miércoles, 30 de junio de 2021

PAUTA COMPLETA




Quise hacer una fotografía al entrar en el recinto de vacunación, por eso de recordar el momento en los meses o años sucesivos. Justo cuando estaba para entrar me sentí importante, había sido elegida por edad, para recibir la pauta completa de la vacuna COVID y luchar contra la enfermedad SARS-CoV-2 si alguien me contagiaba. Era mi segundo pinchazo y entre paso y paso repetí varias veces, para mis adentros, el nombre de la enfermedad y recordé la irrealidad de lo vivido estos meses atrás. Como en una procesión, y aplicando lo aprendido “en hacer colas para todo”, fui pasando por la entrada lentamente, con porte señorial, como si fuera vestida con mantilla y estuviera siendo observada por una gran multitud a mi paso por la calle principal. Tenía preparado el código QR, en mi móvil, con mis datos esenciales. Estaba deseando extender mi brazo para recibir “el antídoto de la salvación” y recuperar un poco de cordura en mis relaciones sociales, casi abandonadas durante año y medio. Una voz aguda me sacó de mi ensimismamiento y me focalicé en lo que se nos decía a los que íbamos entrando. La administrativa, enfermera o voluntaria encargada de dirigirnos por pasillos falsos, hechos para la ocasión, repetía una y otra vez un par de frases con normas a seguir. Indicaciones que se le hacían pesadas, aburridas sin ningún tipo de emoción debido al cansancio de varias horas haciendo la misma tarea.

En ese momento fijándome en la desgana que empleaba en usar los vocablos aprendidos y reiterados durante horas, me dejé llevar por mis pensamientos y me vino a la cabeza la utilización tan extraordinaria que los sudamericanos hacen del español. Me suelo quedar embobada escuchándolos, incluso me sorprendo con los niños más pequeños, esos que aún son analfabetos, pero que manejan las palabras con una maestría inusitadamente bonita, hilando la riqueza de vocablos, expresiones y giros que han aprendido oyendo, seguramente, con veneración a sus mayores. Si los comparo con algunos de mis alumnos universitarios, con hijos de amigos, con conocidos o simplemente escuchando una conversación coloquial, mi decepción es grande. Porque los veo incapaces de expresarse sin muletillas o frases hechas. Titubean, repiten y utilizan oraciones incompletas, haciéndose entender sin decir nada y por supuesto en una pequeña conversación los tacos son fundamentales y argumentan la dicción. Quizás en nuestro país se haya perdido el vernos reflejados en la sabiduría del que se expresaba bien. Se ha dejado de promocionar la oratoria y el conocimiento de vocablos nuevos a través de la lectura. Se ha denostado con facilidad asignaturas fundamentales que favorecían el aprendizaje del buen uso de la lengua. No se fomenta el conocimiento de la literatura. ¿Quién lee ahora a Lope de Vega, a Quevedo, Góngora,  Calderón de la Barca  o incluso a Cervantes? En este país, la enseñanza del español se hace bajo mínimos, se le dedica pocas horas de estudio y en muchas zonas se hace de manera precaria. En más de una ocasión hablando con mis estudiantes me he dado cuenta que además de la vulgarización de sus expresiones no saben razonar bien. No tienen las ideas claras y por tanto no son capaces de verbalizar sus pensamientos sin titubear y dar vueltas una y otra vez al entramado de su escaso vocabulario. La expresión oral y la claridad de ideas van a la par. Es un equilibrio que no se está enseñando, y el expresarse bien no está de moda.

La procesión por el recinto ferial sigue su curso por pasillos estrechos de cartón rígido y la cola va avanzando en un silencio animoso de sumisión por querer pasar página, borrar cuanto antes este tiempo anómalo. En la cabina 13, enseñé mi brazo izquierdo, y atentamente, sin perder detalle, escuché las recomendaciones de la enfermera. Su voz estaba un poco apagada, cansada y se la oía con tono borde. Posiblemente repetir las mismas prescripciones constantemente durante varias horas le hacía parecer desagradable sin serlo. Después de 15 minutos de reposo en la gran sala de espera, habilitada para este evento tan extraordinario, pensé en la suerte que tenía de recibir una vacuna desarrollada por los inmunólogos Ugur Sahin y Özlem Türeci a varios cientos de kilómetros, en un tiempo inferior a un año. La inteligencia del ser humano, en ocasiones como ésta, lo hace extraordinario.

Quise recordar ese momento tan importante con algún objeto. Al pasar delante de una joyería supe que una sencilla sortija de plata iba a ser el amuleto del pinchazo trascendental de esa tarde.

Enseguida volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado. Ya delante del ordenador abrí el correo electrónico y me puse a contestar el gran número de mensajes que se había acumulado en el buzón. Atendí varias llamadas telefónicas y adelanté trabajo por si el efecto de la vacuna “me dejara fuera de servicio” al día siguiente.

Horas después cuando la febrícula me atacó y el malestar general se apoderó de mi cuerpo, tuve que tirarme en el sofá, reposando el cansancio que tenía, sin poder hacer ya nada más. Se me ocurrió abrir mi teléfono y ver la única foto que había tomado para fijar en mi retina lo que estaba viviendo. En la foto no salía yo, fotografié lo que estaba delante de mí, lo que veían mis ojos. Una cola circular de personas disciplinadas y expectantes. El primer plano de mi foto lo ocupaba una mujer con boina blanca, que le hacía tener un aspecto afrancesado. La escuchaba hablar para sí, pero queriendo que los demás la oyéramos “espero que me pongan Pfizer” y le diéramos una respuesta. Y obviamente alguien dejó caer la contestación dando la solución a la pregunta como si él fuera el organizador del evento. Se entabló una conversación en la que ella preguntaba y él respondía. Supe que mi cabeza creaba estas imágenes y me alegré de tener efectos secundarios, era la prueba de que la vacuna estaba provocando lo deseado. Siendo obediente a lo aconsejado me tomé un paracetamol y esperé a que el analgésico hiciera efecto. Antes de que pudiera ver más clara la realidad, una amalgama de voces desconocidas se mezclaban con las de mis alumnos, todos hablaban a la vez expresando lo mismo en un ejercicio de competición por el manejo del lenguaje y en medio aparecía yo como moderadora del que era un concurso por encontrar a “quién sabe expresarse mejor”. Entre esas imágenes oníricas había gente de la calle opinando en televisión, presentadores de informativos hablando muy alto y dirigiéndose a mis estudiantes de máster de varias nacionalidades. Oía hablar en español, inglés, portugués, alemán y flamenco. Como un martillo ensordecedor todas esas voces retumbaban en mi cabeza y sin venir a cuento de nada yo leía los mensajes electrónicos de mis alumnos chilenos “Junto con saludar le envío mi trabajo…”  y en mi delirio febril daba una clase magistral de la belleza de esa frase tratando de convencer a los demás de como la simplicidad de unas palabras pueden hacer grande a una lengua como el español. Un sudor frío equivocaba mi realidad, aunque ésta se iba moderando según iba haciendo efecto el medicamento. Horas más tarde todo ese ruido quedó silenciado por la tranquilidad de sentirme mucho mejor.

Al día siguiente, ya en la rutina de mi despacho recibí un mensaje del Servicio de Salud enviándome un certificado de vacunación contra la enfermedad SARS-CoV-2 pauta completa Pfizer-BioNTech, lo guardé en la carpeta de documentos preferentes, seguro que lo iba a necesitar en la reanudación de mis cursos presenciales. Miré el anillo que me había comprado y empecé a recordarme lo importante del día anterior.