El que yo viva en ella fue una de esas casualidades que surgen de la nada, casi por arte de magia, esa casualidad empezó por un simple Tarro de Miel…
Hacía meses que
buscaba una casa de Pueblo, una casa alejada de la ciudad, un lugar donde poder
escuchar el silencio y saborear la soledad del campo lleno de ruidos amables. La ansiedad
de la urbe me había anulado como persona y no era la que quería ser. Pedí ayuda
a mi padre, que por aquel entonces trabajaba de contable en un pequeño complejo
hotelero de carretera muy concurrido por ser zona de paso y parada intermedia
entre ciudades.
Amós apareció en la
oficina de mi padre, no era de muchas palabras, pero rebosaba inteligencia de
“hombre de pueblo” de esos curtidos por el esfuerzo de la Tierra que había
llegado a servir al Estado como “Guardia” y en su retiro había vuelto a su
pueblo para retomar su afición a las colmenas, a la huerta y al cuidado de
pequeños animales. Restauró la casa de
sus abuelos que le había tocado por la parte del reparto de propiedades de su
madre e incluso llegó a presidente pedáneo por su buen hacer con los vecinos y
la gran disposición a repoblar de árboles los alrededores del pueblo, fue uno
de los logros que hay que agradecerle.
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Carboncillo Sara Escudero |
Amós dejó un tarro de
miel para que los clientes probaran en el restaurante la calidad del líquido
dorado de sus abejas y pensó que tal vez
pudiera sacar unos euros trayendo algunos tarros más y venderlos con aquellos productos que los que
paraban se llevaban como recuerdo de la zona.
Yo por aquel entonces estaba obsesionada con comprar una casa
en zona rural, me la imaginaba más bien pequeña, podía ser un pajar, o cuatro
paredes de piedra, donde proyectar un cambio profundo de vida, en realidad no
necesitaba más que lo básico como una cocina, un servicio, un estudio con
chimenea y una habitación. Le sugerí a mi padre que ya que él tenía relación
con mucha gente por su trabajo y por su manera de ser, tan extrovertido y
afable, me ayudara a buscar ese lugar donde poder tranquilizar mi alma, dejar
mis nervios histéricos y encontrarme a mí misma, aunque no sabía qué tenía que
hallar dentro de mí para llegar a quererme. Tenía claro que no podía seguir en
esa Selva de trabajo, solían ser jornadas de unas doce horas diarias de gran
esfuerzo, que aunque bien pagadas habían desquiciado mi manera de relacionarme
con los demás y siendo mi posición profesional muy cualificada en el mundo de
la Publicidad, me había roto físicamente, había perdido mi gracia inicial y mi
creatividad había mermado, ya no mostraba ningún interés y todo mi esfuerzo
había conseguido romperme internamente. Fue entonces cuando decidí abandonar todo,
apartándome de mi actividad frenética, después de 20 años dedicada a mejorar
cada día, me encontraba sola, sin ningún tipo de relación, me había apartado de
mis amigos e incluso mi familia se había cansado de mí.
Cuando Amós regresó al Hostal para cerrar con mi padre la venta
regular de su miel, mi padre ya sabía que sería él quien le podría ayudar a
salvar a su Tercera hija del desastre al que había llegado por el exceso de
trabajo acumulado durante años.
Yo estaba decidida a dar “el gran paso”, tenía capacidad
económica para afrontar un cambio de Vida… y Amós me enseñó la casa de sus
primas que vivían en otro país, era un caserón arriero de labranza, lo vendían
por lo que costaba “un Seat Panda”, era una casa con muchas posibilidades, Amós
me fue mostrando los tesoros que tenía, se fijaba en lo que a él le gustaba: La
higuera, el sauco, el ciruelo injertado, el corredor, las cuadras, la cocina de
humo, los utensilios de labranza con los que había ayudado a sus mayores; pero
la verdad es que estaba ruinosa, con los tejados hundidos, llena de maleza y
suciedad.
Era una casa enorme
para mí, nada comparado con lo que yo buscaba pero algo había en sus paredes de
piedra, en el barro que las envolvía, en
el olor a la linaza de sus maderas, el hierro de sus aperos, la enorme
puerta carretal con su majestuoso arco
de piedras en perfecto equilibrio, los pilares y vigas que la mantenían en pie
después de cuarenta años de abandono, y todo eso, que no eran más que
inconvenientes me atrapó consiguiendo ver la belleza de lo destruido y la
posibilidad de restaurarlo. Entre Amós y mi padre me animaron a probar la
tranquilidad del lugar, y me convencieron para que mirara desde el corredor ese
cielo tan azul sentada en una hamaca, sin hacer nada más, dejando pasar las
horas y bajando los ojos hasta el punto más centrado de mi vista donde casas y
vegetación se unen en una sinfonía armónica, escuchado el jaleo de los
gorriones con el frescor de la mañana o el sopor de la tarde.
Amós me enseñó a entender la naturaleza, me descubrió la
esencia de las pequeñas cosas, disfrutando de los ratos de efímera felicidad.
Conseguí tranquilizar mi vida, dejé atrás aquellas histerias de la ciudad que
me llevaron a perder la cabeza y conseguí ser la persona que estaba buscando. Los
años fueron pasando hasta que un día me di cuenta que hacía 22 años que Amós abrió
la “Puerta de Arco” de la que iba a ser
mi casa y la que tanta transformación iba a generar en mi manera de ser…y llegó
el día en que Él, al igual que mi padre, se desvaneció en la calle, cerró sus
preciosos ojos azules y se fue para no
volver más.
Hoy me despido de Amós agradeciéndole su sabiduría, su
inteligencia, toda su ayuda y por supuesto aquel Tarro de Miel que tímidamente llevó a mi
padre una mañana cualquiera y que tanto cambió mi destino haciéndome mejor persona, convirtiendo mi Beit Kheset, Casa del Arco en un proyecto
existencial, en todo lo que es ahora mi vida, en todo lo que soy yo.