EL CÍRCULO
Cuando entré en la sala de terapia y vi a esa gente haciendo
un círculo, sentí que aquello no iba conmigo, que no tenía nada que ver con
ellos. Parecían tal cual “unos personajes”
sacados de las series americanas. Al pasar el umbral de la puerta se hizo un
silencio molesto con mi presencia.
−Siéntese por
favor, considérese bienvenida, le hemos dejado esa silla para usted al lado de Emmet
y Lena.
Me quedé inmóvil sin saber cómo avanzar. Me sentía ridícula y
un tanto avergonzada. Se me pasó por la cabeza salir huyendo y olvidar mi
impulso de nuevos experimentos terapéuticos. Realmente lo que me pasaba no era
para tanto, sólo era una cierta molestia por algunas actitudes que me
incomodaban y sentía el vacío de los que en otro tiempo no dejaban de contactar.
−Por favor,
Olivia, sin miedo. Pase, tome asiento, verá como entre todos sacamos algo en
claro que la pueda ayudar a ver las cosas desde otra perspectiva.
Cuando contacté con el terapeuta por teléfono para pedir una
cita, me sugirió la posibilidad de formar parte de un grupo de terapia en el que
todos estaban dolidos por lo mismo que yo. O sea, “la puñetera” falta de amistad y su silencio. Me sugería, que
poniendo en común, lo que nos pasaba, es decir, nuestras miserias, podría haber
esperanza para todos y juntos podríamos llegar a definir qué era La Amistad. Aunque
no me había quedado claro hacia dónde me llevarían las opiniones de unos
cuantos “chalados” que se sentían solos.
Cómo convertir sus palabras en válidas para paliar mi enfado, por ser la parte
ignorada de los que creía mis amigos y no por falta de poner ganas por mi
parte, sino por la “nada” de todos
ellos. Yo no me sentía sola. No tenía las ganas de lamentar la soledad en
ningún momento del día. Lo que me fastidiaba era no estar en los planes de
nadie. Me sentía desamparada como cuando era niña y jugaba al escondite con mis
amigas. Ellas se escondían tanto que al no encontrarlas me iba a casa desolada,
con la sensación de que habían
desaparecido a propósito para no estar conmigo. Eso sí que era una puñalada de
abandono, como la siento ahora también.
Por eso dudaba de que lo que me proponía el terapeuta, podría
llevarme a un cambio de situación. Porque estaba convencida, que yo no era la
que había dejado al resto. Nunca lo había hecho y sin embargo prescindían casi
por completo de mí. Vamos que me decían a la cara: –pasamos de ti, tía. Era como jugar de nuevo al escondite con una
panda de adultos.
Por eso, que lo más normal, era darle, al terapeuta, la lista
de mis contactos y que él les llamara para que fueran ellos los que asistieran
a la terapia grupal. Esto sería una excentricidad y raro “de cojones”, pero divertido. Como le dije a él: − Yo no tengo problemas y a la vez pensé
dándome una palmada en la frente −y
entonces ¿para qué le llamas?
El terapeuta se río con mis ocurrencias y casi me convenció
para que asistiera sólo a una cita y probara por una vez. Con mis inseguridades
de toma de decisiones, no me atreví a concertar la cita que me proponía. Al
colgar me quedó una sensación de malestar. Ese tipo de rollos me dan “alergia”. No me van bien las terapias
grupales. Aunque no haya ido a ninguna en mi vida. Seguro que ahí no iba a
encajar. Además, ¿Por qué unos desconocidos me explicarían la razón de mi
inestabilidad? si yo tenía unas pautas claras, un esquema diferenciado de lo
que era “la Amistad”, con
mayúscula, sobre otros valores. Era una forma de Vida, aunque en estos momentos
sólo era mera teoría, “papel mojado”.
Más bien me estaba convirtiendo en una experta del valor de la Enemistad. Vamos que no me quedaba nada para comprender
este sentimiento, que me había llevado directa a una gran decepción. Yo misma
me repetía –¡No digas bobadas y pasa
página!
Volví a marcar el número de la clínica terapéutica y unos
segundos después ya tenía la fecha anotada en el calendario del frigorífico.
Qué podría decir al grupo, -qué me siento perdida, desconectada, aislada, abandonada. Los
nuevos gurús que escriben en “los Semanales”, sobre cómo hacer que nuestra vida
sea óptima y longeva, dicen que las relaciones sociales son el mejor pasaporte
para conseguir pasar la franja de los 80. En mi caso estoy perdida. Me quedan
pocos años de vida, cero relaciones amistosas. Por tanto, resto cero.
−Por favor
Olivia, siéntese, la esperábamos. Puede presentarse y decirnos que le ha
llevado a venir hoy aquí.
¡Qué pregunta tan directa! Tragué saliva, y balbuceé mi
nombre, después tartamudeé un par de obviedades. Si hubiera podido meter la cabeza
bajo tierra, lo hubiera hecho sin dudarlo y si hubiera tenido fuerzas para
correr y “pirarme”, desde luego que hubiera puesto mis pies en las antípodas de
ese lugar. Un calor sofocante me subió de la cintura hasta la frente y supe que
mi timidez me iba a jugar una mala pasada. Al final de mi ridícula disertación
llegué a decir: −“lo mío es un problema
de no entender bien la Amistad. He llegado a la conclusión de ser una experta
en enemistades”. Me sentía tan resabiada con lo que acaba de decir, que
para rematar aún más mi cursilería añadí:
− Pero nada serio. Lo puedo arreglar sin necesidad de estar aquí…esto
les dejaba más que claro mi idiotez. Me levanté de la silla con intención de
salir de aquel círculo.
El terapeuta superpuso su voz a mis últimas palabras: −la amistad es una palabra fácil de decir,
compleja de entender. Es parte de la vida, las relaciones y sus dificultades.
No se vaya Olivia, podemos ayudarle y
entre todos explicarle en que consiste ese concepto tan usado y tan complicado
de llevar a la práctica. Todos tenemos nuestra visión de lo qué es y la mayoría
somos expertos buscadores de ella, no siempre la encontramos y muchas veces la
perdemos. Denos la oportunidad de conectar con usted, de comprobar si alguno de
nosotros puede hacerle entender de qué va y de explicarle lo complejo que es
llegar a conservar un solo amigo a lo largo de toda una vida. Toda su
disertación me sonó a una oración religiosa. Podría repetirla las veces que
fuera y siempre me sonaría igual.
Alguien dijo: −Total ya
has venido, no vas a perder nada por estar aquí una hora y contarnos tu
historia. La mayoría nos sentimos desvalidos, tristes y solos. Si no
estuviéramos tan angustiados ¿tú te crees que estaríamos aquí? Así que, ¿qué
diablos te pasa a ti con la amistad?
Me abrumó tanta atención, y preferí sentarme de nuevo en la
silla que me habían asignado. Tenían razón, si estaban allí, no era por gusto
sino por la falta de algo.
Yo sólo quería respuestas, pero no a la soledad que no
padecía de ella, sino a la decepción, al desprecio y al desinterés. A esa
especie de acoso psicológico al que estaba sometida por los que habían estado a
mi lado.
Una mujer levantó la mano, llamando la atención del resto. Con voz estridente dijo: –La amistad está sobrevalorada.
Hacía unos días que yo
me había repetido esa misma frase casi cien veces, e incluso pensé en
tatuármela en el antebrazo, para leerla siempre que mi ánimo decayera. Pero no
era más que un autoengaño, un empoderamiento ilusorio. Una frase sin más,
totalmente hueca y sin mucho sentido.
Casi con monosílabos y hablando más bajo de lo normal les
dije: −Creo que para mis amigos ya no soy
necesaria. Ese era el núcleo de mi pérdida: NO-SER-NECESARIA.
Alguien dijo: −¡vaya
pues sí que das lastima, sí! Yo también me quedé sin nadie, claro que lo mío
fue culpa del alcohol, que se llevó por delante lo poco que me quedaba.
Un murmullo de experiencias alentó al grupo a contar pedazos
amargos de sus vidas, pero creo que ninguno se sentía tan “tirado” como yo en ese momento.
El terapeuta me ayudó a salir de mi parálisis mental. Ciertas
preguntas me activaron y la rabia me hizo poco a poco soltar toda la angustia
que me oprimía.
_Yo sólo quería tener una
llamada de ánimo, un cómo estás.., un quedamos…, un no te preocupes, te ayudo
en lo que necesites… Te invito a cenar…, o salimos por…, vamos de compras…,
sabes la noticia de mi hija, pues que se ca… o mira lo que me ha pasado… te voy
a visitar… A la vuelta de mis vacaciones te llamo… Y lo peor de todo es que nada de eso ocurrió.
_¿Tú qué has hecho para…esas
cinco palabras del terapeuta fueron suficientes para que estallara. Es que no
le dejé ni pronunciar la última palabra de la frase y salté como un muelle. _Que qué hecho…pues cansarme de intentar
quedar una y “mil veces más”. Pasar horas mirando el móvil por si alguien se
acordaba de mí o enviando mensajes que no han sido vistos y menos aún contestados.
Todo esto no hace más que ahondar en un sentimiento de desprecio o mejor percibir
el maltrato del que te ignora. Para mis adentros le decía: -¿Te parece poco trabajo invertir en todo eso y toda esta energía por
no perder la amistad?
El terapeuta trató de reconducir el sin sentido de opiniones
y consejos que se habían generado con la “frasecita”.
Con voz grave, por encima de todo ese ruido me preguntó:_¿En quién te apoyas ahora Olivia?
A mí sólo me salió decir pausadamente: _Yo, en nadie. Hubiera estado
bien llorar y aflojar toda mi tensión.
Lo de llorar era otro tema, no era capaz de hacerlo, no me
salía ni una gota, incluso me había propuesto escuchar música que me evocara un
sentimiento de llanto y que por fin surgieran las ganas de hacerlo hasta
hartarme y echar todo el dolor que llevaba dentro. Pero sólo había conseguido
una ligera lágrima escuchado a Burke en “Don’t
give up on me”. Su tristeza era tan contagiosa que me sentía como él,
rogando que “no renunciaran a mí”,
pero de ahí a llorar desconsoladamente había un gran camino que aún no había
recorrido. Aunque por esta vez casi agradecí no hacerlo. Me hubiera dado mucha
vergüenza ponerme en esa situación, tan vulnerable, delante de unos
desconocidos. Estaba claro que necesitaba ayuda para arreglar algunas cosas de
mi vida, pero llorar en la terapia, no estaba dentro de mis planes.
Como nadie dijo nada, supuse que todos los del círculo
estaban como yo, faltos de alguien, así que deduje que lo que me pasaba a mí,
le pasaba en cierta manera a todos ellos.
–El terapeuta se empeñaba en preguntarnos: −¿Queda algo en sus relaciones sociales, que
aún les una a alguien?, ¿algo a lo que puedan agarrarse?, aunque sólo sea un
hilo. Pero un simple hilo del que poder tirar y empezar de nuevo.
Sentí como alguno se angustiaba con esa idea de no tener a nadie.
Cabizbajos, sin decir ni una palabra más, le escuchamos decir: −Piensen en esto, puede ser interesante. Siempre
hay algo de lo que poder tirar. Hablamos en 15 días. y con las mismas se
levantó de su butaca y nos invitó a salir de la sala.
¡Cómo!, ¿ya ha terminado la terapia? ¿ya han pasado los 60
minutos? Ahora que empezaba a animarse la sesión se había acabado. ¡Qué
fastidio!
Yo quería haber dicho que no tenía hilo al que sujetarme, no
era la primera vez que había intentado empezar de nuevo con mis amistades. En
mi caso la hebra a la que me agarraba se soltaba de su bobina con facilidad y por eso estaba como
estaba.
De esa sala salí con la idea que ninguno de los que estábamos
allí, excepto el terapeuta, sabía definir la amistad, no porque no supiéramos
qué era, sino porque no la habíamos sabido manejar. Éramos especialistas en no conocerla y sobre
todo parecíamos expertos en perderla. Quizá no era yo la única en sentir que el
vacío de “los otros” no me era ajeno.
Me despedí con la sensación de no volver más, a pesar de que
la terapia se había pasado sin darme cuenta.
Dos semanas después estaba llamando al timbre para quedar con ese puñado de desconsolados, deprimidos y afligidos.
¿Serían ellos, los de ese círculo, otro tipo de amistad?