martes, 19 de agosto de 2025

42°20′48.84″ N, 6°23′31.99″ W. Altitud 2188

 





Onofre Palencia Leví

− ¿Estás seguro que quieres que mañana vaya a subir al monte?

−Sí, hija, por qué no habrías de ir. Como todos los años, este no va a ser distinto.

−Pero papá, sabes que estás delicado y justo el día de tu cumpleaños, no querría dejarte solo, además sería mejor no llegar exhausta y tarde a tu celebración.

−No seas tonta, lo celebraremos por la noche, no es un día que me guste especialmente y además nunca estoy solo. Tu hermana lo tiene todo preparado.

Esa noche no pudo dormir bien, cada poco giraba su cuerpo a ambos lados; primero probaba a dormirse del costado izquierdo y luego del derecho para colocarse, finalmente, boca arriba intentando concentrarse en la relajación, que tantas veces había practicado con su profesora de yoga. En esos momentos, tan oscuros de la noche, le venían miedos absurdos e imágenes negativas: el esfuerzo de la subida, el sol incidiendo sobre su piel provocando quemazón, el latido acelerado de su corazón, ahora que sabía tenía un soplo cardíaco. Incluso le preocupaban los tenis inadecuados que le molestarían en la punta de los dedos de los pies por el descenso pronunciado, o incluso el atuendo deportivo prestado de su sobrina; el suyo se había quedado preparado en el sofá de su casa a más de trescientos quilómetros de distancia. Esta vez el ascenso lo haría con unos parientes, con los que compartía tíos comunes, pero sin tener parentesco directo entre ellos. Su padre había dejado de subir al monte hacía tiempo, aunque no le faltaban ganas, −incluso ahora que estaba a punto de cumplir 93 años− y con su hermana nunca habían contado, no le iban esos esfuerzos y mucho menos en verano. Su sobrina esperaba un hijo y no era momento para acompañarles.

Se sobresaltó cuando sonó la alarma de su móvil, a las 5:45, calculó que había dormido, tan solo, un par de horas y en ese estado era difícil aguantar las 5 horas de subida y las otras tantas de bajada. Estuvo a punto de mandar al grupo un mensaje diciéndoles que se “rajaba”, que no iba. Tenía mucha pereza, en ese momento, como para calzarse unos deportivos y enfrentarse a la senda escarpada llena de piedras con raíces de urce secas −que ella llamaba tuérganos− y rocas grandes engarzadas por un brezo púrpura fresco, y llegar hasta el pico. Con ese poco espíritu de superación y esa actitud de no querer ir, era mejor quedarse.

Escribió un mensaje al grupo con una disculpa de ausencia:

−Tengo una jaqueca horrible, no me siento capaz de subir. Lo siento, lo dejo para otra ocasión. Disculpar, no tenéis problema, sabréis llegar sin mí.

Estaba claro que no era verdad, pero no sabía que cosa mejor decir que un dolor para continuar en la cama y reanudar el sueño. Antes de enviarlo, le llegaron unos cuantos mensajes estimulantes de excitación y alegría por el ascenso. Su mensaje se quedó sin enviar y acabó borrándolo, resignándose con cierta cara de circunstancia y aceptando el reto de trepar y encaramarse al monte de los 2188 metros. Aunque partieran de unos mil metros, en los inicios de la ladera, la pendiente se hacía dura, a pesar de que para ella era suficientemente conocida. La subida la llevaba haciendo intermitentemente desde su adolescencia, pero después de tantas ascensiones, cada vez le pesaba más los recuerdos de los que no podían subir con ella, y la fatiga de los años le hacía poner excusas para dejar de hacerlo. De repente se acordó que su padre −la noche anterior− le dio un papelito doblado en cuatro partes iguales, con el deseo que quería que dejará ella por él, en el pequeño cilindro de acero que estaba colocado en la cumbre del monte, al lado del monolito con la información de la latitud y la altitud, medidas en el punto más alto donde un conjunto de piedras formaba la cima. Eso la hizo levantarse de inmediato, no podía fallarle con su petición, no quería defraudarle y que se sintiera decepcionado o desilusionado por su decisión de no ir. Le llevó una media hora prepararse. Antes de irse, abrió la puerta del cuarto de su padre, le dio un beso en la frente y le susurró que ya se marchaba; cuando estaba a punto de cerrar la puerta, él le recordó:

−No te olvides de meter mi último deseo cuando estés en la cumbre.

−Claro papá, aquí lo llevo bien guardado en la mochila. Pero, por qué dices “tu último deseo”, si vas a vivir muchos años para seguir pidiendo lo que quieras –Dijo con sorna.

−Bueno tú no te olvides, ¡vale hija! Es importante para mí.

 Cuando aún la campana del reloj de la escuela no había dado las siete de la mañana, ella ya estaba fuera de las puertas carretales, con el maletero abierto de su furgoneta, esperando las mochilas y los palos o bastones del resto. Estaban a media hora de distancia por carretera, del sendero del ascenso. Se hicieron la foto de grupo justo antes de ponerse a andar. Este año se habían apuntado nueve a la expedición, lejos quedaban aquellos años en los que su padre juntaba a un grupo de más de veinte.  A veces deseaba que nadie quisiera subir y así no hacer ella de guía. Pero la Sierra era como un imán que atraía siempre a alguien a escalar hasta su pico más alto y sentir el esfuerzo como un reto de superación con una gran sensación de libertad.

A esas horas de la mañana todavía no hacía mucho color. Por eso el ascenso era llevadero. Cuando la pendiente comenzaba a ser escarpada y el andar por las piedras se hacía difícil, ella empezaba a sentir la fatiga en su pecho con la aceleración de los latidos del corazón. Se paraba de vez en cuando, respiraba profundamente, echaba un trago a la bebida isotónica que llevaba colgada a la espalda y chupaba por la fina tubería la cantidad suficiente para recobrarse. Después sacaba alguna fotografía al brezo, −que estaba espectacularmente verde y violeta, por la cantidad de agua caída en la primavera−, a las jaras, los arándanos, o a la bellísima línea del horizonte que, envuelta con la bruma, creaba una visión ilusoria mágica y después hacía instantáneas del grupo, muchas de ellas eran autorretratos con todos, donde ella salía −con su sombrero de paja− en primer plano.

No se le hicieron especialmente difíciles las horas de subida; los músculos le respondieron bien y aunque, puntualmente, le faltó un poco el aire en algún momento, se recobró sin problema, controlando la respiración. Una vez pasada la exagerada pendiente del cortafuegos, sintió la satisfacción de estar consiguiéndolo.

No llegó la primera a la cúspide. Cuando lo hizo, ya había quien, estaba acabando el almuerzo y preparado para comenzar el descenso. Ella, sin embargo, quería hacer sus rituales de siempre: disfrutar de la vista desde ese punto tan alto de la sierra. Le gustaba dar gracias a esa naturaleza tan salvaje por atraerla un año más hasta ese paraje. Después aún tenía tiempo para sacar más fotografías del grupo, que, con el fondo azul, casi celestial, parecían puntos en ese espacio situado entre el cielo y las rocas, que formaban la peña del monte. Tomándose su tiempo, abrió uno de los bolsillos interiores de la mochila y sacó una libreta pequeña con un lápiz diminuto; no sabía muy bien qué escribir, hacía tiempo que había dejado de desear cosas que nunca se cumplían, así que por inercia y acordándose de su padre escribió:

− ¡Qué tenga buena salud por muchos años!

No era una frase que la cubriera de gloria, ni tampoco un deseo rotundo vital; era algo genérico, parecía haberlo escrito más por no saber qué poner, que por una petición rogativa importante. Su padre tenía buena salud y era el candidato perfecto para superar la centena. Rasgó la hoja de la libreta, la dobló como lo había hecho él, en su casa, y volvió a hurgar en el interior de la mochila para encontrar el papelito que le había dado su padre. Abrió la tapa del cilindro de acero; allí había más peticiones. Metió primero la suya y cuando iba a meter la de él, una curiosidad extraña, le hizo deshacer los dobleces y ver lo que había escrito.

− ¡Qué hoy toque la cima como mi hija!

Echó el papel en el bote y a partir de ahí no dejó de obsesionarse, intentando descifrar que quería decir con esa frase. Unos cumulonimbos cubrieron el sol y alguien dijo que se avecinaba una tormenta. Ella interpretó, por su experiencia, que esas nubes −que aún no eran negras− se irían hacia el norte, pronosticando que, una vez bajaran por el sendero, volverían a sentir el calor del sol. A los veinte minutos descargó una tormenta con gran aparato eléctrico y una granizada les sorprendió sin poder guarecerse en ningún sitio. Agachados entre las piedras soportaban el agua y el pedrisco, cada uno, como podía. Se sintió totalmente desacreditada con su teoría de que allí no caería ni una gota de lluvia. Escuchó como su móvil sonaba repetidamente; en ese estado tan crítico, no quiso abrir la cremallera de su sudadera y ver quién la llamaba. Pasados unos minutos volvió a sonar dos veces más y entendió que esas llamadas querían ser el aviso de algo urgente.

−Hola dime, ¿qué pasa? –Levantó la voz desafinando en la interjección. ¿Qué? No, no es verdad. ¡Repítemelo otra vez! No, no puede ser. Estaba bien por la mañana cuando entré en su habitación. ¡No, no me puedo calmar! –Le chilló a su hermana y un rayo interrumpió bruscamente la llamada.

La tormenta descargó durante media hora y uno de los rayos había impactado muy cerca de los sobrinos de su tía, uno de ellos había perdido el conocimiento y tenía abrasiones por la cara y el cuello; al otro se le veían quemaduras en ambas piernas y en las manos; estaba sangrando por una brecha profunda en mitad de la frente. El muchacho gritaba de dolor y ella lo hacía también por la noticia que acababa de recibir.

Cuando aminoró su desconsuelo y se dio cuenta de la tragedia de lo que estaba ocurriendo, abrió su aplicación de Alert Cops y pinchó en Rescate, compartió su ubicación y al instante un agente se puso en contacto con ella:

−Bu…nas …des .rel. ¿…al es e…gen..a?

Hacía tiempo se había registrado en ese servicio y aunque nunca le había hecho falta, lo tenía actualizado por lo que le pudiera pasar.

−No le en…ti..do  ..en, dice que …tá en el mon..  su pa… de 93 ..ños mu…to, ¿es así?

La conversación se entrecortaba y ella volvía a repetir el suceso:

−Es…mos en  el mo…te T…, her…gra… dos …cos y mi …dre ha ….erto.

−Dis…pe…me…no ….do. Su pa…que ….sa?

Se cortó la conexión y por ambas partes trataron de volverse a llamar. Se oían cerca los truenos y los relámpagos aún se veían con claridad; unos nubarrones amenazaban con seguir lloviendo y con cada sacudida el grupo se sobresaltaba. Todos se habían puesto en círculo protegiendo a los heridos, sin saber qué más hacer.

−Señora, ¿me oye mejor ahora?

−Sí, sí, mejor –respondió ella nerviosamente a pesar de que perdía por momentos la comunicación.

Escuchó las instrucciones de cómo manejar la situación, y qué hacer hasta llegar un equipo de rescate. Sin poder ponerse a cubierto soportaron una lluvia torrencial y la conversación se volvió a cortar, el móvil dejó de funcionar, justo cuando el agente le estaba preguntando por el estado de su padre. Sin embargo, ella continuó hablando, como si le escuchara y prosiguió explicándole que allí no estaba con ellos y no tenía idea qué es lo que había sucedido con él, a pesar de haber recibido la noticia de su fallecimiento. Volvió a sonar el teléfono y malamente oyó que le decían:

−Pongan a cubierto al anciano –la señal se perdía y se recuperaba mientras ambos se hablaban a la vez. Ella gritaba por el micrófono, como si al hacerlo, la entendieran mejor.

−No, aquí no está mi padre. Dos chicos están muy heridos −y lo decía bien alto, vocalizando cada palabra; lo hacía casi silabeando para que comprendieran bien de una vez; pero sólo oyó el eco de su voz sin obtener respuesta.

− ¿Me oyen? Uno de los heridos está inconsciente y el otro muy quemado. ¡Socorro, por favor! ¡Eh! ¿me oyen? –insistió desesperadamente.

Le parecía irreal estar en esa situación, tan solo hacía tres días que había disfrutado tanto en el concierto de John Németh en el Café Central, que le resultaba difícil entender ese estado tan lamentable en el que se encontraba ahora. Pensaba en su padre y a la vez consolaba −con gran impotencia− a los dos heridos, que uno de ellos lloraba de dolor. Le venían momentos de la audición del músico y las lágrimas inundaban sus ojos juntándose con los golpes que recibía del aguacero que, aún, les abatía sin tregua. Su móvil no daba señal de cobertura. Hizo varios intentos de llamar a su hermana por si la suerte hiciera que ésta lo cogiera y a través de ella organizar el rescate.

Oyeron el zumbido de unas hélices que se aproximaban; entre los cúmulos, que se estaban alejando, pudieron ver el helicóptero del 112, que, situándose en su vertical, soltaron la escalera y de inmediato bajó un rescatista, que fue recibido, como si de esas nubes surgiera una aparición y un milagro sobrenatural les viniera a salvar.

−Primero el anciano, −repitió varias veces−. El anciano, el anciano, es al primero que subiremos. – dijo el del rescate, sin haber hecho pie en la zona colapsada. Desde arriba otro compañero, descendía con una camilla.

Ella señaló a los heridos, que realmente eran la emergencia. Su padre no estaba allí. Ya no estaba en ninguna parte. Fue entonces cuando pensó en todo lo sucedido relacionando lo que él escribió, como deseo, en la nota que ella dejó en la cumbre y toda esa furia de una tormenta que había aparecido por sorpresa. Se trataba de toda una confabulación premonitoria natural entre la vida y la muerte; entre esa fina línea que te lleva de un estado al otro –del sólido al gaseoso− y la lucha por permanecer y a la vez dejarse ir.

−Eso es lo que ha hecho él. Claro, ahora entiendo que estuviera tan insistente con que no me olvidara de su nota. Él sabía que hoy se marcharía y de alguna manera compartiríamos ambos la misma cima, el mismo día y a la misma hora. Pero pensándolo bien ¡vaya día ha elegido! ¡¿quién se muere el mismo día de su cumpleaños?!

El helicóptero se alejó y el resto del grupo comenzó el descenso, caminando en silencio; estaban magullados por los rasguños de haberse rozado con las rocas; continuaron el sendero cabizbajos, con un estado anímico desolador y el esfuerzo del descenso fue mucho mayor. Cuando su móvil tuvo señal, comprobó que tenía más de 80 mensajes. Su hermana la había llamado más de veinte veces. Abrió la aplicación de mensajes y del grupo del pueblo se encontró una retahíla interminable de ellos con las iniciales: D. E. P. que no dejaban duda alguna del fallecimiento de su padre. Cuando su hermana pudo contactar, de nuevo, con ella, le explicó que se había ido sin sufrimiento.

−Pudo ser cualquier fallo orgánico, fue una desconexión sin explicación, un dejarse ir sin molestar −una marcha que describió como algo afable y feliz.

Esther miró a lo más alto del Monte y allí, en la cumbre, le pareció ver la silueta de su padre. Una nube desdibujó el pico, se hizo un remolino de cierzo seco y levantando su mano hacia la cima, la movió suavemente como queriendo despedirse; después tocó sus labios con varios dedos, y lanzó al aire unos besos, susurrando un simple:

 –Adiós.

Con voz temblorosa, y a manera de responso como si de un rezo conocido se tratara, pronunció solemnemente su nombre.

−Onofre − y más pausadamente repitió varias veces sus apellidos− Palencia, Leví, Palencia, Leví –y volvió a decir−, Onofre –y ella misma contestó a su propia oración− Palencia Leví.

Poniendo un acento más protocolario con la intención de despedirse definitivamente de él, vocalizó articulando, por última vez, su nombre completo:

 Onofre Palencia Leví.

Y ese fue su particular ritual de exequias, tratando de entender la marcha de su padre, casualmente, el mismo día de su cumpleaños.

 

 

domingo, 27 de julio de 2025

ESTÍO

 



Causas delictivas

A mi jefe no le gusta celebrar la comida de empresa previa a la Navidad, pero la que organiza extremadamente bien, es la que precede a las vacaciones de verano. Siempre las hace en el jardín de su casa, que es un espacio grande con piscina infinita, barbacoa de diseño y césped increíblemente cuidado, con parque infantil ­–pensado más para los hijos de sus empleados, que para los suyos que aún no tiene− A la comida no sólo vamos los que estamos diariamente con él, sino que se puede acudir acompañado de pareja, o grupo familiar. Con tan amplio número de invitados empezaba a organizar el festejo, a partir del tercer mes del segundo trimestre. El evento siempre ha sido, el último sábado de julio. No se trata de una simple comida antes del periodo vacacional, sino que lo que quiere resaltar y dejar claro, como motivo principal, es que fue a últimos de ese mes, cuando hace más de diez años, ideó el modelo de negocio, que puso en práctica, meses después, y que ha sido todo un éxito de mercado. Comenzó con seis empleados y al año y medio ya éramos unos 35. Ahora pasamos del centenar y no hay mes, que, desde recursos humanos, se busque a más profesionales para incrementar la plantilla.  

Cuando entra por la mañana en la oficina, a eso de las ocho, lo hace con un espíritu muy positivo; mientras recorre el espacio entre el ascensor y su despacho, primero saluda con un gesto general moviendo su brazo derecho y a manera de reverencia inclina un poco su cabeza y luego junta las manos dándonos las gracias al estilo japonés por estar sacando adelante todo este entramado de ventas y transacciones.

Quiere ser un compañero más, y a veces consigue mucha cercanía, aunque no por ello sabe mantener la distancia con sus empleados. Es exigente, riguroso y estricto en la calidad de todos los acuerdos, intercambios y compromisos que se gestionan desde la oficina. La venta de maquinaria nueva, de ocasión o el alquiler −de tractores, trilladoras, cosechadoras de última generación, equipos de forraje, además de todo tipo de vehículos para el campo− a través de una red accesible vía web −fácil de manejar− ha hecho que su negocio, sea la gran tienda virtual a la que acceder, si se necesita cualquier maquinaria agrícola, a precios competitivos. Su truco: la confianza que da el vendedor y la calidad a buen precio del producto. La flexibilidad en la venta o alquiler es esencial. La gran tienda virtual ya es conocida en Europa y ha empezado a explorar otros mercados más alejados. Nos llegan pedidos desde Canadá, Argentina, Chile o Costa Rica. Las facilidades en las transacciones de la maquinaria por Internet, era algo impensable para este tipo de vehículos, sin embargo, su apuesta estrella era combinar la venta digital y el servicio personal con el cliente cara a cara. Con esos dos ingredientes el mercado se expande cada día, hasta donde él ponga el límite.

Éramos un grupo heterogéneo, con ideas y modos de vida totalmente diferentes: estaba el grupo de jóvenes informáticos –solteros−, el de los jóvenes −recién casados− expertos en ventas, los cuarentones −nóveles padres− técnicos en mecánica. Los que llegaban a la cincuentena −con hijos emancipados− que sabían del funcionamiento de cada motor. Había un ex-viudo sexagenario −especialista en análisis financieros− que había rehecho su vida con una cubana y luego estaba yo, la joven “Single” −dedicada a la planificación estratégica y de recursos, con rango de coordinadora− alcanzando la cincuentena con esperanzas de encontrar pareja.  En todo el grupo había los extrovertidos, habladores y graciosillos, y los introvertidos, silenciosos y algo más raritos. En general había buena relación, sin profundizar demasiado en la vida privada de nadie. Una vez que salíamos por la puerta no nos considerábamos amigos, por lo que rara vez quedábamos para tomar una cerveza. Por tanto, la comida de julio ­−en casa del jefe− era la única oportunidad de reunirnos un gran número de nosotros fuera de la oficina. Ese día era como ir de boda, −sin ceremonia religiosa−, aunque había rituales que lo parecían: la forma de vestir casi de gala le daba rango de boato y solemnidad: el traje con corbata y los vestidos largos con gasas y sandalias hacían los honores de un gran acontecimiento donde no faltaban los discursos de alabanzas y agradecimientos. Por eso mi jefe lo llamaba:

-El banquete del Estío.

Y no le faltaba razón, había tanto despliegue de bandejas; se comía y se bebía tanto ese día que siempre había alguno que se ponía malo o daba la nota discordante y hacía el ridículo por el exceso de alcohol. Como cada año la música de Jazz –la preferida del anfitrión− era la protagonista del ambiente. Esta vez se trataba de un trío de saxo, contrabajo y piano que tocaba piezas clásicas de Bebop. Era su mujer, la que se ponía en contacto con una escuela de música −a la que había ido algún tiempo, cuando le entró la curiosidad de aprender a tocar el violín; práctica que abandonó pronto al darse cuenta que no tenía talento para ello− y contrataba a un grupo de jóvenes de la orquesta de jazz.

Después había un festivo bullicio de corrillos tomando las tapas que los camareros iban ofreciendo. Había muchos niños corriendo por el jardín, o montados en los columpios o preparándose para probar el agua salada y cristalina de la piscina. Me daba mucha alegría ver a tanta gente feliz, y lo mejor de todo era pensar que en unos días estaríamos, la mayoría, de vacaciones; era una buena manera de celebrar todo un año de esfuerzo y trabajo.

Me acerqué a los veteranos, así llamaba yo a los que llevábamos más tiempo en la empresa. Estaban impecablemente trajeados ellos y especialmente elegantes ellas con sus atuendos. Noté a Paco un poco más nervioso de lo habitual, −llevaba un par de meses irascible y malhumorado− dialogaba a la defensiva, hablaba atropelladamente y se defendía monologando como queriéndose proteger de algo sin precisar que le molestaba de nuestra actitud. Le noté disgustado y muy contrariado, supuse había tenido “movida” con Evelyn, su nueva mujer.

Hacía unos años que había hecho un viaje a Camagüey y se había enamorado perdidamente de una mujer bellísima, algo más joven que él. No paró hasta traerla a Madrid y el mismo día que llegó con ella al aeropuerto, un amigo piloto, los casó en la sala Vip, teniéndonos a un puñado como testigos de su compromiso. La ceremonia fue breve, emotiva, sentimental y conmovedora. Me hizo llorar la fuerza de su impulso y el arrojo de volver a empezar y dejar su viudedad por el momento. Después lo celebramos con unos Huevos Estrellados en Casa Lucio. Él adoraba ese restaurante y no había mejor manjar –que un par de huevos fritos− para festejar su boda.

Tuve buen contacto con Evelyn, fuimos varias veces de tiendas −y nos entendimos muy bien−. Nos encontrábamos los domingos en el Rastro y muchos viernes íbamos al cine a ver algún estreno. A los dos años de estar juntos empecé a notar a Paco irritado con ella. Solía contradecirla por cualquier cosa. Parecía molestarle todo lo que viniera de ella y me resultaba violento estar en medio de disputas banales que nada tenían que ver conmigo. Le observé celoso y especialmente preocupado por cómo vestía su mujer y me inquieté por su actitud. Un día en el trabajo le pregunté qué le estaba pasando y me contestó con evasivas:

− ¡No es cosa tuya!, no te incumbe, ¡métete en tus asuntos!

Me dejó un poco descolocada su contestación y ese fue el motivo por el que me empecé a distanciar de ellos. Era injusto para Evelyn, que, por él y su mal pronto, yo dejara de tener contacto con ella, pero en aquel momento me pareció que sería lo mejor para todos. Hoy me arrepiento por ello.

Cuando vi a Paco no tenía buen aspecto; el traje le quedaba escaso de mangas y unos calcetines blancos asomaban por debajo del dobladillo del pantalón, por el contrario, la camisa blanca le sobraba por todo el torso y las mangas sobresalían demasiado fuera de la americana. Agarraba fuertemente una copa y enlazaba varios tragos ansiosamente sin disfrutar del momento. Como estaba un poco faltón Saúl le dijo:

−Tranquilo ¡eh!, que no te hemos hecho nada, ¡qué te pasa tío! ¡Cálmate! ¿Vale?

Maldijo por lo bajo y nos hicimos los locos, disimulando como que no le habíamos oído para no tensar más el momento. Le agarré del brazo separándolo del grupo, colgué mi brazo sobre el suyo intentando empatizar y clarificar qué le estaba pasando y le dije cariñosamente:

− ¿Qué te pasa? ¿Has venido solo? ¿Dónde está Evelyn? ¡Tío, te veo nervioso! Te estás pasando con el grupo.

− ¡A ti que te importa! –Levantó la voz, recriminándome las preguntas.

Después de un silencio incómodo dijo:

−No ha venido, está enferma, pero a ti ni te va ni te viene y ¡déjame en paz, tía histérica y menopáusica!

Estaba excesivamente desagradable y maleducado; no se lo tuve en cuenta, el alcohol le estaba haciendo efecto y consideré que tres copas seguidas eran la causa de tanto desorden.

Me alejé un poco de él por si yo le molestaba por algo en especial y se podía tranquilizar sin mi presencia. Los músicos tocaban Will needn´t de Thelonious Monk e intenté relajarme yo también, mezclándome con los que escuchaban la composición. De vez en cuando le echaba un vistazo para ver qué hacía −me preocupaba que “la montara” e hiciera algo de lo que se pudiera arrepentir− los veteranos se habían desplazado hacia las mesas con comida, disimuladamente, dejándolo solo.  Luego lo vi apoyado contra el tronco de un abedul, intentaba limpiarse impulsivamente la mancha rojiza del puño de la camisa. Yo me había fijado en ella cuando le cogí del brazo, pero no me atreví a decirle nada porque la mancha no era la prioridad y no parecía que sangrara por ningún lado. Rociaba la salpicadura con un sifón. Quería desesperadamente deshacerse de ella y frotaba el tejido contra la corteza del árbol. La escena era patética. Me dio lástima verlo así y me acerqué a él, para ayudarlo. Cuando me vio a su lado, me gritó tan fuerte y los insultos fueron tan exagerados que los músicos dejaron de tocar. Mi jefe, al ver que los que estaban a mi alrededor se alarmaron, me hizo un gesto en señal de auxilio y yo con otro, le contesté que no pasaba nada. Con mi mano derecha hice un remolino, queriendo decir que continuara la fiesta. Entonces el trío tocó So What de Miles Davis y pareció olvidarse el incidente. Me alejé de Paco y aunque me temblaba todo el cuerpo intenté evadirme de todo ese mal rollo; cogí un Martini de una bandeja y metí mis pies en la piscina para bajar el sofocón de semejante situación. Me concentré en el chapoteo de los niños y conversé con sus mamás como si fuera una más de ellas.

Miré varias veces de reojo hacia el abedul, Paco dormitaba, sentado con la espalda apoyada en él. De su muñeca se deslizaba una gota de sangre, provocada por el frotamiento de la piel contra el árbol −supuse se había hecho una herida– y el tejido lejos de limpiarse se había emborronado aún más con su propia sangre. La mancha era feísima ahora. Hice otro intento por socorrerle de nuevo −en el fondo lo estaba pasando mal y aunque no entendía el por qué, sentí lástima por él− di varios pasos en su dirección, pero de inmediato me volví. Tuve miedo por si su reacción fuera peor al verme y la tomara conmigo de nuevo; no había necesidad de estropear el ambiente.

Las mesas estaban llenas de raciones y tapas más o menos sofisticadas, jarras de cerveza, copas de vino, refrescos y agua; era una selección de lo que le habíamos dicho a nuestro CEO, que nos gustaría comer y beber y él lo organizaba todo con una empresa de comida especializada, para que estuviéramos representados con nuestros gustos en su fiesta. Cuando vi los “huevos estrellados”, me acordé de la boda de Paco y Evelyn. Cogí la bandeja con los dos últimos que quedaban y lo busqué para recordar con él, lo bonito de aquel día. Estaba convencida que eso iba a sacarlo de todo su malhumor; y volví a pensar que lo que pasara entre ellos, tenía solución y los problemas podían ser algo pasajero. Lo encontré, apoyado en la barra improvisada del bar, al fondo del jardín, pidiendo un güisqui con la voz quebrada por haber ingerido demasiado alcohol. Estaba sangrando por la herida del antebrazo y el puño de su camisa empapaba la supuración. Cuando estaba a punto de tocarle el hombro, para llamar su atención y ofrecerle cariñosamente su plato preferido, los del Jazz empezaron a tocar Better git it in your Soul haciendo una bonita interpretación de Charles Mingus. Paco se giró haciendo como si tocara el contrabajo y chocó conmigo, pero ignorándome, prosiguió su mímica al ritmo de la música y se mimetizó con los que levantaban los brazos y contoneaban la cintura bailando al son de los instrumentos. Me quedé mirando la escena y con el plato en la mano, moví mis caderas para disimular el corte que me acababa de dar. Algunos parecían estar en trance con sus manos alzadas, y como si se tratara de un ritual, ese góspel, los envolvía con su compás y cadencia.  Según avanzaban los acordes, más gente se involucraba en la interpretación y cuando la mayoría había sucumbido al desarrollo de todos los instrumentos, hubo un despertar dramático con el sonido del saxofón final. Cinco policías irrumpieron, por la puerta trasera del jardín. Se desplegaron en semicírculo, avanzando rápido hacia el parterre donde estaba situada la barra libre. Cruzaron por el parque, dejaron atrás la piscina y se mezclaron con el público, sin perder su parábola en el camino. Venían directos hacia donde estaba yo. Me quedé perpleja mirándolos. Sus ojos estaban fijos en los míos. Los músicos dejaron de tocar y los que estaban cercanos a mí, siguieron con sus manos en alto, como esperando que la detención fuera con alguno de ellos. Se hizo un silencio de asombro y extrañeza por su llegada; cuando casi habían estrechado el círculo sobre mí; me sentí culpable sin saber la causa. Me temblaron las piernas y el pulso de las manos me jugó una mala pasada. Torpemente se me cayó la bandeja con los huevos rotos que se “estrellaron” salpicando los botas de uno de ellos. No fui capaz de emitir ningún sonido pidiendo disculpas. Estaba bloqueada. Paco, que estaba justo a mí lado, hacía como si tocara un saxo, finalizando la interpretación de los músicos. Estaba muy borracho y los sonidos que emitía eran obscenamente chabacanos. Uno de los policías dijo:

− ¿Francisco Gorane Lucena?

Paco levanto el dedo índice como si fuera un colegial, mientras que, con la otra mano cerrada, simulaba seguir tocando un instrumento; de su garganta salían sonidos burlones, queriendo disimular que la situación nada tenía que ver con él.

−Queda usted detenido por su presunta participación en un delito de asesinato. –Dijo el que dirigía la operación.

No vi en su cara asombro o negación. No había ni pasmo, ni extrañeza, tampoco sorpresa o estupor. Repetí su nombre varias veces como buscando una explicación a tanto desconcierto y buscando su mirada le dije:

− ¡¿Qué has hecho?! ¡¿asesinato?! ¿dónde está Evelyn? ¿por qué se quedó ella en casa? La has matado ¿verdad?

y con la voz desgarrada y llorando grité:

− ¡Desgraciado!¡Malnacido!¡Hijoputa!¡Cabrón!

No tuve respuesta de él. De ese jardín salió esposado, tarareando irreverentemente los últimos acordes de los músicos y de ahí fue directo a penitenciaría.

Evelyn recibió cuatro puñaladas en la mañana del 30 de julio, una de ellas fue en la femoral, causándole la muerte. Una vecina oyó los chillidos del forcejeo, pero no pensó que fuera para tanto, no era la primera vez que se enfrentaban de esa manera. Le pareció que la situación se calmaba y una hora después, oyó que la puerta del piso se cerraba con un fuerte portazo. Miró por la ventana y vio a un Paco muy alterado; primero cogió la calle hacia la derecha buscando su coche y unos metros después volvió sobre sus pasos y continuo hacia la izquierda hasta encontrarlo. Fue entonces cuando vio la mancha de sangre en el puño de su camisa, que le sobresalía exageradamente de la manga del traje. Le vio marcharse derrapando a toda velocidad con su Honda y fue entonces cuando ella, salió de su apartamento y llamó al timbre del piso de Evelyn; como no hubo respuesta, aporreó la puerta por si no lo hubiera oído bien. Allí nadie respondió; estaba convencida que Evelyn no había salido a la calle en todo ese tiempo transcurrido.

Desde su móvil llamó al 112 y diez minutos después la policía estaba derribando la puerta del 2ºC. Luego llegó una ambulancia y a los pocos minutos la Científica empezaba el proceso de investigación, una vez constatado su fallecimiento. Paco había consumado el asesinato de su mujer. Las causas delictivas para hacerlo solo las tiene él. No tengo ninguna explicación, no encuentro atenuante a semejante barbarie. Me siento mal por haberme alejado de ella y lloro por su pérdida. 


miércoles, 25 de junio de 2025

CONFUSIÓN TRANSITORIA

 




                                    


La inseguridad del miedo de Elsa

La ansiedad en ella era un síntoma de algo que no lograba entender. Tal vez se trataba de un daño acumulado, al que le había prestado poca atención y ahora que estaba llena de inseguridades se manifestaba en forma de miedo, susto o sobresalto. No llegaba al extremo de sentir pánico, pero pasaba por momentos en los que le faltaba la respiración y sentía que la vida se le iba por colapso cardíaco. Esa sensación de estrés causada por el terror a quedarse sola por la noche, en su casa, le estaba haciendo mucho daño y las consecuencias de su pavor deterioraron poco a poco su salud mental.

Cuando abrió los ojos, medio despertándose, no reconoció la habitación dónde estaba; parecía un habitáculo aséptico, sin decoración y con un orden que ella no había establecido. Los músculos no le respondían con la agilidad que esperaba y lo mismo su intelecto parecía adormecido por la ingesta de un ansiolítico. Le faltaron fuerzas para incorporarse de la cama; sus pupilas se movían lentamente de derecha a izquierda y volvían a repetir el movimiento hacia la dirección contraria, buscando los objetos que ella identificaba, pero no lograba distinguir ninguno conocido. No tenía el impulso de comprender qué le estaba sucediendo, se sentía tranquila y esa calma que le proporcionaba bienestar, la mantenía en posición horizontal sin alarmarse por no saber interpretar qué hacía en ese lugar. Se adormeció y despertó varias veces simultáneamente. Cuando los efectos del fármaco se disiparon trató de explicarse qué le habría llevado hasta allí, para llevar ese pijama, −más bien parecía una bata− que la hacía sentirse ridículamente desnuda por su espalda. De su dedo índice izquierdo le colgaba un sensor que enviaba la información de su pulso y oxígeno, a un monitor que emitía unas señales acústicas y describía unas parábolas repetitivas con valores cambiantes. Se puso muy nerviosa y gritando dijo:

−¡¿Qué demonios hago aquí?!

Se incorporó a la vez que se quitó bruscamente la pinza del dedo, lanzándola hacia la puerta de entrada de la habitación −como si el artilugio le diera miedo o fuera algo dañino para su salud−; el sistema de control vital empezó a pitar, y antes que llegaran las dos enfermeras −que estaban de guardia en la planta−, ya había tirado fuertemente de la camisola y quedándose parcialmente desnuda, buscó su ropa en una taquilla metálica situada en un rincón de la habitación. Las dos jóvenes trataron de devolverla a la cama, utilizando estrategias que habían aprendido sobre “calma y eficacia” empleando una fuerza determinada, sin hacer daño a sabiendas que la paciente iba a resistirse. Era difícil que Elsa interpretara, −con tanta angustia y agitación−, la lógica de lo que estaba ocurriendo. No era el momento de explicarle el estado de enajenación con el que había llegado a la clínica, sino de convencerla que para su curación debía alcanzar unos niveles de tranquilidad y estado anímico con los que verse fuerte y afrontar el día a día sin ninguna señal que la descontrolara. Cuando escuchó que le hablaban de equilibrio emocional y estabilidad psicológica, su reacción fue aún más exagerada y se rebeló contra todo lo que le decían. Se puso más histérica, violenta y por tanto, más peligrosa para ella misma y para la integridad de las que estaban tratando de calmarla. El efecto de la inyección que le pusieron, no se hizo esperar y se desplomó encima del colchón como un saco inerte de patatas. El detonante de toda esta situación, −que desde fuera se veía como una sobreactuación enfermiza−, era difícil de concretar.

Que estuviera en ese estado tan lamentable, era por haber sufrido un ataque de espanto y aprensión a algo desconocido; tal vez se imaginó algo que no existió y el miedo le hizo comportarse anormalmente padeciendo una agresión de terror inusitada. Estaba asimilando, −ahora que se habían ido sus hijos de la casa familiar y que su marido seguía pasando varios días al mes fuera de casa por trabajo−, enfrentarse a la inseguridad que le producía sentirse sola en la oscuridad de la noche y eso la convertía en una persona vulnerable, la hacía frágil y emocionalmente débil e indefensa para soportar esas horas de falta de luz y silencio.

Su casa no es que estuviera aislada, pero tampoco estaba cercana o pegada a ninguna otra. Por la noche podía ver las luces de las casas colindantes de sus vecinos, aunque la distancia de 70 metros a la más cercana no le ayudaba a sentirse suficientemente protegida. Tenía la sensación de vivir sola en un hogar que había estado siempre lleno y cuando su marido tenía que irse, −como lo había hecho durante años−, ahora se contagiaba de miedos e incertidumbres irracionales que boicoteaban su estabilidad vital, y entonces era cuando sufría ligeros ataques de ansiedad, que inexplicablemente iban subiendo de tono, a medida que el miedo se apoderaba de su intelecto, hasta llegar al ahogo, las palpitaciones y al delirio de lo absurdo.

Se le metió en la cabeza que, si contrataba una alarma, sus temores se iban a atenuar, y un cerco de protección a lo largo del perímetro de la vivienda iba a funcionar como cortafuegos de toda su zozobra. Se obsesionó con estudiar lo que ofrecían las distintas compañías, que se anunciaban repetidamente en diferentes medios de comunicación. Después buscó una estrategia para convencer a Hilario, que no era partidario de contratar ningún tipo de instalación de ese tipo.

–¡¿Quién va a entrar aquí!?, además si entran yo te defiendo y te protejo, no te preocupes. –Le decía socarronamente, y le mostraba su fuerza con los brazos, empuñando sus manos, como si él fuera un hombre que intimidara al agresor con su presencia.

Estaba convencida que, si eso ocurría, sería ella la que plantara cara al agresor y posiblemente diera golpes más fuertes que su marido, para defender ella sola a ambos. Lo que la atemorizaba era ese momento de ruidos inciertos, de sorpresa sigilosa cuando no se espera a nadie y alguien aparece, por sorpresa, con voz amenazante y violenta intimidando con un arma. Esto nunca había ocurrido, pero en estos momentos de su vida, creía ciertamente que había muchas probabilidades que ocurriera. Quejosa insistió:

−Ya, pero pueden entrar a robar y si lo hacen conmigo dentro, cuando tú no estás, no sé cómo reaccionaría –Se paró a pensar en ese momento y soltó tan certeramente lo que creía que podía hacer, que Hilario se asustó.

−Y si me da por cometer un crimen –Teatralizó la escena y como se dio cuenta que él se había interesado por lo que estaba diciendo añadió:

−O incluso pueden llegar a matarme o violarme y ese momento, con tanto sufrimiento, realmente me está atemorizando. ¡No me deja vivir!

Llevaba tiempo que cuando se quedaba sola su cuerpo se tensaba exageradamente llegando a tener dolores musculares. Estaba en alerta incluso con sonidos que conocía bien. Cuando crujía la madera del pasillo, agarraba uno de sus zapatos de tacón por la punta y esperaba a que el pomo de la puerta girara; abría mucho los ojos como si al hacerlo escuchara mucho mejor y con su brazo derecho en alto, se preparaba para clavar a alguien, su improvisada navaja. Pasados esos segundos de terror sin que pasara nada, cuando ya la dilatación, de las juntas del tablado cesaba, ella volvía a recostarse en la cama intentando recobrar una respiración armoniosa. Con ese ajetreo tan exagerado no pegaba ojo y su sufrimiento se volvía extremo contra ella; su mandíbula estaba demasiado rígida, los dientes se mantenían tan apretados unos contra los otros que le costaba abrir la boca; las articulaciones no le flexionaban bien y a los músculos les costaba recuperar su estado debido a la gran amenaza que creía estar sufriendo. Todo ese momento era innecesario, ella misma creaba esa situación pavorosa sin existir amenaza alguna.

 Había quedado a las diez de la mañana con un comercial de alarmas; no había pasado ni un minuto, cuando sonó el timbre y en la puerta no sólo apareció, el que le había contactado telefónicamente, sino que eran dos. Días antes en el buzón habían dejado, un folleto explicativo de una de las compañías de alarmas que ella había estudiado minuciosamente. En un negro intenso e impreso por varias caras, aparecía un número 900. Cuando lo marcó, estuvo a punto de cortar la llamada, en ese momento le pareció una tontería contratar ese servicio. Sin darle tiempo al arrepentimiento alguien al otro lado de la línea estaba ya concertando con ella una entrevista informativa, dejándole claro que no tenía compromiso de contratación. No pasaron más de diez minutos cuando David –el vendedor asignado− la llamó para quedar y fue así como a los dos días de la primera llamada estaba sentada en la mesa del comedor, escuchando las explicaciones que le ofrecían los dos profesionales especializados. El primero y más hablador, −David− abrió un desplegable con toda la oferta del sistema de seguridad y fue explicando paso a paso en qué consistían todos los artilugios de la oferta. El otro introducía ciertas frases que corroboraban o aclaraban la explicación del comercial para que ella no tuviera ninguna duda en la contratación.

Eran unos tipos peculiares; el más callado medía casi dos metros, hacía a su compañero bajo cuando no lo era. Si Elsa hubiera tenido que describirlos, le habría salido el retrato de dos delincuentes de buen aspecto, perfectamente identificados, dejando fuera de duda su reputación. Al verlos le llamó la atención sus facciones que delataban un pasado incierto, quizá solo fuera una primera impresión que la mantuvo distraía maquinando sobre sus apariencias. Así que más que escuchar todo el rollo que David traía aprendido −y soltaba de carrerilla como un papagayo−, ella se imaginó que, quizás fueran malhechores, o drogadictos rehabilitados y qué mejor sitio que –una compañía de éstas− para darles una segunda oportunidad, insertándolos en la sociedad, trabajando en un ámbito que ellos conocían bien, pero del otro lado de la ilegalidad. Se perdió en las explicaciones, aun así, asentía como si todo lo explicado lo tuviera claro. Mantenía la mirada fija hacia las páginas del folleto y levantaba la vista para ratificar una y otra vez, haciendo como que estaba concentrada sin estarlo.

 En realidad, no le preocupaba que le robaran. No tenía joyas valiosas que perder, a ella le interesaba más los muebles y la decoración, en general; aunque sí tenía algunos objetos de oro de su madre, como unas sortijas, un par de cadenas y poco más, nada por lo que pudieran arriesgar entrar y desvalijarle. Sin embargo, su casa era ostentosa y de un buen gusto moderno, −había sido la primera construcción de la zona, hecha con dos cubos rectangulares a distinta altura en hormigón y madera− eso la convertía en foco de miradas y lo que era peor atractiva para ser agredida y romper su intimidad.

No le costó mucho convencer a Hilario, de contratar una alarma, después de la escenificación tan pasional que le había hecho sobre un posible suceso criminal en su propia casa; al fin y al cabo, el precio mensual de la instalación por todo el servicio de seguridad, era algo muy asequible, nada que resintiera su economía. Además, pensó que ella iba a sentirse segura y todos los temores y miedos irracionales se iban a disipar, eso le merecía más la pena que el coste del producto.

Llegaron los instaladores, y tuvo la misma sensación que con los dos agentes comerciales del día anterior; su aspecto era un tanto raro, su cara delataba cierto aire de trapicheros; no había hueco en su piel para un tatuaje más; uno de ellos tenía unas cicatrices muy feas en la cara y eso no le gustó nada y la desestabilizó emocionalmente poniéndola muy nerviosa. Mientras colocaban el panel general, los diferentes tipos de detectores y las cámaras inteligentes, ella se obsesionó con su físico y empezó a imaginar cosas que no eran ciertas.

−Y si son estos los que me van a entrar, al fin y al cabo, saben dónde está todo, como conectar y desconectar, saben cómo controlarme a través de las cámaras. Han visto por dentro nuestra casa y les será fácil expoliarnos.

No estaba atenta a las indicaciones del técnico cuando le pidió que se bajara la aplicación al móvil para manejar la alarma más fácilmente. Cuando tuvo que crear una clave de acceso se mostró torpe y la falta de previsión le hizo crea una combinación de siete números consecutivos fácilmente reconocibles. Asintió con la cabeza a toda la explicación de armar y desarmar la alarma a través de su teléfono o del panel general, pero en realidad, no se había enterado de mucho. Elsa estaba bloqueada imaginándose la escena cuando le aparecieran éstos personajes, por la noche, asustándola.

Cuando se fueron los operarios, habló por teléfono con Hilario −justo le quedaban dos días de trabajo antes de su regreso− le dio demasiadas explicaciones sobre la “súper seguridad” que habían contratado; estaba atropelladamente agitada. Él sintió que había algo que no la convencía del todo y conociéndola entendió que le iba a dar muchas vueltas al tema, posiblemente llegando a cancelar la contratación y volviéndola a contratar con otra compañía. Esa inseguridad que mostraba le era malsana y perjudicial; dijera lo que dijera él, nunca servía para ayudarla y atajar tanta indecisión.

Elsa estuvo viendo la televisión, casi hasta las dos de la madrugaba, iba demorando el tiempo de marcharse a dormir, le daba miedo todo, incluso hasta conectar la alarma, pero al mismo tiempo ya quería hacerlo para sentirse mejor. Apagó las luces de la primera planta, empezó a subir las escaleras, miró por el hueco entre plantas; se estremeció por lo oscuro que estaba y subió los peldaños rápido para encerrarse, cuanto antes, en el refugio de su cuarto. Una vez allí, abrió la aplicación y deslizó su dedo hacia la izquierda para conectar el sistema −había varias formas de protegerse, la total, que era la opción para cuando la casa estuviera vacía y la parcial para cuando se estuviera en casa y poder moverse libremente, sin que, por ello, sonaran los sensores−. Decidió que lo mejor sería una conexión total, −haciendo caso omiso e ignorando la mejor opción en cada caso− estar perfectamente segura, que era lo que necesitaba en ese momento. Observó que el sistema Wi-Fi no funcionaba todo lo rápido que ella quisiera, −llevaba un retardo y el dispositivo se puso en modo búsqueda de señal, por lo que lo seleccionado estaba esperando a ser configurado correctamente−. No escuchó los 3 pitidos iniciales de haberse armado el sistema y, por tanto, entendió que estaba desprotegida. Decidió salir de la habitación para comprobar qué estaba pasando. Entró primero en la cocina y después continuó por el salón; unos flases captaron sus pasos considerándola intrusa y potencialmente objetivo advenedizo en la vivienda. Su teléfono empezó a enviarle mensajes; en segundos vio que había recibido varias fotos en las que se veía la silueta de una persona −que era ella misma−; e inmediatamente –pasarían unos 30 segundos− una sirena en la zona de la entrada emitió un ruido tan alarmante y ensordecedor que la dejó paralizada y agarrotada. Le pareció ver al fondo del jardín a una persona y se dio cuenta que era David cortando los cables de la luz de los luminosos con unas tijeras de podar, le acompañaba el grandullón, que de repente corrió hacia ella, y se puso a aporrear la cristalera del salón con tanta fuerza que sintió como el impacto resquebrajaba el vidrio. Una voz al teléfono le indicó que le diera el código pactado para poder acudir al domicilio y protegerla. No salió ni una palabra de su boca, estaba tan sorprendida que había enmudecido.

−Por favor Elsa, díganos el código que pactamos con usted.

Sólo se le ocurrió decir su nombre, no sabía de qué código le estaba hablando y le pareció lo más lógico repetir su nombre, varias veces para que le entendiera bien.

-Elsa, Elsa; sí, Elsa ¿es eso lo que necesitas?

Empezó a dar vueltas sobre sí misma como si eso la ayudara a pensar dónde estaba el panel general y poder desconectar manualmente la alarma apagando el dispositivo sonoro y silenciar el estruendo. Fue entonces cuando se acordó que se lo habían colocado en la entrada. Bajó las escaleras aturdida por el ruido, y al llegar se sobresaltó al encontrarse al instalador, que, justo en ese momento, abría la puerta de entrada con un gancho enorme y poniendo su mano en el panel, lo bloqueó para que ella no pudiera silenciar semejante escándalo. El de las cicatrices apareció sin saber cómo y la empujó para que se callera al suelo; mientras caía, le asestó un zapatazo que lo dejó mareado, al clavarle el tacón de su zapato en el final de una de las costuras de su mejilla; eso le dio unos segundos para levantarse y huir. Subió despavorida por las escaleras, escapándose de los atracadores, con la intención de llegar a su habitación y encerrarse. Cuando llegó al primer distribuidor sintió que el portón del garaje se abría, miró por el hueco de la escalera y vio como accedían a la casa los dos que antes estaban en el jardín. Ahora los cuatro la perseguían amenazándola con varias herramientas en la mano. Se tropezó cuando ya casi estaba en la segunda planta, y se resbaló en uno de los peldaños. Se golpeó la frente con la balaustrada y perdió el conocimiento.

Por eso cuando despertó en el hospital, sobre reaccionó exageradamente enfrentándose a las enfermeras, como si fueran parte del equipo técnico de seguridad que la habían agredido la noche anterior; lo que provocó que se le inyectara un cóctel de barbitúricos para calmar su agresividad y controlar su enajenación transitoria.

Horas después cuando la habitación estaba llena de familiares, Elsa se sintió más sosegada; era evidente que se estaba reponiendo del susto que había pasado. Una de las enfermeras, que había estado en todo momento con ella desde su llegada, se hizo un hueco entre todos, para comprobar sus constantes vitales. Le tocó la mejilla a modo de caricia y deslizó su mano por la cabeza pasándola suavemente  por el pelo; la intención era darle comprensión, seguridad y apoyo −acababa de hacer un curso sobre “Cómo tratar con pacientes: una cuestión de humanidad” − y le estaba sacando partido a lo aprendido. Sonriendo la miró a los ojos a modo de complicidad. No esperaba que le dijera nada, tan sólo buscaba empatizar con ella. Con la mirada se lo dijo todo –realmente su paciente se sentía mucho mejor−. Esta Elsa, no tenía nada que ver con la mujer que había entrado de madrugada, a la sala de triaje, en un estado tan lamentable de turbación, desconcierto y desorientación que hubo que pedir refuerzos para poder sujetarla y aplacarla.

Cuando la enfermera estaba a punto de salir de la habitación, la escuchó decir:

-Gracias, muchas gracias por lo que has hecho por mí.

Hilario y sus hijos se agolparon en torno a su cama y ella les contó −con la voz aún tomada por el disgusto de lo vivido− lo que le había pasado.

Se dieron cuenta que su discurso era inconexo, incoherente y totalmente deshilvanado, estaba fuera de la realidad y nada tenía sentido; hablaba muy rápido, −luchando contra su afonía− y lo hacía con tanta pasión, que la energía que emitía se traducía en un estado de falsa felicidad. Ninguno se atrevió a llevarle la contraria

Tal vez estaba maquinando una estrategia de compasión familiar. Los estaba utilizando para que comprobaran que no estaba nada bien. Lo único que Elsa quería –desesperadamente− era no tener la sensación de aislamiento y soledad.

Nada de lo que les estaba contando había sucedido. Nadie entró en su casa a través del jardín o la puerta principal y mucho menos se abrió la puerta del garaje sola; nadie la agredió, golpeó o empujó. Ninguno de los que ella vio habían estado allí esa noche. La única certeza, era ella y las consecuencias de su aprensión a un sentimiento de separación y aislamiento.

La alarma había sonado porque Elsa, al ir a comprobar qué le pasaba al WI-FI, −que estaba en el salón−, entró en el campo de visión de las cámaras y al primer flash que emitió el detector ella se asustó y perdió la noción de la realidad por un temor infundado, imaginando y proyectando paralelamente todos sus miedos. Una ansiedad incontrolada la asfixió y colapsó perdiendo el conocimiento durante varios minutos. Desde la Central de incidencias, respondieron a la señal anómala y al comprobar que, −conectando con ella por teléfono−, no respondía adecuadamente, generaron el dispositivo de emergencia al verla, por una de las cámaras, tirada en las escaleras. Una ambulancia la trasladó de inmediato al hospital y después de una primera evaluación, el psiquiatra le prescribió la medicación adecuada. Elsa durmió más de doce horas sin ser consciente de lo ocurrido.

A pesar de lo violento, que había sido su despertar, de lo coactivo de experimentar un nuevo pinchazo sin obtener ninguna respuesta, quién más contribuyó a su curación habían sido las enfermeras de la planta de psiquiatría. Era cierto que la visita de los suyos había sido muy valiosa, aunque no entendieran bien su estado de confusión transitoria, y, por tanto, les era incomprensible su alteración de la percepción objetiva. Elsa fue alcanzando poco a poco estabilidad emocional y confianza en sí misma. Dejó atrás ese periodo de caos y desbarajuste, se hizo fuerte y quince días después de la hospitalización, salió de la clínica. Llegó a su casa, hacia el atardecer. Estaba otra vez sola; así que sin deshacer su pequeño equipaje, lo primero que hizo, fue leer bien el manual de seguridad; conectó la alarma parcialmente desde la aplicación del móvil y esta vez sí lo hizo bien.







domingo, 25 de mayo de 2025

DE RUFINO A DON BENITO

 


  

Seguro de prima única

Me llamo Rufino Vérez Berentel, siempre he tenido que deletrear mis apellidos, lo llevo haciendo desde niño en la escuela y lo mismo el día que tuve que arreglar los papeles de la jubilación y aun poniendo el cuidado en una buena pronunciación de las consonantes, para que fueran escritas bien, solían ser confundidas por otras más usuales. Me he encontrado tantas erratas que respondo a Pérez, Lérez, Beren, Berenguel, Berdentel e incluso a algo tan dispar como Vergara, −supongo mi segundo apellido les suena más a eso −. Tengo por algún cajón una lista de todas las confusiones que he sufrido a lo largo de estos años. Lo sorprendente que me está ocurriendo últimamente es que para toda la “horda” de operadores, gestores y demás “turba” que llama diariamente para vender lo que sea, les es extraño mi nombre, así que ahora deletreo todo el paquete completo y siempre hay alguien que me sigue nombrando mal, así que también soy Rufo, Rufiano, Rufín o Runo. Por extraño que parezca, respondo por Faustino y Marcelino, debe ser porque, mi nombre comparte la misma terminación que los anteriores y se acuerdan más de éstos que del mío propio. Me he acostumbrado a los equívocos, así que ya no me produce ninguna reacción cuando me llaman confusamente.

Vivo desde hace cuarenta años en la Calle de Don Benito el Médico nº7, en un ático con unas hermosas vistas al mismo centro de la ciudad. Si ya es raro mi nombre, cuando lo combino con la dirección, puede sonar a broma y la mayoría de los interlocutores creen, con razón, que les estoy tomando el pelo –pero es la realidad, ese es el nombre de la calle donde vivo−. Al poco tiempo de instalarme en el ático, pregunté en la panadería, que estaba al lado del portal de entrada al edificio, por Don Benito el médico y la dependienta subió los hombros, indicando que no tenía ni idea quién era el doctor. Días después el dueño, que era realmente el panadero, me explicó que fue un médico muy “humano”, −como si los demás no fueran dignos de su especie−, aunque entendí perfectamente lo que quería decir. No hace mucho, puse su nombre en un buscador de Internet y curiosamente había información sobre él, no muy abundante, pero aclaratoria −algo tenía que tener de excepcional e insólito para dedicarle una calle. Fue “médico de cabecera” −así se les describía antiguamente, no como ahora que son médicos de familia− efectivamente estaban escritas las palabras “muy humano”, en cursiva, incidiendo en el calificativo como algo extraordinario, como había dicho el panadero. Fue practicante, ejerció la enfermería e hizo tareas de obstetra, a la vez que ayudó en el barrio a nacer a toda una generación, conocida como la del Baby Boom. Acababa la reseña con una serie de elogios que hacían mención a su inmensa amabilidad, cordialidad y generosidad ayudando a todo el que lo necesitara.   

Cuando conocí a Judith, llevaba viviendo poco más de un año en la buhardilla, nos enamoramos perdidamente y pasé con ella los mejores siete años de mi vida, después nuestra relación empezó a deteriorarse y me dejó por un compañero de trabajo. Le perdí el rastro durante mucho tiempo y cuando creía haberla olvidado me enteré que había creado una nueva familia en Nueva Zelanda. Me deprimió que no hubiera sido feliz conmigo. Quedé tocado psicológicamente cuando me dejó y creo que después de su abandono no me he sentido seguro con ninguna mujer. Es cierto que a lo largo de todos estos años he tenido dos relaciones más, pero lo que sentía por Jud, ya no lo he vuelto a sentir por ninguna y la relación con las otras dos, acabó mal también.

Hace cinco meses que me he jubilado, todavía estoy perdido y calmando toda la responsabilidad que fui cargando diariamente todos estos años de atrás. Obtuve el premio extraordinario en la licenciatura de Ingeniería Electrónica e Industrial y pude optar a elegir empleo, según mis preferencias. Comencé a trabajar cuando aún tenía que levantarme, para cambiar de canal y apretar un botón. Algo que hoy día es impensable. Por eso en mis primeros años en la Philips fui uno de los ingenieros que trabajó perfeccionando la tecnología del televisor K-11 Color, en este modelo se incorporó mando a distancia como algo novedoso. Todavía recuerdo que la publicidad para promocionarlo fue todo un acierto:

− “El mando a distancia Philips, le evitará levantarse 27 veces al día”−

 El publicista había considerado que era el número aproximado de veces que había que levantarse del sofá para cambiar de la Primera al UHF; el televisor K-11 Color no parecía lo suficientemente importante a destacar en el anuncio, comparado con su mando a distancia, aunque el televisor fuera más complejo que los prototipos anteriores en blanco y negro. Se vendieron tantas televisiones por el mando, que a todos los que habíamos trabajado en el proyecto nos derivaron a un nuevo departamento de innovación del que acabé liderando y de ahí fui ascendiendo hasta ser el director ejecutivo de la sección Ibérica de la compañía holandesa Koninklijke Philips N.V.

Llegó el momento de celebrar mi despedida laboral, no me apetecía pasar por “ese momento”, tenía sentimientos encontrados. Por un lado, ya era hora, que saliera de la empresa y dejar el puesto a una nueva generación de ingenieros, aunque por otro lado dejaba mucho de mi estresada, pero querida vida diaria. Me emocionaba pensando en lo rápido que había pasado este periodo y mi discurso de despedida lo titulé: “Toda una incógnita” haciendo referencia a cómo se había precipitado todo hasta llegar a ese momento final de desvinculación laboral. Una vez que el “subidón” de la emoción por la gratitud de mis compañeros se disipó, pasé por un periodo algo deprimente, pero no por ello estuve desanimado o decaído, quizás un poco perdido reajustando qué cosas hacer, qué actividades planificar para no estar tan parado. Empecé por prestar atención al estado en que estaba el ático. Era necesario una renovación no sólo en mobiliario y decoración, que estaba un poco obsoleta y había quedado como Jana –mi última pareja− lo había dejado, sino que era necesario una intervención algo más seria de pintura y renovación estructural de baños y cocina. Intenté contactar con profesionales para emprender el nuevo proyecto. Me di cuenta que era difícil que vinieran a darme un presupuesto, a la mayoría les parecía poco trabajo y los que lo podían hacer daban precios desorbitados para no hacerlo. Empecé pintando mi habitación y después hice propósito de pintar el resto del ático en otro momento, me convencí que lo haría en invierno, aunque realmente no lo hiciera. Deseché varios muebles, quité objetos que ya no me gustaban, compré un sofá y dos sillones color ocre y varias lámparas bajas para amortiguar el ambiente, creando una atmósfera más acogedora y actual; reemplacé manteles, trapos de cocina, toallas; cambié las fundas nórdicas que había comprado cuando Miriam –la mujer que había llenado el hueco que dejó Jud− decidió mudarse conmigo y de eso ya hizo unos 15 años. Me cansé pronto de toda esta actividad doméstica y pensé, que tal vez, debía llenar los vacíos de soledad que estaba empezando a sentir, haciendo una lista de propósitos que resultaran más amenos y llenaran mi nuevo estado ocioso.

En la pizarra magnética del frigorífico donde escribía lo necesario para hacer la compra, anoté: “ir al gimnasio”. La idea de apoltronarme en el sofá delante del televisor no era una buena opción. No me gustaban los programas-concurso, o de variedades o de esos que todo son “chismes” y pasarme  horas viendo series en las plataformas no me atraía demasiado; como tampoco me atraía especialmente estar horas en la butaca, leyendo un libro, y teniendo a mis pies una montaña de ellos esperándome; esa idea idílica con la que había soñado tantas veces, se me hacía ahora, que era el momento de leer todo lo que no había leído, no diría aburrida, porque siempre me había entretenido con algún libro, pero no era lo que más me seducía hacer en este momento. En mayúsculas escribí “AMIGOS” era lo más importante que quería recuperar; quedar para lo que fuera, una tarde de café, una cena de fin de semana o una comida un domingo cualquiera. No era fácil porque la mayoría tenía su vida hecha y un hombre sólo entre parejas no deja de ser una anomalía. Aun así, lo iba a intentar. La poca familia que tenía, unas primas, a unos cuarenta y dos quilómetros de mi casa, estaban demasiado atareadas con sus nietos y cuando no, estaban abonadas al INSERSO, así que sólo nos veíamos una vez al año, en Navidad; cocinaban tan bien que yo estaba dispuesto a hacer el maratón en coche los días festivos, para abonarme a sus ricas viandas.

Y de los amigos y familia, llegué a idear “viajar”. Podría decir que había dado la vuelta al mundo varias veces con la empresa, pero lo que se dice conocer los países no los conocía bien. Un vuelo me llevaba a otro y el trabajo no dejaba espacio para el turismo. Me vino la idea de alquilar una auto caravana y conocer España, sería algo exótico y original a mi edad, más que tomar un avión a un sitio remoto, que ese tipo de viajes podía ser tedioso para mis arritmias. Tal vez debería anotarme en una agencia y contratar uno de esos viajes organizados. Sería una buena idea apuntarme a un crucero por el Mediterráneo y disfrutar del interior del barco. Así que al lado de “viajar” amplié el término y escribí: “viajes organizados en general” Tenía claro que, no iba a hacer ninguna excursión individualmente, porque para estar solo ya lo estaba en mi ático, así que divertirme lo haría con otros. Era consciente que en este tema estaba dando tumbos y no tenía muy claro que elegir exactamente.

No se me ocurrió nada más para continuar la lista. Abrí el frigorífico, cogí unos champiñones, carne picada y un buen pedazo de polenta precocinada y me hice la comida. Acerqué mi nariz al paquete, para olerla, y recordé la primera vez que la probé en Milán; la elegí como guarnición porque el nombre me sonó muy bien y desde entonces el puré de maíz lo uso de acompañamiento en muchas de mis comidas. En el Súper estaban de promoción los productos italianos y decidí comprar varios tacos de Polenta de Bérgamo que era la mejor. Me gustaba cocinar escuchado la radio, me acompañaba y me enteraba pronto de las noticias. Ese día estaban entrevistando a alguien del Banco de alimentos. Lo que me sugirió la idea de anotar en la pizarra: “voluntariado” y lo rodeé con dos círculos pensando que podía ser una buena opción para mí. Esa tarde me pasé un buen rato buscando una ONG a la que pudiera dedicar unas horas a la semana y llegué a la conclusión que me anotaría a la campaña de recogida de alimentos que iba a ser en un par de semanas.

El teléfono sonó varias veces, eran números desconocidos y estaba convencido que todas esas llamadas, tenían intenciones parecidas, así que las que sonaron las rechacé. Días atrás había descolgado el móvil y un asegurador me había ofrecido cambiarme de seguro de la casa. En esa ocasión, me cogió en un buen momento y hasta fui amable con él. El muchacho me había llamado Sr. Rufio y como me hizo gracia, le atendí con una carcajada, aunque él no entendió mucho mi risotada. Ese día tuve paciencia y escuché todo lo que tenía que decirme sobre el seguro que me quería vender; al fin y al cabo, estaba trabajando, y era la única posibilidad de demostrar a sus jefes que esta vez no le habían colgado el teléfono “con cajas destempladas”.

− ¡No hombre, soy Rufino, no Rufio!

−Lo siento señor, sí, Rufino, leí mal la información que tenía de usted, disculpe. Imagino tiene un seguro de hogar –Sin dejarme casi contestar, añadió:

 −Nosotros se lo dejamos a mitad de precio de la prima que paga usted con otra compañía.

− ¡Vaya, eso es fantástico y cómo así, que majos por el ahorro! –Le contesté sarcásticamente, aunque moderé mi tono y acabé escuchado todas las mejoras que me ofrecía. Como no quería decidir nada en ese momento, le dije si me podía llamar otro día, para que me diera tiempo a pensar la oferta.

Después de comer me hice un té verde, que un colega me había traído de Azores; me encantaba tomarlo con una cucharada de miel, no sé por qué me hacía sentirme más sano. Imaginé a las abejas trabajando en sus celdas y produciendo la miel que me iba a tomar y haciendo una asociación con ellas, me vino a la cabeza, que tal vez podría tener un animal −un perro o un gato−. Ya tenía otro ítem para lista: “mascotas”, pero enseguida lo taché. La única experiencia que había tenido fue traumática y por otro lado no me sentía capaz de empezar de cuidar a ningún animal, aunque, realmente, me hiciera compañía. Cuando Jud se mudó a vivir conmigo, trajo a su gato atigrado de color canela, Pus. Le gustaba tumbarse al sol sobre la cornisa de la terraza; yo temblaba cada vez que lo veía desparramado al sol en ese espacio tan estrecho, pero ella decía que de ahí no se iba a caer nunca.

 –Los gatos son muy listos, saben por dónde andan y se tumban en cualquier sitio y lo mejor es que saben caer de pie. –Me decía con toda seguridad.

 Fue hacer ese alegato a su favor y verlo lanzarse al vacío persiguiendo a una paloma torcaz. Costó mucho recuperarse de lo que vimos en la acera y el desconsuelo fue mayúsculo.

Podría hacer algún “curso” esto me motivaba más que enredarme en los cuidados de un “animalito”. Inscribirme en uno de pintura. Pinté en mi adolescencia y no lo hacía mal o eso me decían. Miriam había recuperado del sótano, un par de lienzos que había pintado estando todavía en la universidad; eran unos cuadros de trazos sencillos que llamaban la atención por la mezcla de colores, combinados con recortes de periódicos y revistas; yo consideraba que eran muy malos, pero a ella le encantaron y los rescató como parte de nuestra decoración y ahí siguen colgados en la pared, aunque ella ya hace tiempo que se fue. Siempre me ha gustado tocar la guitarra acústica, mi padre me decía que tenía “oído absoluto”, era un poco exagerado porque nunca he tenido el talento de los músicos, aunque es cierto que no he necesitado una partitura para reproducir cierto tipo de canciones y se me hace fácil repetir acordes; por eso ahora podría ser buen momento para aprender ciertas técnicas musicales más en serio. De repente me entraron las ansias de aprender y ya me veía matriculándome en la “Senior” haciendo estudios de historia y geografía o de inglés y ya puestos de literatura española −era sólo una idea, por hacer algo−.

Puse a Junior Mance en el Marshall, me senté en el sillón para disfrutar de su música y beberme relajadamente la taza de té que aún estaba humeante; Curiosamente la pieza que más me gustaba del músico era la titulada Jubilation –parecía compuesta ex proceso para mí− Después de escuchar un par de composiciones del músico y cuando ya me había bebido la infusión, tiré hacia abajo de la palanca del asiento, desplegando tanto la parte inferior, elevando mis piernas y pies, como la que pegaba contra mi espalda, reclinando el butacón lo suficiente para estar en posición casi horizontal. Me di cuenta que los párpados se me cerraban, pero no hice nada por intentar abrirlos. Me concentré en la pieza que estaba sonando, la tarareé y con mis dedos marqué unos arpegios en el mástil imaginario de mi guitarra y punteé las cuerdas acompañando al músico en su composición. Después de eso ya no recuerdo más.

Escuché un ruido con unos decibelios elevados y molestos, me pareció que era una alarma que avisaba a Pus de que lo que había al otro lado de la barandilla, era un precipicio entre montañas, rodeadas por multitud de enjambres de abejas que acudían a su auxilio. Jud le cosía las partes desgarradas como si fuera de trapo y Jana envolvía sus vísceras entre sábanas de lino recién planchadas. Vi a Miriam pasar cerca de ellas, con los lienzos que tanto le gustaban, ahora emborronados a punto de tirarlos al vertedero.

Me sobresalté con lo que me estaba ocurriendo y me alarmé con tanto ruido; abrí los ojos y entendiendo que estaba todavía inmerso en la realidad del sueño, traté de volver en mí. Todo lo que creía que estaba ocurriendo de extraño no era nada verdad. Sonaba el móvil repetidamente y comprobé que ese sonido era el que había estado escuchando mientras aún estaba dormido. Dejó de hacerlo y un par de minutos después volvió a sonar.

−Hola, ¿ qué pasa? –Dije un poco molesto y borde.

−Señor Pérez, Rufino ¿no?  −Se rio ligeramente, como si esta vez hubiera acertado.

−No −Le dije asertivamente elevando el tono; un poco enfadado y le solté groseramente: ¡Qué no, joder! Y después casi murmurando dije: − ¡No hay manera de decirlo bien!, e insistiendo repetí varias veces: − ¡Qué soy Vérez, Vérez! −y le deletreé las consonantes y vocales:

−V-é-r-e-z, −acabé con un tono más grave y le solté:

− ¡Con V, hombre, con V!

− ¡Uy lo siento Señor Vérez, disculpe! No sé cómo me he podido equivocar de nuevo, lo siento de veras; ahora que había dicho bien su nombre, me equivoco en el apellido.

Después de un silencio breve, sentí que tragaba saliva y con voz calmada, supongo para no molestarme más me dijo:

−Soy Néstor el gestor de seguros. Habíamos quedado que le llamaría a las siete.

−Ah sí, sí. −Le dije más calmado.

− ¿Ya ha pensado en lo que hablamos el otro día, sobre el seguro de hogar? Si tiene dudas me dice. Le entra la misma cobertura que el que usted tiene, pero, claro, con una rebaja del 50% por ser cliente nuevo. Es una buena oferta para el primer año.

Pensé en el segundo año, a lo mejor el coste doblaba el que tenía ahora y podía no merecer la pena el cambio y antes de verbalizar lo que estaba pensando, me dijo:

−Para el siguiente año, si no da ningún parte, sólo se le subiría un 5%.

 Me quedé pensando qué hacer y por inercia asentí para que acabará pronto la conversación.

Después de manera irracional y sin saber por qué llegó a esa conclusión me preguntó:

− La casa está a nombre suyo y de don Benito, ¿no?

Resoplé profundamente cabreado; me entraron muchas ganas de colgar, pero no lo hice, en el fondo el joven se estaba esforzando conmigo y mientras yo perdía un poco los nervios, él se mantenía educadamente más sereno. Le expliqué que don Benito no era nadie, sino que era la calle donde había que asegurar el inmueble.

−Ah comprendo.

Le oí teclear a través del teléfono D-O-N B-E-N-I-T-O porque lo iba silabeando mientras lo escribía en el ordenador y para que no me impacientara con más datos enseguida me convenció que lo contratado estaba listo para la fecha acordada.

−Bueno Don Rufino, muchas gracias. Antes de despedirme quería informarle que tenemos otro producto que le puede interesar por la edad que tiene y como me ha dicho que vive solo y sin familia, hay un seguro de “decesos” de prima única, para que quede organizado su…

Según oí la palabra entierro, me temblaron las piernas, sentí opresión en el pecho, creí quedarme sin aire y temí sufrir un desvanecimiento o lo que era peor un síncope, pero ante esa reacción tan extraña, no ocurrió nada grave y hasta me dio tiempo a colgar el teléfono sin previo aviso.

Cuando conseguí calmarme y comprobar que mi respuesta había sido excesivamente exagerada contra Néstor, tal vez por mi hipocondría, habían pasado varias horas. Llamé a la aseguradora, pero ya no había nadie en la oficina, un contestador informaba del horario de apertura. Me levanté pronto, sólo porque quería volver a ponerme en contacto con él y darle una explicación de lo ocurrido, en realidad yo no me consideraba una persona desagradable y grosera como para cortarle así de esa manera, la culpa había sido mi miedo a enfrentarme a ser mayor y a la muerte.

−Buenos días, soy Rufino. Siento lo de ayer –y le explique:

−Fue oír las palabras entierro y sepelio y volverme loco. Te pido disculpas, no debí cortar la llamada de esa manera.

Con tono más apacible que el usado el día anterior le dije:

−Bueno explíqueme de qué va ese seguro a lo mejor no es tan mala idea en mi caso. Media hora más tarde estaba dando mis datos bancarios para una nueva contratación.

−Vale ya tengo su nombre, dirección y teléfono, lo suficiente para hacer la póliza. –Dijo Néstor casi temeroso de cometer algún error con mi nombre o con la calle donde vivo.

− ¡No olvides que todos mis datos van de Rufino a Don Benito! Puntualicé con cierto tono de guasa.

Esa mañana me anoté al gimnasio de la esquina, me inscribí, como voluntario en el Banco de Alimentos; hice un par de llamadas para quedar a comer con Toño y Jero. Me pasé por una agencia de viajes y pagué un crucero de 7 noches por el Mediterráneos. Después contacté con un centro de actividades para ponerme al día en pintura y guitarra, y por último eché una solicitud para poder matricularme en la universidad Senior.

Lo de las mascotas iba a dejarlo por ahora.

 

https://youtu.be/-Vod1kMjy-o?si=RYZpsXzE6c9xemTU