−Somos una familia
peculiar−, le oí decir a mi mujer, mientras hacía la ruta por las estancias
de la casa mostrando nuestros enseres a un grupo de personas, no conocidas, que
pasaron por delante del viejo portalón de entrada y se sorprendieron de lo “hermoso” que era el patio empedrado, una
joya arquitectónica de más de dos cientos años de antigüedad.
Lo peculiar no éramos nosotros, que no sabía yo muy bien por
qué lo éramos. Lo que nos hacía diferentes, era recibir en casa a todo tipo de
gente de lo más variopinto por el mero hecho de asomarse a nuestra intimidad y
sorprenderse de lo que estaban viendo. Navit
se convertía en guía turístico y explicaba cada detalle decorativo como si
estuviera en un museo. Sólo le faltaba organizar un paquete vacacional en el
año que más solos debíamos estar. No habíamos salido de la pandemia, pero aquí
nos exponíamos como si quisiéramos plantarle cara a la enfermedad. Ella había
cambiado su actitud de no querer ver a nadie bajo ningún concepto a abrir las
puertas de par en par y buscarse cualquier excusa para que no estuviéramos solos.
Supongo que no le importaba la enfermedad y sus consecuencias, si las había,
para quitarse unos añitos de vida. Me extrañaba en ella este nuevo afán por el
riesgo. Aunque llegué a la conclusión de que estaba muy harta de reprimirse por
toda esta situación tan anómala.
El otro día, la encontré en la cocina comiendo patatas fritas
de bolsa, como una posesa, ella que es tan comedida con su alimentación, donde
las grasas saturadas están prohibidas y las cinco piezas de verdura y fruta las
lleva a rajatabla. Verla engullir la fritanga acompañada con un buen vaso de
Coca-Cola me era extraño. Realmente sentí que algo malo le estaba ocurriendo.
La miré fijamente, más bien abrí mucho los ojos como el incrédulo que proyecta
su mirada para ver si lo que está observando es cierto. Incluso me los froté
varias veces, la miré de nuevo y pude comprobar que era verdad lo que veía.
Con una sonrisa de medio lado me dijo: −Sorprendido ¿¡eh!? Te parece raro ¿no?, pero no lo es, he decidido morirme antes que tú y la
forma más fácil es empezar a atiborrarme de toda esta “bazofia grasienta”. La
verdad es que está buena. No sé qué le pasa al cerebro que cuanto más comes
basura más quieres comer. No se sacia uno nunca y me viene bien porque he urdido
un plan para fallecer antes que tú o a la par contigo, pero como esto es un
poco difícil, casi prefiero hacerlo antes−.
Pensé que todo era una broma graciosa y que esto que decía,
realmente sí la hacía peculiar a ella, más que a mí, que no tenía ningún tipo
de extravagancias. Me reí con ella y piqué tímidamente alguna patata de su
bolsa. Luego sacó un trozo de tarta que
había sobrado de mi cumpleaños y que dos días antes ella no había probado por
tener demasiada azúcar. Casi me la había zampado yo el día de la celebración. Todavía
me sentía hinchado y gordo, pero ya no luchaba por bajar de peso. Era verano, la
época de disfrutar comiendo y yo no me lo quería perder, sobre todo cuando esos
momentos los compartía con los amigos, que me animaban a sacar un poco más de
embutido y a refrescarnos con un buen clarete.
Navit me había convencido en muchas ocasiones que mi
alimentación dejaba mucho que desear. Como estaba tan obsesionada con la salud,
me había hecho no sé cuántos planes de adelgazamiento y es cierto que, gracias
a ella, con alguna dieta había bajado unos kilos, pero pasaba tanta hambre,
tenía tanta ansiedad y el humor era tan malo que siempre le decía −Prefiero vivir menos y ser un gordito feliz−.
También tengo que decir, que con mis dietas, ella se ponía estupenda y era lo
que me estimulaba a seguirlas, para parecer un “figurín” a su lado. Pero ese período sólo duraba hasta que la angustia
por querer comer me devoraba y ambos nos convencíamos que era mejor que
volviera a mi rutina, porque si no la relación echaba chispas y no había quien
me aguantara y quien la aguantara a ella controlando que no comiera de más. Así
que por mutuo acuerdo y por nuestro bien, abandonábamos el régimen saludable para
que yo comiera lo que me diera la gana y ella siguiera con sus “verduritas a la plancha”.
No sé por qué Navit había llegado a la conclusión drástica de
que ella era la que tenía que engordar para acercarse a mí. Quizá me estaba
diciendo que me quería, que su vida sin mí no tenía sentido. Yo tenía todos los
boletos para irme antes y ella quería dejar de ser saludable por mí. Era un
poco absurdo su manera de proceder, pero reconozco que era una forma original
de amarme −¿Sería eso lo que sentía?, ¿realmente
me quería tanto como para dejar este Mundo antes que yo?−. Muchas veces, me recriminaba que estaba “cilíndrico” y que no quería cambiar, ni
siquiera por ella. De todas formas, aun con mi físico, yo no pensaba morirme
antes que ella, me quedaba mucho por vivir a su lado, además quién podía
asegurar el final de cada uno.
−¡Cariño, me has
emocionado, pienso estar aquí años y años!
Es absurdo que te pongas a comer cosas que nunca comes−. Estaba convencido
que su nuevo objetivo vital de mala salud le iba a costar tanto como a mí el
perder peso y posiblemente iba a empezar a engordar. Lo más probable que
ocurriera es que enfermaría por el nuevo hábito de alimentos, que según ella, iba
a engullir.
−Estás equivocado Lior,
no quiero engordar, que a lo mejor es un daño colateral y puede que me ocurra. Lo
que quiero es quitarme años y no verte morir. Irme yo primero, aunque si vas a
sufrir por mi ausencia, podemos intentar arreglarlo−.
Tengo que reconocer que me hacía feliz sus locuras, y éstas hacían
que nuestra relación fuera original y duradera, aunque la nueva salida de tono,
me descolocaba. Quizás ahora entendía por qué le decía a todo el mundo, lo
especiales y lo diferentes que éramos. Aunque sinceramente la atípica era ella
sólamente. Yo me consideraba una persona corriente que luchaba por ser de lo
más normal. Navit me explicó con todo rigor su nuevo ideario, no privativo de
los vicios del azúcar y las grasas. Intenté convencerla de que iba a ser malo
para ella y de rebote para mí, porque, estaba claro que yo me iba a superar
comiendo, si ella seguía con su plan de cocinar todo lo que tenía pensado
hacer, así que yo, sin remedio llegaría a la obesidad absoluta, la mórbida.
−Entiendes Navit que si
te pones así, en ese plan tan drástico terminarán por ingresarme a mí, y es más
que probable que sufra un colapso cardiovascular. Con lo que al final, por tu
actitud, acabaré yéndome, al otro barrio, antes que tú y por lo que me dices es
lo que no quieres que pase−.
Estuvo varios días pensativa, casi me asustaba preguntarle
qué pasaba, no la veía comer mucho de lo suyo, y si preparar varios platos
contundentes con recetas sacadas de Internet. –Me voy a especializar en postres, ya verás lo buenos que van a estar−.
Me decía con la seriedad que la caracterizaba cuando hablaba en serio de un
tema importante, mientras picoteaba unos mejillones en salsa de vieira. Yo la
prefería como era antes, con sus frutas y tomates, con sus mezclas de verduras
y cereales. Tenía que hacer que volviera en sí, que se diera cuenta que era
absurda su actitud y que era mucho mejor para los dos estar como siempre.
Después de una semana, en la que había comido más de la
cuenta, tuvo el primer episodio de dolor gástrico, el primer empacho y las
ganas de echarlo todo fuera. Estuvo dos días muy malita y cuando se recuperó del
hartazgo de su propia comida, casi sollozando me dijo: −Quería decirte que no quiero que te mueras, y por eso te dije que yo
quería morirme antes que tú. Que no podría soportar quedarme sola sin ti,
porque esa soledad que me aterra me hace urdir objetivos tontos y parece que en
vez de quererte aquí conmigo, ideo marcharme yo abandonándote. Quiero que sepas
que todo lo hago por ti, que la idea de tu ausencia me mata y ya que tú no
puedes mejorar, yo sí quiero empeorar por amor hacia ti−.
Me produjo ternura verla llorar, la estreché en mis brazos para darle la seguridad que ella quería tener, le prometí que nos iríamos a la vez, aunque eso fuera falso y que viviríamos tantos años como ella quisiera, sabiendo que esto también era algo que yo no podía prometer y fue entonces cuando decidí que me convertiría a “su religión” y que sería yo el que haría el esfuerzo por mejorar y alargar los años que nos quedaran juntos.