domingo, 25 de mayo de 2025

DE RUFINO A DON BENITO

 


  

Seguro de prima única

Me llamo Rufino Vérez Berentel, siempre he tenido que deletrear mis apellidos, lo llevo haciendo desde niño en la escuela y lo mismo el día que tuve que arreglar los papeles de la jubilación y aun poniendo el cuidado en una buena pronunciación de las consonantes, para que fueran escritas bien, solían ser confundidas por otras más usuales. Me he encontrado tantas erratas que respondo a Pérez, Lérez, Beren, Berenguel, Berdentel e incluso a algo tan dispar como Vergara, −supongo mi segundo apellido les suena más a eso −. Tengo por algún cajón una lista de todas las confusiones que he sufrido a lo largo de estos años. Lo sorprendente que me está ocurriendo últimamente es que para toda la “horda” de operadores, gestores y demás “turba” que llama diariamente para vender lo que sea, les es extraño mi nombre, así que ahora deletreo todo el paquete completo y siempre hay alguien que me sigue nombrando mal, así que también soy Rufo, Rufiano, Rufín o Runo. Por extraño que parezca, respondo por Faustino y Marcelino, debe ser porque, mi nombre comparte la misma terminación que los anteriores y se acuerdan más de éstos que del mío propio. Me he acostumbrado a los equívocos, así que ya no me produce ninguna reacción cuando me llaman confusamente.

Vivo desde hace cuarenta años en la Calle de Don Benito el Médico nº7, en un ático con unas hermosas vistas al mismo centro de la ciudad. Si ya es raro mi nombre, cuando lo combino con la dirección, puede sonar a broma y la mayoría de los interlocutores creen, con razón, que les estoy tomando el pelo –pero es la realidad, ese es el nombre de la calle donde vivo−. Al poco tiempo de instalarme en el ático, pregunté en la panadería, que estaba al lado del portal de entrada al edificio, por Don Benito el médico y la dependienta subió los hombros, indicando que no tenía ni idea quién era el doctor. Días después el dueño, que era realmente el panadero, me explicó que fue un médico muy “humano”, −como si los demás no fueran dignos de su especie−, aunque entendí perfectamente lo que quería decir. No hace mucho, puse su nombre en un buscador de Internet y curiosamente había información sobre él, no muy abundante, pero aclaratoria −algo tenía que tener de excepcional e insólito para dedicarle una calle. Fue “médico de cabecera” −así se les describía antiguamente, no como ahora que son médicos de familia− efectivamente estaban escritas las palabras “muy humano”, en cursiva, incidiendo en el calificativo como algo extraordinario, como había dicho el panadero. Fue practicante, ejerció la enfermería e hizo tareas de obstetra, a la vez que ayudó en el barrio a nacer a toda una generación, conocida como la del Baby Boom. Acababa la reseña con una serie de elogios que hacían mención a su inmensa amabilidad, cordialidad y generosidad ayudando a todo el que lo necesitara.   

Cuando conocí a Judith, llevaba viviendo poco más de un año en la buhardilla, nos enamoramos perdidamente y pasé con ella los mejores siete años de mi vida, después nuestra relación empezó a deteriorarse y me dejó por un compañero de trabajo. Le perdí el rastro durante mucho tiempo y cuando creía haberla olvidado me enteré que había creado una nueva familia en Nueva Zelanda. Me deprimió que no hubiera sido feliz conmigo. Quedé tocado psicológicamente cuando me dejó y creo que después de su abandono no me he sentido seguro con ninguna mujer. Es cierto que a lo largo de todos estos años he tenido dos relaciones más, pero lo que sentía por Jud, ya no lo he vuelto a sentir por ninguna y la relación con las otras dos, acabó mal también.

Hace cinco meses que me he jubilado, todavía estoy perdido y calmando toda la responsabilidad que fui cargando diariamente todos estos años de atrás. Obtuve el premio extraordinario en la licenciatura de Ingeniería Electrónica e Industrial y pude optar a elegir empleo, según mis preferencias. Comencé a trabajar cuando aún tenía que levantarme, para cambiar de canal y apretar un botón. Algo que hoy día es impensable. Por eso en mis primeros años en la Philips fui uno de los ingenieros que trabajó perfeccionando la tecnología del televisor K-11 Color, en este modelo se incorporó mando a distancia como algo novedoso. Todavía recuerdo que la publicidad para promocionarlo fue todo un acierto:

− “El mando a distancia Philips, le evitará levantarse 27 veces al día”−

 El publicista había considerado que era el número aproximado de veces que había que levantarse del sofá para cambiar de la Primera al UHF; el televisor K-11 Color no parecía lo suficientemente importante a destacar en el anuncio, comparado con su mando a distancia, aunque el televisor fuera más complejo que los prototipos anteriores en blanco y negro. Se vendieron tantas televisiones por el mando, que a todos los que habíamos trabajado en el proyecto nos derivaron a un nuevo departamento de innovación del que acabé liderando y de ahí fui ascendiendo hasta ser el director ejecutivo de la sección Ibérica de la compañía holandesa Koninklijke Philips N.V.

Llegó el momento de celebrar mi despedida laboral, no me apetecía pasar por “ese momento”, tenía sentimientos encontrados. Por un lado, ya era hora, que saliera de la empresa y dejar el puesto a una nueva generación de ingenieros, aunque por otro lado dejaba mucho de mi estresada, pero querida vida diaria. Me emocionaba pensando en lo rápido que había pasado este periodo y mi discurso de despedida lo titulé: “Toda una incógnita” haciendo referencia a cómo se había precipitado todo hasta llegar a ese momento final de desvinculación laboral. Una vez que el “subidón” de la emoción por la gratitud de mis compañeros se disipó, pasé por un periodo algo deprimente, pero no por ello estuve desanimado o decaído, quizás un poco perdido reajustando qué cosas hacer, qué actividades planificar para no estar tan parado. Empecé por prestar atención al estado en que estaba el ático. Era necesario una renovación no sólo en mobiliario y decoración, que estaba un poco obsoleta y había quedado como Jana –mi última pareja− lo había dejado, sino que era necesario una intervención algo más seria de pintura y renovación estructural de baños y cocina. Intenté contactar con profesionales para emprender el nuevo proyecto. Me di cuenta que era difícil que vinieran a darme un presupuesto, a la mayoría les parecía poco trabajo y los que lo podían hacer daban precios desorbitados para no hacerlo. Empecé pintando mi habitación y después hice propósito de pintar el resto del ático en otro momento, me convencí que lo haría en invierno, aunque realmente no lo hiciera. Deseché varios muebles, quité objetos que ya no me gustaban, compré un sofá y dos sillones color ocre y varias lámparas bajas para amortiguar el ambiente, creando una atmósfera más acogedora y actual; reemplacé manteles, trapos de cocina, toallas; cambié las fundas nórdicas que había comprado cuando Miriam –la mujer que había llenado el hueco que dejó Jud− decidió mudarse conmigo y de eso ya hizo unos 15 años. Me cansé pronto de toda esta actividad doméstica y pensé, que tal vez, debía llenar los vacíos de soledad que estaba empezando a sentir, haciendo una lista de propósitos que resultaran más amenos y llenaran mi nuevo estado ocioso.

En la pizarra magnética del frigorífico donde escribía lo necesario para hacer la compra, anoté: “ir al gimnasio”. La idea de apoltronarme en el sofá delante del televisor no era una buena opción. No me gustaban los programas-concurso, o de variedades o de esos que todo son “chismes” y pasarme  horas viendo series en las plataformas no me atraía demasiado; como tampoco me atraía especialmente estar horas en la butaca, leyendo un libro, y teniendo a mis pies una montaña de ellos esperándome; esa idea idílica con la que había soñado tantas veces, se me hacía ahora, que era el momento de leer todo lo que no había leído, no diría aburrida, porque siempre me había entretenido con algún libro, pero no era lo que más me seducía hacer en este momento. En mayúsculas escribí “AMIGOS” era lo más importante que quería recuperar; quedar para lo que fuera, una tarde de café, una cena de fin de semana o una comida un domingo cualquiera. No era fácil porque la mayoría tenía su vida hecha y un hombre sólo entre parejas no deja de ser una anomalía. Aun así, lo iba a intentar. La poca familia que tenía, unas primas, a unos cuarenta y dos quilómetros de mi casa, estaban demasiado atareadas con sus nietos y cuando no, estaban abonadas al INSERSO, así que sólo nos veíamos una vez al año, en Navidad; cocinaban tan bien que yo estaba dispuesto a hacer el maratón en coche los días festivos, para abonarme a sus ricas viandas.

Y de los amigos y familia, llegué a idear “viajar”. Podría decir que había dado la vuelta al mundo varias veces con la empresa, pero lo que se dice conocer los países no los conocía bien. Un vuelo me llevaba a otro y el trabajo no dejaba espacio para el turismo. Me vino la idea de alquilar una auto caravana y conocer España, sería algo exótico y original a mi edad, más que tomar un avión a un sitio remoto, que ese tipo de viajes podía ser tedioso para mis arritmias. Tal vez debería anotarme en una agencia y contratar uno de esos viajes organizados. Sería una buena idea apuntarme a un crucero por el Mediterráneo y disfrutar del interior del barco. Así que al lado de “viajar” amplié el término y escribí: “viajes organizados en general” Tenía claro que, no iba a hacer ninguna excursión individualmente, porque para estar solo ya lo estaba en mi ático, así que divertirme lo haría con otros. Era consciente que en este tema estaba dando tumbos y no tenía muy claro que elegir exactamente.

No se me ocurrió nada más para continuar la lista. Abrí el frigorífico, cogí unos champiñones, carne picada y un buen pedazo de polenta precocinada y me hice la comida. Acerqué mi nariz al paquete, para olerla, y recordé la primera vez que la probé en Milán; la elegí como guarnición porque el nombre me sonó muy bien y desde entonces el puré de maíz lo uso de acompañamiento en muchas de mis comidas. En el Súper estaban de promoción los productos italianos y decidí comprar varios tacos de Polenta de Bérgamo que era la mejor. Me gustaba cocinar escuchado la radio, me acompañaba y me enteraba pronto de las noticias. Ese día estaban entrevistando a alguien del Banco de alimentos. Lo que me sugirió la idea de anotar en la pizarra: “voluntariado” y lo rodeé con dos círculos pensando que podía ser una buena opción para mí. Esa tarde me pasé un buen rato buscando una ONG a la que pudiera dedicar unas horas a la semana y llegué a la conclusión que me anotaría a la campaña de recogida de alimentos que iba a ser en un par de semanas.

El teléfono sonó varias veces, eran números desconocidos y estaba convencido que todas esas llamadas, tenían intenciones parecidas, así que las que sonaron las rechacé. Días atrás había descolgado el móvil y un asegurador me había ofrecido cambiarme de seguro de la casa. En esa ocasión, me cogió en un buen momento y hasta fui amable con él. El muchacho me había llamado Sr. Rufio y como me hizo gracia, le atendí con una carcajada, aunque él no entendió mucho mi risotada. Ese día tuve paciencia y escuché todo lo que tenía que decirme sobre el seguro que me quería vender; al fin y al cabo, estaba trabajando, y era la única posibilidad de demostrar a sus jefes que esta vez no le habían colgado el teléfono “con cajas destempladas”.

− ¡No hombre, soy Rufino, no Rufio!

−Lo siento señor, sí, Rufino, leí mal la información que tenía de usted, disculpe. Imagino tiene un seguro de hogar –Sin dejarme casi contestar, añadió:

 −Nosotros se lo dejamos a mitad de precio de la prima que paga usted con otra compañía.

− ¡Vaya, eso es fantástico y cómo así, que majos por el ahorro! –Le contesté sarcásticamente, aunque moderé mi tono y acabé escuchado todas las mejoras que me ofrecía. Como no quería decidir nada en ese momento, le dije si me podía llamar otro día, para que me diera tiempo a pensar la oferta.

Después de comer me hice un té verde, que un colega me había traído de Azores; me encantaba tomarlo con una cucharada de miel, no sé por qué me hacía sentirme más sano. Imaginé a las abejas trabajando en sus celdas y produciendo la miel que me iba a tomar y haciendo una asociación con ellas, me vino a la cabeza, que tal vez podría tener un animal −un perro o un gato−. Ya tenía otro ítem para lista: “mascotas”, pero enseguida lo taché. La única experiencia que había tenido fue traumática y por otro lado no me sentía capaz de empezar de cuidar a ningún animal, aunque, realmente, me hiciera compañía. Cuando Jud se mudó a vivir conmigo, trajo a su gato atigrado de color canela, Pus. Le gustaba tumbarse al sol sobre la cornisa de la terraza; yo temblaba cada vez que lo veía desparramado al sol en ese espacio tan estrecho, pero ella decía que de ahí no se iba a caer nunca.

 –Los gatos son muy listos, saben por dónde andan y se tumban en cualquier sitio y lo mejor es que saben caer de pie. –Me decía con toda seguridad.

 Fue hacer ese alegato a su favor y verlo lanzarse al vacío persiguiendo a una paloma torcaz. Costó mucho recuperarse de lo que vimos en la acera y el desconsuelo fue mayúsculo.

Podría hacer algún “curso” esto me motivaba más que enredarme en los cuidados de un “animalito”. Inscribirme en uno de pintura. Pinté en mi adolescencia y no lo hacía mal o eso me decían. Miriam había recuperado del sótano, un par de lienzos que había pintado estando todavía en la universidad; eran unos cuadros de trazos sencillos que llamaban la atención por la mezcla de colores, combinados con recortes de periódicos y revistas; yo consideraba que eran muy malos, pero a ella le encantaron y los rescató como parte de nuestra decoración y ahí siguen colgados en la pared, aunque ella ya hace tiempo que se fue. Siempre me ha gustado tocar la guitarra acústica, mi padre me decía que tenía “oído absoluto”, era un poco exagerado porque nunca he tenido el talento de los músicos, aunque es cierto que no he necesitado una partitura para reproducir cierto tipo de canciones y se me hace fácil repetir acordes; por eso ahora podría ser buen momento para aprender ciertas técnicas musicales más en serio. De repente me entraron las ansias de aprender y ya me veía matriculándome en la “Senior” haciendo estudios de historia y geografía o de inglés y ya puestos de literatura española −era sólo una idea, por hacer algo−.

Puse a Junior Mance en el Marshall, me senté en el sillón para disfrutar de su música y beberme relajadamente la taza de té que aún estaba humeante; Curiosamente la pieza que más me gustaba del músico era la titulada Jubilation –parecía compuesta ex proceso para mí− Después de escuchar un par de composiciones del músico y cuando ya me había bebido la infusión, tiré hacia abajo de la palanca del asiento, desplegando tanto la parte inferior, elevando mis piernas y pies, como la que pegaba contra mi espalda, reclinando el butacón lo suficiente para estar en posición casi horizontal. Me di cuenta que los párpados se me cerraban, pero no hice nada por intentar abrirlos. Me concentré en la pieza que estaba sonando, la tarareé y con mis dedos marqué unos arpegios en el mástil imaginario de mi guitarra y punteé las cuerdas acompañando al músico en su composición. Después de eso ya no recuerdo más.

Escuché un ruido con unos decibelios elevados y molestos, me pareció que era una alarma que avisaba a Pus de que lo que había al otro lado de la barandilla, era un precipicio entre montañas, rodeadas por multitud de enjambres de abejas que acudían a su auxilio. Jud le cosía las partes desgarradas como si fuera de trapo y Jana envolvía sus vísceras entre sábanas de lino recién planchadas. Vi a Miriam pasar cerca de ellas, con los lienzos que tanto le gustaban, ahora emborronados a punto de tirarlos al vertedero.

Me sobresalté con lo que me estaba ocurriendo y me alarmé con tanto ruido; abrí los ojos y entendiendo que estaba todavía inmerso en la realidad del sueño, traté de volver en mí. Todo lo que creía que estaba ocurriendo de extraño no era nada verdad. Sonaba el móvil repetidamente y comprobé que ese sonido era el que había estado escuchando mientras aún estaba dormido. Dejó de hacerlo y un par de minutos después volvió a sonar.

−Hola, ¿ qué pasa? –Dije un poco molesto y borde.

−Señor Pérez, Rufino ¿no?  −Se rio ligeramente, como si esta vez hubiera acertado.

−No −Le dije asertivamente elevando el tono; un poco enfadado y le solté groseramente: ¡Qué no, joder! Y después casi murmurando dije: − ¡No hay manera de decirlo bien!, e insistiendo repetí varias veces: − ¡Qué soy Vérez, Vérez! −y le deletreé las consonantes y vocales:

−V-é-r-e-z, −acabé con un tono más grave y le solté:

− ¡Con V, hombre, con V!

− ¡Uy lo siento Señor Vérez, disculpe! No sé cómo me he podido equivocar de nuevo, lo siento de veras; ahora que había dicho bien su nombre, me equivoco en el apellido.

Después de un silencio breve, sentí que tragaba saliva y con voz calmada, supongo para no molestarme más me dijo:

−Soy Néstor el gestor de seguros. Habíamos quedado que le llamaría a las siete.

−Ah sí, sí. −Le dije más calmado.

− ¿Ya ha pensado en lo que hablamos el otro día, sobre el seguro de hogar? Si tiene dudas me dice. Le entra la misma cobertura que el que usted tiene, pero, claro, con una rebaja del 50% por ser cliente nuevo. Es una buena oferta para el primer año.

Pensé en el segundo año, a lo mejor el coste doblaba el que tenía ahora y podía no merecer la pena el cambio y antes de verbalizar lo que estaba pensando, me dijo:

−Para el siguiente año, si no da ningún parte, sólo se le subiría un 5%.

 Me quedé pensando qué hacer y por inercia asentí para que acabará pronto la conversación.

Después de manera irracional y sin saber por qué llegó a esa conclusión me preguntó:

− La casa está a nombre suyo y de don Benito, ¿no?

Resoplé profundamente cabreado; me entraron muchas ganas de colgar, pero no lo hice, en el fondo el joven se estaba esforzando conmigo y mientras yo perdía un poco los nervios, él se mantenía educadamente más sereno. Le expliqué que don Benito no era nadie, sino que era la calle donde había que asegurar el inmueble.

−Ah comprendo.

Le oí teclear a través del teléfono D-O-N B-E-N-I-T-O porque lo iba silabeando mientras lo escribía en el ordenador y para que no me impacientara con más datos enseguida me convenció que lo contratado estaba listo para la fecha acordada.

−Bueno Don Rufino, muchas gracias. Antes de despedirme quería informarle que tenemos otro producto que le puede interesar por la edad que tiene y como me ha dicho que vive solo y sin familia, hay un seguro de “decesos” de prima única, para que quede organizado su…

Según oí la palabra entierro, me temblaron las piernas, sentí opresión en el pecho, creí quedarme sin aire y temí sufrir un desvanecimiento o lo que era peor un síncope, pero ante esa reacción tan extraña, no ocurrió nada grave y hasta me dio tiempo a colgar el teléfono sin previo aviso.

Cuando conseguí calmarme y comprobar que mi respuesta había sido excesivamente exagerada contra Néstor, tal vez por mi hipocondría, habían pasado varias horas. Llamé a la aseguradora, pero ya no había nadie en la oficina, un contestador informaba del horario de apertura. Me levanté pronto, sólo porque quería volver a ponerme en contacto con él y darle una explicación de lo ocurrido, en realidad yo no me consideraba una persona desagradable y grosera como para cortarle así de esa manera, la culpa había sido mi miedo a enfrentarme a ser mayor y a la muerte.

−Buenos días, soy Rufino. Siento lo de ayer –y le explique:

−Fue oír las palabras entierro y sepelio y volverme loco. Te pido disculpas, no debí cortar la llamada de esa manera.

Con tono más apacible que el usado el día anterior le dije:

−Bueno explíqueme de qué va ese seguro a lo mejor no es tan mala idea en mi caso. Media hora más tarde estaba dando mis datos bancarios para una nueva contratación.

−Vale ya tengo su nombre, dirección y teléfono, lo suficiente para hacer la póliza. –Dijo Néstor casi temeroso de cometer algún error con mi nombre o con la calle donde vivo.

− ¡No olvides que todos mis datos van de Rufino a Don Benito! Puntualicé con cierto tono de guasa.

Esa mañana me anoté al gimnasio de la esquina, me inscribí, como voluntario en el Banco de Alimentos; hice un par de llamadas para quedar a comer con Toño y Jero. Me pasé por una agencia de viajes y pagué un crucero de 7 noches por el Mediterráneos. Después contacté con un centro de actividades para ponerme al día en pintura y guitarra, y por último eché una solicitud para poder matricularme en la universidad Senior.

Lo de las mascotas iba a dejarlo por ahora.

 

https://youtu.be/-Vod1kMjy-o?si=RYZpsXzE6c9xemTU

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 26 de abril de 2025

INSTANTÁNEA RETRO

 


A Elena R-Iglesias

“Quién es quién”

Orel esperaba pacientemente en la terraza del bar. Era la primera mañana soleada después de una decena de borrascas encadenadas que habían ocultado el sol con lluvias intensas durante más de un mes. Había quedado con Mara para tomar unas tapas, y ponerse al día después de una larga temporada sin verse. A su lado las mesas comenzaban a llenarse y un agradable sonido de voces envolvía el ambiente que parecía primaveral. Se sintió bien y pensó en lo largo que había sido el invierno; dio un largo sorbo a su botellín de cerveza y se llevó a su boca un trozo de la tapa de tortilla española que el camarero había dejado en la mesa. En ese estado de felicidad intrínseca, saboreó solitariamente el momento positivo que estaba viviendo; se quitó las gafas que hacían de diadema y se las puso delante de sus ojos. Tan solo un par de días antes las había comprado en una óptica y las estaba estrenando, justo el primer día que la luz del sol incidía en su cara como anuncio de un cambio de estación. Aunque nadie lo sabía, se estaba haciendo a su nuevo estilo. Hasta ahora siempre había usado un tipo de gafas más convencional y éstas eran una apuesta más arriesgada y lujosa. Su forma cuadrada, le daban un aire de sofisticación y elegancia atemporal; la montura de pasta de carey beige con lentes marrones, patillas anchas y planas, con incrustaciones circulares doradas, cercanas a las bisagras de cierre, hacían de sus gafas Gucci un complemento novedoso y refinado acorde con toda la estética de su traje chaqueta, confeccionado en un impecable lino crema. Escondía su cara tras ellas con la gracia de llevar algo que la hacía diferente a los demás. Ese modelo y la manera de llevarlas causaban muy buena impresión y cuando las llevaba puestas se sentía muy segura de sí misma; a la vez le daban la distinción de las personas que saben vestir bien y que tienen el don de ponerse los complementos necesarios para ser observadas. Después de un segundo trago a su cerveza se recolocó la melena, varias veces, y con sus dedos a manera de tridente, ahuecó su pelo y lo recompuso lo suficientemente bien para que la brisa marítima lo moviera como un anemómetro midiendo el flujo de su fuerza.

Mara llevaba un retraso de más de veinte minutos. Abrió el móvil por si tenía algún mensaje de ella que explicara su demora, pero no obtuvo respuesta. No supo bien que hacer y dudó si tenía que contactar directamente con ella para ver que le había pasado o si era mejor esperar y fijar su vista en el malecón y la playa disfrutando del paisaje.  A esa hora, la bahía estaba llena de transeúntes, principalmente familias con niños que desafiaban un oleaje que todavía se resistía a permanecer en calma. Había consumido el botellín y casi para esconder el sonrojo del que se siente solo tomando algo, alzó su brazo izquierdo, buscó la atención del camarero y expresando con su boca, sin emitir ningún sonido, pidió otra cerveza. Miró su reloj analógico de pulsera y calculó el tiempo que llevaba sentada en la misma silla; se estaba impacientando por la tardanza y una sensación extraña, casi rozando la exasperación, le hizo sentirse incómoda, como si estuviera fuera de lugar e incluso tuvo un ligero momento de abandono y falta de respeto por parte de Mara. Después de consumir dos tercios de la nueva consumición, sopesó la idea de irse. Había un grupo de gente que esperaba que alguien se levantara para ocupar la mesa y pensó que no era plan de pedir otra bebida y que al final no pudiera coger el coche de regreso a su casa por no estar del todo sobria. Dos cervezas eran suficientes y más de una hora de retraso sin explicación eran la excusa perfecta para largarse. Acarició inconscientemente la esfera de su reloj de pulsera viendo la hora exacta que era, para decidir los minutos de más que se quedaría allí plantada. Esa madrugada se había adelantado la hora en toda Europa y aún estaba algo despistada con el cambio. Sin embargo, era muy partidaria de la nueva variación. Le gustaba mucho más experimentar que el atardecer se alargara más allá de las diez y no que la noche fuera antes de las seis de la tarde. Teniendo aún perdida la vista en su Guess, oyó el sonido de varias notificaciones en su móvil.

−A ver qué ha pasado, espero que venga ya. –Dijo susurrando.

Había recibido varios mensajes en cadena; ninguno era de Mara. Antes de leerlos, pinchó sobre el nombre de ella, para ver cuando había sido su última conexión, pero había desactivado esa información, así que seguía esperándola sin tener ningún tipo de información. Puso sus gafas, de nuevo, como diadema para sujetar la melena y que no le viniera todo el pelo hacia los ojos mientras leía los mensajes recibidos y casi simultáneamente los contestaba con monosílabos, con emoticonos e incluso compartió un par de fotos de la ensenada, superponiendo delante el botellín medio vacío, como queriendo dar a entender lo a gusto que estaba en ese preciso momento. Pasó unos quince minutos entretenida, enredando en el teléfono y cuando justo se estaba levantando de la silla para marcharse −ya había decidido con determinación que pasaba de Mara− escucho una notificación acústica y vio en la pantalla del móvil, el logotipo verde de recibir otro mensaje. Se volvió a sentar por si esta vez hubiera explicación al retraso.

 ­−Se ha hecho demasiado tarde para el aperitivo, le voy a decir que me tengo que ir, ya no quiero estar más tiempo, esperando por ella aquí sola. ­−Pensó con cierta indignación y enfado.

Desde un número desconocido le enviaron una fotografía con un escueto mensaje que decía: mayo 1973. No tenía registrado al remitente por lo que estuvo a punto de bloquearlo de inmediato por si fuera una equivocación o peor aún, un mensaje trampa.

−A ver si es uno de esos que son una estafa. – aseveró bisbiseando.

De un golpe de vista pareció reconocerse en el centro de la imagen y la curiosidad le hizo pinchar en la fotografía y ampliarla con sus dedos pulgar e índice a la vez, para ver claramente quienes eran los fotografiados que aparecían a su lado. La calidad no era buena y la foto estaba algo deteriorada. Sin embargo, ella se sintió conmovida y ligeramente conmocionada. Se estremeció y a la vez se enterneció trasportada al mismo momento de esa instantánea retro que acababa de recibir. Con una sonrisa emocionada y sintiendo que los ojos se le humedecían por el impacto y la impresión de recordar su adolescencia, los nombró uno a uno de izquierda a derecha. Lo hizo muy despacio como queriendo adivinar qué habría sido de cada uno de ellos y como si jugara a “Quién es quién” fue describiéndolos mentalmente como ella los recordaba.

−Raquel, Judith y Ana. –repitió sus nombres varias veces para sentirse más cerca de aquel instante. En la fotografía las cuatro estaban en el centro y las tres se escoraban ligeramente por ambos lados hacia ella que se mantenía esbelta con los brazos entrecruzados en una posición relajadamente espontánea. A diferencia de sus ropas, su falda estampada y su chaqueta marrón no parecían haber pasado de moda y se podía extrapolar su imagen y ponerla en una fotografía actual y notar poco la diferencia del paso del tiempo. Su melena lisa tenía una longitud muy parecida a la que llevaba habitualmente y aunque el color de su pelo había variado considerablemente pasando de un castaño oscuro a un castaño claro con reflejos caramelo, se reconocía perfectamente en esa joven de la imagen.

Haciendo cuentas con los dedos, calculó que habían pasado cincuenta y dos años.  Se sorprendió de no haber tenido, en todo ese tiempo, más contacto con todos ellos. Se convenció de que una de las razones principalmente era porque nunca volvió a aquel lugar donde había sido tan feliz. En aquella época a su padre lo trasladaban cada dos años de ciudad, por lo que estuvieron una larga temporada, sin poder asentarse en ningún sitio concreto, hasta que consiguió una plaza de guarda agujas definitiva en el sur.

−Así no había manera de conservar amigos. Ninguna ciudad parecía la mía; no me sentía de ningún sitio y quizá, con tanto traslado, me convencí que era mejor perder contacto con todos ellos. − Se lamentó con cierta pena.

Amplió más la imagen para reconocer el lugar exacto donde había sido tomada la fotografía y aunque el fondo estaba velado por el paso de los años supo que había sido tomada cerca del parque infantil al lado del jardín de la Sinagoga. Luego los nombró a ellos; se tomó un tiempo con cada uno, imaginando dónde estarían ahora o qué habría sido de ellos.

−Román, Carlos, Samuel, Jero, Diego y Ángel. Sus ojos iban pasando de uno a otro, observando cómo iban vestidos. Una mueca de hilaridad le hizo decir:

− ¡Vaya pintas! Vestían como señores, cuando eran unos críos.

Señaló a Román, en un intento de acercarse al pasado, añorando lo que, en aquel momento, había sentido por él y no había tenido nunca la oportunidad de expresárselo. Llegó a pensar en cómo hubiera sido su vida a su lado, sin llegar a una conclusión certera. Movió la cabeza a ambos lados como queriendo despejar ese pensamiento e intentó centrarse en los que estaban fotografiados. Mayo del 73, no le decía nada, el remitente no concretaba día exacto, pero quedaba claro, por cómo iban vestidos, que podía haber sido tomada en un día festivo o en uno de los cuatro domingos del mes. Orel preguntó a su móvil −acercando el altavoz a su boca− que le mostrara en un calendario el mes de mayo de ese año y de inmediato se desplegó una imagen con los doce meses de 1973; al verlo siguió sin tener referencia alguna de por qué se hicieron esa fotografía.

− ¡Ah! puede que nos viéramos el uno de mayo, jueves, casi seguro que se hizo puente. −Trató de aclararse la duda.

Poco sabía de Raquel y Judith, aunque se acordaba mucho de ellas cuando tenía un día melancólico y le venían momentos del pasado. No tenía muchos recuerdos de Jero, Samuel o Carlos. Alguien le dijo que Ángel y Ana se habían casado, pero hacía tiempo que les había perdido la pista. Con los años se olvidó de la mayoría. Cuando tuvo Facebook –sólo lo tuvo abierto un par de semanas− intentó buscar a las chicas, y claro que las encontró, pero siempre acabó reprimiendo sus ganas de contacto, convenciéndose que habían sido relaciones pretéritas y su vida, ciertamente, había dado muchas vueltas.

Quién había captado la imagen era una incógnita para ella y por mucho que pensó en quién estaría detrás del objetivo no llegó a una deducción certera. Hizo un esfuerzo por repetir los nombres de todo el grupo, que era más grande, que los que aparecían en la foto, pero eso no le aclaró quién podía estar detrás tomando la instantánea. Fue entonces cuando tuvo el impulso de escribir al remitente.

− ¿Quién eres?

Lo escribió de un tirón, y lo borró de inmediato, le pareció muy autoritario empezar así; lo que le hizo pensar en escribir una respuesta más elaborada.

−No serás…

Y cuando escribió el nombre Román, lo borró rápidamente y volvió a escribir otro mensaje.

−Hola Raquel, estaba deseando saber de ti. Seguro has encontrado la foto en algún álbum. Me encanta, me ha emocionado. Aunque no me acuerdo de ese día.

Una y otra vez borraba y volvía a reescribir. Tenía mucha curiosidad de saber el por qué ahora del envío de esa imagen, pero no daba cómo referirse a ello, sin saber quién le había escrito a ella.

−Judith, ¿eres tú? … ¡Cuánto nos reíamos! ¿Has llegado a hacerte?

Y otra vez daba al cursor de borrado y censuraba lo escrito. Le venían recuerdos de muchas conversaciones de entonces cuando soñaban qué serían en un futuro. Cómo serían sus vidas más allá de la adolescencia. Cuando volvía en sí, desechaba de nuevo sus palabras y volvía a empezar y se reprobaba de nuevo para volver a escribir.

−Dime si eres Samuel o puedes ser Jero. Me divertía las cosas tan raras que contabais, tenías muchas ocurrencias.

Según acababa de poner la última consonante pinchaba en borrar y criticaba el enunciado descartándolo.

De Ángel casi no se acordaba, aparecía en la foto por ser amigo de Carlos, pero nada más. Estaba convencida que él no iba a ser quien le había enviado el archivo.

−Oye Carlos si eres tú, dímelo, aunque solíamos discrepar en muchas cosas, yo te apreciaba.

Volvió a rectificar lo escrito. Le dio rabia no encontrar las palabras adecuadas para la respuesta.

−Ana ¿te acuerdas cómo nos gustaba hacernos fotografías con mi cámara

Y antes de escribir el signo de interrogación final, corrigió de nuevo la frase; solo estaba expresando recuerdos, y eso no era lo que quería escribir. Se recompuso en su silla. Necesitaba redactar un mensaje algo más impersonal, directo y aclaratorio. Dejarse de vaguedades y preguntar al remitente de manera franca y sincera quién era y despejar lo enigmático de su mensaje.

−Una fotografía, con una fecha no es suficiente, si no va acompañada de una explicación. –Dijo tajantemente.

Escribió dos líneas nada ambiguas y respetuosas. Le dio a la flecha de envío y unos segundos después comprobó que los tres puntos del remitente estaban activos, se estaban moviendo, lo que significaba que quien fuera le estaba escribiendo de nuevo.

Justo en ese momento apareció Mara.

−Hola lo siento, lo siento, lo siento de veras. Disculpa Orel. Es que no me arrancaba el coche, me dejé las luces puestas anoche y hoy cuando lo he ido a coger, no me arrancaba, no encendía el contacto. Vi que tenía poca batería en el móvil también, pero no imaginé que se me agotaría cuando hice varias llamadas a mi vecino por si me podía ayudar. Decidí avisarte la última, cuando supiera algo más, o cuando el coche ya me funcionara, pero ya no pude contactar contigo.

Repitió muchas veces las expresiones “no me arrancaba, no pude avisarte” y pidió demasiadas disculpas por la demora y por no avisar de su retraso.

−El del 5º, que tiene unas pinzas me lo arrancó, pero claro, todo eso nos llevó más de media hora. En el coche no tenía cargador y por no volver al piso a por él, decidí venirme cuanto antes. Lo siento. Qué te parece si te invito a comer, hace un día precioso y tenemos toda la tarde para estar juntas.

Ella salió de su ensimismamiento, estaba tan concentrada en el mensaje, que tuvo poca reacción a sus explicaciones, era como si no oyera nada, su mente se había quedado congelada en la fotografía del pasado y ahora sólo quería saber quién se estaba acordando de ella. Le dio un par de besos a la recién llegada y aunque no empatizó con lo que le estaba contando, la invitó a sentarse.

La pantalla de su móvil se cerró y un negro intenso dejo el mensaje del remitente en suspenso. Mientras Mara hablaba y la ponía al día de lo ocurrido desde la última vez que se habían visto, ella consideró que, tal vez y con disimulo, pudiera pinchar en la pantalla una vez escuchara la notificación de haber recibido el mensaje y comprobar de quién se trataba exactamente y desenmascarar al remitente sin nombre. Como no hubo respuesta decidió guardar el teléfono en el bolso, para no impacientarse más de lo que estaba y prestarle atención a Mara, ahora que había venido. Cerró la cremallera de su bolso y colocó “la bandolera” en el respaldo de su silla. Se puso las gafas de sol, para que su amiga no notara en el gesto de su cara cualquier expresión de desasosiego, y trató de concentrarse en la conversación. Fue entonces cuando oyó la notificación y el terminal vibró varias veces. Movió nerviosamente su mano derecha palpando el móvil a través del bolso como queriendo ver más allá del material con que estaba hecho. Tuvo el impulso de abrir la cremallera y mirar de inmediato el móvil en la oscuridad de su interior; pero el camarero se acercó a su mesa al ver que ella ya no estaba sola y tomó nota de lo que querían tomar. Orel respiró profundamente y con resignación pensó con toda lógica:

 –Prefiero ver el mensaje cuando esté sola, será mejor que lo haga en un momento más privado e íntimo.

Se le hizo largo estar con Mara. Estaba deseando llegar al coche y ver el mensaje. Con el mando a distancia abrió el vehículo antes de llegar a él. Sin quitarse la chaqueta del traje, ni colocar el bolso, −que llevaba cruzado por el hombro y apoyado en la cadera−  en el asiento del copiloto, se sentó de inmediato y apoyando sus brazos delante del volante, con el móvil entre sus manos, lo elevó ligeramente hacia su cara para desbloquearlo y ver de inmediato quién le había contestado y enviado la fotografía.

−¡Lo sabía! Tuve el presentimiento que eras tú y efectivamente lo eras.


 


sábado, 22 de marzo de 2025

LA SONORIDAD FRÁGIL Y DELICADA DE UNA “DOUDOUNE”

 



A Sara que me enseñó el significado de esa palabra

Historia de lo absurdo

Ella estaba sentada en el sofá con las piernas estiradas sobre la mesa auxiliar, en el medio una vela tintineaba junto a unas tazas con manzanilla. En ese momento pensó que sería más atractivo saborear una copa de vino blanco, brindar con su marido por cualquier cosa, pero no le gustaba el alcohol, le agriaba la garganta y le producía una sensación ácida y desagradable. Por el contrario, a él no le convenía por su salud. A veces bromeaban chocando las dos tazas de infusión y teatralizaban como verdaderos maestros catadores el “caldo” amarillento de la tisana. La chimenea de peles había puesto la temperatura de la sala de estar a unos 24 grados, se sentían confortablemente muy a gusto. Él se dormía por momentos y ella cariñosamente estiraba su brazo para tocar suavemente la mano de Isaías, y al hacerlo se despertaba de un sobresalto y se recomponía con la entereza del que no es consciente de haberse dormido. En la pantalla del televisor se oía de fondo el pronóstico del tiempo. Desde el mando a distancia Dalia pinchó en el logotipo de la “casita” y automáticamente la pantalla desplegó las 8 plataformas a las que estaban suscritos. La serie sueca que estaban viendo en su segunda temporada se abrió en el punto justo donde lo habían dejado la noche anterior. Ella pensó que casi le daba igual lo que sucediera en la serie, no le enganchaba mucho la historia, pero tampoco dejaba de verla. No quería irse a la cama; por eso acomodó su cuerpo al respaldo del sofá para que la noche no acabara tan pronto o para alargar un poco más el día y no tener esa sensación de que se le escapaba la vida sin poder disfrutarla. Inclinó su cabeza un poco hacia atrás y unos segundos más tarde fue consciente de la relajación de sus párpados; trató con fuerza de no cerrar del todo sus ojos y continuar el episodio. Para despertarse, cogió la taza y a sorbos bebió la manzanilla; fijó su vista a la pantalla y siguió la acción de los personajes. Le miró de reojo a él, girando un poco su cabeza, por si estaba dormido y él la miró a ella, por la misma razón; automáticamente voltearon su cuello a la posición inicial y siguieron mirando a la pantalla. Hacia la una de la madrugada, medio adormilados, consideraron que ya era hora de apagar todo y acostarse. Sin embargo, muchos días al lavarse los dientes solían activarse y a veces se desvelaban y les costaba conciliar el sueño. Él la abrazó besándola con tanto cuidado y apego que le fue difícil no emocionarse. Isaías solía preguntarle:

− Del uno al cincuenta ¿cuánto me quieres?

 La respuesta de ella era muy por encima de sus expectativas y cariñosamente le respondía: −Ciento uno.

A él le gustaba que ella siempre contestara con un número capicúa; la suerte o la mala suerte de él se basaba en la elección de este tipo de guarismos, así que ella los elegía conscientemente para complacerle. Se fundieron en un gran beso y consideraron que era un poco tarde para hacer “los deberes”, acepción que empleaban como código particular para referirse a “echar un polvo”; era una manera de hablar más graciosa y amable. Les sonaba mucho mejor.

Él se quedó dormido después de leer varios párrafos en su libro electrónico; el aparato se deslizó de sus manos y ella cuidadosamente, para no despertarlo, se lo colocó junto con sus gafas en la mesilla; le apagó la lámpara de sal y él giró todo su cuerpo hacia la izquierda. Ella tenía los ojos muy abiertos, estaba más despierta que una hora antes. Hacía dos días que había terminado el libro de Steven Brownpitcher sobre los asesinatos en el bosque Lester y todavía no era capaz a desengancharse de la novela que la había tenido entretenida un par de semanas. Se había quedado sin lectura y le iba a costar conciliar el sueño. Así que se puso a contar del cien al uno, para relajarse y dormirse; lo hizo varias veces, y como seguía muy despierta decidió que lo haría primero en inglés:

−One hundred, ninety-nine, ninety-eight, eighty-two, thirty-three, fourteen, seven and one.

Luego lo intentó también en francés, para que la dificultad la agotara por el cansancio mental que suponía decirlos a la inversa y le viniera el sueño de una vez.

–Cent, quatre vingt dix neuf, quatre vingt dix huit, cinquante sept, quarante-deux, trente-neuf

En ese momento se acurrucó, acoplándose al cuerpo de su marido, sentía la respiración profunda de él, le relajaba tener su calor corporal pegado al suyo y en ese estado de ternura confortable, siguió contando una y otra vez hasta que dejó de ser consciente de hacerlo. −Trente-deux, vint cinq, vint-deux, dix-sept, quatorze, treize, dix, six, quatre, trois…

 

En la oscuridad de la madrugada pedaleaba a buen ritmo y montada en la bicicleta continuaba contando números; de repente se oyó recitar una larga lista de palabras que las oía en su cabeza como una “sopa” de vocablos aprendidos en la última clase particular que había tomado esa misma semana. Movía sus brazos haciendo círculos por encima de sus hombros y cuando se cansaba los movía como si estuviera corriendo, pero sin avanzar del metro cuadrado que ocupaba su elíptica. Sintió una presencia, un ligero movimiento cercano a su mejilla desprendió uno de los mechones de su coleta. Giró su cabeza hacia un lado por si Isaías se había levantado. Allí no había nadie. Casi cuando se había tranquilizado, le pareció oír un susurro justo detrás de su espalda y la goma que ataba su coleta se rompió disparando su pelo hacia el techo como si por un fenómeno no conocido se hubiera puesto al revés. Gritó intensamente y el cristal de la ventana vibró. Se bajó de la bicicleta e intentó salir de la habitación, pero algo la impedía hacerlo. No comprendía bien qué estaba pasando. Se fue hacia el ventanal; con las luces de las farolas de la calle, distinguió una sombra enorme apoyada en el marco de la puerta. Notó que su boca seguía abierta chillando con todo lo que le daba el roce de sus cuerdas vocales. Nadie la escuchaba, ella tampoco se oía. El extraño la saludó con unos monosílabos irreconocibles y ella aterrada, se escurrió hacia la estantería que estaba a la derecha de la ventana; se agachó para protegerse de esa extraña aparición y mientras lo hacía, cogió de uno de los estantes el libro de Brownpitcher, que, por casualidad, había dejado sin colocar, con el resto de la fila de libros milimétricamente ordenados. Lo dobló como si fuera un cilindro, lo agarró con su mano izquierda como si fuera un puñal y lo blandió amenazando al espectro.

 –Me llamó Saturnino –dijo él.

Ella aún se espantó más cuando se dio cuenta que era alguien que había entrado en su casa e irracionalmente le preguntó:

– ¿Qué es lo que quieres? ¿Has venido a robarnos?

Y señalando hacia el armario le dijo:

−Ahí tienes mis joyas, lo más valioso es un anilló con dos diamantes, me lo regaló Isaías cuando nos casamos. ¡Cógelo, es tuyo!

Su silueta era una masa enorme, que gesticulaba como un autómata, pero con movimientos que lejos de dar miedo desprendían confianza. La trataba como si la conociera, pero realmente nunca la había visto, aunque sabía de su existencia. Dalia se puso de pie, sin perderlo de vista y sin desprenderse de su cuchillo improvisado.

 –Tienes nombre de pájaro, ¿de dónde sales? −Se atrevió a decirle.

Le temblaban las piernas y no sentía que las plantas de los pies tocaran el suelo. El hombre quiso acercarse y ella enarboló el estilete cortándole todas las posibilidades de aproximarse hacia el fondo de la habitación. Sabía que tenía el teléfono encima del sillón cercano a la bicicleta, sólo tenía que ser más rápida que el “fantasma”. Sabía que una vez cogiera el terminal, iba a ser difícil apuntar su dedo hacia la huella y llamar a Isaías, que, hasta ese momento, con todas las voces que había dado, no había dado señales de estar despierto. Intentó concentrarse y hacer toda esa operación por telepatía. Cerró los ojos y apretándolos fuertemente intentó que el teléfono le llegara a su mano derecha, pero el aparato, seguía en el mismo sitio. Tenía una sensación rara de estar sola ante un peligro que no podía explicar bien. Fue entonces cuando se vio en medio de la habitación protegida por la bicicleta como si fuera un escudo entre esa gigantesca sombra y ella. Se hizo un silencio tenso y unos segundos después, entre sollozos le oyó decir:

–Ésta era mi casa hace tiempo. Mi madre la vendió cuando nos fuimos a Argentina y hace muchos años que no la piso.

Balbuceó lo que parecían unas disculpas y se quedó callado. Ella tuvo fuerzas para contestarle con voz bronca. Se sintió un poco más fuerte e incluso se encaró con su manera de asustarla. Saturnino siguió conversando solo, lo hacía para sí. Ella creyó escucharle hacer mención a muchos recuerdos y momentos duros en la emigración. Dalia se había quedado helada y decidió coger la cazadora que había dejado, el día anterior, colgada en uno de los pomos de los cajones de la cómoda, en vez de en el perchero de la entrada. Ahora le había venido bien que estuviera ahí. Aprovechando que él estaba a lo suyo con sus memorias del pasado, dio varios pasos hacia su derecha y cogió el móvil. No consiguió desbloquearlo porque le temblaban en exceso las manos, sin embargo, curiosamente había dejado de tener miedo y parecía darle igual estar desconectada. Empezó a hablar de cosas sin mucho sentido, gesticulando incontroladamente con el libro en la mano, apuntando hacia un lado y a otro de la habitación y de repente se puso en guardia amenazando al intruso si daba un paso hacia adelante, mientras seguía charlando ensimismada.

−Esta “doudoune” la compré en París hace un mes, aunque no te lo creas me dejé olvidado el abrigo en un asiento del aeropuerto y lo primero que hice nada más tocar tierra fue ir a comprarme una al Uniqlo, que sepas que es de la marca Caroll-París, me costó más de cien euros. Mira lo delicada y frágil que es su textura ¿A que me queda bien? –Dijo emocionada.

Se había comprado el plumífero porque le había gustado como sonaba la traducción en francés para la prenda, y repetía una y otra vez el vocablo imitando la sonoridad suave y ligera del roce de ese anorak, tan particular, en su piel.

 − ¡Doudoune, doudoune, doudoune, doudoune.

 Desde luego era mejor que pedirle a la vendedora un “manteau s'il vous plaît” que era una acepción menos sonora y más difícil de articular. Las voces de ambos se solapaban murmurando casi a la vez conversaciones independientes y ni siquiera ellos sabían bien de qué estaban hablando exactamente. Ella seguía parloteando sobre su viaje a París y pronunciando como si hiciera un paréntesis en la narración:

−Doudoune, doudoune, doudoune.

Y él continuaba explicándole la razón de su marcha, repitiendo la historia de su partida con las mismas frases. Sin embargo, lo que quería Saturnino es que ella entendiera el porqué de su regreso.

−He venido a tener un nieto, pero como eso nunca va a ocurrir porque no tengo hijos, he pensado que lo mejor sería tener un hijo, aquí, contigo, para hacer como que sea mi nieto.

Soltó de un tirón todo ese enunciado con tanta pedantería que cuando ella lo oyó, le dio un ataque de risa y le costó parar de reír. Saturnino decidió entrar en la habitación y ella se puso en guardia blandiendo su libro, haciendo unos movimientos de arriba-abajo, doblando sus rodillas como si estuviera haciendo unas flexiones y sin dejar de moverse parecía estar bailando grotescamente una danza africana.

Con cierta voz histérica por lo que acababa de oír y alzando la voz le dijo:

−Tío, ¡estás loco!, ¿en serio piensas tenerlo conmigo?, sabes que sería violación y te mataré si me tocas un pelo. Ella siguió intimidándole con el ejemplar de su autor favorito. Él retrocedió lo andado y con voz de súplica, se lo pidió varias veces por favor y acabó diciéndole:

−Que sepas que tengo dinero y propiedades y te puedo beneficiar. Mi madre siempre que hablábamos de la venta de nuestra casa, se refería a lo guapa que recordaba a la joven compradora del inmueble, pero no se acordaba de tu nombre y yo siempre he pensado en ti sin conocerte.

Con su mano derecha Dalia hacía círculos sobre su sien, dando a entender que su interlocutor no estaba bien de la cabeza.

 –Si te parece podemos ir preparando el “baby shower”, pásame tu lista de invitados que voy haciendo las compras de la fiesta –Le dijo con ironía y con cierto descaro le hizo ver su enfado con un mal gesto de dedos.

Fue entonces cuando le dieron ganas de tirarle el libro que tenía en su mano izquierda como si fuera una daga y segundos después lo hacía a manos llenas cogiendo los que tenía más cercanos de la estantería. Escuchó el ruido sordo de los textos estrellándose, no sólo contra la pared, sino también contra el marco y el dintel de la puerta. Allí ya no había silueta de nadie que hiciera de diana y el polvo de los libros se difuminaba como una nebulosa por una habitación vacía que comenzaba a recibir las primeras luces del amanecer.

Se desplazó como si patinara hacia el vestíbulo y miró por el hueco de la escalera, por si el intruso, sibilinamente, la estuviera bajando para largarse, pero no vio a nadie. Oyó como la manilla de la puerta de la calle se abría y un portazo estridente la asustó. Ella siguió con la mirada fija en la oscuridad de la escalera por si podía distinguir algo más que le diera pistas de lo que estaba ocurriendo. Bajó a la primera planta deslizándose por el pasamanos y unos segundos después el timbre de la puerta sonó insistentemente y pensó que era de nuevo el foráneo.

–Esta vez se va a enterar –Dijo cabreada.

Sus manos blandían una escoba con el cepillo en alto, la había cogido en la cocina y como si montara a un caballo se dejó caer, resbalándose por la barandilla, a la planta baja. Se disponía a que ese timbre dejara de sonar y que ese −metomentodo− la dejara en paz.

 

Inconscientemente deslizó su dedo índice por la pantalla del móvil y apagó la alarma de las siete y lo volvió a hacer a las siete y media, esta vez oyó un poco la vibración del aparato sobre la mesilla de noche y no tardó más de dos segundos en volver a tocar la pantalla para silenciar la estridencia. A las 8 menos diez cuando volvió a sonar la alarma y no oyó el zumbido, Isaías, le llamó varias veces por su nombre para que se despertara. Ella abrió los ojos, incorporó medio torso de la cama y sin saber muy bien dónde estaba, miró hacia su mano izquierda, que la vio fuertemente cerrada como si agarrara algo con una fuerza sobrenatural y con un quebranto de voz, le dijo a Isaías:

− ¿Tú también lo has visto? ¡sabes que venía a tener un hijo o era a un nieto, no le entendí muy bien!

E indignada y mucho más irritada de lo habitual dijo:

−¡A ver si para ya de sonar ese timbre y deja de llamar el tal Saturnino…!

Ese sonido insistente salía de su móvil; de un manotazo apagó de nuevo la alarma del despertador y se quedó mirando al vacío de la habitación intentando comprender lo sucedido. Se dio cuenta que hablaba de cosas que no habían ocurrido. Isaías la miró con extrañeza, sin entender bien de quién o de qué le hablaba e intuyó que Dalia estaba despertándose de un sueño.

martes, 25 de febrero de 2025

FÉNIX

 


NO EL AVE, SINO EL GATO

−Hoy he decidido hablaros de mi gato. Hace unas semanas fui a la protectora de animales municipal a adoptar un perro y a la media hora de estar allí salí con un gato ¿Cómo me hice con él?, o mejor dicho, ¿por qué decidí adoptarlo si hasta ese día no me interesaban los felinos? −Les dije a mis alumnos, −con voz misteriosa y expresión de asombro−. Volví a recalcar aún más mis palabras para llamar su atención − ¡Estáis oyendo bien! me quedé con un gato y lo llamé Fénix.

Pensé que podría ser un buen comienzo para la clase de hoy sobre “sintagmas y enunciados”, hablar del nuevo inquilino que llevaba un tiempo haciéndose con los enseres de mi casa.

Se hizo un silencio inusual en la clase, y todas esas miradas que acostumbraban a perderse en lo que consideraban un aburrimiento explicativo, un hastío curricular, y una tediosa manera de aprender la sintaxis de las oraciones, ahora permanecían atentas a mi persona y a mis palabras que hilaban una narración más atractiva, que la pura gramática que debían aprender.

Había pensado muchas veces en estrategias para hacer que me escucharan inventando juegos y maneras de trabajar en grupo o individualmente, pero no obtenía los resultados de atracción que yo quería y era un suplicio cada mañana enfrentarme con ellos, al libro de texto. Hasta yo misma había días que quería gritar − ¡basta ya de núcleos, modificadores y objetos indirectos! Mi clase era un caos, no conseguía acallar nunca los murmullos o los ruidos innecesarios y sus bostezos, me deprimían haciendo que acabara aborreciendo, como ellos, todo lo que les quería enseñar. Hacía tiempo que no me imponía y por tanto no me tomaban muy en serio.

 Entendí que había perdido la batalla contra toda atención al Tiktok. Estaban deseando que mi rollo se acabara para salir cuanto antes por la puerta y mirar que había de nuevo en sus pantallas. Por eso me convencí qué si empezaba a contarles algo nuevo, algo más personal, podían hasta hacerme caso, incluso podría poner en práctica todo tipo de ejemplos de oraciones en mi historia para que de una vez por todas las entendieran y permanecieran en silencio y atentos un buen rato. Lo único que había cambiado mis costumbres, fue la llegada de Fénix, así que decidí utilizarlo, para que por lo menos yo pudiera experimentar una hora de máxima atención sin que se tratara del día del examen, que era el único donde podía ejercer mi poder.

No sé cómo se me metió en la cabeza, que ahora que acababa de comprar un adosado, me faltaba un perro que me quitara esa falta de algo al llegar a casa. Siempre que recordaba momentos de mi pasado con mi familia, había un perro, y echaba de menos su cariño y felicidad; también cuando fallecían se me hacía un mundo su ausencia y ahora dudaba si volver a pasar por todo lo que se les quiere y lo mucho que se sufre cuando se van.

Me habían educado en la idea de que no hay que comprar animales, hay que adoptarlos, aunque estos no fueran cachorros y tuvieran sus taras y manías bien asentadas. Así fueron todos nuestros perros, unos adoptados con extravagancias y neuras, pero siempre fieles y leales. De las razas que más me gustaban había que pagar bastante dinero y cuando pensaba en hacerlo oía la voz de mi padre diciéndome:

−Ya sabes que no hay que pagar por un animal, hay muchos ahí fuera que te están esperando. Por lo que no me atrevía ni a mirar las ofertas de criadores porque todos los perros, que tenían eran de raza para la venta y pensando en mi padre, me sentiría fatal si me decidía por adquirir uno de ellos. Me metí en Internet para ver que ofrecía la “perrera municipal”, pero ese día no vi nada que me interesara. Durante varios días mi teléfono sólo recibía notificaciones de posibles ventas privadas y ofertas de nuevos animales recién llegados a la protectora. − ¡Qué pesadez!, miras algo en Google y ya te atrapan con anuncios. Como seas algo adicto, te lo haces más−.

Me incluyeron mis compañeras del centro en un grupo de WhatsApp llamado “las Compis”, −soporífero, lo que me faltaba, no supe decirles que odiaba los grupos y que no quería pertenecer a él. –Pero a ver quién se atrevía a irse una vez me habían incluido, con toda su buena intención−.  Lo que más me molestaba era ese nombrecito, tan ridículo e infantil. − ¡Madre mía, que bochorno! −, se me volvía el estómago del revés viendo la foto de perfil; unas cuantas caras de ellas, las Compis, tapadas en su parte inferior por los libros de 2º de la ESO. Me molestaba tanto todo ese lío de “dimes y diretes” que lo archivé de inmediato para no escuchar el ruido de sus mensajes. Como no contestaba a nada, Lupe me abordó en la sala de profesores para ver si me apuntaba a la cena del viernes.

 –Sí claro, allí estaré a las 10 ¿no?

No sé qué disculpa puse para salir del paso de los mensajes no contestados y me apunté al tanto de “los raros” en el manejo con el móvil, de esos que nunca contestan, aunque no fuera cierto.

En esas cenas se habla de cosas poco trascendentales y el tema “perros y gatos” es fácil para desinhibir y tener momentos más espontáneos fuera de la tensión diaria del instituto. Recibí tantos consejos que parecía una novata en animales, cuando era toda una experta en el cuidado de los perros. Como siempre surgió el dilema de –yo soy más de perros, ¡ay no! yo prefiero los gatos−. Nunca se llega a una conclusión tajante que incline la balanza más a favor de uno u otro. Es un tema de preferencias y las mías eran por los chuchos.

Al llegar a casa, vi que tenía en el móvil varios avisos de la “perrera” con una foto de un cachorro. Sólo había entrado una vez en su página y ahora me “bombardeaban” con información.  Daba la sensación como si alguien hubiera estado escuchando las conversaciones con las Compis, dentro del terminal y llamaba mi atención de un posible adoptado, − ¡era increíble, la IA que empezaba a utilizar diariamente me escuchaba! −. Como estaba desvelada, se me ocurrió pinchar sobre las primeras fotografías que aparecían en la página y leer las descripciones que, por cierto, −estaban muy bien escritas− y eso me enganchó mucho a curiosear por su página. De inmediato un mensaje parpadeaba sobre la pantalla invitándome a visitar las instalaciones y conocer a mi posible mascota.

Casi me arrepentí de haber ido a la protectora porque me perdí con el GPS que no sé a dónde −demonios me envió− para volverme a dar una vuelta de media hora hasta llegar a la verja de entrada. Con tanto ladrido, casi no oía a la veterinaria. −Puedes echar un vistazo y si tienes dudas me dices; han entrado unos cachorros que a lo mejor te interesan.

Me sentí fuera de lugar. Tenía ganas de irme, el viaje hasta allí se me había hecho largo y pesado. Estaba de malhumor, ya no me apetecía ver a ningún animal más. En mi corto paseo no me interesó ninguno de los perros que ladraban exasperadamente al acercarme a sus jaulas. A la media hora de llegar me estaba despidiendo de Olga que estaba intentando alimentar a un gatito.

–¡Qué bonito!

 Me salió decirle, aunque sin mucha emoción, fue por hablar algo antes de marcharme y por eso de no irme tan bruscamente.

− ¿Lo quieres?, −me dijo con la rapidez del que busca refugio para alguien desesperadamente. –¡Es tuyo, hago los papeles y te lo llevas! Está totalmente desparasitado y vacunado; le pongo el chip en un “periquete”. Aquí donde lo ves, fue rescatado de una casa ruinosa que se incendió la semana pasada. Estaba con su madre y el resto de la camada. Sólo sobrevivió él. Surgió de las cenizas como el Ave Fénix –se carcajeó −buscando mi complicidad− y la policía nos lo trajo hace un par de días. Si no aparece alguien pronto que lo adopte, tendremos que sacrificarlo –dijo con un tono mucho más serio.

Conecté de nuevo el GPS para regresar por dónde había venido y una vez que me puse en carretera fui consciente del lío en que me había metido. −Si a mí me gustan los perros, ¿qué hago yo con un gato? Una sensación de remordimiento me hizo dudar de lo que acababa de hacer. Estornudé varias veces, −que yo supiera no era alérgica a ellos, pero a saber−. Miré de reojo la caja donde Fénix se había recostado, traté de acariciarlo, pero mi mano no llegó al fondo del cartón, así que supuse estaba tranquilo, arropado por una toalla que Olga le había echado encima. Durante el viaje llamé a mi hermana, que adoraba a los gatos, ella sí que no podía tenerlos sin una inyección de adrenalina al lado y después cuando colgué decidí dar la sorpresa a mis padres.

 –Pero si a ti no te gustan los gatos, ¿cómo así? ¿¡Qué raro!? Acabé cabreándome con ellos y tuve una reacción un poco a la defensiva; les hice ver que eso era una percepción suya y nada que ver con mi manera de ser. –Que no hubiera tenido nunca un gato no significaba que no me gustaran. Fue en ese momento cuando me alegré de mi decisión, aunque sólo fuera por llevarles la contraria a ellos.

Los primeros días fueron una locura. No sabía muy bien qué hacer con él. Estaba acostumbrada a mi perro, pero Fénix, era diferente. No obedecía órdenes, no respondía a todos los Noes que le decía, se mostraba un poco arisco y desconfiado e iba por libre en sus decisiones, por supuesto nunca se giraba cuando le llamaba por su nombre. Al principio sólo lo encontraba efusivo y apasionado, cuando oía el clip de la tapa de la lata de comida, se relamía concentrado, y miraba fijamente sin perder de vista todos mis movimientos, hasta que vaciaba el contenido en el recipiente metálico; sabía entonces que iba a comer. Me obsesioné con los consejos de YouTube sobre gatos; me pasé varias semanas leyendo a cerca del comportamiento de los felinos, −qué hacer y no hacer con ellos−. La de la tienda de animales ya me conocía, en mi primera semana con Fénix, me pasé por el establecimiento unas diez veces y la que me atendió supo que padecía de inseguridad extrema, mis obsesiones la llegaron a molestar e incluso me di cuenta que le caía mal y no quería que volviera con más preguntas –de esas raras que yo le hacía−. Por eso, el último día que pasé por allí le compré todos los artilugios que me parecieron buenos para él, y no tener que volver al establecimiento por una buena temporada. El gato me había rasgado las cortinas y el sofá tenía unos buenos arañazos, así que con los reclamos que acababa de comprar suponía que dejaría de emprenderla con mis cosas.

Fénix dormía por el día y tenía una actividad frenética por las noches.  Como consecuencia yo tampoco pegaba ojo intentando calmar la actividad del cachorro. Él estaba histérico y yo más. Cuando se dejaba, le pasaba mi mano sobre su lomo para amansarlo, pero él solía huir rápido hacia el alfeizar de la ventana, arañaba el cristal en un intento de querer salir fuera. Cuando menos lo esperaba, escalaba por los muebles de la cocina o se tumbaba en un diminuto hueco entre las banquetas situadas debajo de la mesa, para después saltar al sillón y tumbarse en la manta que cubrían mis piernas. A veces lo sentía como un agobio, pero era un estrés que me calmaba mis ansiedades, me quitaba el pensar constantemente en el sentido de mi vida y todos esos miedos que siempre me estaban atormentando.

Olga me aconsejó que había que esperar más de ocho meses para que descubriera la calle, por supuesto debía estar esterilizado, pero no era necesario esperar a que alcanzara su edad adulta para que saliera; casi sentía un cierto alivio porque todavía no pudiera "largarse" y me inquietaba el día que se alejara más allá de la puerta del jardín, porque era capaz de decidir no volver. Esto nunca ocurría cuando la mascota era un perro y esa actitud de los gatos, en general, me molestaba mucho.

Había varias manos en alto, reclamando mi atención, supe que a mis alumnos les estaba interesando mi relato. Alguno espontáneamente mezcló la vida de su gato con la del mío y hubo mucha interacción compartiendo las experiencias de los que tenían animales en sus casas. Elevé un poco más mi voz y continué hablando de Fénix, casi levitaba con mi discurso, enseñándoles mi destreza y maestría con el animal, así como proporcionándoles todo tipo de definiciones gramaticales. Notaba que todos estaban pendientes de mí, y eso me hacía más grande de lo que solía sentirme con ellos.

 Fénix tenía reacciones tan graciosas, impulsivas y naturales que enseguida me encariñé con él. Mi carpeta de fotos y vídeos se llenó con su cara, sus movimientos y sus juegos. No podía parar de grabarle o captarle con la cámara del móvil; cada cosa que hacía me sorprendía más que la anterior y de ahí a compartirlo era un simple movimiento, un juego de dedos que lanzaba todo ese material a mis contactos en cuestión de segundos. Me puse tan pesada que muchos me bloquearon y otros dejaron de responderme. El grupo de las Compis parecía haberse silenciado con todos mis mensajes y mi familia ya me había advertido que lo mejor era una foto por día y me abstuviera de tanto vídeo.

Notaba que Fénix escuchaba mis órdenes sin hacerme caso; le hacía partícipe de mis pensamientos que verbalizaba en voz alta cuando ambos estábamos relajados, con mi única intención de recibir su respuesta, que siempre era nula y no dejaba duda a la más somera interpretación de su espectro autista. − ¡Era una pena que no pudiera hablar! Sin embargo, se estaba haciendo querer y yo lo empezaba a echar de menos cuando me sentaba en el sillón y no escuchaba sus ronroneos acurrucado en mi regazo. Curiosamente me estaba ayudando a ser menos maniática y obsesiva, menos antipática e intratable, que eran calificativos que siempre me acompañaban. Yo me estaba empeñando en que él fuera algo más dócil, menos agreste y arisco y creo que ambos estábamos consiguiendo cambios. Ambos progresábamos adecuadamente.

−Profe a mi gato le gustan mucho las cajas, siempre se esconde en una que tengo en la habitación. –Dijo Samu

Eso me recordó que el martes cuando llegué a casa no lo encontré por ningún lado, −me estresé por su ausencia−. A veces se quedaba dormido en cualquier recoveco y hasta que despertaba no daba señales de vida. De repente sentí que la bolsa de papel del súper que había dejado en la cocina a mediodía cobraba vida, se debía haber echado allí una buena siesta. La había convertido en su refugio. Fue simpático ver como batallaba intentado salir de su guarida improvisada. No paré de reír en un buen rato y por supuesto ese momento quedó grabado en mi teléfono y automáticamente todos mis contactos vieron el momento.

Hubo que ponerle un gran cono para que no se lamiera los puntos por la esterilización, ese día me hubiera gustado marcharme de casa, abandonarlo, olvidarme de él para siempre. Fue imposible que no se diera de cabezazos con semejante pantalla en su cabeza chocando con los muebles. Protestaba maullando desesperadamente y abría su boca enseñando los dientes como si me quisiera recriminar lo que le había hecho y después sacaba sus uñas lanzando zarpazos al aire dirigidos a mí. Tuve miedo de él y me escondí en la habitación por si me atacaba. Mi reacción fue demasiado exagerada –reconozco que me gusta generar dramas−. De vez en cuando entreabría la puerta y comprobaba que se encontraba mejor. Cuando le quitaron los puntos hubo que volver a empezar nuestra relación y eso me dolió mucho.

Yo detestaba el robot de limpieza, no me entendía con esa máquina, era un dolor de cabeza y una pérdida de tiempo intentar que funcionara desde la aplicación del móvil: si apretaba el botón de encendido, no arrancaba, cuando le daba al de parar decidía aspirar por su cuenta, cuando aporreaba desesperadamente el de pausa regresaba al cargador, chocaba con él y volvía a empezar un recorrido de limpieza hasta agotar la batería, y luego no había manera de hacerla llegar al centro de carga y que se auto-limpiara. Hablaba sola indicándome lo que tenía que hacer y aunque yo lo hacía, ella seguía y seguía hasta agotar mi paciencia. Me daban ganas de estrellarla precipitándola por las escaleras y que dejara de funcionar de una vez por todas. Pensaba que me la habían vendido averiada, no había otra explicación a su libre albedrío; − ¡fue una mala compra! − y aunque había pensado en devolverla, lo cierto es que me daba pereza llevarla al establecimiento. Prefería coger la escoba y barrer yo misma, −acababa antes que ella− y mis nervios me lo agradecían. Sin embargo, el robot, se convirtió en el juguete preferido de Fénix; según se ponía en marcha la aspiradora, él se tiraba en plancha hacia ella, la seguía rodeándola, la intentaba empujar con sus patas, y acababa por abordarla subiéndose a su base circular. En el acoplamiento hacían un recorrido en línea recta como si se tratara de un desfile, hasta que el robot percibía el peso de un objeto extraño y se paraba en seco; entonces Fénix se bajaba del aparato y de un salto se subía a la encimera de la cocina, observando desde allí el suelo como si fuera todo su reino. Yo abría la aplicación y volvía a encender el aparato que giraba sobre sí mismo intentando reconocer el terreno donde lo había dejado; la máquina se deslizaba con la delicadeza de una bailarina; era entonces cuando Fénix se lanzaba de nuevo planeando como un pájaro hacia donde estaba y caía justo en su base; el aparato se paraba de nuevo y el gato volvía a su posición elevada con la agilidad de un contorsionista y así vuelta a empezar, yo con el mando activaba el funcionamiento y todo ese circo de reacciones volvía a arrancar hasta que el robot dejaba definitivamente de querer actuar y ya no había manera de moverlo. Noté que esta parte de la narración les gustó mucho y dio mucho que comentar.

Estaba eufórica y me sentía protagonista y poderosa controlando con mis palabras a toda la clase. En ese estado y, para terminar, me escuché decir con un exagerado tono teatral y recalcando con mucho énfasis la descripción de mi gato Fénix comparándolo con la mitología del ave y sin venir a cuento me salió declamar: −Él con su plumaje inigualable de color escarlata y cuerpo dorado se sintió como el ave Fénix, siendo un felino, superando desafíos y dificultades−, y con todo lo que daba mi voz, casi gritando continué: −para emerger más fuerte y renovado−. Alcé mis brazos mirando al techo del aula, y cuando tocó la campana, oí el tumulto que se levantaba recogiendo sus mochilas y corriendo hacia la salida del aula.

−Profe ya he entendido los tipos de oraciones y sus nexos –dijo Noa al salir.

Me quedé allí sola, un tanto avergonzada por la escenificación. En ese momento de trance no tenía claro de quién o de que había estado hablando –puede que de Fénix o de mí o simplemente les había explicado las reglas de la concordancia.

 Me bajé de la tarima del aula y vi que en la puerta estaban las Compis aplaudiendo mi soliloquio.

− ¡Bonita clase de mitología Naza! hemos oído el final y tenías a todos escuchándote sin decir palabra–dijo Lupe entre risas

−Sí, estaba con la clasificación de las oraciones y se me ocurrió ponerles algún ejemplo para que las entendieran mejor.