NO EL
AVE, SINO EL GATO
−Hoy he decidido hablaros de
mi gato. Hace unas semanas fui a la protectora de animales municipal a adoptar
un perro y a la media hora de estar allí salí con un gato ¿Cómo me hice con él?,
o mejor dicho, ¿por qué decidí adoptarlo si hasta ese día no me interesaban los
felinos? −Les dije a mis alumnos, −con voz misteriosa y expresión de asombro−.
Volví a recalcar aún más mis palabras para llamar su atención − ¡Estáis oyendo
bien! me quedé con un gato y lo llamé Fénix.
Pensé que podría ser un buen
comienzo para la clase de hoy sobre “sintagmas
y enunciados”, hablar del nuevo inquilino que llevaba un tiempo haciéndose
con los enseres de mi casa.
Se hizo un silencio inusual en
la clase, y todas esas miradas que acostumbraban a perderse en lo que
consideraban un aburrimiento explicativo, un hastío curricular, y una tediosa
manera de aprender la sintaxis de las oraciones, ahora permanecían atentas a mi
persona y a mis palabras que hilaban una narración más atractiva, que la pura
gramática que debían aprender.
Había pensado muchas veces en
estrategias para hacer que me escucharan inventando juegos y maneras de
trabajar en grupo o individualmente, pero no obtenía los resultados de
atracción que yo quería y era un suplicio cada mañana enfrentarme con ellos, al
libro de texto. Hasta yo misma había días que quería gritar − ¡basta ya de
núcleos, modificadores y objetos indirectos! Mi clase era un caos, no conseguía
acallar nunca los murmullos o los ruidos innecesarios y sus bostezos, me
deprimían haciendo que acabara aborreciendo, como ellos, todo lo que les quería
enseñar. Hacía tiempo que no me imponía y por tanto no me tomaban muy en serio.
Entendí que había perdido la batalla contra
toda atención al Tiktok. Estaban deseando que mi rollo se acabara para salir
cuanto antes por la puerta y mirar que había de nuevo en sus pantallas. Por eso
me convencí qué si empezaba a contarles algo nuevo, algo más personal, podían hasta
hacerme caso, incluso podría poner en práctica todo tipo de ejemplos de
oraciones en mi historia para que de una vez por todas las entendieran y
permanecieran en silencio y atentos un buen rato. Lo único que había cambiado
mis costumbres, fue la llegada de Fénix, así que decidí utilizarlo, para que
por lo menos yo pudiera experimentar una hora de máxima atención sin que se
tratara del día del examen, que era el único donde podía ejercer mi poder.
No sé cómo se me metió en la
cabeza, que ahora que acababa de comprar un adosado, me faltaba un perro que me
quitara esa falta de algo al llegar a casa. Siempre que recordaba momentos de
mi pasado con mi familia, había un perro, y echaba de menos su cariño y
felicidad; también cuando fallecían se me hacía un mundo su ausencia y ahora
dudaba si volver a pasar por todo lo que se les quiere y lo mucho que se sufre
cuando se van.
Me habían educado en la idea
de que no hay que comprar animales, hay que adoptarlos, aunque estos no fueran
cachorros y tuvieran sus taras y manías bien asentadas. Así fueron todos
nuestros perros, unos adoptados con extravagancias y neuras, pero siempre fieles y leales. De las razas que más me
gustaban había que pagar bastante dinero y cuando pensaba en hacerlo oía la voz
de mi padre diciéndome:
−Ya sabes que no hay que pagar
por un animal, hay muchos ahí fuera que te están esperando. Por lo que no me
atrevía ni a mirar las ofertas de criadores porque todos los perros, que tenían
eran de raza para la venta y pensando en mi padre, me sentiría fatal si me
decidía por adquirir uno de ellos. Me metí en Internet para ver que ofrecía la
“perrera municipal”, pero ese día no
vi nada que me interesara. Durante varios días mi teléfono sólo recibía
notificaciones de posibles ventas privadas y ofertas de nuevos animales recién
llegados a la protectora. − ¡Qué pesadez!, miras algo en Google y ya te atrapan
con anuncios. Como seas algo adicto, te lo haces más−.
Me incluyeron mis
compañeras del centro en un grupo de WhatsApp llamado “las Compis”, −soporífero, lo que me faltaba, no supe decirles que
odiaba los grupos y que no quería pertenecer a él. –Pero a ver quién se atrevía
a irse una vez me habían incluido, con toda su buena intención−. Lo que más me molestaba era ese nombrecito,
tan ridículo e infantil. − ¡Madre mía, que bochorno! −, se me volvía el
estómago del revés viendo la foto de perfil; unas cuantas caras de ellas, las Compis, tapadas en su parte inferior
por los libros de 2º de la ESO. Me molestaba tanto todo ese lío de “dimes y
diretes” que lo archivé de inmediato para no escuchar el ruido de sus mensajes.
Como no contestaba a nada, Lupe me abordó en la sala de profesores para ver si
me apuntaba a la cena del viernes.
–Sí claro, allí estaré a las 10 ¿no?
No sé qué disculpa puse
para salir del paso de los mensajes no contestados y me apunté al tanto de “los raros” en el manejo con el móvil, de
esos que nunca contestan, aunque no fuera cierto.
En esas cenas se habla
de cosas poco trascendentales y el tema “perros
y gatos” es fácil para desinhibir y
tener momentos más espontáneos fuera de la tensión diaria del instituto. Recibí
tantos consejos que parecía una novata en animales, cuando era toda una experta
en el cuidado de los perros. Como siempre surgió el dilema de –yo soy más de
perros, ¡ay no! yo prefiero los gatos−. Nunca se llega a una conclusión tajante
que incline la balanza más a favor de uno u otro. Es un tema de preferencias y
las mías eran por los chuchos.
Al llegar a casa, vi que tenía
en el móvil varios avisos de la “perrera”
con una foto de un cachorro. Sólo había entrado una vez en su página y ahora me
“bombardeaban” con información. Daba la sensación como si alguien hubiera
estado escuchando las conversaciones con las Compis, dentro del terminal y llamaba mi atención de un posible
adoptado, − ¡era increíble, la IA que empezaba a utilizar diariamente me escuchaba!
−. Como estaba desvelada, se me ocurrió pinchar sobre las primeras fotografías
que aparecían en la página y leer las descripciones que, por cierto, −estaban
muy bien escritas− y eso me enganchó mucho a curiosear por su página. De
inmediato un mensaje parpadeaba sobre la pantalla invitándome a visitar las
instalaciones y conocer a mi posible mascota.
Casi me arrepentí de haber ido
a la protectora porque me perdí con el GPS que no sé a dónde −demonios me envió−
para volverme a dar una vuelta de media hora hasta llegar a la verja de
entrada. Con tanto ladrido, casi no oía a la veterinaria. −Puedes echar un vistazo
y si tienes dudas me dices; han entrado unos cachorros que a lo mejor te
interesan.
Me sentí fuera de lugar. Tenía
ganas de irme, el viaje hasta allí se me había hecho largo y pesado. Estaba de
malhumor, ya no me apetecía ver a ningún animal más. En mi corto paseo no me
interesó ninguno de los perros que ladraban exasperadamente al acercarme a sus
jaulas. A la media hora de llegar me estaba despidiendo de Olga que estaba
intentando alimentar a un gatito.
–¡Qué bonito!
Me salió decirle, aunque sin mucha emoción,
fue por hablar algo antes de marcharme y por eso de no irme tan bruscamente.
− ¿Lo quieres?, −me dijo con
la rapidez del que busca refugio para alguien desesperadamente. –¡Es tuyo, hago
los papeles y te lo llevas! Está totalmente desparasitado y vacunado; le pongo
el chip en un “periquete”. Aquí donde
lo ves, fue rescatado de una casa ruinosa que se incendió la semana pasada.
Estaba con su madre y el resto de la camada. Sólo sobrevivió él. Surgió de las
cenizas como el Ave Fénix –se carcajeó −buscando mi complicidad− y la policía
nos lo trajo hace un par de días. Si no aparece alguien pronto que lo adopte,
tendremos que sacrificarlo –dijo con un tono mucho más serio.
Conecté de nuevo el GPS para
regresar por dónde había venido y una vez que me puse en carretera fui
consciente del lío en que me había metido. −Si a mí me gustan los perros, ¿qué
hago yo con un gato? Una sensación de remordimiento me hizo dudar de lo que
acababa de hacer. Estornudé varias veces, −que yo supiera no era alérgica a
ellos, pero a saber−. Miré de reojo la caja donde Fénix se había recostado,
traté de acariciarlo, pero mi mano no llegó al fondo del cartón, así que supuse
estaba tranquilo, arropado por una toalla que Olga le había echado encima.
Durante el viaje llamé a mi hermana, que adoraba a los gatos, ella sí que no
podía tenerlos sin una inyección de adrenalina al lado y después cuando colgué
decidí dar la sorpresa a mis padres.
–Pero si a ti no te gustan los gatos, ¿cómo
así? ¿¡Qué raro!? Acabé cabreándome con ellos y tuve una reacción un poco a la
defensiva; les hice ver que eso era una percepción suya y nada que ver con mi
manera de ser. –Que no hubiera tenido nunca un gato no significaba que no me
gustaran. Fue en ese momento cuando me alegré de mi decisión, aunque sólo fuera
por llevarles la contraria a ellos.
Los primeros días fueron una
locura. No sabía muy bien qué hacer con él. Estaba acostumbrada a mi perro,
pero Fénix, era diferente. No obedecía órdenes, no respondía a todos los Noes que le decía, se mostraba un poco
arisco y desconfiado e iba por libre en sus decisiones, por supuesto nunca se giraba
cuando le llamaba por su nombre. Al principio sólo lo encontraba efusivo y
apasionado, cuando oía el clip de la tapa de la lata de comida, se relamía
concentrado, y miraba fijamente sin perder de vista todos mis movimientos,
hasta que vaciaba el contenido en el recipiente metálico; sabía entonces que
iba a comer. Me obsesioné con los consejos de YouTube sobre gatos; me pasé
varias semanas leyendo a cerca del comportamiento de los felinos, −qué hacer y
no hacer con ellos−. La de la tienda de animales ya me conocía, en mi primera
semana con Fénix, me pasé por el establecimiento unas diez veces y la que me
atendió supo que padecía de inseguridad extrema, mis obsesiones la llegaron a
molestar e incluso me di cuenta que le caía mal y no quería que volviera con
más preguntas –de esas raras que yo le hacía−. Por eso, el último día que pasé
por allí le compré todos los artilugios que me parecieron buenos para él, y no
tener que volver al establecimiento por una buena temporada. El gato me había
rasgado las cortinas y el sofá tenía unos buenos arañazos, así que con los
reclamos que acababa de comprar suponía que dejaría de emprenderla con mis
cosas.
Fénix dormía por el día y
tenía una actividad frenética por las noches. Como consecuencia yo tampoco pegaba ojo
intentando calmar la actividad del cachorro. Él estaba histérico y yo más. Cuando
se dejaba, le pasaba mi mano sobre su lomo para amansarlo, pero él solía huir
rápido hacia el alfeizar de la ventana, arañaba el cristal en un intento de
querer salir fuera. Cuando menos lo esperaba, escalaba por los muebles de la
cocina o se tumbaba en un diminuto hueco entre las banquetas situadas debajo de
la mesa, para después saltar al sillón y tumbarse en la manta que cubrían mis
piernas. A veces lo sentía como un agobio, pero era un estrés que me calmaba
mis ansiedades, me quitaba el pensar constantemente en el sentido de mi vida y
todos esos miedos que siempre me estaban atormentando.
Olga me aconsejó que había que esperar más de ocho meses para que descubriera la calle, por supuesto debía estar esterilizado, pero no era necesario esperar a que alcanzara su edad adulta para que saliera; casi sentía un cierto alivio porque todavía no pudiera "largarse" y me inquietaba el día que se alejara más allá de la puerta del jardín, porque era capaz de decidir no volver. Esto nunca ocurría cuando la mascota era un perro y esa actitud de los gatos, en general, me molestaba mucho.
Había varias manos en alto,
reclamando mi atención, supe que a mis alumnos les estaba interesando mi
relato. Alguno espontáneamente mezcló la vida de su gato con la del mío y hubo
mucha interacción compartiendo las experiencias de los que tenían animales en
sus casas. Elevé un poco más mi voz y continué hablando de Fénix, casi levitaba
con mi discurso, enseñándoles mi destreza y maestría con el animal, así como
proporcionándoles todo tipo de definiciones gramaticales. Notaba que todos
estaban pendientes de mí, y eso me hacía más grande de lo que solía sentirme
con ellos.
Fénix tenía reacciones tan graciosas,
impulsivas y naturales que enseguida me encariñé con él. Mi carpeta de fotos y
vídeos se llenó con su cara, sus movimientos y sus juegos. No podía parar de
grabarle o captarle con la cámara del móvil; cada cosa que hacía me sorprendía
más que la anterior y de ahí a compartirlo era un simple movimiento, un juego
de dedos que lanzaba todo ese material a mis contactos en cuestión de segundos.
Me puse tan pesada que muchos me bloquearon y otros dejaron de responderme. El
grupo de las Compis parecía haberse silenciado
con todos mis mensajes y mi familia ya me había advertido que lo mejor era una
foto por día y me abstuviera de tanto vídeo.
Notaba que Fénix escuchaba mis
órdenes sin hacerme caso; le hacía partícipe de mis pensamientos que
verbalizaba en voz alta cuando ambos estábamos relajados, con mi única
intención de recibir su respuesta, que siempre era nula y no dejaba duda a la
más somera interpretación de su espectro autista. − ¡Era una pena que no
pudiera hablar! Sin embargo, se estaba haciendo querer y yo lo empezaba a echar
de menos cuando me sentaba en el sillón y no escuchaba sus ronroneos acurrucado
en mi regazo. Curiosamente me estaba ayudando a ser menos maniática y obsesiva,
menos antipática e intratable, que eran calificativos que siempre me
acompañaban. Yo me estaba empeñando en que él fuera algo más dócil, menos
agreste y arisco y creo que ambos estábamos consiguiendo cambios. Ambos
progresábamos adecuadamente.
−Profe a mi gato le gustan
mucho las cajas, siempre se esconde en una que tengo en la habitación. –Dijo
Samu
Eso me recordó que el martes
cuando llegué a casa no lo encontré por ningún lado, −me estresé por su
ausencia−. A veces se quedaba dormido en cualquier recoveco y hasta que
despertaba no daba señales de vida. De repente sentí que la bolsa de papel del
súper que había dejado en la cocina a mediodía cobraba vida, se debía haber
echado allí una buena siesta. La había convertido en su refugio. Fue simpático
ver como batallaba intentado salir de su guarida improvisada. No paré de reír en
un buen rato y por supuesto ese momento quedó grabado en mi teléfono y
automáticamente todos mis contactos vieron el momento.
Hubo que ponerle un gran cono
para que no se lamiera los puntos por la esterilización, ese día me hubiera
gustado marcharme de casa, abandonarlo, olvidarme de él para siempre. Fue
imposible que no se diera de cabezazos con semejante pantalla en su cabeza
chocando con los muebles. Protestaba maullando desesperadamente y abría su boca
enseñando los dientes como si me quisiera recriminar lo que le había hecho y
después sacaba sus uñas lanzando zarpazos al aire dirigidos a mí. Tuve miedo de
él y me escondí en la habitación por si me atacaba. Mi reacción fue demasiado
exagerada –reconozco que me gusta generar dramas−. De vez en cuando entreabría
la puerta y comprobaba que se encontraba mejor. Cuando le quitaron los puntos
hubo que volver a empezar nuestra relación y eso me dolió mucho.
Yo detestaba el robot de
limpieza, no me entendía con esa máquina, era un dolor de cabeza y una pérdida
de tiempo intentar que funcionara desde la aplicación del móvil: si apretaba el
botón de encendido, no arrancaba, cuando le daba al de parar decidía aspirar
por su cuenta, cuando aporreaba desesperadamente el de pausa regresaba al
cargador, chocaba con él y volvía a empezar un recorrido de limpieza hasta
agotar la batería, y luego no había manera de hacerla llegar al centro de carga
y que se auto-limpiara. Hablaba sola indicándome lo que tenía que hacer y
aunque yo lo hacía, ella seguía y seguía hasta agotar mi paciencia. Me daban
ganas de estrellarla precipitándola por las escaleras y que dejara de funcionar
de una vez por todas. Pensaba que me la habían vendido averiada, no había otra
explicación a su libre albedrío; − ¡fue una mala compra! − y aunque había
pensado en devolverla, lo cierto es que me daba pereza llevarla al
establecimiento. Prefería coger la escoba y barrer yo misma, −acababa antes que
ella− y mis nervios me lo agradecían. Sin embargo, el robot, se convirtió en el
juguete preferido de Fénix; según se ponía en marcha la aspiradora, él se
tiraba en plancha hacia ella, la seguía rodeándola, la intentaba empujar con
sus patas, y acababa por abordarla subiéndose a su base circular. En el
acoplamiento hacían un recorrido en línea recta como si se tratara de un
desfile, hasta que el robot percibía el peso de un objeto extraño y se paraba en
seco; entonces Fénix se bajaba del aparato y de un salto se subía a la encimera
de la cocina, observando desde allí el suelo como si fuera todo su reino. Yo abría
la aplicación y volvía a encender el aparato que giraba sobre sí mismo
intentando reconocer el terreno donde lo había dejado; la máquina se deslizaba con
la delicadeza de una bailarina; era entonces cuando Fénix se lanzaba de nuevo planeando
como un pájaro hacia donde estaba y caía justo en su base; el aparato se paraba
de nuevo y el gato volvía a su posición elevada con la agilidad de un
contorsionista y así vuelta a empezar, yo con el mando activaba el
funcionamiento y todo ese circo de reacciones volvía a arrancar hasta que el
robot dejaba definitivamente de querer actuar y ya no había manera de moverlo.
Noté que esta parte de la narración les gustó mucho y dio mucho que comentar.
Estaba eufórica y me sentía
protagonista y poderosa controlando con mis palabras a toda la clase. En ese
estado y, para terminar, me escuché decir con un exagerado tono teatral y
recalcando con mucho énfasis la descripción de mi gato Fénix comparándolo con
la mitología del ave y sin venir a cuento me salió declamar: −Él con su plumaje
inigualable de color escarlata y cuerpo dorado se sintió como el ave Fénix, siendo
un felino, superando desafíos y dificultades−, y con todo lo que daba mi voz,
casi gritando continué: −para emerger más fuerte y renovado−. Alcé mis brazos
mirando al techo del aula, y cuando tocó la campana, oí el tumulto que se
levantaba recogiendo sus mochilas y corriendo hacia la salida del aula.
−Profe ya he entendido los
tipos de oraciones y sus nexos –dijo Noa al salir.
Me quedé allí sola, un tanto
avergonzada por la escenificación. En ese momento de trance no tenía claro de
quién o de que había estado hablando –puede que de Fénix o de mí o simplemente
les había explicado las reglas de la
concordancia.
Me bajé de la tarima del aula y vi que en la
puerta estaban las Compis aplaudiendo
mi soliloquio.
− ¡Bonita clase de
mitología Naza! hemos oído el final y tenías a todos escuchándote sin decir
palabra–dijo Lupe entre risas
−Sí, estaba con la
clasificación de las oraciones y se me ocurrió ponerles algún ejemplo para que
las entendieran mejor.