Quise hacer una fotografía al entrar en el recinto de
vacunación, por eso de recordar el momento en los meses o años sucesivos. Justo
cuando estaba para entrar me sentí importante, había sido elegida por edad, para
recibir la pauta completa de la vacuna COVID y luchar contra la enfermedad
SARS-CoV-2 si alguien me contagiaba. Era mi segundo pinchazo y entre paso y
paso repetí varias veces, para mis adentros, el nombre de la enfermedad y
recordé la irrealidad de lo vivido estos meses atrás. Como en una procesión, y
aplicando lo aprendido “en hacer colas
para todo”, fui pasando por la entrada lentamente, con porte señorial, como
si fuera vestida con mantilla y estuviera siendo observada por una gran
multitud a mi paso por la calle principal. Tenía preparado el código QR, en mi
móvil, con mis datos esenciales. Estaba deseando extender mi brazo para recibir
“el antídoto de la salvación” y
recuperar un poco de cordura en mis relaciones sociales, casi abandonadas
durante año y medio. Una voz aguda me sacó de mi ensimismamiento y me focalicé
en lo que se nos decía a los que íbamos entrando. La administrativa, enfermera
o voluntaria encargada de dirigirnos por pasillos falsos, hechos para la
ocasión, repetía una y otra vez un par de frases con normas a seguir. Indicaciones
que se le hacían pesadas, aburridas sin ningún tipo de emoción debido al
cansancio de varias horas haciendo la misma tarea.
En ese momento fijándome en la desgana que empleaba en usar
los vocablos aprendidos y reiterados durante horas, me dejé llevar por mis
pensamientos y me vino a la cabeza la utilización tan extraordinaria que los sudamericanos
hacen del español. Me suelo quedar embobada escuchándolos, incluso me sorprendo
con los niños más pequeños, esos que aún son analfabetos, pero que manejan las palabras
con una maestría inusitadamente bonita, hilando la riqueza de vocablos,
expresiones y giros que han aprendido oyendo, seguramente, con veneración a sus
mayores. Si los comparo con algunos de mis alumnos universitarios, con hijos de
amigos, con conocidos o simplemente escuchando una conversación coloquial, mi
decepción es grande. Porque los veo incapaces de expresarse sin muletillas o
frases hechas. Titubean, repiten y utilizan oraciones incompletas, haciéndose entender
sin decir nada y por supuesto en una pequeña conversación los tacos son
fundamentales y argumentan la dicción. Quizás en nuestro país se haya perdido
el vernos reflejados en la sabiduría del que se expresaba bien. Se ha dejado de
promocionar la oratoria y el conocimiento de vocablos nuevos a través de la
lectura. Se ha denostado con facilidad asignaturas fundamentales que favorecían
el aprendizaje del buen uso de la lengua. No se fomenta el conocimiento de la
literatura. ¿Quién lee ahora a Lope de
Vega, a Quevedo, Góngora, Calderón de la
Barca o incluso a Cervantes? En este
país, la enseñanza del español se hace bajo mínimos, se le dedica pocas horas
de estudio y en muchas zonas se hace de manera precaria. En más de una ocasión
hablando con mis estudiantes me he dado cuenta que además de la vulgarización
de sus expresiones no saben razonar bien. No tienen las ideas claras y por
tanto no son capaces de verbalizar sus pensamientos sin titubear y dar vueltas
una y otra vez al entramado de su escaso vocabulario. La expresión oral y la
claridad de ideas van a la par. Es un equilibrio que no se está enseñando, y el
expresarse bien no está de moda.
La procesión por el recinto ferial sigue su curso por
pasillos estrechos de cartón rígido y la cola va avanzando en un silencio
animoso de sumisión por querer pasar página, borrar cuanto antes este tiempo
anómalo. En la cabina 13, enseñé mi brazo izquierdo, y atentamente, sin perder
detalle, escuché las recomendaciones de la enfermera. Su voz estaba un poco apagada,
cansada y se la oía con tono borde. Posiblemente repetir las mismas prescripciones
constantemente durante varias horas le hacía parecer desagradable sin serlo.
Después de 15 minutos de reposo en la gran sala de espera, habilitada para este
evento tan extraordinario, pensé en la suerte que tenía de recibir una vacuna
desarrollada por los inmunólogos Ugur Sahin y Özlem Türeci a varios cientos de
kilómetros, en un tiempo inferior a un año. La inteligencia del ser humano, en
ocasiones como ésta, lo hace extraordinario.
Quise recordar ese momento tan importante con algún objeto.
Al pasar delante de una joyería supe que una sencilla sortija de plata iba a
ser el amuleto del pinchazo trascendental de esa tarde.
Enseguida volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado. Ya
delante del ordenador abrí el correo electrónico y me puse a contestar el gran
número de mensajes que se había acumulado en el buzón. Atendí varias llamadas
telefónicas y adelanté trabajo por si el efecto de la vacuna “me dejara fuera de servicio” al día
siguiente.
Horas después cuando la febrícula me atacó y el malestar
general se apoderó de mi cuerpo, tuve que tirarme en el sofá, reposando el
cansancio que tenía, sin poder hacer ya nada más. Se me ocurrió abrir mi
teléfono y ver la única foto que había tomado para fijar en mi retina lo que
estaba viviendo. En la foto no salía yo, fotografié lo que estaba delante de
mí, lo que veían mis ojos. Una cola circular de personas disciplinadas y
expectantes. El primer plano de mi foto lo ocupaba una mujer con boina blanca,
que le hacía tener un aspecto afrancesado. La escuchaba hablar para sí, pero
queriendo que los demás la oyéramos “espero
que me pongan Pfizer” y le diéramos una respuesta. Y obviamente alguien
dejó caer la contestación dando la solución a la pregunta como si él fuera el
organizador del evento. Se entabló una conversación en la que ella preguntaba y
él respondía. Supe que mi cabeza creaba estas imágenes y me alegré de tener
efectos secundarios, era la prueba de que la vacuna estaba provocando lo
deseado. Siendo obediente a lo aconsejado me tomé un paracetamol y esperé a que
el analgésico hiciera efecto. Antes de que pudiera ver más clara la realidad,
una amalgama de voces desconocidas se mezclaban con las de mis alumnos, todos
hablaban a la vez expresando lo mismo en un ejercicio de competición por el
manejo del lenguaje y en medio aparecía yo como moderadora del que era un
concurso por encontrar a “quién sabe
expresarse mejor”. Entre esas imágenes oníricas había gente de la calle opinando
en televisión, presentadores de informativos hablando muy alto y dirigiéndose a
mis estudiantes de máster de varias nacionalidades. Oía hablar en español,
inglés, portugués, alemán y flamenco. Como un martillo ensordecedor todas esas
voces retumbaban en mi cabeza y sin venir a cuento de nada yo leía los mensajes
electrónicos de mis alumnos chilenos “Junto
con saludar le envío mi trabajo…” y
en mi delirio febril daba una clase magistral de la belleza de esa frase tratando
de convencer a los demás de como la simplicidad de unas palabras pueden hacer
grande a una lengua como el español. Un sudor frío equivocaba mi realidad,
aunque ésta se iba moderando según iba haciendo efecto el medicamento. Horas
más tarde todo ese ruido quedó silenciado por la tranquilidad de sentirme mucho
mejor.
Al día siguiente, ya en la rutina de mi despacho recibí un
mensaje del Servicio de Salud enviándome un certificado de vacunación contra la
enfermedad SARS-CoV-2 pauta completa Pfizer-BioNTech, lo guardé en la carpeta
de documentos preferentes, seguro que lo iba a necesitar en la reanudación de
mis cursos presenciales. Miré el anillo que me había comprado y empecé a
recordarme lo importante del día anterior.