sábado, 25 de agosto de 2018

CINCO MICRORRELATOS DE VIDA



                                           Última hora en la clínica

Hacía meses que el pestillo de la puerta del servicio en la sala de espera se quedaba trabado dejando a los pacientes encerrados “cada dos por tres”. Lía ese viernes decidió alargar su jornada y quedarse en la clínica cumplimentando expedientes para adelantar trabajo, le gustaban esos momentos de soledad en su mesa de trabajo. Estando en la puerta para marcharse pensó en el atasco de entrada hacia la autopista, comenzaba un fin de semana de tres días, y sin dudarlo corrió hacia el servicio de la sala de espera, cuando quiso salir, ya no pudo. El pestillo se bloqueó y ella entró en pánico. “Golpes, chillidos, cólera, llanto, ansiedad, miedo, sollozo, rabia, ira, desesperación, espanto…aceptación”. Allí no había nadie que le pudiera oír, nadie para ayudarle, nadie que le esperara en ningún sitio. Después de tres días y medio de encierro y con la facilidad del que está a salvo al otro lado de la puerta, se forzó el pestillo con la ganzúa de siempre, y ésta se abrió. Lía no era capaz de emitir ningún sonido, estaba tumbada y su cuerpo parecía no responder, en sus ojos había pavor. Al ver a su compañero de trabajo se emocionó y  comprendió que estaba viva.

                                               Suena el móvil

“¡Estoy orgullosa de mi abuela Fina! Me encanta verla tan positiva. ¡Quiero ser como ella! ¡86 años y vaya marcha que tiene!”
A las 12 del mediodía aún no había abierto la puerta de su habitación; la noche anterior se quedó hasta las dos y media cosiendo los bajos de unas cortinas, al recordarlo se me humedecen los ojos “¡me siento tan feliz de tenerla a mi lado!” Pero de repente una sensación extraña recorrió mi cuerpo, y comencé a preocuparme: “¿estaría dormida todavía? ¿un ictus, un derrame, un infarto?...¿le pasaría algo?”
Con un ligero tembleque abrí la puerta, la vi tapadita, ojos cerrados y cuerpo inerte. El Mundo se me vino encima, sentí que me iba con ella, ciertamente parecía no respirar, estaba muerta…y casi cuando de mi garganta salía las primera sílabas “¡Abu!” Sonó estrepitosamente su móvil, ella abrió los ojos, resopló, se incorporó repentinamente y parecía como si llevara despierta horas.
“¡Hola, Sí, ah estaba durmiendo! pero ¿qué hora es? ¡Madre Mía! Si yo creía que serían las 8 o las 9 de la mañana”…
Me abracé a ella “¡Ay abuela cuánto te quiero!”

                                               Una tormenta de verano

Subir y bajar era el objetivo de los tres amigos. Cuatro horas de subida y otras tantas de bajada. No era una montaña complicada, la conocían bien. Coronaron el punto más alto en el tiempo previsto, allí hicieron sus rituales de siempre: unos momentos de reflexión, unas fotos, unas risas, los bocadillos, las bebidas isotónicas y para abajo.
Hacía demasiado calor y no tardó en formarse una tormenta, aunque aligeraron el paso, era imposible guarecerse, allí sólo había piedras. La lluvia dejó paso a un granizo exagerado y las rachas de viento les desequilibraba . Emma resbaló a través del liquen húmedo de los guijarros, rodó varios metros y se oyó un golpe seco y un grito de dolor. Estaba tendida e inconsciente, era imposible acercarse a ella sin resbalarse, aun así Mario no dudó en intentar llegar hasta ella. Un rayo y el estampido del trueno le dejó aturdido, intentó incorporarse, perdió el equilibrio y cayó de bruces entre las piedras doblándose un tobillo. Media hora después Samu vociferaba sus nombres, él se había adelantado unos metros  cuando les sorprendió la tormenta, había decidido aligerar el paso montaña abajo, y tuvo más suerte que ellos, consiguió no caerse.
El sol salió tímidamente de aquellos nubarrones y Samu llegó hasta ellos, estaban en un estado lamentable: Emma tenía una brecha en la cabeza, le dolía la rodilla izquierda y se encontraba magullada por todo su cuerpo. Mario no se podía mover, tenía el tobillo derecho roto y una herida muy fea en el hombro, le era imposible apoyar el pie y continuar el descenso. Ninguno de los tres teléfonos móviles funcionaba, estaban mojados y si servicio. Samu llegó al pueblo, de donde habían partido a media mañana, hacia las 8 de la tarde. Consiguió contactar con el 112, estaba desesperado, tenían que rescatarlos antes de que se hiciera de noche y quedaba poco tiempo. Se puso en marcha el GRS de la Comunidad, enviaron un helicóptero,  era la única posibilidad de no dejarlos allí solos, de no abandonarlos a su suerte en medio del frío de la noche.  
Samu al verlos desde el aire respiró…

                                               Se quedó allí dormida

Sabía que tenía que poner la lavadora, llevaba demorando ese momento varios días, así que consideré que era la ocasión de hacerlo, no necesitaba cargar la máquina más, tenía toda mi ropa dentro. Cerré la puerta, elegí el programa y listo, solo quedaba esperar. Me tumbé en el sofá, encendí la tele y me puse a ver “la bobada” que echaban en ese momento.
No había sentido a Mina, era raro que no viniera a tumbarse conmigo en el sofá, la llamé un par de veces, sin obtener respuesta, seguro estaba encima de mi cama aprovechando el último rayo de sol de la tarde, era una gata un poco comodona de más y no hacía caso cuando se la llamaba.
Oía moverse el tambor de la lavadora, primero para un lado, después para el otro, y me fastidió tener que levantarme a cerrar la puerta de la cocina, con lo a gusto que estaba tumbada en el sofá pero realmente me estaba molestando el ruido.
Cuando vi a Mina a través de la portezuela circular, me eché las manos a la cabeza y nerviosamente paré la lavadora. Se me hizo eterna la espera del retardo de la apertura, al oír el “clak” abrí la puerta, y no pude más que zarandearla para reanimarla, parecía mareada, las patas no le respondían, el cuerpo se deslizaba hacia el suelo y no conseguía equilibrarla…pasados unos minutos ella sola se incorporó, se sacudió el agua que la había sacado de su modorra y empezó a lamerse.
Ambas nos tumbamos en el sofá, como si nada hubiera pasado hasta acabar el ciclo de lavado…


                                               Ola de calor

“Lo sé, me lo repito una y otra vez, ¿cómo ha podido ocurrir?¿En qué estaba pensando? ¡Casi la mato!, ¡no puede ser! no, no, no”…
Yo solo quería parar un momentito a recoger un vestido en la modista y “largarme cuanto antes”.
El aire acondicionado del coche nos mantenía fresquitas a mi nieta y a mí. Nati jugueteaba con las llaves de plástico de colores, no paraba de morderlas ansiosamente, le estaban saliendo los dientes. En la radio informaban de las altas temperaturas “¡Qué barbaridad 41 grados!”...
“Nati es un momentito, recojo el vestido y me vengo corriendo, te dejo aquí fresquita para que el calor de fuera no te agobie, ¡¿vale, cariño?! ¡Estoy ahí en la tienda, me ves desde aquí!”.
La modista estaba agobiada con no sé qué pedido de una boda, y además tenía cinco personas delante de mí. “Vaya calor, es insoportable, es mejor no salir de casa” comenté con las que estaban de espera en la tienda. “Oye Geli, ¿tienes lo mío?” le pregunté mientras ella iba y venía por el mostrador, “sí, sí enseguida te traigo el vestido”. Le llevó más de un cuarto de hora atenderme, de vez en cuando miraba a través del cristal y me pareció que Nati seguía mordisqueando sus llavecitas.
“Pruébatelo”, me ordenó Geli, “no vaya a ser que tengas que volver y con el jaleo que tengo me retrase en la entrega”. En el probador hacía un calor insoportable y no sé cómo me vino a la cabeza que a lo mejor no había dejado encendido el coche, tengo la manía de apagar el motor siempre que me paro en doble fila, “entonces si no lo había hecho, Nati se estaría ahogando”… salí medio desnuda de la tienda y vi a la niña bañada en sudor dormidita como un “pajarín”…
“¡Ayuda, por favor! Grité con todas mis fuerzas” Saqué a la niña del coche y corrí con ella sin saber muy bien por dónde tirar, una mujer que pasaba por allí  me auxilió, “soy médico”.
 Nati se puso a llorar segundos antes de que llegara la ambulancia, si no es por esa mujer la niña estaría…