![]() |
De
la negación a la aquiescencia
Estaba allí, en el paraninfo,
delante de una multitud de gente que le había venido a escuchar, era la última
conferencia de la temporada. Había hecho una gira por distintas universidades,
y ya necesitaba descansar, prepararse para hablar de otra manera, de algo que
sabía definir bien. Aunque estaba cansado de sus positivas palabras, de su
propia historia de superación, incluso de la teatralización humorística que
hacía de sí mismo; hoy estaba especialmente emocionado, le daba hasta pena
finalizar ese ciclo de charlas que le había entretenido más de nueve meses. No
es que fuera venerado como un artista llenando estadios, pero tenía la
suficiente fama como para que hubiera gente que se quedara sin poder entrar en
el Salón de actos para escucharle. Le era fácil dar una opinión inmediata, en
la radio o la televisión, sobre como vencer miedos o valorar la autoestima sin
dramatismos depresivos, y eso le había hecho muy popular y querido por un
amplio grupo de gente con diferente nivel cultural.
Siempre comenzaba la
disertación definiendo la palabra “resiliencia”,
le gustaba hacerlo con las palabras adecuadas, usando las acepciones del
diccionario María Moliner y como si de una práctica se tratara, les hablaba en
primera persona enseñando su propia experiencia. Era en ese momento cuando
sentía el silencio del público que esperaba conocer a través de una actitud más
amable, algo tan serio como hablar sobre la pérdida, la falta de algo o la
explicación sin tabúes de carencias rutinarias valiosas como la normalidad de
que nada ocurra.
Intensificando el clima para
captar su atención, continuaba enlazando definiciones de otros conceptos que le
iban a ayudar en la argumentación de lo que quería expresar −a ese público tan
entregado− que esperaba que les aclarase, como él había llegado a ese momento
de soportarse en una felicidad relativamente llevadera, con invalidez parcial y
pérdida del sentido auditivo.
Así que, conectando con el
inicio de sus palabras, y para relajar la seriedad del discurso exponía lo que
significaba su sordera, y se llevaba la mano izquierda, colocándola –como si fuera
un amplificador− justo detrás de la oreja y ayudándose con expresiones no
verbales, hacía que los que le habían venido a ver se rieran por los gestos de
su cara; después les explicaba que se podía vivir −sin estar conectado al cien
por cien− agudizando otros sentidos. Levantándose del asiento mostraba
graciosamente su invalidez sin que le produjera trastorno o perturbación alguna.
Esa manera de enseñar las taras físicas de su cuerpo sin ningún complejo era lo
que realmente gustaba a los asistentes.
Lo suyo no eran charlas TED,
aunque usaba mucho de ese formato; hablaba sobre la idea única de avanzar y continuar
viviendo; como disfrutar de la vida con defectos inesperados, explicándolo de
una manera concisa y fácil de seguir. No había victimismo ni elocuentes teorías
sobre la autoestima. No usaba ni diapositivas, ni papeles. Le salía hablar
sobre sí mismo de una manera espontánea usando un lenguaje cargado de humor
inteligente; Su locuacidad era ser persuasivo, porque el objetivo, no era otro
que crear de manera original, una conexión emocional utilizando la empatía y el
ingenio. Buscaba establecer una alianza sensitiva entre los que le escuchaban y
él.
Exponía abiertamente su veteranía,
no había soluciones novedosas y no era el primero que hablaba de ello; la vida
y la literatura estaban llenas de personajes con múltiples taras, que, haciendo
cosas cotidianas, podían alcanzar una felicidad momentánea plena. Quizá era su
manera de expresar esa cotidianeidad de la satisfacción como algo constructivo
en un contexto positivo y de aceptación de las circunstancias, a las que cada
individuo se enfrenta diariamente −que, en su caso, habían sido dramáticas y
graves−. Los críticos decían de él que conectaba con el espectador haciéndose
cercano, y ese tono tranquilo y sencillo en la expresión, había hecho que fuera
un excelente comunicador, por lo que era de los más reclamados y aclamados del
momento.
La facultad donde él había
estudiado Historia, fue el lugar que eligió para dar esa última conferencia. Le
había invitado un antiguo compañero, que ahora era el decano. Se sentía cómodo
en ese salón tan regio al que él había asistido −como público− hacía muchos
años. Comenzó su discurso algo más nervioso que otras ocasiones, las emociones que
sentía eran diferentes; recordaba momentos de su juventud estudiando allí y
ello le llevó a recordar otros episodios destacados de su vida como si fueran
flases intermitentes y mientras pronunciaba su charla, que sabía bien cómo
guiar, y que tan buenos resultado le daba con la audiencia, pensó con tristeza −por
primera vez desde hacía tiempo− en el momento que desencadenó su imprudencia y
todos los acontecimientos que después le llevaron a su situación actual −que él
consideraba aceptable para seguir viviendo−. Nada le había sido fácil, sin
embargo, se podría decir, que había tenido suerte por cómo encajar el golpe y
su situación vital había cambiado para mejor−después de unos largos años
perdido en un cúmulo de padecimientos−, convirtiéndose en una especie de gurú
de la positividad física. Así que paralelamente a su disertación, y como
reflexionando internamente −superponiendo todos esos retales de vivencias− tuvo
recuerdos muy vívidos de lo mal que lo había pasado. Su mente y su discurso se
alinearon y por primera vez describió con desgarró −en un tono muy diferente a
lo que él acostumbraba−, el enfado de su imprudencia; luego les explicó cómo
llegó el dolor cargado de ira y rabia. El miedo y la tristeza le hundieron en
una depresión inmensa de la que salió él mismo propiciando un duelo sobre lo
ocurrido y a partir de ahí surgió un nuevo comienzo, una actitud de evolución,
una manera de seguir adelante, que no era otra cosa que el aprendizaje a vivir
con ello.
Ésta vez su alegato fue algo
más sobrio; se dirigió al público de manera solemne y recia, y de repente se
oyó a sí mismo teorizando vagamente sobre algunas ideas inconexas:
−La experiencia de los años me
ha demostrado que no hay un día igual a otro –No decía nada nuevo y prosiguió
en un tono más grave−. Algunos parecen aburridos y no hay manera de que
avancen, otros parecen trepidantes, aventureros, excitantes o simplemente
divertidos y estos se pasan sin que te des cuenta. Los días de las malas
noticias te dejan marcado y aquellos en los que las negligencias te asaltan,
revertir la situación es bastante difícil.
Levantándose de nuevo de la
silla, se dirigió −con sus muletas− hacia las primeras filas de la sala, y continuó:
−Con todo esto nada podía
hacerme pensar que mi vida cambiaría en menos de un segundo y saltara la raya
que está entre la normalidad y el caos. El mayor problema es que cuando esto
ocurre y así fue en mi caso –dijo con pesar y quebrándosele un poco la voz− te
llevas por delante no solo tu manera de vivir si no que lo haces también con la
de los que te rodean; quedas condicionado tú y lo peor de todo es que ellos
también.
Hizo un silencio, para
controlar sus ganas de llorar, no quería caer en dramatismos innecesarios, y que
su público se emocionara con él. Tragando saliva, para hacer que sus palabras
fluyeran mejor, continuó:
− ¿Por qué esa mañana de
sábado decidí cortar el césped, cuando siempre lo hacía mi mujer?, es una incógnita
a la que no encuentro una explicación clara. La hierba no estaba demasiado alta
y tan sólo tres semanas antes, ella lo había rasurado como acostumbraba.
Incluso antes de hacerlo había reconocido lo bello que estaba el jardín; el
color verde lo hacía saldable sobre todo en las partes donde los rayos del sol
incidían, mezclándose con el agua de rocío. Quizá hubo dos detonantes que
precipitaron mi impulso de cortar la hierba –En ese momento aminoró el ritmo
del discurso y haciendo otra parada, se dio unos segundos, sin decir nada, para
llamar la atención del público y conectarlo con su historia−. El más potente
fue que quise liberar a mi mujer del agobio que tenía por el cúmulo de ciertas
tareas domésticas que le gustaba hacer, debido a la carga de trabajo extra que
tenía en el juzgado y una de ésas era cortar el césped. Curiosamente le
abstraía de su mundo laboral y le relajaba esas horas organizando el jardín; esta
vez no veía el momento de hacerlo; estaba preocupada por la altura que podría
tener la hierba con tanta lluvia, y el aspecto tan caótico que iban tomando las
plantas sin sus cuidados. Sinceramente creo que le producía una especie de TOC,
y no soportaba el libre albedrío de la naturaleza en ese pequeño espacio que
bordeaba nuestra casa. El segundo motivo fue algo banal, había escuchado en la
radio, la predicción del tiempo y las lluvias no darían tregua durante un par
de semanas haciendo proliferar no solo el crecimiento de la simiente sino de los
hierbajos que podrían salir también y como sabía que esto la incomodaba compulsivamente,
pensé que haciéndolo yo, se alegraría por relevarle en esa tarea, y le quitaría
un gran peso de encima por no poderlo hacer ella. Entré en el alpendre para
colocarme las botas, me puse los guantes, cogí las tijeras de podar y por
último saqué la máquina eléctrica cortacésped, además de la bobina de treinta
metros de cable, que mi mujer sabía manejar perfectamente en línea recta, de
arriba abajo y de un lado al otro. Ésta era la cuarta máquina que teníamos; se
nos habían estropeado dos y una tercera dejó de funcionar a los dos años y
medio de comprarla sin motivo alguno. Cuando la llevó a arreglar el profesional
puso mala cara y le convenció de que comprara otra mejor. Ella nunca tuvo
problema con el manejo del cable. Con respecto a mí, la cosa fue diferente y,
con esa máquina y ese cable empezó un nuevo capítulo de mi vida que me ha
llevado a estar hoy delante de ustedes –haciendo un nuevo silencio y dándose un
tiempo para retomar la charla, regresó, con las muletas, hacia la mesa y
cogiendo la botella de agua, bebió un buen trago, refrescando la garganta. El
silencio en la sala era conmovedor; decidió quedarse en el estrado y continuo
allí el discurso.
−Volvamos al momento mismo de
empezar a cortar la hierba.
Puso al público en situación, describiendo
como extendió el cable todo lo largo del jardín, lo enchufó primero a la
prolongación situada en la parte lateral de la máquina y la parte opuesta, a la
corriente eléctrica que le proporcionaba un enchufe. Marcó la altura de corte y
apretó el botón de arranque; agarró la varilla de doble encendido y comprobó
que las cuchillas cortaban la hierba según iba empujando la cortadora. Fue
consciente de lo difícil de manejar tantos metros de manguera con corriente y
decidió para acortar un poco la extensión del cable, agarrarlo en varias
vueltas con una mano y pasar dos tramos más, como si fuera un collar por el
cuello cayendo sobre su pecho. Después de tantos años del suceso sigue sin
encontrar una explicación a por qué hizo eso tan absurdo de envolverse el cable
y como justificación se consolaba convenciéndose que era una manera de
controlarlo mejor. Les fue sincero, cuando les dijo que no se dio cuenta en qué
momento el cable se metió en medio de las dos ruedas y se lo llevó por delante
rasgándolo con las cuchillas. Sólo recordaba el fuerte chispazo y el gran
latigazo de corriente, que le provocó el cable pelado, recorriendo su cuerpo y
provocándole una sensación lacerante que le dejó temblando, sintiendo como los
músculos de su pierna izquierda se contrajeron súbitamente y una sensación
dolorosa le hizo perder el conocimiento, paralizando una parte de su cuerpo.
Cómo a partir de esa imprudencia había perdido el sentido auditivo, fue una
mala suerte de haber quedado tumbado en la tierra mojada con el cable en
contacto bordeando su cuello y soportando una corriente, unos segundos más, hasta
que el sistema neutralizó la carga, desconectando el automático general de la
casa. Esas décimas de más soportando tensión, tirado ya en el suelo mojado, le
bloquearon los nervios de la pierna izquierda y dañaron su sentido auditivo.
Estuvo demasiado tiempo sin volver en sí, sin que nadie lo socorriera y esa
soledad accidental le provocó una desconexión cerebral que desembocó en
amputación parcial de una de sus extremidades y le privó de audición en uno de
sus oídos.
Le gustaba terminar sus
charlas con la palabra que mejor le definía, la que marcaba su punto de
inflexión, la que era su amuleto para seguir adelante, esa que le daba fuerzas
para enseñar a sus seguidores cómo hacer cuando el desconcierto no permite ver
con claridad y el caos lo inunda todo. Y sólo dijo:
−Superación.
Al mencionarla el auditorio se
puso en pie aplaudiéndolo emocionadamente. Isaac se inclinó varias veces agradeciendo
su atención, después puso una mano en el corazón y comenzó a enumerar
ordenadamente los vocablos que describían lo que él había sentido hasta llegar
a ese momento; se trataba de emociones que iban de la negación a la
aquiescencia.
−Ira. Rabia. Miedo. Tristeza. Duelo. Enfrentamiento. Aceptación –y las
iba soltando con cada inclinación de torso, aunque con el ruido de los aplausos,
nadie percibiera lo que le había costado vencer cada una de esas etapas, hasta
llegar a esa última tan aclamada, que no era otra que –Superación−.



