![]() |
A Sara que me enseñó el
significado de esa palabra
Historia
de lo absurdo
Ella
estaba sentada en el sofá con las piernas estiradas sobre la mesa auxiliar, en
el medio una vela tintineaba junto a unas tazas con manzanilla. En ese momento
pensó que sería más atractivo saborear una copa de vino blanco, brindar con su
marido por cualquier cosa, pero no le gustaba el alcohol, le agriaba la
garganta y le producía una sensación ácida y desagradable. Por el contrario, a
él no le convenía por su salud. A veces bromeaban chocando las dos tazas de
infusión y teatralizaban como verdaderos maestros catadores el “caldo” amarillento de la tisana. La
chimenea de peles había puesto la temperatura de la sala de estar a unos 24
grados, se sentían confortablemente muy a gusto. Él se dormía por momentos y
ella cariñosamente estiraba su brazo para tocar suavemente la mano de Isaías, y
al hacerlo se despertaba de un sobresalto y se recomponía con la entereza del
que no es consciente de haberse dormido. En la pantalla del televisor se oía de
fondo el pronóstico del tiempo. Desde el mando a distancia Dalia pinchó en el
logotipo de la “casita” y
automáticamente la pantalla desplegó las 8 plataformas a las que estaban
suscritos. La serie sueca que estaban viendo en su segunda temporada se abrió
en el punto justo donde lo habían dejado la noche anterior. Ella pensó que casi
le daba igual lo que sucediera en la serie, no le enganchaba mucho la historia,
pero tampoco dejaba de verla. No quería irse a la cama; por eso acomodó su
cuerpo al respaldo del sofá para que la noche no acabara tan pronto o para alargar
un poco más el día y no tener esa sensación de que se le escapaba la vida sin
poder disfrutarla. Inclinó su cabeza un poco hacia atrás y unos segundos más
tarde fue consciente de la relajación de sus párpados; trató con fuerza de no
cerrar del todo sus ojos y continuar el episodio. Para despertarse, cogió la
taza y a sorbos bebió la manzanilla; fijó su vista a la pantalla y siguió la
acción de los personajes. Le miró de reojo a él, girando un poco su cabeza, por
si estaba dormido y él la miró a ella, por la misma razón; automáticamente voltearon
su cuello a la posición inicial y siguieron mirando a la pantalla. Hacia la una
de la madrugada, medio adormilados, consideraron que ya era hora de apagar todo
y acostarse. Sin embargo, muchos días al lavarse los dientes solían activarse y
a veces se desvelaban y les costaba conciliar el sueño. Él la abrazó besándola
con tanto cuidado y apego que le fue difícil no emocionarse. Isaías solía
preguntarle:
−
Del uno al cincuenta ¿cuánto me quieres?
La respuesta de ella era muy por encima de sus
expectativas y cariñosamente le respondía: −Ciento uno.
A
él le gustaba que ella siempre contestara con un número capicúa; la suerte o la
mala suerte de él se basaba en la elección de este tipo de guarismos, así que
ella los elegía conscientemente para complacerle. Se fundieron en un gran beso
y consideraron que era un poco tarde para hacer “los deberes”, acepción que empleaban como código particular para
referirse a “echar un polvo”; era una
manera de hablar más graciosa y amable. Les sonaba mucho mejor.
Él
se quedó dormido después de leer varios párrafos en su libro electrónico; el
aparato se deslizó de sus manos y ella cuidadosamente, para no despertarlo, se
lo colocó junto con sus gafas en la mesilla; le apagó la lámpara de sal y él
giró todo su cuerpo hacia la izquierda. Ella tenía los ojos muy abiertos,
estaba más despierta que una hora antes. Hacía dos días que había terminado el
libro de Steven Brownpitcher sobre los asesinatos en el bosque Lester y todavía
no era capaz a desengancharse de la novela que la había tenido entretenida un
par de semanas. Se había quedado sin lectura y le iba a costar conciliar el
sueño. Así que se puso a contar del cien al uno, para relajarse y dormirse; lo
hizo varias veces, y como seguía muy despierta decidió que lo haría primero en
inglés:
−One
hundred, ninety-nine, ninety-eight, eighty-two, thirty-three, fourteen, seven
and one.
Luego
lo intentó también en francés, para que la dificultad la agotara por el cansancio
mental que suponía decirlos a la inversa y le viniera el sueño de una vez.
–Cent,
quatre vingt dix neuf, quatre vingt dix huit, cinquante sept, quarante-deux,
trente-neuf
En
ese momento se acurrucó, acoplándose al cuerpo de su marido, sentía la
respiración profunda de él, le relajaba tener su calor corporal pegado al suyo
y en ese estado de ternura confortable, siguió contando una y otra vez hasta
que dejó de ser consciente de hacerlo. −Trente-deux, vint cinq, vint-deux,
dix-sept, quatorze, treize, dix, six, quatre, trois…
En
la oscuridad de la madrugada pedaleaba a buen ritmo y montada en la bicicleta continuaba
contando números; de repente se oyó recitar una larga lista de palabras que las
oía en su cabeza como una “sopa” de
vocablos aprendidos en la última clase particular que había tomado esa misma
semana. Movía sus brazos haciendo círculos por encima de sus hombros y cuando
se cansaba los movía como si estuviera corriendo, pero sin avanzar del metro
cuadrado que ocupaba su elíptica. Sintió una presencia, un ligero movimiento
cercano a su mejilla desprendió uno de los mechones de su coleta. Giró su
cabeza hacia un lado por si Isaías se había levantado. Allí no había nadie.
Casi cuando se había tranquilizado, le pareció oír un susurro justo detrás de su
espalda y la goma que ataba su coleta se rompió disparando su pelo hacia el
techo como si por un fenómeno no conocido se hubiera puesto al revés. Gritó
intensamente y el cristal de la ventana vibró. Se bajó de la bicicleta e
intentó salir de la habitación, pero algo la impedía hacerlo. No comprendía
bien qué estaba pasando. Se fue hacia el ventanal; con las luces de las farolas
de la calle, distinguió una sombra enorme apoyada en el marco de la puerta.
Notó que su boca seguía abierta chillando con todo lo que le daba el roce de
sus cuerdas vocales. Nadie la escuchaba, ella tampoco se oía. El extraño la
saludó con unos monosílabos irreconocibles y ella aterrada, se escurrió hacia
la estantería que estaba a la derecha de la ventana; se agachó para protegerse
de esa extraña aparición y mientras lo hacía, cogió de uno de los estantes el
libro de Brownpitcher, que, por casualidad, había dejado sin colocar, con el resto
de la fila de libros milimétricamente ordenados. Lo dobló como si fuera un
cilindro, lo agarró con su mano izquierda como si fuera un puñal y lo blandió
amenazando al espectro.
–Me llamó Saturnino –dijo él.
Ella
aún se espantó más cuando se dio cuenta que era alguien que había entrado en su
casa e irracionalmente le preguntó:
–
¿Qué es lo que quieres? ¿Has venido a robarnos?
Y
señalando hacia el armario le dijo:
−Ahí
tienes mis joyas, lo más valioso es un anilló con dos diamantes, me lo regaló
Isaías cuando nos casamos. ¡Cógelo, es tuyo!
Su
silueta era una masa enorme, que gesticulaba como un autómata, pero con
movimientos que lejos de dar miedo desprendían confianza. La trataba como si la
conociera, pero realmente nunca la había visto, aunque sabía de su existencia. Dalia
se puso de pie, sin perderlo de vista y sin desprenderse de su cuchillo
improvisado.
–Tienes nombre de pájaro, ¿de dónde sales? −Se
atrevió a decirle.
Le
temblaban las piernas y no sentía que las plantas de los pies tocaran el suelo.
El hombre quiso acercarse y ella enarboló el estilete cortándole todas las
posibilidades de aproximarse hacia el fondo de la habitación. Sabía que tenía
el teléfono encima del sillón cercano a la bicicleta, sólo tenía que ser más
rápida que el “fantasma”. Sabía que una
vez cogiera el terminal, iba a ser difícil apuntar su dedo hacia la huella y
llamar a Isaías, que, hasta ese momento, con todas las voces que había dado, no
había dado señales de estar despierto. Intentó concentrarse y hacer toda esa
operación por telepatía. Cerró los ojos y apretándolos fuertemente intentó que
el teléfono le llegara a su mano derecha, pero el aparato, seguía en el mismo
sitio. Tenía una sensación rara de estar sola ante un peligro que no podía
explicar bien. Fue entonces cuando se vio en medio de la habitación protegida
por la bicicleta como si fuera un escudo entre esa gigantesca sombra y ella. Se
hizo un silencio tenso y unos segundos después, entre sollozos le oyó decir:
–Ésta
era mi casa hace tiempo. Mi madre la vendió cuando nos fuimos a Argentina y hace muchos
años que no la piso.
Balbuceó
lo que parecían unas disculpas y se quedó callado. Ella tuvo fuerzas para
contestarle con voz bronca. Se sintió un poco más fuerte e incluso se encaró
con su manera de asustarla. Saturnino siguió conversando solo, lo hacía para sí.
Ella creyó escucharle hacer mención a muchos recuerdos y momentos duros en la
emigración. Dalia se había quedado helada y decidió coger la cazadora que había
dejado, el día anterior, colgada en uno de los pomos de los cajones de la
cómoda, en vez de en el perchero de la entrada. Ahora le había venido bien que
estuviera ahí. Aprovechando que él estaba a lo suyo con sus memorias del pasado,
dio varios pasos hacia su derecha y cogió el móvil. No consiguió desbloquearlo
porque le temblaban en exceso las manos, sin embargo, curiosamente había dejado
de tener miedo y parecía darle igual estar desconectada. Empezó a hablar de
cosas sin mucho sentido, gesticulando incontroladamente con el libro en la mano,
apuntando hacia un lado y a otro de la habitación y de repente se puso en
guardia amenazando al intruso si daba un paso hacia adelante, mientras seguía
charlando ensimismada.
−Esta
“doudoune” la compré en París hace un
mes, aunque no te lo creas me dejé olvidado el abrigo en un asiento del
aeropuerto y lo primero que hice nada más tocar tierra fue ir a comprarme una
al Uniqlo, que sepas que es de la marca
Caroll-París, me costó más de cien euros. Mira lo delicada y frágil que es su
textura ¿A que me queda bien? –Dijo emocionada.
Se
había comprado el plumífero porque le había gustado como sonaba la traducción
en francés para la prenda, y repetía una y otra vez el vocablo imitando la
sonoridad suave y ligera del roce de ese anorak, tan particular, en su piel.
− ¡Doudoune, doudoune, doudoune, doudoune.
Desde luego era mejor que pedirle a la
vendedora un “manteau s'il vous plaît”
que era una acepción menos sonora y más difícil de articular. Las voces de
ambos se solapaban murmurando casi a la vez conversaciones independientes y ni
siquiera ellos sabían bien de qué estaban hablando exactamente. Ella seguía parloteando
sobre su viaje a París y pronunciando como si hiciera un paréntesis en la
narración:
−Doudoune,
doudoune, doudoune.
Y
él continuaba explicándole la razón de su marcha, repitiendo la historia de su
partida con las mismas frases. Sin embargo, lo que quería Saturnino es que ella
entendiera el porqué de su regreso.
−He
venido a tener un nieto, pero como eso nunca va a ocurrir porque no tengo
hijos, he pensado que lo mejor sería tener un hijo, aquí, contigo, para hacer
como que sea mi nieto.
Soltó
de un tirón todo ese enunciado con tanta pedantería que cuando ella lo oyó, le dio
un ataque de risa y le costó parar de reír. Saturnino decidió entrar en la
habitación y ella se puso en guardia blandiendo su libro, haciendo unos
movimientos de arriba-abajo, doblando sus rodillas como si estuviera haciendo
unas flexiones y sin dejar de moverse parecía estar bailando grotescamente una
danza africana.
Con
cierta voz histérica por lo que acababa de oír y alzando la voz le dijo:
−Tío,
¡estás loco!, ¿en serio piensas tenerlo conmigo?, sabes que sería violación y
te mataré si me tocas un pelo. Ella siguió intimidándole con el ejemplar de su
autor favorito. Él retrocedió lo andado y con voz de súplica, se lo pidió
varias veces por favor y acabó diciéndole:
−Que
sepas que tengo dinero y propiedades y te puedo beneficiar. Mi madre siempre que
hablábamos de la venta de nuestra casa, se refería a lo guapa que recordaba a
la joven compradora del inmueble, pero no se acordaba de tu nombre y yo siempre
he pensado en ti sin conocerte.
Con
su mano derecha Dalia hacía círculos sobre su sien, dando a entender que su
interlocutor no estaba bien de la cabeza.
–Si te parece podemos ir preparando el “baby shower”, pásame tu lista de
invitados que voy haciendo las compras de la fiesta –Le dijo con ironía y con cierto
descaro le hizo ver su enfado con un mal gesto de dedos.
Fue
entonces cuando le dieron ganas de tirarle el libro que tenía en su mano
izquierda como si fuera una daga y segundos después lo hacía a manos llenas
cogiendo los que tenía más cercanos de la estantería. Escuchó el ruido sordo de
los textos estrellándose, no sólo contra la pared, sino también contra el marco
y el dintel de la puerta. Allí ya no había silueta de nadie que hiciera de
diana y el polvo de los libros se difuminaba como una nebulosa por una
habitación vacía que comenzaba a recibir las primeras luces del amanecer.
Se
desplazó como si patinara hacia el vestíbulo y miró por el hueco de la
escalera, por si el intruso, sibilinamente, la estuviera bajando para largarse,
pero no vio a nadie. Oyó como la manilla de la puerta de la calle se abría y un
portazo estridente la asustó. Ella siguió con la mirada fija en la oscuridad de
la escalera por si podía distinguir algo más que le diera pistas de lo que
estaba ocurriendo. Bajó a la primera planta deslizándose por el pasamanos y unos
segundos después el timbre de la puerta sonó insistentemente y pensó que era de
nuevo el foráneo.
–Esta
vez se va a enterar –Dijo cabreada.
Sus
manos blandían una escoba con el cepillo en alto, la había cogido en la cocina
y como si montara a un caballo se dejó caer, resbalándose por la barandilla, a
la planta baja. Se disponía a que ese timbre dejara de sonar y que ese −metomentodo− la dejara en paz.
Inconscientemente
deslizó su dedo índice por la pantalla del móvil y apagó la alarma de las siete
y lo volvió a hacer a las siete y media, esta vez oyó un poco la vibración del
aparato sobre la mesilla de noche y no tardó más de dos segundos en volver a
tocar la pantalla para silenciar la estridencia. A las 8 menos diez cuando
volvió a sonar la alarma y no oyó el zumbido, Isaías, le llamó varias veces por
su nombre para que se despertara. Ella abrió los ojos, incorporó medio torso de
la cama y sin saber muy bien dónde estaba, miró hacia su mano izquierda, que la
vio fuertemente cerrada como si agarrara algo con una fuerza sobrenatural y con
un quebranto de voz, le dijo a Isaías:
−
¿Tú también lo has visto? ¡sabes que venía a tener un hijo o era a un nieto, no
le entendí muy bien!
E
indignada y mucho más irritada de lo habitual dijo:
−¡A
ver si para ya de sonar ese timbre y deja de llamar el tal Saturnino…!
Ese
sonido insistente salía de su móvil; de un manotazo apagó de nuevo la alarma
del despertador y se quedó mirando al vacío de la habitación intentando
comprender lo sucedido. Se dio cuenta que hablaba de cosas que no habían
ocurrido. Isaías la miró con extrañeza, sin entender bien de quién o de qué le
hablaba e intuyó que Dalia estaba despertándose de un sueño.