Tabla de zapateado
Golpe
Gabriela La Morgia salió de la academia arropada por un puñado de estudiantes, su riguroso negro
contrastaba con la tez pálida de su cara, un moño de pelo negro recogía su
cabello. Por debajo del abrigo se veía el volante de una falda de lycra de tono
oscuro, ésta se movía ligeramente sobre las piernas delgadas cubiertas por unas
medias tupidas. Con cada paso de tacón parecía bailar el “cante Jondo” de su
vida, siguiendo un compás lento, lleno de sentimiento triste y doloroso. De su figura estilizada destacaba la
coordinación de sus brazos, la postura de las manos y el movimiento de sus
dedos. El desgarro y la angustia le hicieron sentir el Golpe de la pérdida. Parecía
estar preparada para interpretar una “Seguiriya”, escuchó la guitarra y la voz
rasgada del intérprete, los sucesivos “quejíos
y ayes” le arrancaron un zapateado y con gesto lacerante interpretó su llanto.
Se despidió de sus pupilos y no se dejó ver en una semana.
Planta tacón
Como si se tratara de un duelo por la muerte de un familiar
decidió parar su vida durante siete interminables días. Puso una nota en la
entrada de la escuela avisando a sus
alumnos del cierre temporal. Se encerró en casa, apagó su teléfono y no quiso
saber nada más de nadie ni de nada. Hacía nueve años que Gabriela
había conocido a Ben, se gustaron
desde el primer momento, él se enamoró del lenguaje de su cuerpo y ella de la
habilidad de sus palabras. Gabriela tomaba clases de flamenco en la misma calle
donde trabajaba él. Ambos coincidieron muchas veces en el bar que estaba debajo
del despacho de Ben. Hubo días de miradas y sonrisas complacientes, de
seducciones encubiertas, y susurros adecuados. Un día nerviosamente se
declararon. A los pocos meses estaban viviendo juntos. Entre ellos surgió amor,
cariño, respeto y admiración. Eran un modelo a seguir. Fue él quien apoyó su
proyecto, quien la animó a crear una escuela de flamenco con su nombre. Desde
que la conoció le llamaba Gabriela La Morgia. Los padres de ella habían estado
trabajando en un restaurante con ese nombre en Francia y a él le había sonado genial ese apodo después de su nombre.
Le convenció para que lo adoptara, le hacía sublime e interesante. A Gabriela no solo le gustó que la llamaran así
sino que lo adoptó para nombrar a su estudio de flamenco “La Morgia”.
Golpe tacón tacón
Asiel estaba en el aula cuando entró Gabriela con paso firme.
No la había visto en una semana y la notó un poco más delgada, tenía ojeras y
una cara más seria de lo habitual, sin embargo pensó que no había perdido su
elegancia, le gustaba dar las clases conjuntada acorde con la versatilidad de
sus movimientos. Hoy se había presentado con pelo recogido en una coleta alta,
llevaba una camisa negra ajustada con el dibujo de una flamenca en trazo fino.
En la cintura llevaba atado un mantoncillo floreado en tonos dorados, sobre
mallas negras. Sus zapatos eran rojos con cordones. Asiel, cohibido, no sabía
cómo enfrentarse a su dolor, dudaba si darle un abrazo, darle un consejo amable
para pasar el trago o simplemente no hacer nada. Optó por apoyarla con una
mirada y enseguida se puso en posición de trabajo. Esperó a que ella diera la
orden de comenzar las series de estiramiento y tablas de zapateado. Ya estaban
la mayoría de sus compañeras frente al espejo y quedaba claro que ella no
quería recibir ningún tipo de condolencia, no le iba a servir de nada que ellos
empatizaran con su nuevo estado de soledad. Comenzó la clase, con voz ronca,
gesto serio y un desánimo inusual. Gabriela notó la
concentración de la sala, el silencio se rompía con cada orden del ejercicio a
practicar. A través del espejo, ella les observó intentado que todo saliera
bien. Le mostraban su cariño con cada golpe de tacón. Era ella la que taconeaba
con más fuerza que los demás sobre el suelo de madera, en un intento de parar
el Golpe recibido. Dando palmas acompasó su llanto y ellos la siguieron para
sacarla de su desesperada angustia. Repitieron
la tabla una y otra vez. Las plantas, los tacones y los golpes eran cada vez más
rápidos. El ruido era atronador, sin embargo ella estaba ausente y como una
autómata solo bailaba para sí.
Planta tacón, tacón,
tacón bajo
Talía entró corriendo en la escuela, demasiado tráfico y
grandes dificultades para encontrar aparcamiento cerca del local. Salió del
vestuario abrochándose la hebilla del zapato izquierdo, se ajustó la falda de lunares rojos como pudo
y corrió hacia su clase. Llegaba media hora tarde y la puerta estaba cerrada. Desde fuera oyó el ruido del calentamiento
previo al ensayo de la coreografía por “Alegrías”. Escuchó la voz de Gabriela. Se alegró de
oírla de nuevo. Abrió la puerta, pidió disculpas por el retraso, y se incorporó
al grupo “planta tacón, planta tacón”,”planta
tacón tacón, planta tacón tacón”. A través del espejo del aula, Talía pudo comprobar que el gesto de La
Morgia era afligido. Se la veía algo más demacrada, la huella del sufrimiento
se apreciaba claramente en el contorno de sus ojos y sus movimientos no tenían
la agilidad de siempre. “Planta tacón
tacón, planta tacón tacón”. Ella iba contando cada paso rítmicamente para
que sus alumnos cogieran la velocidad adecuada con los distintos movimientos,
toques y taconeos del arte del zapateado. Con cara fúnebre corrigió varias
posturas y con voz solemne cantó la
práctica una y otra vez. Talía consiguió no cometer muchos fallos, había
ensayado duro en su casa para que La Morgia no tuviera que parar el ensayo modelando
sus pies torpes y lentos. Había sido la última alumna en incorporarse al grupo
y aunque ponía mucha pasión y ganas no dominaba ni el marcaje y los quiebros, ni
la cadera y las vueltas de un lado y de otro. No se atrevió a preguntarle nada. Pensó que
nada de lo que hiciera podría calmar su desaliento.
Tabla completa de zapateado: El Desamor
Hacía un año que
cuando Ben le decía “Te quiero”, sus palabras solo eran eso, palabras,
no expresaban ningún tipo de sentimiento, eran unas sílabas encadenadas planas que
estaban vacías y ya no significaban nada. Ella las recibía como pequeños
pellizcos de desafección. Casi no había besos y los que había eran como los de
un desconocido. Ben ponía sutiles disculpas por llegar tarde a casa. Unas veces
era por el encuentro con clientes, otras por la necesidad de preparar juicios,
bien llamadas de última hora o por reuniones imprevistas. Se justificaba una y
otra vez, pero La Morgia, en su interior, no dejaba de pensar que algo no
funcionaba bien. Se esforzó para mejorar
la relación, procurando hacer cambios que le hicieran vibrar, cambios que le
devolvieran a la pulsión de años anteriores cuando no había nada mejor que
estar juntos y la idea de separarse los volvía locos. Ben dejó de mirarla, ya no
era importante ni prioritaria. Gabriela había dejado de brillar para él. Un
día le dijo que alguien le impedía seguir queriéndola. Y ese alguien era más
importante que ella. No tuvo que explicar nada más. Gabriela sintió como sus
palabras le rasgaron la piel como si la cortaran con un trozo de cristal. Le cambió
la expresión de la cara. Sintió un dolor punzante en el vientre que le abría
las carnes. Su cuerpo se retorció en Movimientos
de Desamor infinitos. Las lágrimas recorrieron sus mejillas. Hizo varios
quiebros laterales. Movió sus caderas a un lado y al otro, dio una vuelta
normal y después otra en sexta. Estiró sus brazos y con ellos los dedos de las
manos se retorcieron, acompasados en un giro de muñeca para intentar abrazarle.
Cuando abrió los ojos él ya se había ido. Gabriela La Morgia no pudo más que expresar
su desconsuelo con lo que sabía hacer bien. Calentó sus pies con una tabla
completa de zapateado. Cuando ya estaba cansada de las repeticiones, se dejó
llevar por los acordes de una guitarra, escuchó unas palmas melancólicas y se
arrancó a bailar por “Peteneras”. Sus movimientos fueron lentos y armoniosos.
Con cada golpe liberaba su rabia, calmaba su ira. Cuando acabó su
interpretación, ya exhausta, entendió que entre ellos todo había terminado.