lunes, 29 de julio de 2024

LA CHUNGA

 



Una flamenca peculiar

Le pregunté a Esther que pensaba ella de la muerte, se lo pregunté así “a bocajarro”; yo sólo quería alguna respuesta de por qué viene por sorpresa, arrasa y se va llevando por delante al que le plazca; dejando a los que quedan con una maraña de sentimientos desordenados que sólo con el tiempo van organizándose de nuevo. No es que quisiera agobiarla con esa situación tan deprimente, con ese momento tan escalofriante que todos tratamos de situar en la lejanía; ese momento que estamos convencidos que no se refiere a nosotros, ese que, sólo les pasa a otros y que no vemos que sea el nuestro.

 Siempre he querido pasar de puntillas sobre el tema, mencionarlo lo mínimo, sin opinar demasiado, sin entrar en pensamientos o disertaciones filosóficas y respondiéndome, −eso ahora no toca.

Quizás tenía que haber rebajado el tono de mi pregunta a Esther, tal vez cambiar ese concepto tan aterrador por un eufemismo más amable, para no caer en la oscuridad de ese miedo o para no opinar demasiado de lo desconocido del más allá. Sí, el concepto Muerte en sí mismo, me da repelús, me provoca una especie de “yuyu” alérgico, un “aparta” de mí ese instante solitario de desconexión. Pero no me atrevía a cambiar el término en mi interpelación a Esther. Sin embargo, hacía varias horas, que había tomado la determinación tajante que para mí y a partir de ahora, la Muerte no sólo con letras mayúsculas y con el significado profundo de lo que representa, sino con la acepción más banal y expresiva, esa que tenemos siempre en la boca, iba a ser La Chunga. Había dado en el clavo con el vocablo. Era como cuando sueltas un taco en otro idioma, el exabrupto suena hasta bien, es pegadizo y no parece tan serio o trascendental; puedes hasta decirlo muchas veces y con ello relativizas la gravedad, aunque sea fuerte lo que estés diciendo.

Esther no salía de su asombro con mi pregunta, no se atrevió a decir mucho sobre lo que pensaba, tal vez pensó que aún había mucho que vivir para estar definiendo algo difícil de categorizar. Dejó de mirar sus apuntes y articuló un par de monosílabos e interjecciones, que más parecían sonidos onomatopéyicos que opiniones críticas sobre La Chunga.

Hacía un par de meses que me había enfrentado a la chunga de mis abuelos, primero se fue él y en menos de un mes ella le homenajeó siguiéndole también. Esas pérdidas me hicieron reflexionar sobre cómo se van sucediendo los días y como cuando menos te lo esperas te has ido. El silencio de la noche me estaba ahogando, me hacía enfrentarme en una especie de batalla fratricida contra la que parecía mi cantaora o flamenca favorita, o sea la tal Chunga. Al amanecer, me sentía viva, pero tenía tantas inseguridades que me estaba matando; o, mejor dicho −me estaba chungueando. Así que llamé tímidamente con los nudillos en la puerta de Esther, que sabía estaba despierta, estudiando sin descanso para no sé que oposición a la judicatura. Abrí la puerta tímidamente, ella me miró por encima de sus gafas, levantó un poco la ceja izquierda, queriendo decirme − A ver, ¿qué te pasa ahora?, sabes que estoy concentrada en esta marabunta de apuntes y vienes a distraerme con tus preguntitas. Con escepticismo y tímidamente yo esperaba hacerle la pregunta del día. Era temprano, lo sabía, pero ya no podía más. Siempre me ha gustado preguntar, pero suelo ser odiosamente pesada con tanta demanda, así que ya hace un tiempo que Esther creó la regla de una pregunta por día, los fines de semana eran tiempos muertos, o debería decir, “chungos”, no había ni pregunta ni respuesta, eran para descansar; yo decidí acatar la norma, como si se tratara de un medicamento, donde la prescripción era precisa y clara, si no quería sobre exponerme a una sobredosis oral por ingesta de interrogantes y perder su amistad; me fastidiaba un poco, porque a veces las horas entre consulta y consulta se hacían eternas y me era difícil sujetar mi ansiedad.

Hoy tocaba sobre La Chunga, era una pregunta profunda y la respuesta tenía muchas aristas, iba a ser un tanto complicada; a lo mejor Esther me mandaba a paseo; era comprensible, no es fácil opinar sobre algo que cada uno se enfrenta con un miedo diferente y posiblemente, como yo, no sabría definirlo. A veces le salía el genio de su padre y acabábamos discutiendo y nos pasábamos una semana cada una por su lado ignorándonos. Incluso una vez me propuse buscar otro piso, para olvidarme de ella y de todas sus exigencias. Supongo que ella pensó lo mismo, estaba harta de mí, con todas mis comeduras de tarro y las sucesivas dudas que siempre estaban asaltándome.

Para Esther, yo iba a trabajar mi media jornada y cuando volvía me tiraba en el sofá y no hacía más que pensar y preguntar, lo que ella consideraba como interpelar arbitrariamente, filosofar sobre conceptos curiosos y de difícil respuesta. Es cierto que no sabía cómo dejar mi mente quieta, no en blanco, no; eso no era lo que yo quería. Mi objetivo era dejar de pensar en el más amplio sentido de la palabra.

Lo de mis abuelos me estaba dejando tocada de la “olla”. Se me quedó grabado los dos momentos de su entierro, cada uno en el tiempo que le tocó afrontarlo, de colocar los ladrillos sellando la tumba por debajo de la lápida principal. Ese sonido hueco del roce del cemento, la paleta y el eco seco de un ladrillo con otro. Realmente me impresionó más que el llanto de mi madre y mis tías al asumir su orfandad definitiva.

Esther trataba de resolver fácilmente mis dudas, con un veredicto un tanto superficial por la rapidez de querer responder a mí única pregunta del día, lo antes posible y así ya estar tranquila el resto de la jornada. Lo hacía de manera didáctica, como si estuviera ensayando oralmente la solución correcta a una de las cuestiones del examen que tenía que pasar. Trataba de calmar mis miedos de manera cariñosa, pero resolutiva para que la dejara estudiar cuanto antes. Al fin y al cabo, nos podían quedar unos 50 años de vida o más, si todo iba bien y para que agobiarse, ahora que comenzaba un precioso día de primavera, aunque ella tuviera que estar encerrada ocho horas delante de unos libros aburridos memorizándolo todo y yo tuviera que coger el metro al aeropuerto para limpiar como un autómata, lo que otros ensuciaban.

Entonces yo buscaba la contestación en mi interior. Una reflexión que me calmaran ante la evidencia de La Chunga. Algo que consiguiera aferrarme aún más a mi mundo.  Sentirme viva sin tantos pensamientos tétricos y recurrentes sobre “la chunguedad”. Estaba tan obsesionada con ella que incluso empaticé con la idea de qué no era tan malo tocar el más allá. Casi me convencí qué si me pasaba algo y si La Chunga me atrapaba, la cosa ni tan mal. Generé hasta un pensamiento positivo, me animaba a mí misma gestando un ánimo inusitadamente gratificante. No era real lo que estaba proyectando. Tenía un desorden sentimental, una pena por entender que la vida iba pasando, superando etapas y que a los que quería esta Chunga se los iba llevando sin darles más oportunidad que cerrar los ojos, dejarles inertes, pálidos, sin expresión y sobre todo mudos para siempre. Pero lo peor de todo es que, a los que rodeaban al finado, este “prototipo constructivo” los dejaba atónitos, en medio de un caos finito, pero al fin y al cabo una hecatombe de sentimientos difíciles de encauzar hacia lo racional.

Esther se levantó de su silla, se acercó a mí, me acogió entre sus brazos y trató de calmar mis miedos con la experiencia del que sabe dar consejos caseros, de esos que valen para todo desde un conocimiento relativo. Con unos ojos llenos de ternura me contestó lo que pensaba sobre ella, hizo un alegato poco convincente de la profundidad de lo que La Chunga significaba para la humanidad y aunque no me persuadieron sus argumentos, sí me calmó la seguridad de sus palabras, la manera de mirarme, su comunicación corporal, su estado de ánimo y paciencia. Después de un buen rato de monólogo, Esther casi había conseguido que yo dejara de cavilar y entrara en una parcela terrenal más somera y aparente de objetiva realidad.

Cuando estaba a punto de salir de su cuarto, con la serenidad del que le ha hecho efecto un ansiolítico verbal. Volví a oír su voz −Quieres preguntarme algo más, hoy podemos romper nuestra regla. Hacer una excepción.

Desanduve mis pasos y casi sin pensar dije: − ¿Tú crees que La Chunga me ronda? Con una carcajada me respondió: − ¿La Chunga? ¿Esa quién es?, ¿una flamenca?...