Atanasio Masana
Simón se había tropezado con una lámpara de pie situada en la sala cercana a su habitación, una
madrugada sin luna del mes de noviembre. Estaba en la casa familiar y tuvo la
mala idea de no encender la luz de su cuarto o la del pasillo, para avisar a
sus padres, que estaban en el dormitorio contiguo, de que tenía miedo no sólo
de los ruidos que se oían entre los muros de su alcoba sino también de esa
oscuridad que tanto asusta cuando con los ojos abiertos no ves absolutamente
nada. Era un niño de nueve años cuya orientación espacial no estaba muy
desarrollada y en vez de torcer hacia la
derecha en dirección al pasillo donde se encontraba la habitación de sus
progenitores torció a la izquierda empotrándose con la inmensa y exagerada
lámpara de pie que días antes la madre había traído como premio a su primer
sueldo.
La lámpara de tulipas vidriadas con láminas metálicas
doradas y cobrizas al caer provocó un estruendo con chispazo incluido y Atanasio Masana Simón sintió el dolor de haberse
clavado varias filigranas y el corte de los cristales rasgando la fina piel de
su cara. Varias brechas fueron el resultado de que un líquido viscoso empezara a resbalar entre sus ojos, nariz y
boca. Aún mudo por el susto comprendió que ese líquido era Sangre, pura sangre
roja y casi rozando el desmayo pudo
balbucear un grito de estupor, lanzar una señal de auxilio, e intentar
correr hacia la nada antes de caer al suelo y perder la noción de la vida.
Atanasio Masana Simón entró en un estado de desmayo
somnolencia y aunque oía levemente las voces de sus padres y sentía los
zarandeos de su cuerpo para despertarlo, parecía no volver en sí. Irracionalmente
se encontraba bien, estaba flotando por un mar de nubes con una mueca de placer en sus mejillas y de
repente algo enturbió su semblante como si “Venéfica” le persiguiera y el pavor de verla
se apoderara de su existencia.
Dibujo Sara Escudero |
Venéfica procedía de los lugares oscuros del
firmamento, de la parte más negra de los agujeros negros, de esos lugares
innombrables de la oscuridad más oscura
de la Tierra, y aunque Atanasio Masana Simón no sabía dónde podría estar ese
lugar tan negro, sentía escalofríos sólo con leer “la oscuridad más oscura de la Tierra”, paraba de leer y se escondía entre la almohada y las sábanas
de su cama, respiraba profundamente intentado tranquilizarse. Un cierto nerviosismo cargado de inquietud le
devolvía a la curiosidad de meterse de
nuevo en las historias del libro y en concreto en la de Venéfica, aun con la dificultad de estar leyendo hasta
bien entrada la madrugada con una linterna, sus padres le habían prohibido
encender la luz del cuarto más allá de las 10 de la noche.
El veneno que inoculaba Venéfica era una masa viscosa
infausta, fabricada con restos de naturaleza muerta, bichos fantásticos y
especímenes disparatados. Su textura
era inmunda y asquerosa, emitía un hedor soporífero y era tan negro como el lugar de dónde
procedía la malvada mujer del país
Oscuro. Sin embargo la astuta Venéfica sabía cómo hacer para inyectar en sus
presas el vomitivo veneno y caer así en sus manos para siempre sin que ningún
hechizo pudiera rescatar a la víctima.
Atanasio Masana Simón no podía parar de leer, a pesar
de los sobresaltos de la narración. La malvada hechicera se fijaba en una presa
y poco a poco la iba haciendo suya. Con engaños y sutileza le inyectaba a
través de sus uñas el veneno, unas veces eran pequeños roces en la piel, otras
pequeñas rasgaduras y al final se convertían en verdaderos cortes donde la
criatura se ponía a disposición de ella convertida ya en un peón más de su
negro mundo.
En ocasiones Venéfica se sentía benévola con los seres
en los que se fijaba para sus maldades, quizá era un punto de debilidad o
misericordia, una atención que tenía con algunos de ellos y entonces
su capricho era crear manías, fobias insulsas, dolor provocado por el
nervio trigémino en grado ínfimo constante que provocaba la locura. Su imagen
posando sus asquerosas garras en la espalda de una lechuza asustada e
inoculándole su veneno con los ojos
ensangrentados y el gesto alargado, tremendamente
rugoso, lúgubre y tétrico fue el detonante para que Atanasio Masana Simón se
volviera a meter entre las sábanas; el libro y la linterna cayeron al suelo y
una oscuridad terrorífica se apoderó de él. Fue cuando comenzó a escuchar los
ruidos raros en la pared y cuando sus ojos intentando ver en la oscuridad no
vieron absolutamente nada. El miedo le
hizo levantarse pidiendo auxilio a sus padres saliendo de la habitación hacia
el lado contrario al que debía.
Atanasio Masana Simón volvió a la vida gracias a un
vaso de agua fría que le lanzó a la cara su querida madre. Temblaba
incontroladamente, no sabía dónde estaba o qué había pasado. Un frío le
recorría la espalda como si las uñas de Venéfica hubieran inoculado en él su
veneno y se susurró a sí mismo “ojalá la
Bruja venenosa haya estado de buen humor para que el daño que me ha provocado sea
de los leves”.
Los síntomas comenzaron días después. Primero fueron
apareciendo en determinadas situaciones que le iban provocando malas pasadas,
una pequeña herida le producía taquicardia y necesidad de tumbarse para no caer
redondo en el mundo negro negrísimo de Venéfica. Otras veces con sólo hablar de
una situación médica, una visita al hospital, una película con cierta trama
sanguinolenta, se convertía para él en una estancia sin aire, un lugar de ahogo
y angustia difícil de solventar en ciertos momentos. En su edad madura las
garras de la bruja fueron más evidentes y la fobia a la Sangre que desde niño
le había inoculado se hizo más fuerte.
Esa edad en la que tienes que visitar a los médicos cada dos por tres
fue la prueba definitiva para saber que
ella había ganado la batalla. Atanasio Masana Simón no podía hacerse una
revisión anual médica sin tener a un equipo de profesionales a su lado por si
un colapso le sorprendía en la lucha diaria contra su aversión. Tampoco fue un hombre de hacerse muchas pruebas diagnósticas porque ir al dentista era un ejercicio de convencimiento
que podía durar meses, una analítica o
una ecografía años; ir al cirujano impensable y por supuesto las adversidades
triviales del día a día como una caída, un rasguño, un golpe fuerte o débil con
incisión o sin ella eran para él un trauma insalvable.
Atanasio Masana Simón murió a la edad de 97 años, se murió de mayor, sin enfermedad aparente, simplemente le dejó de funcionar el corazón y
se fue. Se encontraba en su casa de siempre, estaba en su cama de siempre, bien
tapado como resguardándose de algo irracional. Sus manos agarraban fuertemente un libro, ese libro no era otro que aquel que la
tía Eduviges Simón le regalara cuando niño y que contaba las veleidades
antiguas de Brujas, Ogros y Duendes, pero sobre todo contaba la historia de aquella que tanto le había
impactado, VENÉFICA, la bruja venenosa,
esa hechicera que le cautivó provocándole la fobia de la que nunca se pudo
desprender.