Última
hora en la clínica
Hacía meses que el pestillo de la puerta del servicio en la sala
de espera se quedaba trabado dejando a los pacientes encerrados “cada dos por
tres”. Lía ese viernes decidió alargar su jornada y quedarse en la clínica
cumplimentando expedientes para adelantar trabajo, le gustaban esos momentos de
soledad en su mesa de trabajo. Estando en la puerta para marcharse pensó en el
atasco de entrada hacia la autopista, comenzaba un fin de semana de tres días,
y sin dudarlo corrió hacia el servicio de la sala de espera, cuando quiso salir,
ya no pudo. El pestillo se bloqueó y ella entró en pánico. “Golpes, chillidos, cólera, llanto, ansiedad, miedo, sollozo, rabia, ira,
desesperación, espanto…aceptación”. Allí no había nadie que le pudiera oír,
nadie para ayudarle, nadie que le esperara en ningún sitio. Después de tres
días y medio de encierro y con la facilidad del que está a salvo al otro lado
de la puerta, se forzó el pestillo con la ganzúa de siempre, y ésta se abrió. Lía
no era capaz de emitir ningún sonido, estaba tumbada y su cuerpo parecía no
responder, en sus ojos había pavor. Al ver a su compañero de trabajo se
emocionó y comprendió que estaba viva.
Suena el móvil
“¡Estoy orgullosa de mi
abuela Fina! Me encanta verla tan positiva. ¡Quiero ser como ella! ¡86 años y
vaya marcha que tiene!”
A las 12 del mediodía aún no había abierto la puerta de su
habitación; la noche anterior se quedó hasta las dos y media cosiendo los bajos
de unas cortinas, al recordarlo se me humedecen los ojos “¡me siento tan feliz de tenerla a mi lado!” Pero de repente una
sensación extraña recorrió mi cuerpo, y comencé a preocuparme: “¿estaría dormida todavía? ¿un ictus, un
derrame, un infarto?...¿le pasaría algo?”
Con un ligero tembleque abrí la puerta, la vi tapadita, ojos
cerrados y cuerpo inerte. El Mundo se me vino encima, sentí que me iba con
ella, ciertamente parecía no respirar, estaba muerta…y casi cuando de mi
garganta salía las primera sílabas “¡Abu!”
Sonó estrepitosamente su móvil, ella abrió los ojos, resopló, se incorporó
repentinamente y parecía como si llevara despierta horas.
“¡Hola, Sí, ah estaba
durmiendo! pero ¿qué hora es? ¡Madre Mía! Si yo creía que serían las 8 o las 9
de la mañana”…
Me abracé a ella “¡Ay
abuela cuánto te quiero!”
Una tormenta de verano
Subir y bajar era el objetivo de los tres amigos. Cuatro
horas de subida y otras tantas de bajada. No era una montaña complicada, la
conocían bien. Coronaron el punto más alto en el tiempo previsto, allí hicieron
sus rituales de siempre: unos momentos de reflexión, unas fotos, unas risas, los
bocadillos, las bebidas isotónicas y para abajo.
Hacía demasiado calor y no tardó en formarse una tormenta,
aunque aligeraron el paso, era imposible guarecerse, allí sólo había piedras. La
lluvia dejó paso a un granizo exagerado y las rachas de viento les desequilibraba
. Emma resbaló a través del liquen húmedo de los guijarros, rodó varios metros
y se oyó un golpe seco y un grito de dolor. Estaba tendida e inconsciente, era
imposible acercarse a ella sin resbalarse, aun así Mario no dudó en intentar
llegar hasta ella. Un rayo y el estampido del trueno le dejó aturdido, intentó
incorporarse, perdió el equilibrio y cayó de bruces entre las piedras doblándose
un tobillo. Media hora después Samu vociferaba sus nombres, él se había
adelantado unos metros cuando les
sorprendió la tormenta, había decidido aligerar el paso montaña abajo, y tuvo
más suerte que ellos, consiguió no caerse.
El sol salió tímidamente de aquellos nubarrones y Samu llegó
hasta ellos, estaban en un estado lamentable: Emma tenía una brecha en la
cabeza, le dolía la rodilla izquierda y se encontraba magullada por todo su
cuerpo. Mario no se podía mover, tenía el tobillo derecho roto y una herida muy
fea en el hombro, le era imposible apoyar el pie y continuar el descenso. Ninguno
de los tres teléfonos móviles funcionaba, estaban mojados y si servicio. Samu
llegó al pueblo, de donde habían partido a media mañana, hacia las 8 de la
tarde. Consiguió contactar con el 112, estaba desesperado, tenían que
rescatarlos antes de que se hiciera de noche y quedaba poco tiempo. Se puso en
marcha el GRS de la Comunidad, enviaron un helicóptero, era la única posibilidad de no dejarlos allí
solos, de no abandonarlos a su suerte en medio del frío de la noche.
Samu al verlos desde el aire respiró…
Se quedó allí dormida
Sabía que tenía que poner la lavadora, llevaba demorando ese
momento varios días, así que consideré que era la ocasión de hacerlo, no
necesitaba cargar la máquina más, tenía toda mi ropa dentro. Cerré la puerta,
elegí el programa y listo, solo quedaba esperar. Me tumbé en el sofá, encendí
la tele y me puse a ver “la bobada” que echaban en ese momento.
No había sentido a Mina, era raro que no viniera a tumbarse
conmigo en el sofá, la llamé un par de veces, sin obtener respuesta, seguro
estaba encima de mi cama aprovechando el último rayo de sol de la tarde, era
una gata un poco comodona de más y no hacía caso cuando se la llamaba.
Oía moverse el tambor de la lavadora, primero para un lado,
después para el otro, y me fastidió tener que levantarme a cerrar la puerta de la
cocina, con lo a gusto que estaba tumbada en el sofá pero realmente me estaba
molestando el ruido.
Cuando vi a Mina a través de la portezuela circular, me eché
las manos a la cabeza y nerviosamente paré la lavadora. Se me hizo eterna la
espera del retardo de la apertura, al oír el “clak” abrí la puerta, y no pude
más que zarandearla para reanimarla, parecía mareada, las patas no le
respondían, el cuerpo se deslizaba hacia el suelo y no conseguía
equilibrarla…pasados unos minutos ella sola se incorporó, se sacudió el agua
que la había sacado de su modorra y empezó a lamerse.
Ambas nos tumbamos en el sofá, como si nada hubiera pasado
hasta acabar el ciclo de lavado…
Ola de calor
“Lo sé, me lo repito
una y otra vez, ¿cómo ha podido ocurrir?¿En qué estaba pensando? ¡Casi la
mato!, ¡no puede ser! no, no, no”…
Yo solo quería parar un momentito a recoger un vestido en la
modista y “largarme cuanto antes”.
El aire acondicionado del coche nos mantenía fresquitas a mi
nieta y a mí. Nati jugueteaba con las llaves de plástico de colores, no paraba
de morderlas ansiosamente, le estaban saliendo los dientes. En la radio
informaban de las altas temperaturas “¡Qué
barbaridad 41 grados!”...
“Nati es un momentito,
recojo el vestido y me vengo corriendo, te dejo aquí fresquita para que el
calor de fuera no te agobie, ¡¿vale, cariño?! ¡Estoy ahí en la tienda, me ves
desde aquí!”.
La modista estaba agobiada con no sé qué pedido de una boda,
y además tenía cinco personas delante de mí. “Vaya calor, es insoportable, es mejor no salir de casa” comenté
con las que estaban de espera en la tienda. “Oye
Geli, ¿tienes lo mío?” le pregunté mientras ella iba y venía por el
mostrador, “sí, sí enseguida te traigo el
vestido”. Le llevó más de un cuarto de hora atenderme, de vez en cuando
miraba a través del cristal y me pareció que Nati seguía mordisqueando sus llavecitas.
“Pruébatelo”, me ordenó Geli, “no vaya a ser que tengas que volver y con
el jaleo que tengo me retrase en la entrega”. En el probador hacía un calor
insoportable y no sé cómo me vino a la cabeza que a lo mejor no había dejado
encendido el coche, tengo la manía de apagar el motor siempre que me paro en
doble fila, “entonces si no lo había
hecho, Nati se estaría ahogando”… salí medio desnuda de la tienda y vi a la
niña bañada en sudor dormidita como un “pajarín”…
“¡Ayuda, por favor!
Grité con todas mis fuerzas” Saqué a la niña del coche y corrí con ella sin saber muy
bien por dónde tirar, una mujer que pasaba por allí me auxilió, “soy médico”.
Nati se puso a llorar
segundos antes de que llegara la ambulancia, si no es por esa mujer la niña
estaría…