Dos “Naranjas chocolate”
A
mi abuelo Tito
Cuando me acerqué al lineal de
la frutería del súper, llamó mi atención una caja de fruta. Parecía tratarse de
naranjas, sin embargo, su aspecto y textura era diferente. Podían considerarse,
por lo apagado de su pigmento, una variedad más pobre que las de siempre. Su
color entre verde oscuro y marrón convertían la fruta en algo poco atractivo a
mi vista y por tanto a mi paladar. Aun así, me quedé delante de la cesta pensando
si comprar o no, un par de ellas y probar esa variedad desconocida y tosca. Sin
embargo, su nombre me era atractivo; Entendí que ese color tan peculiar era lo
que daba nombre a la variedad y fue el que me dio el empujón para meter en la
bolsa de papel un par de Naranjas chocolate.
En casa de Elvira, hacía
tiempo, había probado gajos de naranja Navel
untados en chocolate, pero ninguno era de la variedad que ahora estaba
conociendo. Soy una verdadera amante de los cítricos y del chocolate. La mezcla
no me entusiasmó y no la he vuelto a probar, soy más de cada fruto con su sabor
primario, sin miscelánea alguna. Prefiero empezar saboreando unos gajos ácidos
y acabar el postre con unas dulces onzas de chocolate.
Como si se tratara de un
ritual, busqué la más atractiva de estas naranjas, en realidad cogí la primera
al alcance de mi mano con buena presencia. La olfateé, −sin que produjera
ninguna percepción olfativa diferente a las de su especie originaria− y la metí cuidadosamente en la bolsa de
estraza, que previamente había cogido en el dispensador. Sin quitar la vista
del innovador canasto con el preciado fruto, busqué otra que me dijera algo más
que la anterior y allí había una, con un brillo algo forzado e impostado, que
supongo tenía que ver con la necesidad del productor en origen de hacer que el
color amarronado no fuera tan somero, ordinario y algo basto, y pudiera llamar
la atención de clientes como yo, que me consideraba una vulnerable de la fruta,
sucumbiendo a probar las nuevas variedades de otras latitudes; aunque la
mayoría de las veces prefería quedarme con los sabores tradicionales míos, esos
que uno recuerda que los tienes desde niña.
Cuando cerré la bolsa me
acordé de mi abuelo Ilai. Él solía ir, en temporada de cítricos, a la frutería
de su amigo Elías Monrás, antes de abrir el taller de ebanistería. Eran amigos
de infancia y no había día que no se vieran. Solían discutir mucho, pero no
podían pasar uno sin el otro. Mi abuelo le compraba una naranja y sólo una por
día. Esto cabreaba a Elías que no entendía el porqué de su rutina, a pesar de
conocer la historia por la que lo hacía. Le llamaba roñoso y cicatero delante
de todos los clientes; a mi abuelo no le parecían mal los calificativos
viniendo de su amigo, le dedicaba una sonrisa y con las mismas salía de la
tienda. Para Ilai, la compra tenía un sentido entrañable. Recordaba gratamente
a su madre cuando le regalaba una naranja por Hanukkah. Eran tiempos de escasez
y no había dinero para más.
Águeda una vez al año, por
Hanukkah, se esforzaba por conseguir una naranja para cada uno de sus ocho
hijos; era el único regalo que podía permitirse hacerles. No era fácil juntar
el dinero para los dos kilos de fruta que necesitaba para ellos. Por eso ella estiraba
el regalo, abriendo cada día de la fiesta de las luminarias, una naranja y
ofrecía a sus hijos un gajo a cada uno. Según Ilai, sorprendentemente, las ocho
naranjas tenían ocho gajos, así que con abrir una por día era suficiente para
que sus hijos saborearan ese pequeño manjar. Mi abuelo decía que esas naranjas
eran un prodigio, un fenómeno o un milagro y lo comparaba con el milagro que se
celebraba en Hanukkah.
Águeda se ponía muy contenta en diciembre preparando esta fiesta. Sentía que en ese momento era más feliz que el resto del año. Era una festividad que sus hijos adoraban, estaba pensada para los pequeños de la casa, que recibían un pequeño agasajo cada día, después del encendido de las velas. Águeda se empeñaba en que todos sintieran que era una época especial, compartiendo buenos momentos, entorno al candelabro encendido. Ella colocaba, en el alfeizar de la ventana, la hanukkiah y después todos se apiñaban muy juntitos a la mesa, comiendo las exquisitas croquetas de cebolla y patata, el pollo a la cazuela y de postre las rosquillas, de la caja de lata, que a todos gustaba picotear. Los más pequeños jugaban al dreidel y convencían al resto para que se unieran a lanzar la peonza y ganar como recompensa unas farraspas de chocolate que su madre les daba excepcionalmente en esa ocasión. Mi bisabuela sentía, por Hanukkah, una especie de ansiedad positiva; una felicidad desmesurada y esas sensaciones las tenía estando al cobijo del calor del brasero y de los olores que desprendía la cocina económica de carbón. Estaba convencida que esas candelas de aceite, que encendían cada noche, y que compraba en el convento de las Clarisas, protegían sus vidas los ocho días que duraba la festividad. Águeda se gastaba los pocos ahorros que iba apañando mes a mes para comprar las pocas viandas, de esa cena conmemorativa, que hacía lentamente en la olla de barro y que sus hijos rebañaban hasta la última gota de salsa pegada en ella.
Ilai, suspiraba por la
estrechez y pobreza que pasaban en aquella casa. Demasiadas bocas que sacar adelante,
y poco sueldo de la herrería de su padre. Con voz quejosa siempre acababa sus
historias con un –¡Ay cuánta hambre pasábamos! Sin embargo, sus ojos le
brillaban añorando el bienestar de aquella fiesta. No se consideraba
desgraciado o infeliz, muy al contrario, sus valores eran de total
agradecimiento por la familia que había tenido.
Su madre cada año encarga en
el colmado, que había al doblar la esquina de la calle, ocho naranjas, una por
cada hijo. −Habían sido 9 hermanos, pero la pequeña Orel no había sobrevivido
al tifus y antes de Pesaj, con 7 años recién cumplidos, les había dejado para
siempre−. A mediados de noviembre Águeda, encargaba las naranjas a la señora
Sabina. Solían llegar a cuenta gotas a partir de octubre y ella le iba
seleccionando de una en una o de dos en dos, de la cesta que el almacenista le
traía cada 15 días. Mi bisabuela quería tenerlas para una fecha muy concreta de
diciembre. Por eso Águeda pactaba el día exacto con la tendera, la recogida de
su mercancía, y así no tener problemas la mañana del primer día de Hanukkah. Águeda
entraba nerviosa en la tienda y sólo le bastaba un gesto para que la señora
Sabina fuera de inmediato al almacén situado detrás del mostrador, a por su
encargo. Traía las naranjas en una caja de madera, −donde se guardaban las
sardinas escabechadas−cada una de ellas estaba envuelta en papel cebolla blanco
con logotipo de color anaranjado que revelaba el sello del productor alicantino.
La caja estaba cubierta por unos hilos entrelazados de virutas blanquecinas que
hacían la función de conservante y además estaban protegidas por una tapa
circular que las aislaba de la luz. Con la caja en el mostrador, mi bisabuela destapaba
todo el envoltorio para comprobar el estado del género y su sonrisa le indica a
la dueña del ultramarinos, su agradecimiento y orgullo por conseguirlas un año
más. También compraba unas onzas de chocolate para cortarlas en pequeños
terrones y usarlos como ganancia del dreidel. Mi abuelo contaba que Águeda era
mucho de rituales, le gustaba recrearse en ese momento mágico de tener en sus
manos un tesoro –las ocho naranjas- que, según él, estaba valorado en dos
reales.
Ya en casa, guardaba la caja
en el aparador de la despensa, un lugar bastante fresco, preservado de la
humedad y la cubría, a mayores, con un trapo limpio de cocina, para que la
pulpa no sufriera los efectos de cualquier resquicio de luz y malograra la
fruta. Casi cuando empezaba a oscurecer, cogía una naranja de ese cesto
improvisado –No dejaba de ser una caja de sardinas−y sentada al calor del
hornillo, la pelaba cuidadosamente con la navaja de las patatas. Casi no quería
tocarla, era para ella un objeto emocional casi rozando lo espiritual. La
acidez de su piel primero le roció la cara y después sintió el dulzor de su jugo
en los labios y esa sensación agridulce le hizo salivar. Con sus dedos desgajó
delicadamente la naranja; tenía 8 gajos, como lo eran sus hijos, ocho. Fue
colocando el fruto, uno a uno en el paño de lino que había bordado meses antes
para estrenarlo el día de la celebración. Luego tomó las cuatro puntas del
trapo, las unió en el centro, hizo un pequeño nudo y se lo guardó en uno de los
bolsillos del mandil. Cuando llegó la hora de encender la primera vela del
candelabro, le dio la shamash a su
hija mayor y con ella, Débora
encendió la primera candela de Hanukkah. En silencio, quedaron hipnotizados por
la luz del pequeño cirio, hasta que Águeda llevó la hanukkiah a la repisa de la
ventana bisbiseando una oración;
mientras se iba consumiendo su luz, sacó del bolsillo del delantal, el
pequeño muñón de paño; lo extendió en la mesa y le dio a cada uno de sus hijos
el gajo de naranja que cuidadosamente había desmembrado de ese fruto tan
preciado. Hacía el mismo ritual los días sucesivos hasta completar los ocho
días de la festividad. Curiosamente, igual que el milagro de Hanukkah, mi
bisabuela encontraba ocho gajos en cada una de las naranjas que pelaba cada
día. Ilai se refería a ese momento como el milagro de Águeda.
Era una bonita y entrañable
historia de Hannukah, que mi abuelo me contaba todos los años. A veces, le
añadía algún matiz que la hacía más inverosímil, pero no por ello menos
atractiva. Me la sabía de memoria y aunque desde pequeña le cuestionaba que el
mismo número de gajos en las naranjas de su madre era un poco raro y casi imposible
creer, sin embargo, me gustaba escuchar esa historia que envolvía el portentoso
misterio de mi bisabuela. Ilai siempre repetía lo mismo: −las que Águeda
compraba en el colmado de la señora Sabina, sí los tenía. Él decía que se
trataba de un milagro y no se podía explicar cómo sucedía tal cosa. Así que
cada vez que nos felicitábamos por Hanukkah, cuando era niña, acabábamos
diciendo al unísono y como felicitación familiar: −Las de ella si los tenía
y después ya pronunciábamos la tradicional –Un
gran milagro ocurrió allí recordando el milagro de la Menorah del templo de
Jerusalén.
−Señora, ¡oiga! Hola, ¿se
encuentra bien? ¿quiere que le pese la bolsa?
Alguien me tocó el hombro y
automáticamente me disculpé − ¡Ay perdón!, estaba pensando en qué más llevar y
se me “ha ido la cabeza”. Era una
disculpa para no parecer ridícula. Me había quedado embobada pensando en mi
abuelo Ilai y había perdido toda noción de la realidad de donde estaba.
Le pregunté a la frutera del
súper si las Naranjas chocolate, que acababa de coger eran una variedad nueva
de naranjas, una especie de fruta transgénica de última generación. Me miró con
cara escéptica y me dijo: −Ni idea. Ya las tuvimos el año pasado. La encargada
dice que son más dulces. Para mí son feas y poco atractivas. No sé más. ¿Se las
peso? –Sí, por favor, quiero probarlas a ver a qué saben.
Nathan me dijo que estaría en
casa al oscurecer. Nos gustaba el ritual de encender la hanukkiah juntos. No
teníamos hijos, lo habíamos pospuesto en varias ocasiones y ahora ya era tarde
para intentarlo. –Mira lo que he traído para celebrarlo. Al ver las naranjas
puso cara rara; enseguida las relacionó con la historia de Ilai y entendió que
como Águeda las íbamos a pelar en su honor para comenzar la celebración de
Hanukkah. Le di la razón a Nathan; eran un poco feas, pero en temas de
alimentación hay que estar abiertos de mente, −quién sabe que llegaremos a
comer. Le dije.
Imaginé a mi bisabuela pelando la naranja y a Ilai esperando
su gajo. Pelé lentamente mi Naranja chocolate; lo hice con espiritualidad, como
me imaginaba que ella lo había hecho. Gesticulando con mis manos sutilmente, deseché
la pulpa hasta llegar al fruto. Fui separando los gajos unos de otros y los
conté, como si se tratara de un prodigio natural por descubrir. Uno, dos, tres…Los
levantaba sobre mi cabeza y los dejaba reposar suavemente sobre un paño de lino,
lo mismo que hizo Águeda con los suyos. Nathan miraba sorprendido la
representación que estaba haciendo; sonreía siguiendo la ceremonia, aunque él
peló la suya de manera habitual, sin tanto miramiento y teatralidad como lo
había hecho yo. Ambos observamos que el color de los gajos era el normal, el de
siempre, el usual de una naranja. No tenía toques amarronados o terrosos que es
lo que se esperaría de esta nueva especie y que definirían su novedoso nombre
de pila. Cuando acabé de colocar los gajos en el paño,
los conté varias veces por si estuviera equivocada porque se trataba de ocho
pedazos y me di cuenta que Nathan repetía la misma operación que yo; con su
dedo índice contaba una y otra vez los gajos. Con un grito histérico dije en
voz alta –OCHO. Y Nathan tan asombrado e impactado como yo repitió –Ocho
también, ¿cómo puede ser? Vaya casualidad, no me lo puedo creer. ¿Qué está
pasando? Y respondí: él espíritu de Águeda, el milagro de sus ocho naranjas.
A manera de oración y felicitación,
de Hanukkah, y recordando las palabras de Ilai sobre las naranjas de Águeda, a
los dos nos salió decir: −LAS DE ELLA SÍ
LOS TENÍA como las nuestras también. Parecía que la historia se repetía y
que esas dos naranjas de nombre Chocolate se habían cruzado en nuestro camino
para recordar a mi abuelo Ilai y los ocho gajos de las naranjas de la bisabuela
Águeda.
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