domingo, 25 de mayo de 2025

DE RUFINO A DON BENITO

 


  

Seguro de prima única

Me llamo Rufino Vérez Berentel, siempre he tenido que deletrear mis apellidos, lo llevo haciendo desde niño en la escuela y lo mismo el día que tuve que arreglar los papeles de la jubilación y aun poniendo el cuidado en una buena pronunciación de las consonantes, para que fueran escritas bien, solían ser confundidas por otras más usuales. Me he encontrado tantas erratas que respondo a Pérez, Lérez, Beren, Berenguel, Berdentel e incluso a algo tan dispar como Vergara, −supongo mi segundo apellido les suena más a eso −. Tengo por algún cajón una lista de todas las confusiones que he sufrido a lo largo de estos años. Lo sorprendente que me está ocurriendo últimamente es que para toda la “horda” de operadores, gestores y demás “turba” que llama diariamente para vender lo que sea, les es extraño mi nombre, así que ahora deletreo todo el paquete completo y siempre hay alguien que me sigue nombrando mal, así que también soy Rufo, Rufiano, Rufín o Runo. Por extraño que parezca, respondo por Faustino y Marcelino, debe ser porque, mi nombre comparte la misma terminación que los anteriores y se acuerdan más de éstos que del mío propio. Me he acostumbrado a los equívocos, así que ya no me produce ninguna reacción cuando me llaman confusamente.

Vivo desde hace cuarenta años en la Calle de Don Benito el Médico nº7, en un ático con unas hermosas vistas al mismo centro de la ciudad. Si ya es raro mi nombre, cuando lo combino con la dirección, puede sonar a broma y la mayoría de los interlocutores creen, con razón, que les estoy tomando el pelo –pero es la realidad, ese es el nombre de la calle donde vivo−. Al poco tiempo de instalarme en el ático, pregunté en la panadería, que estaba al lado del portal de entrada al edificio, por Don Benito el médico y la dependienta subió los hombros, indicando que no tenía ni idea quién era el doctor. Días después el dueño, que era realmente el panadero, me explicó que fue un médico muy “humano”, −como si los demás no fueran dignos de su especie−, aunque entendí perfectamente lo que quería decir. No hace mucho, puse su nombre en un buscador de Internet y curiosamente había información sobre él, no muy abundante, pero aclaratoria −algo tenía que tener de excepcional e insólito para dedicarle una calle. Fue “médico de cabecera” −así se les describía antiguamente, no como ahora que son médicos de familia− efectivamente estaban escritas las palabras “muy humano”, en cursiva, incidiendo en el calificativo como algo extraordinario, como había dicho el panadero. Fue practicante, ejerció la enfermería e hizo tareas de obstetra, a la vez que ayudó en el barrio a nacer a toda una generación, conocida como la del Baby Boom. Acababa la reseña con una serie de elogios que hacían mención a su inmensa amabilidad, cordialidad y generosidad ayudando a todo el que lo necesitara.   

Cuando conocí a Judith, llevaba viviendo poco más de un año en la buhardilla, nos enamoramos perdidamente y pasé con ella los mejores siete años de mi vida, después nuestra relación empezó a deteriorarse y me dejó por un compañero de trabajo. Le perdí el rastro durante mucho tiempo y cuando creía haberla olvidado me enteré que había creado una nueva familia en Nueva Zelanda. Me deprimió que no hubiera sido feliz conmigo. Quedé tocado psicológicamente cuando me dejó y creo que después de su abandono no me he sentido seguro con ninguna mujer. Es cierto que a lo largo de todos estos años he tenido dos relaciones más, pero lo que sentía por Jud, ya no lo he vuelto a sentir por ninguna y la relación con las otras dos, acabó mal también.

Hace cinco meses que me he jubilado, todavía estoy perdido y calmando toda la responsabilidad que fui cargando diariamente todos estos años de atrás. Obtuve el premio extraordinario en la licenciatura de Ingeniería Electrónica e Industrial y pude optar a elegir empleo, según mis preferencias. Comencé a trabajar cuando aún tenía que levantarme, para cambiar de canal y apretar un botón. Algo que hoy día es impensable. Por eso en mis primeros años en la Philips fui uno de los ingenieros que trabajó perfeccionando la tecnología del televisor K-11 Color, en este modelo se incorporó mando a distancia como algo novedoso. Todavía recuerdo que la publicidad para promocionarlo fue todo un acierto:

− “El mando a distancia Philips, le evitará levantarse 27 veces al día”−

 El publicista había considerado que era el número aproximado de veces que había que levantarse del sofá para cambiar de la Primera al UHF; el televisor K-11 Color no parecía lo suficientemente importante a destacar en el anuncio, comparado con su mando a distancia, aunque el televisor fuera más complejo que los prototipos anteriores en blanco y negro. Se vendieron tantas televisiones por el mando, que a todos los que habíamos trabajado en el proyecto nos derivaron a un nuevo departamento de innovación del que acabé liderando y de ahí fui ascendiendo hasta ser el director ejecutivo de la sección Ibérica de la compañía holandesa Koninklijke Philips N.V.

Llegó el momento de celebrar mi despedida laboral, no me apetecía pasar por “ese momento”, tenía sentimientos encontrados. Por un lado, ya era hora, que saliera de la empresa y dejar el puesto a una nueva generación de ingenieros, aunque por otro lado dejaba mucho de mi estresada, pero querida vida diaria. Me emocionaba pensando en lo rápido que había pasado este periodo y mi discurso de despedida lo titulé: “Toda una incógnita” haciendo referencia a cómo se había precipitado todo hasta llegar a ese momento final de desvinculación laboral. Una vez que el “subidón” de la emoción por la gratitud de mis compañeros se disipó, pasé por un periodo algo deprimente, pero no por ello estuve desanimado o decaído, quizás un poco perdido reajustando qué cosas hacer, qué actividades planificar para no estar tan parado. Empecé por prestar atención al estado en que estaba el ático. Era necesario una renovación no sólo en mobiliario y decoración, que estaba un poco obsoleta y había quedado como Jana –mi última pareja− lo había dejado, sino que era necesario una intervención algo más seria de pintura y renovación estructural de baños y cocina. Intenté contactar con profesionales para emprender el nuevo proyecto. Me di cuenta que era difícil que vinieran a darme un presupuesto, a la mayoría les parecía poco trabajo y los que lo podían hacer daban precios desorbitados para no hacerlo. Empecé pintando mi habitación y después hice propósito de pintar el resto del ático en otro momento, me convencí que lo haría en invierno, aunque realmente no lo hiciera. Deseché varios muebles, quité objetos que ya no me gustaban, compré un sofá y dos sillones color ocre y varias lámparas bajas para amortiguar el ambiente, creando una atmósfera más acogedora y actual; reemplacé manteles, trapos de cocina, toallas; cambié las fundas nórdicas que había comprado cuando Miriam –la mujer que había llenado el hueco que dejó Jud− decidió mudarse conmigo y de eso ya hizo unos 15 años. Me cansé pronto de toda esta actividad doméstica y pensé, que tal vez, debía llenar los vacíos de soledad que estaba empezando a sentir, haciendo una lista de propósitos que resultaran más amenos y llenaran mi nuevo estado ocioso.

En la pizarra magnética del frigorífico donde escribía lo necesario para hacer la compra, anoté: “ir al gimnasio”. La idea de apoltronarme en el sofá delante del televisor no era una buena opción. No me gustaban los programas-concurso, o de variedades o de esos que todo son “chismes” y pasarme  horas viendo series en las plataformas no me atraía demasiado; como tampoco me atraía especialmente estar horas en la butaca, leyendo un libro, y teniendo a mis pies una montaña de ellos esperándome; esa idea idílica con la que había soñado tantas veces, se me hacía ahora, que era el momento de leer todo lo que no había leído, no diría aburrida, porque siempre me había entretenido con algún libro, pero no era lo que más me seducía hacer en este momento. En mayúsculas escribí “AMIGOS” era lo más importante que quería recuperar; quedar para lo que fuera, una tarde de café, una cena de fin de semana o una comida un domingo cualquiera. No era fácil porque la mayoría tenía su vida hecha y un hombre sólo entre parejas no deja de ser una anomalía. Aun así, lo iba a intentar. La poca familia que tenía, unas primas, a unos cuarenta y dos quilómetros de mi casa, estaban demasiado atareadas con sus nietos y cuando no, estaban abonadas al INSERSO, así que sólo nos veíamos una vez al año, en Navidad; cocinaban tan bien que yo estaba dispuesto a hacer el maratón en coche los días festivos, para abonarme a sus ricas viandas.

Y de los amigos y familia, llegué a idear “viajar”. Podría decir que había dado la vuelta al mundo varias veces con la empresa, pero lo que se dice conocer los países no los conocía bien. Un vuelo me llevaba a otro y el trabajo no dejaba espacio para el turismo. Me vino la idea de alquilar una auto caravana y conocer España, sería algo exótico y original a mi edad, más que tomar un avión a un sitio remoto, que ese tipo de viajes podía ser tedioso para mis arritmias. Tal vez debería anotarme en una agencia y contratar uno de esos viajes organizados. Sería una buena idea apuntarme a un crucero por el Mediterráneo y disfrutar del interior del barco. Así que al lado de “viajar” amplié el término y escribí: “viajes organizados en general” Tenía claro que, no iba a hacer ninguna excursión individualmente, porque para estar solo ya lo estaba en mi ático, así que divertirme lo haría con otros. Era consciente que en este tema estaba dando tumbos y no tenía muy claro que elegir exactamente.

No se me ocurrió nada más para continuar la lista. Abrí el frigorífico, cogí unos champiñones, carne picada y un buen pedazo de polenta precocinada y me hice la comida. Acerqué mi nariz al paquete, para olerla, y recordé la primera vez que la probé en Milán; la elegí como guarnición porque el nombre me sonó muy bien y desde entonces el puré de maíz lo uso de acompañamiento en muchas de mis comidas. En el Súper estaban de promoción los productos italianos y decidí comprar varios tacos de Polenta de Bérgamo que era la mejor. Me gustaba cocinar escuchado la radio, me acompañaba y me enteraba pronto de las noticias. Ese día estaban entrevistando a alguien del Banco de alimentos. Lo que me sugirió la idea de anotar en la pizarra: “voluntariado” y lo rodeé con dos círculos pensando que podía ser una buena opción para mí. Esa tarde me pasé un buen rato buscando una ONG a la que pudiera dedicar unas horas a la semana y llegué a la conclusión que me anotaría a la campaña de recogida de alimentos que iba a ser en un par de semanas.

El teléfono sonó varias veces, eran números desconocidos y estaba convencido que todas esas llamadas, tenían intenciones parecidas, así que las que sonaron las rechacé. Días atrás había descolgado el móvil y un asegurador me había ofrecido cambiarme de seguro de la casa. En esa ocasión, me cogió en un buen momento y hasta fui amable con él. El muchacho me había llamado Sr. Rufio y como me hizo gracia, le atendí con una carcajada, aunque él no entendió mucho mi risotada. Ese día tuve paciencia y escuché todo lo que tenía que decirme sobre el seguro que me quería vender; al fin y al cabo, estaba trabajando, y era la única posibilidad de demostrar a sus jefes que esta vez no le habían colgado el teléfono “con cajas destempladas”.

− ¡No hombre, soy Rufino, no Rufio!

−Lo siento señor, sí, Rufino, leí mal la información que tenía de usted, disculpe. Imagino tiene un seguro de hogar –Sin dejarme casi contestar, añadió:

 −Nosotros se lo dejamos a mitad de precio de la prima que paga usted con otra compañía.

− ¡Vaya, eso es fantástico y cómo así, que majos por el ahorro! –Le contesté sarcásticamente, aunque moderé mi tono y acabé escuchado todas las mejoras que me ofrecía. Como no quería decidir nada en ese momento, le dije si me podía llamar otro día, para que me diera tiempo a pensar la oferta.

Después de comer me hice un té verde, que un colega me había traído de Azores; me encantaba tomarlo con una cucharada de miel, no sé por qué me hacía sentirme más sano. Imaginé a las abejas trabajando en sus celdas y produciendo la miel que me iba a tomar y haciendo una asociación con ellas, me vino a la cabeza, que tal vez podría tener un animal −un perro o un gato−. Ya tenía otro ítem para lista: “mascotas”, pero enseguida lo taché. La única experiencia que había tenido fue traumática y por otro lado no me sentía capaz de empezar de cuidar a ningún animal, aunque, realmente, me hiciera compañía. Cuando Jud se mudó a vivir conmigo, trajo a su gato atigrado de color canela, Pus. Le gustaba tumbarse al sol sobre la cornisa de la terraza; yo temblaba cada vez que lo veía desparramado al sol en ese espacio tan estrecho, pero ella decía que de ahí no se iba a caer nunca.

 –Los gatos son muy listos, saben por dónde andan y se tumban en cualquier sitio y lo mejor es que saben caer de pie. –Me decía con toda seguridad.

 Fue hacer ese alegato a su favor y verlo lanzarse al vacío persiguiendo a una paloma torcaz. Costó mucho recuperarse de lo que vimos en la acera y el desconsuelo fue mayúsculo.

Podría hacer algún “curso” esto me motivaba más que enredarme en los cuidados de un “animalito”. Inscribirme en uno de pintura. Pinté en mi adolescencia y no lo hacía mal o eso me decían. Miriam había recuperado del sótano, un par de lienzos que había pintado estando todavía en la universidad; eran unos cuadros de trazos sencillos que llamaban la atención por la mezcla de colores, combinados con recortes de periódicos y revistas; yo consideraba que eran muy malos, pero a ella le encantaron y los rescató como parte de nuestra decoración y ahí siguen colgados en la pared, aunque ella ya hace tiempo que se fue. Siempre me ha gustado tocar la guitarra acústica, mi padre me decía que tenía “oído absoluto”, era un poco exagerado porque nunca he tenido el talento de los músicos, aunque es cierto que no he necesitado una partitura para reproducir cierto tipo de canciones y se me hace fácil repetir acordes; por eso ahora podría ser buen momento para aprender ciertas técnicas musicales más en serio. De repente me entraron las ansias de aprender y ya me veía matriculándome en la “Senior” haciendo estudios de historia y geografía o de inglés y ya puestos de literatura española −era sólo una idea, por hacer algo−.

Puse a Junior Mance en el Marshall, me senté en el sillón para disfrutar de su música y beberme relajadamente la taza de té que aún estaba humeante; Curiosamente la pieza que más me gustaba del músico era la titulada Jubilation –parecía compuesta ex proceso para mí− Después de escuchar un par de composiciones del músico y cuando ya me había bebido la infusión, tiré hacia abajo de la palanca del asiento, desplegando tanto la parte inferior, elevando mis piernas y pies, como la que pegaba contra mi espalda, reclinando el butacón lo suficiente para estar en posición casi horizontal. Me di cuenta que los párpados se me cerraban, pero no hice nada por intentar abrirlos. Me concentré en la pieza que estaba sonando, la tarareé y con mis dedos marqué unos arpegios en el mástil imaginario de mi guitarra y punteé las cuerdas acompañando al músico en su composición. Después de eso ya no recuerdo más.

Escuché un ruido con unos decibelios elevados y molestos, me pareció que era una alarma que avisaba a Pus de que lo que había al otro lado de la barandilla, era un precipicio entre montañas, rodeadas por multitud de enjambres de abejas que acudían a su auxilio. Jud le cosía las partes desgarradas como si fuera de trapo y Jana envolvía sus vísceras entre sábanas de lino recién planchadas. Vi a Miriam pasar cerca de ellas, con los lienzos que tanto le gustaban, ahora emborronados a punto de tirarlos al vertedero.

Me sobresalté con lo que me estaba ocurriendo y me alarmé con tanto ruido; abrí los ojos y entendiendo que estaba todavía inmerso en la realidad del sueño, traté de volver en mí. Todo lo que creía que estaba ocurriendo de extraño no era nada verdad. Sonaba el móvil repetidamente y comprobé que ese sonido era el que había estado escuchando mientras aún estaba dormido. Dejó de hacerlo y un par de minutos después volvió a sonar.

−Hola, ¿ qué pasa? –Dije un poco molesto y borde.

−Señor Pérez, Rufino ¿no?  −Se rio ligeramente, como si esta vez hubiera acertado.

−No −Le dije asertivamente elevando el tono; un poco enfadado y le solté groseramente: ¡Qué no, joder! Y después casi murmurando dije: − ¡No hay manera de decirlo bien!, e insistiendo repetí varias veces: − ¡Qué soy Vérez, Vérez! −y le deletreé las consonantes y vocales:

−V-é-r-e-z, −acabé con un tono más grave y le solté:

− ¡Con V, hombre, con V!

− ¡Uy lo siento Señor Vérez, disculpe! No sé cómo me he podido equivocar de nuevo, lo siento de veras; ahora que había dicho bien su nombre, me equivoco en el apellido.

Después de un silencio breve, sentí que tragaba saliva y con voz calmada, supongo para no molestarme más me dijo:

−Soy Néstor el gestor de seguros. Habíamos quedado que le llamaría a las siete.

−Ah sí, sí. −Le dije más calmado.

− ¿Ya ha pensado en lo que hablamos el otro día, sobre el seguro de hogar? Si tiene dudas me dice. Le entra la misma cobertura que el que usted tiene, pero, claro, con una rebaja del 50% por ser cliente nuevo. Es una buena oferta para el primer año.

Pensé en el segundo año, a lo mejor el coste doblaba el que tenía ahora y podía no merecer la pena el cambio y antes de verbalizar lo que estaba pensando, me dijo:

−Para el siguiente año, si no da ningún parte, sólo se le subiría un 5%.

 Me quedé pensando qué hacer y por inercia asentí para que acabará pronto la conversación.

Después de manera irracional y sin saber por qué llegó a esa conclusión me preguntó:

− La casa está a nombre suyo y de don Benito, ¿no?

Resoplé profundamente cabreado; me entraron muchas ganas de colgar, pero no lo hice, en el fondo el joven se estaba esforzando conmigo y mientras yo perdía un poco los nervios, él se mantenía educadamente más sereno. Le expliqué que don Benito no era nadie, sino que era la calle donde había que asegurar el inmueble.

−Ah comprendo.

Le oí teclear a través del teléfono D-O-N B-E-N-I-T-O porque lo iba silabeando mientras lo escribía en el ordenador y para que no me impacientara con más datos enseguida me convenció que lo contratado estaba listo para la fecha acordada.

−Bueno Don Rufino, muchas gracias. Antes de despedirme quería informarle que tenemos otro producto que le puede interesar por la edad que tiene y como me ha dicho que vive solo y sin familia, hay un seguro de “decesos” de prima única, para que quede organizado su…

Según oí la palabra entierro, me temblaron las piernas, sentí opresión en el pecho, creí quedarme sin aire y temí sufrir un desvanecimiento o lo que era peor un síncope, pero ante esa reacción tan extraña, no ocurrió nada grave y hasta me dio tiempo a colgar el teléfono sin previo aviso.

Cuando conseguí calmarme y comprobar que mi respuesta había sido excesivamente exagerada contra Néstor, tal vez por mi hipocondría, habían pasado varias horas. Llamé a la aseguradora, pero ya no había nadie en la oficina, un contestador informaba del horario de apertura. Me levanté pronto, sólo porque quería volver a ponerme en contacto con él y darle una explicación de lo ocurrido, en realidad yo no me consideraba una persona desagradable y grosera como para cortarle así de esa manera, la culpa había sido mi miedo a enfrentarme a ser mayor y a la muerte.

−Buenos días, soy Rufino. Siento lo de ayer –y le explique:

−Fue oír las palabras entierro y sepelio y volverme loco. Te pido disculpas, no debí cortar la llamada de esa manera.

Con tono más apacible que el usado el día anterior le dije:

−Bueno explíqueme de qué va ese seguro a lo mejor no es tan mala idea en mi caso. Media hora más tarde estaba dando mis datos bancarios para una nueva contratación.

−Vale ya tengo su nombre, dirección y teléfono, lo suficiente para hacer la póliza. –Dijo Néstor casi temeroso de cometer algún error con mi nombre o con la calle donde vivo.

− ¡No olvides que todos mis datos van de Rufino a Don Benito! Puntualicé con cierto tono de guasa.

Esa mañana me anoté al gimnasio de la esquina, me inscribí, como voluntario en el Banco de Alimentos; hice un par de llamadas para quedar a comer con Toño y Jero. Me pasé por una agencia de viajes y pagué un crucero de 7 noches por el Mediterráneos. Después contacté con un centro de actividades para ponerme al día en pintura y guitarra, y por último eché una solicitud para poder matricularme en la universidad Senior.

Lo de las mascotas iba a dejarlo por ahora.

 

https://youtu.be/-Vod1kMjy-o?si=RYZpsXzE6c9xemTU