viernes, 17 de noviembre de 2017

VENÉFICA

Atanasio Masana Simón se había tropezado con una lámpara de pie  situada en la sala cercana a su habitación, una madrugada sin luna del mes de noviembre. Estaba en la casa familiar y tuvo la mala idea de no encender la luz de su cuarto o la del pasillo, para avisar a sus padres, que estaban en el dormitorio contiguo, de que tenía miedo no sólo de los ruidos que se oían entre los muros de su alcoba sino también de esa oscuridad que tanto asusta cuando con los ojos abiertos no ves absolutamente nada. Era un niño de nueve años cuya orientación espacial no estaba muy desarrollada y en  vez de torcer hacia la derecha en dirección al pasillo donde se encontraba la habitación de sus progenitores torció a la izquierda empotrándose con la inmensa y exagerada lámpara de pie que días antes la madre había traído como premio a su primer sueldo.
La lámpara de tulipas vidriadas con láminas metálicas doradas y cobrizas al caer provocó un estruendo con chispazo incluido y  Atanasio Masana Simón sintió el dolor de haberse clavado varias filigranas y el corte de los cristales rasgando la fina piel de su cara. Varias brechas fueron el resultado de que un líquido viscoso  empezara a resbalar entre sus ojos, nariz y boca. Aún mudo por el susto comprendió que ese líquido era Sangre, pura sangre roja y casi rozando el desmayo pudo  balbucear un grito de estupor, lanzar una señal de auxilio, e intentar correr hacia la nada antes de caer al suelo y perder la noción de la vida.
Atanasio Masana Simón entró en un estado de desmayo somnolencia y aunque oía levemente las voces de sus padres y sentía los zarandeos de su cuerpo para despertarlo, parecía no volver en sí. Irracionalmente se encontraba bien, estaba flotando por un mar de nubes  con una mueca de placer en sus mejillas y de repente algo enturbió su semblante como si  “Venéfica” le persiguiera y el pavor de verla se apoderara de su existencia.
Dibujo Sara Escudero
Días antes del encontronazo con esa lámpara,  la tía Eduviges Simón le había regalado un libro precioso con letras doradas, dibujos en relieve e imágenes sorprendentes.  Muchas brujas con nombres raros, cometidos dispares y hacedoras de pócimas extrañas, ogros empoderados, gruñones y feos, duendes enanos, sabios y encantadores. Sobre todos ellos destacaba  VENÉFICA  la bruja venenosa.  Aún con mucho temor  por la imagen tan fea y pavorosa de Venéfica siguió leyendo y supo de sus maldades  conspirando con pócimas dañinas infectando a todo aquel que le viniera en gana. Ésta no era una bruja como las demás, perseguía a sus presas sin mostrar sus intenciones y sin parecer preguntona, arrogante, sabelotodo, o una de esas brujas feas con pañuelo y granos. A primera vista se mostraba con una apariencia afable, educada y buen aspecto para posteriormente dar el sobresalto, volverse tremendamente fea y terrible e inyectar el veneno que cambiaría la vida de los que se encontraban en su camino.
Venéfica procedía de los lugares oscuros del firmamento, de la parte más negra de los agujeros negros, de esos lugares innombrables  de la oscuridad más oscura de la Tierra, y aunque Atanasio Masana Simón no sabía dónde podría estar ese lugar tan negro, sentía escalofríos sólo con leer “la oscuridad más oscura de la Tierra”, paraba de leer y  se escondía entre la almohada y las sábanas de su cama, respiraba profundamente intentado tranquilizarse.  Un cierto nerviosismo cargado de inquietud le devolvía a la curiosidad de meterse  de nuevo en las historias del libro y en concreto en la de Venéfica,  aun con la dificultad de estar leyendo hasta bien entrada la madrugada con una linterna, sus padres le habían prohibido encender la luz del cuarto más allá de las 10 de la noche.
El veneno que inoculaba Venéfica era una masa viscosa infausta, fabricada con restos de naturaleza muerta, bichos fantásticos y especímenes disparatados.   Su textura era inmunda y asquerosa, emitía un hedor soporífero  y era tan negro como el lugar de dónde procedía  la malvada mujer del país Oscuro. Sin embargo la astuta Venéfica sabía cómo hacer para inyectar en sus presas el vomitivo veneno y caer así en sus manos para siempre sin que ningún hechizo pudiera rescatar a la víctima.
Atanasio Masana Simón no podía parar de leer, a pesar de los sobresaltos de la narración. La malvada hechicera se fijaba en una presa y poco a poco la iba haciendo suya. Con engaños y sutileza le inyectaba a través de sus uñas el veneno, unas veces eran pequeños roces en la piel, otras pequeñas rasgaduras y al final se convertían en verdaderos cortes donde la criatura se ponía a disposición de ella convertida ya en un peón más de su negro mundo.
En ocasiones Venéfica se sentía benévola con los seres en los que se fijaba para sus maldades, quizá era un punto de debilidad o misericordia, una atención que tenía con algunos de ellos  y entonces  su capricho era crear manías, fobias insulsas, dolor provocado por el nervio trigémino en grado ínfimo constante que provocaba la locura. Su imagen posando sus asquerosas garras en la espalda de una lechuza asustada e inoculándole su veneno  con los ojos ensangrentados y el  gesto alargado, tremendamente rugoso, lúgubre y tétrico fue el detonante para que Atanasio Masana Simón se volviera a meter entre las sábanas; el libro y la linterna cayeron al suelo y una oscuridad terrorífica se apoderó de él. Fue cuando comenzó a escuchar los ruidos raros en la pared y cuando sus ojos intentando ver en la oscuridad no vieron absolutamente nada.  El miedo le hizo levantarse pidiendo auxilio a sus padres saliendo de la habitación hacia el lado contrario al que debía.
Atanasio Masana Simón volvió a la vida gracias a un vaso de agua fría que le lanzó a la cara su querida madre. Temblaba incontroladamente, no sabía dónde estaba o qué había pasado. Un frío le recorría la espalda como si las uñas de Venéfica hubieran inoculado en él su veneno y se susurró a sí mismo “ojalá la Bruja venenosa haya estado de buen humor para que el daño que me ha provocado sea de los leves”.
Los síntomas comenzaron días después. Primero fueron apareciendo en determinadas situaciones que le iban provocando malas pasadas, una pequeña herida le producía taquicardia y necesidad de tumbarse para no caer redondo en el mundo negro negrísimo de Venéfica. Otras veces con sólo hablar de una situación médica, una visita al hospital, una película con cierta trama sanguinolenta, se convertía para él en una estancia sin aire, un lugar de ahogo y angustia difícil de solventar en ciertos momentos. En su edad madura las garras de la bruja fueron más evidentes y la fobia a la Sangre que desde niño le había inoculado se hizo más fuerte.  Esa edad en la que tienes que visitar a los médicos cada dos por tres fue la prueba  definitiva para saber que ella había ganado la batalla. Atanasio Masana Simón no podía hacerse una revisión anual médica sin tener a un equipo de profesionales a su lado por si un colapso le sorprendía en la lucha diaria contra su aversión.  Tampoco fue un hombre de hacerse muchas pruebas  diagnósticas porque ir al dentista era un ejercicio de convencimiento que podía durar  meses, una analítica o una ecografía años; ir al cirujano impensable y por supuesto las adversidades triviales del día a día como una caída, un rasguño, un golpe fuerte o débil con incisión  o sin ella eran para él un trauma insalvable.
Atanasio Masana Simón murió a la edad de 97 años,  se murió de mayor, sin enfermedad aparente,  simplemente le dejó de funcionar el corazón y se fue. Se encontraba en su casa de siempre, estaba en su cama de siempre, bien tapado como resguardándose de algo irracional. Sus manos agarraban fuertemente  un libro, ese libro no era otro que aquel que la tía Eduviges Simón le regalara cuando niño y que contaba las veleidades antiguas de Brujas, Ogros y Duendes, pero sobre todo contaba  la historia de aquella que tanto le había impactado,  VENÉFICA, la bruja venenosa, esa hechicera que le cautivó provocándole la fobia de la que nunca se pudo desprender.