cuatro la perseguían amenazándola con varias herramientas en la mano. Se tropezó cuando ya casi estaba en la segunda planta, y se resbaló en uno de los peldaños. Se golpeó la frente con la balaustrada y perdió el conocimiento.

Por eso cuando despertó en el hospital, sobre reaccionó exageradamente enfrentándose a las enfermeras, como si fueran parte del equipo técnico de seguridad que la habían agredido la noche anterior; lo que provocó que se le inyectara un cóctel de barbitúricos para calmar su agresividad y controlar su enajenación transitoria.

Horas después cuando la habitación estaba llena de familiares, Elsa se sintió más sosegada; era evidente que se estaba reponiendo del susto que había pasado. Una de las enfermeras, que había estado en todo momento con ella desde su llegada, se hizo un hueco entre todos, para comprobar sus constantes vitales. Le tocó la mejilla a modo de caricia y deslizó su mano por la cabeza pasándola suavemente  por el pelo; la intención era darle comprensión, seguridad y apoyo −acababa de hacer un curso sobre “Cómo tratar con pacientes: una cuestión de humanidad” − y le estaba sacando partido a lo aprendido. Sonriendo la miró a los ojos a modo de complicidad. No esperaba que le dijera nada, tan sólo buscaba empatizar con ella. Con la mirada se lo dijo todo –realmente su paciente se sentía mucho mejor−. Esta Elsa, no tenía nada que ver con la mujer que había entrado de madrugada, a la sala de triaje, en un estado tan lamentable de turbación, desconcierto y desorientación que hubo que pedir refuerzos para poder sujetarla y aplacarla.

Cuando la enfermera estaba a punto de salir de la habitación, la escuchó decir:

-Gracias, muchas gracias por lo que has hecho por mí.

Hilario y sus hijos se agolparon en torno a su cama y ella les contó −con la voz aún tomada por el disgusto de lo vivido− lo que le había pasado.

Se dieron cuenta que su discurso era inconexo, incoherente y totalmente deshilvanado, estaba fuera de la realidad y nada tenía sentido; hablaba muy rápido, −luchando contra su afonía− y lo hacía con tanta pasión, que la energía que emitía se traducía en un estado de falsa felicidad. Ninguno se atrevió a llevarle la contraria

Tal vez estaba maquinando una estrategia de compasión familiar. Los estaba utilizando para que comprobaran que no estaba nada bien. Lo único que Elsa quería –desesperadamente− era no tener la sensación de aislamiento y soledad.

Nada de lo que les estaba contando había sucedido. Nadie entró en su casa a través del jardín o la puerta principal y mucho menos se abrió la puerta del garaje sola; nadie la agredió, golpeó o empujó. Ninguno de los que ella vio habían estado allí esa noche. La única certeza, era ella y las consecuencias de su aprensión a un sentimiento de separación y aislamiento.

La alarma había sonado porque Elsa, al ir a comprobar qué le pasaba al WI-FI, −que estaba en el salón−, entró en el campo de visión de las cámaras y al primer flash que emitió el detector ella se asustó y perdió la noción de la realidad por un temor infundado, imaginando y proyectando paralelamente todos sus miedos. Una ansiedad incontrolada la asfixió y colapsó perdiendo el conocimiento durante varios minutos. Desde la Central de incidencias, respondieron a la señal anómala y al comprobar que, −conectando con ella por teléfono−, no respondía adecuadamente, generaron el dispositivo de emergencia al verla, por una de las cámaras, tirada en las escaleras. Una ambulancia la trasladó de inmediato al hospital y después de una primera evaluación, el psiquiatra le prescribió la medicación adecuada. Elsa durmió más de doce horas sin ser consciente de lo ocurrido.

A pesar de lo violento, que había sido su despertar, de lo coactivo de experimentar un nuevo pinchazo sin obtener ninguna respuesta, quién más contribuyó a su curación habían sido las enfermeras de la planta de psiquiatría. Era cierto que la visita de los suyos había sido muy valiosa, aunque no entendieran bien su estado de confusión transitoria, y, por tanto, les era incomprensible su alteración de la percepción objetiva. Elsa fue alcanzando poco a poco estabilidad emocional y confianza en sí misma. Dejó atrás ese periodo de caos y desbarajuste, se hizo fuerte y quince días después de la hospitalización, salió de la clínica. Llegó a su casa, hacia el atardecer. Estaba otra vez sola; así que sin deshacer su pequeño equipaje, lo primero que hizo, fue leer bien el manual de seguridad; conectó la alarma parcialmente desde la aplicación del móvil y esta vez sí lo hizo bien.